3.3. AUTOR TEXTUAL - OBRA - LECTOR TEXTUAL
Autor textual y lector textual son lo que denominaremos instancias
virtuales de la comunicación literaria. Son figuras que, de
acuerdo con las convenciones de lectura e interpretación
literaria normalmente vigentes, son un elemento esencial de la
estructura de la obra, aun cuando no se haga referencia a ellos de
acuerdo con las reglas de comprensión lingüística
usuales. Son la manifestación en el interior de la obra,
entendida como discurso históricamente situado, de los
interlocutores reales, el autor y el lector. Estos no están
presentes como tales en la obra; es decir, no accedemos a ellos
mediante los múltiples discursos que nos permiten construir su
figura histórica, sino sólo a través de las
convenciones literarias por la obra, que configuran una imagen
implícita del enunciador y del receptor:
only implied authors and audiences are immanent to the work, constructs
of the narrative-transaction-as-text. The real author and audience of
course communicate, but only through their implied counterparts.
(Chatman, Story and Discourse 31).
Habremos de tener en cuenta, sin embargo, que a esta
“inmanencia” sólo se llega tras una adecuada
contextualización de los procesos textuales e interpretativos.
Quizá sería más acertado decir que autor y lector
textual son inmanentes a la creación e interpretación de
la obra, a su uso en tanto que discurso históricamente situado.
Una cuestión importante que se suele pasar
por alto al describir la estructura “autor : autor
implícito :: lector implícito : lector” es la falsa
simetría existente entre los pares de términos.
Podemos emparejar al autor implícito con el lector
implícito y al autor real con el lector real en virtud de esta
“presencia” en el texto de los primeros. Pero veremos que
esta misma presencia implica que desde un punto de vista
práctico el paralelismo se establece en otro sentido.
Jakobson observó que en la descripción
de la comunicación en general hay que suponer la existencia no
de un código compartido por emisor y receptor, sino de dos
códigos parcialmente coincidentes: el del emisor y el del
receptor. La comunicación queda así problematizada: no
hay una traducción directa de los contenidos, sino que es
necesaria a la vez una negociación de los códigos
empleados. En literatura, como en cualquier otra forma de
comunicación, el código que permita crear sentido en el
texto “es sólo parcialmente compartido por las dos partes,
y los códigos en juego son todos los códigos
culturales”. Aún hay más circunstancias que
contribuyen a la mediatización de la comunicación
literaria. Teniendo en cuenta el carácter escrito y no
interactivo de la comunicación literaria, observaremos que en la
escritura del texto y en su lectura efectiva no son autor y lector
quienes entran en contacto. El circuito comunicativo en literatura
“está dividido en dos partes, emisor-mensaje y
mensaje-destinatario” (Segre, Principios 19). Castilla del Pino
también llama la atención sobre esta circunstancia. En la
escritura de la obra, el autor sólo dispone de la mitad del
contexto. La otra mitad, la del lector, le es desconocida. Debe crearla
en cierto modo. La situación se invierte en el proceso de
lectura, en el cual el lector real sólo tiene acceso a la imagen
textual del lector. En cierto sentido, el contexto de la
comunicación literaria estándar es un doble contexto,
compuesto de dos contextos reales que sólo imaginativamente
entran en contacto.
La identidad o comunidad de ambos contextos es una tarea imaginaria: en
efecto, el autor cree dirigirse a un lector que le ha de entender, y el
lector cree entender al autor, ambos precisamente porque se imaginan en
el mismo contexto o capaces de situarse en tal.
Las “parejas” tal como se presentan en el fenómeno
literario son, por tanto, autor / lector textual y autor textual /
lector (cf. los cuadros en 3.1.4.2 [nº 1] supra; 3.3.1 infra).
Deberemos tener este hecho en cuenta aunque agrupemos a
continuación al autor y lector textuales por su status
fenomenológico semejante.
