Es
una tesis que pocas veces se oye enunciada tan claramente, y que me
parece que tiene una gran dosis de verdad—de verdad de la desagradable,
que es lo que puede explicar el que se oiga tan poco. Si somos una
especie eminentemente cooperativa, como se suele subrayar, también se
aplica eso a la violencia cooperativa que es la guerra. Son un gran
bien las alianzas, y normalmente lo son a costa de un tercero.
De hecho se ha oído mucho esta tesis, aunque no en el lenguaje
de la etología y del evolucionismo, que es el que se utiliza aquí.
Nuestra visión tradicional de la historia siempre ha sido la de "reyes
y batallas": pueblos y sociedades pugnando con otras por el dominio, el
territorio o por la vida sin más; conquistas, matanzas, genocidios,
poblaciones desplazadas y arrinconadas. La historia de los Westerns,
sin ir más lejos, o de las películas de la Segunda Guerra Mundial. La
carrera armamentista y la Guerra Fría todavía la tenemos muy
presente—si no el famoso Choque de Civilizaciones de Hutchinson—y somos
conscientes de los presupuestos destinados a los ejércitos y de que la
tecnología de punta de lanza en investigación va asociada siempre a
tecnología militar. Internet, sin ir más lejos, o la investigación en
energía nuclear. Y esperen a ver qué inventos horrendos salen del LHC.
En
suma, que la tesis ésta no nos pilla de nuevas, todo lo más como un
modo de recalcar algo que nos resulta muy familiar, y de llevarlo al
origen mismo de la humanidad. No es que la humanidad sea humanidad, y
además (como un defecto molesto, o o como un mal superable) sea
violenta. Es que la humanidad se ha hecho humanidad mediante la
violencia, el dominio y explotación de todo lo que la rodea—y muy
especialmente con la exterminación de competidores cercanos, incluyendo
a todas las demás especies de homínidos que formaban grupos menos
potentes—ejércitos menos competitivos, según lo pondría Falgueras— y
esto sin distinguir mucho en si pertenecían a la misma especie o no,
pues la especie misma se va "refinando" mediante la asimilación
cultural de los grupos marginales a la modalidad cultural dominante, o
mediante su exterminación.
Sirve muy en concreto la tesis para explicar el funcionamiento de los
grupos humanos para su mayor eficacia, la división social del trabajo
entre las tres castas tradicionales: los guerreros, los trabajadores, y
los sacerdotes. Siendo la misión de los sacerdotes aquí articular el
universo ideológico que da cohesión al grupo—los dioses que el pueblo
tiene unos en exclusiva (como hoy los santos patrones) y otros
compartidos con la etnia que proporciona no sólo competidores de bajo
nivel sino también aliados potenciales ante enemigos externos más
hostiles. Si es que aún se reconoce la dinámica tribal en la misma
distribución de la tierra y de las solidaridades ideológicas.
En
suma, que la importancia de este razonamiento se halla en subrayar cómo
la organización social y la naturaleza misma de los seres humanos está
íntimamente ligada a la lógica de la guerra. Sin entrar en si es
concebible que la guerra desaparezca o se supere como medio de
resolución de conflictos—historia hipotética ésta—lo que sí podemos
decir es que la historia efectiva se ha hecho con la guerra. La guerra
nos ha hecho humanos, y ha sido consustancial al desarrollo de las
civilizaciones, y de las formas de la socialidad humana. De hecho la
socialidad y ayuda mutua con los próximos no son sino la otra cara de
la hostilidad y competencia con los que son un poco menos próximos.
Hobbes ya decía que el hombre es un lobo para el hombre—le faltaba
añadir que los lobos cooperan para cazar. (Y que lo que no hacen los lobos es cazar otros lobos).
La ayuda mutua, la socialidad, la racionalidad, el lenguaje, las leyes y la cultura, no se han desarrollado ni ejercido nunca en el vacío, sino en un marco de conflicto siempre latente o abierto entre especies, etnias, poblaciones y grupos sociales, pugnando por la supervivencia y por los recursos propios y ajenos. Es normal que nuestra atención se dirija a otra parte, y que esto sea a la vez evidente y pase desapercibido—como decía Nietzsche, la reflexión nunca ha sido muy dada a reconocer que cabalga a lomos de un tigre.