La escritura académica

Cuanto más enrevesado, más interesante…
Cuanto más claro, más trabajo…
Por lo que, no sólo trabajo menos, sino que parece más interesante…
Y, en ocasiones, la oscura verborrea no es más que un modo estratégico de ocultar que no tenemos nada que decir…

Si bien el concepto es el medio de representar una compre(n)sión de la realidad, a mayor compre(n)sión, mayor abstracción. Y a mayor grado de abstracción, cualquier intento de explicación supone, de entrada, utilizar nuevos lenguajes (arduo trabajo el de los implicados docentes que intentan acercar esa compre(n)sión a sus estudiantes).
Quizás la mayor dificultad en la construcción de conocimiento científico y filosófico es decidir el modo de representarlo para conferirle una inteligibilidad comunicable.
La metáfora merece una reconsideración especial en este juego.
Al margen de todo ello, la academia es proclive a seducir desde la distancia y la incomprensión, confiriendo a su colectivo un estatus de secta privilegiada a través de herramientas simbólicas y seductoras codificaciones de misterios. Un mecanismo o dispositivo de auto-presentación intelectual.

Y a la auto-presentación le sigue el narcisismo profesional. Los académicos vivimos en dos universos: el mundo de las cosas que estudiamos y el mundo de nuestra profesión (publicar, comunicar, mantener las apariencias ante tendencias y cotilleos). Muchos empleamos mucho tiempo en el segundo mundo y es fácil confundirse entre los dos. El resultado es un tipo específico de escritura.

Esta escritura refleja, en términos generales, un modo conservador de definir las ideas, una relación de responsabilidad respecto a la tradición, pero también una relación de poder respecto a los iniciados (sentar cátedra) y respecto al discurso público. La primera relación debe ser cultivada y respetada en cuanto su conservadurismo tiene un valor epistemológico, cultural y social: mantener, conservar y transmitir el saber. Aunque, desde esa misma razón, deberían mimarse y crearse espacios cada vez más diversos y numerosos para explorar nuevas formas de inteligibilidad sin que por ello se vea afectado el rigor y el oficio intelectual. Si en la academia no existen, ¿dónde narices debería haberlos en nuestra sociedad? Este es el motivo por el que muchas veces localizamos pensamientos e ideas muchísimo más estimulantes y potentes fuera de la academia. Porque emergen a pesar de la academia y ésta debe, después, inventariarla, clasificarla e incorporarla al conjunto de saberes ya institucionalizados. La segunda relación representa el principal obstáculo para la creación de estos espacios. Una cosa es que el pensamiento intelectual, científico y filosófico, deba llevar un ritmo lento y seguro (conocer lo que hay para empezar, si se llega a ese nivel, a cuestionarlo y a reaccionar críticamente ante todo simulacro progre y gratuito) y otra es que sobre ese argumento se construya demagógicamente una determinación conservadora y territorial del poder académico y una crítica feroz y destructiva a iniciativas, en fondo y forma, un tanto desviadas del argot y de los formatos al uso. Al fin y al cabo, lo científico y lo filosófico se reconoce como tal en tanto en cuanto es refrendado por la tribu (tribu-nal), por la comunidad de científicos y filósofos que reconocen al miembro y le confieren valor a su discurso.

Por otro lado, una aséptica neutralidad del lenguaje nos lleva al modelo, actualmente monopolizado por las revistas de impacto y el estiloso marketing comunicativo de congresos y jornadas. Ya no importa la cualitativa, infinita e incompleta y doblada relación entre significante-significado. Es la reducción de la escritura a un pragmatismo oportunista al servicio de múltiples razones. Es la escritura que presupone un isomorfismo unívoco entre medio de representación y realidad representada. Es la palabra que “atrape” al oyente, aunque no indique ni señale nada que merezca la pena hacerlo en un espacio intelectual. Es el perverso y pervertido efecto de la supervivencia.