3.3.1. El autor textual
3.3.1.1. Autor textual y autor real
Llamaremos autor textual o enunciador del texto literario al
sujeto real que asume la enunciación de la obra literaria, tal
como es concebido por un lector. Sigue de aquí que puede haber
“varios” autores textuales, pues su voz es resultado de un
acto interpretativo. Y la construcción del autor textual
realizada por un mismo lector puede variar a medida que tiene en cuenta
un contexto interpretativo más amplio (por ejemplo, datos
biográficos sobre el autor, otras obras del mismo, nuevas
estrategias interpretativas...).
Ya nos hemos referido a las funciones que el
lenguaje desempeña simultáneamente en todo acto
comunicativo. Lyons las sintetiza así:
every utterance is, in general and regardless of its more specific
function, an expressive symptom of what is in the speaker’s mind;
a symbol descriptive of what is signified and a vocative signal that is
addressed to the receiver. (Semantics 52)
El autor no puede evitar, por tanto, su presencia implícita en
la obra; no puede eliminar el valor indicial de ésta. Todo texto
nos remite parcialmente a la situación comunicativa; todo texto
escenifica el diálogo que a través de él tiene
lugar entre emisor y receptor. Consecuentemente con su
teoría de la ficción, Martínez Bonati afirma que
la obra literaria no es un síntoma lingüístico del
autor como la frase lo es del hablante (131). Esta afirmación es
una moderación de la afirmación de la independencia total
entre autor y obra corriente entre los formalistas y los New Critics
(cf. Eïjenbaum, “Manteau” 288). La palabra no es
sólo un signo-referencia; también es un síntoma o
indicio, una huella de su productor, tanto en sus usos instrumentales
como en los artísticos. En tanto que síntoma del
hablante, la obra literaria no sigue las mismas reglas que otro tipo de
síntoma, por ejemplo, un discurso político: pero el
problema es si queremos dar a esa manifestación
sintomática el carácter de
“lingüística” o no; que existe es innegable. No
es argumento válido decir que el productor (virtual) de la
narración es el narrador y que todo indicio remitiría a
él, pues es obvio que el productor (real) es el autor, y
corresponde al intérprete dar sentido a los indicios con los que
se encuentra de acuerdo con diversos códigos interpretativos
adecuados. Al comprender la obra hemos interpretado no sólo el
acto ilocucionario directo (o mensaje) del narrador, sino
también el acto ilocucionario indirecto (o metamensaje) del
autor (cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 314).
Presuponemos, por tanto, dos contextos comunicativos diferentes desde
el momento mismo en que comprendemos la obra. Y un mismo indicio
adquiere diferente sentido en relación a uno y a otro.
Interpretaremos los indicios de la personalidad del narrador de acuerdo
con el marco comunicativo ficticio. Pero sabemos que ese marco
está a la vez encuadrado en un marco comunicativo real, la
comunicación literaria, dentro del cual los indicios adquieren
otro sentido, pues se añaden nuevas reglas interpretativas. No
obtendremos grandes conocimientos sobre Faulkner si interpretamos la
narración de Benjy Compson como un indicio siguiendo los mismos
códigos que nos han permitido construir la persona de Benjy.
Pero podemos utilizar otros desde el momento en que sabemos que esa
narración está enmarcada en una novela, y no es una
transcripción real de los pensamientos de un idiota. Faulkner
quedará así caracterizado cuanto menos como un autor de
vanguardia frente la tradición literaria.
Por tanto, el sujeto hablante siempre se manifiesta
en el discurso. Puede elegir dentro de ciertos límites el
modo de su manifestación, pero no eliminar ésta. Para
empezar, la función “expresiva” del lenguaje se da
en gran medida a través de efectos perlocucionarios que escapan
al control del hablante. Aun si el autor de una obra no se manifiesta
de manera explícita, siempre se halla implícito en el
texto. Es conocida la respuesta de Booth a las teorías
narrativas “dramáticas” de la primera mitad del
siglo que preconizaban la “desaparición del autor” y
la “objetividad”: “though the author can to some
extent choose his disguises, he can never choose to disappear”
(Rhetoric 20). La obra literaria es un acto de habla, y por tanto una
toma de postura de un sujeto ante una situación.
Pero el autor tampoco puede manifestarse plena y
explícitamente al lector. Podríamos también
invertir los términos de Booth, y afirmar que si bien la palabra
revela necesariamente a su productor, nunca lo revela totalmente. La
narración literaria actual es narración escrita. Esto
supone que todo contacto usual entre el autor y el lector se
efectúa por medio del lenguaje. Y el lenguaje tiene una
limitación inherente a la hora de revelar al hablante. Es
inútil que el sujeto de la enunciación busque traducirse
íntegramente en un sujeto del enunciado: se produce una
alienación del sujeto en su discurso, lo que Lacan ha denominado
la refente du sujet: “El ‘yo’ del discurso indica el
(yo) sujeto hablante, pero sin llegar a significarlo, el significado se
desvanece en el significante”. Angustiado por la
incapacidad de fijar su yo, el autor puede recurrir a la
fantasía, a la ficción, y crear una ilusoria personalidad
más sólida que el fluir permanente de la conciencia. Para
Lacan, esta situación está inscrita en la esencia misma
del lenguaje y de la estructura del sujeto:
El drama del sujeto en el verbo consiste en que experimenta su carencia
de ser. Al objeto de aliviar este instante de carencia, viene una
imagen a la posición de soportar todo cuanto un deseo conlleva:
proyección, función de lo imaginario.
Por supuesto, es fácil exagerar estas afirmaciones. Se trata de
una ausencia en términos absolutos: es evidente que siempre
podemos tener una presencia o ausencia relativas (es decir, relativas a
un determinado objetivo pragmático). Pero la división
fundamental entre el sujeto y sus representaciones semióticas
permanece: el lenguaje sólo traduce a su enunciador de una
manera parcial.
Por otra parte, del carácter normalmente
escrito, masivo y no interactivo de la narración literaria (cf.
3.1.3 supra) se deriva otra no coincidencia fundamental entre el autor
y la imagen textual que de él forma un lector. El aspecto
físico del autor no desempeña un papel relevante en la
comunicación, como tampoco todos aquellos aspectos de su
personalidad que no se vean reflejados en el texto. El autor textual es
por tanto una imagen del autor real que sufre de una reducción
descriptiva impuesta por la naturaleza misma del texto. A veces
los teorizadores ven en esto una limitación, un impedimento para
la comunicación. Otras veces se contempla la no coincidencia
entre autor real y autor textual como una ventaja. El autor real es un
individuo limitado, defectuoso. El autor incluído en el marco de
la obra está purificado de esas imperfecciones: sólo nos
ofrece la personalidad ideal del autor real; un yo despersonalizado y
saturado de valores sociales (Fowler, Linguistics and the Novel 80). Es
así como se produce el fenómeno corriente de que la obra
pueda parecer superior al hombre que la ha hecho (cf. Machado 52).
Es en este sentido en el que Booth ha propuesto la
figura del “autor implícito” (implied author) como
la figura construida por el lector para dar cuenta del todo
artísticamente completo de la obra. El autor
implícito de Booth es el guardián de los valores de la
obra, el que cuida de que ésta sea un pronunciamiento definido
sobre la realidad, y no una simple objetividad cuyo sentido está
a la libre disposición del lector. Booth remite a
conceptos anteriores, como el “second self” del autor
señalado por Edward Dowden o por Kathleen Tillotson (The Tale
and the Teller), o el “Authorial ‘I’” de
Geoffrey Tillotson (Thackeray the Novelist). De hecho, este concepto ya
es corrientemente utilizado, aunque con cierta confusión,
durante siglo que precede a Booth. Cuando se habla de la
“desaparición del autor” o
“impersonalidad” (como lo hacen de una u otra manera
Flaubert, James, Yeats, Eliot, Pound, Beach, Joyce, Huxley, Lubbock,
Schorer, Kayser o Friedman) ya se está aludiendo en mayor o
menor medida al autor textual, y no al autor real, que
difícilmente puede desaparecer del panorama sin que con
él desaparezca la obra. Aunque siguiendo a Booth se suele
usar el término de “autor implícito” para
referirse a esta peculiar voz textual, preferimos hablar de autor
textual, para resaltar que no siempre se trata de una voz
implícita. Se trata de un rol comunicativo que puede
manifestarse explícitamente o implícitamente.
El autor textual, en cuanto tal, aparece en la obra
inmutable e inmortal. Para un lector dado, el texto ofrece una imagen
de su productor que no cambiaría sino con la alteración
del propio texto (de hecho también cambia con la
alteración de las convenciones según las cuales se le
interpreta, aunque esto está fuera del horizonte del lector
medio). El autor real, en cambio, está inmerso en el tiempo: no
sólo está destinado a morir, sino que su personalidad
evoluciona: es “el hombre contingente que se ha quedado fuera
para desintegrarse en el incesante fluir del tiempo”. Ello
no quiere decir que el autor siempre se manifieste en las obras de la
misma manera. Definimos el concepto de autor textual con
relación a una obra por razones prácticas, pero es
evidente que no se trata de un concepto necesariamente ligado a la
unidad de la obra. Puede ser que la imagen del autor textual que se
desprende de la totalidad de una obra sea diferente de la que se
desprende de un fragmento de la misma, ya sea por efecto deliberado o
por defecto de cálculo por parte del autor o del lector.
Tampoco tiene esta imagen textual por qué
aparecer inmutable (para un intérprete dado) en diferentes obras
del mismo autor, sobre todo si el autor real ha sufrido un cambio
considerable. Además, tanto la presencia como la ausencia del
autor pueden devenir temas literarios, reflexiones del autor sobre su
actividad, o estrategias literarias, instrumentalizaciones
retóricas de un marco interpretativo que autor y lector
comparten. El autor real puede controlar hasta cierto punto su imagen,
buscando un efecto estético particular: “the writer sets
himself out with a different air depending on the needs of particular
works” (Booth, Rhetoric 71). Si consideramos el conjunto de la
producción de un autor, nos haremos una idea de su personalidad
literaria mucho más compleja que si nos basamos en una sola
obra.
De la misma manera, diferentes intérpretes
pueden construir diversos tipos de autor textual sobre un mismo texto.
Las divergencias pueden deberse a simple ignorancia de uno de los
intérpretes, a un desconocimiento de cualquiera de las
convenciones que nos permiten reconstruir la figura del autor textual
(en cuyo caso el conflicto tiene una menor trascendencia cultural) o a
una divergencia crítica o ideológica más profunda,
que ponga de manifiesto conflictos existentes entre valores socialmente
aceptados. Lo que es subjetivo para unos intérpretes suele ser
objetivo según otros, y en estos casos siempre es conveniente
encontrar terrenos comunes entre las dos interpretaciones y averiguar
si la diferencia es resoluble a través de la
argumentación objetiva mediante criterios y datos
compartidos. Puede incluso suceder que un mismo lector proyecte
simultáneamente diversas figuras de autor textual, sin lograr
decidir cuál es la adecuada, o bien a modo de inferencia,
mientras está teniendo lugar la concretización de la
obra, o bien porque el lector renuncia explícitamente a atribuir
un sentido determinado a la obra. Todos estos casos son perfectamente
posibles, y no deberemos olvidar que el autor textual es ante todo el
producto de una estrategia interpretativa del receptor. Pero la
posibilidad de su multiplicidad, transitoriedad, inesencialidad, etc.,
no debería cegarnos ante la evidencia de que en la inmensa
mayoría de las situaciones discursivas necesitamos fijar de
alguna manera el significado de la obra, y postular un autor textual
determinado. O, más bien, en la mayoría de las
situaciones de lectura no reflexionamos demasiado sobre el asunto y
aceptamos la imagen del autor textual como un elemento más de la
estructura del discurso, como un dato proporcionado por la obra. Y en
cada caso la exigencia de comunicabilidad nos obliga a entender
“nuestro” autor textual como el autor textual sin
más.
El autor textual suele mantener una visión y
una ideología semejantes o, en todo caso, no contrarias a las
del autor real o histórico. Esta suele ser la voluntad del autor
real: comunicar sus ideas y su visión del mundo, y es el
funcionamiento normal de la institución literaria:
“[r]eaders do give implied authors an authorial weight, and the
culture does give intellectual and cultural pre-eminence to authors on
the basis of their literary voices” (Lanser 132). El autor
prevé que los lectores sabrán escuchar esta voz
extradiegética, que habla entre líneas, haciendo uso de
su competencia literaria.
Pero la imagen textual no corresponde forzosamente
punto por punto al autor real (cf. Tomashevski, Teoría 182). Es
frecuente que el autor real quiera diferenciar de sí su imagen
textual, en mayor o menor grado. El autor puede estar
“especializado” en un determinado tipo de imagen textual,
al margen de su personalidad cotidiana: el humorista, el moralista, el
observador, etc. (Booth, Rhetoric 128). Esta imagen puede convertirse
así en una mercancía, y el autor en un vendedor de
“estilo”. Se puede vender un estilo masivamente
aceptado, o desarrollar su propio estilo y crear así en cierto
modo la necesidad de esa mercancía. El artista creativo, como
señala Weimann, no escapa a las leyes de libre competencia de la
sociedad moderna, y ello afecta al modo en que su individualidad se
manifiesta en el texto. Otra posibilidad es la
disimulación deliberada, el engaño o falsificación
de estilos, (cf. infra) en cuyas motivaciones y variedades posibles no
entraremos, o la producción involuntaria de una imagen
textual que no corresponde a la intención del autor. Aún
otro fenómeno se da cuando el autor practica una estética
de la despersonalización, una escritura experimental en la que
el autor escape al control de la interpretación del lector. En
el caso de Flaubert, señala Barthes (hiperbólicamente),
“on ne sait jamais s’il est responsable de ce qu’il
écrit (s’il y a un sujet derrière son
langage); car l’être de l’écriture (le sens du
travail qui la constitue) est d’empêcher jamais de
répondre à cette question: Qui parle?”.
La principal razón para separar la
intención del autor real de la intención del autor
textual es, sin embargo, que la primera se encuentra fuera del
ámbito de relevancia estética para el lector de una obra
literaria. Como vemos en la figura nº 6 (en la sección
3.1.4.2), el lector construye la intención textual a partir de
la obra, sin que sea inmediatamente relevante el que en la
composición de la obra el autor haya buscado deliberadamente los
efectos de sentido así producidos. Como resultado de este cambio
de perspectiva, y no como un rechazo a la naturaleza intencional del
discurso, hay que interpretar la denuncia de la “falacia
intencional” que hacía la crítica formalista. Las
intenciones relevantes son (idealmente al menos) las que se encuentran
inscritas en la propia obra, y que el autor haya sido consciente o no
de ellas es un problema secundario. En palabras de Käte
Friedemann,
Nicht Künstlerpsychologie allein sei zu treiben, oder gar nur von
dem auszugehen, was der Künstler wollte, um von da zu verstehen,
was er erreicht hat, sondern umgekehrt, aus der Form eines Kunstwerks
sei unmittelbar das herauszulesen, was der Künstler wollte. (viii)
Naturalmente, esto sólo es cierto desde el punto de vista
estético que sólo considera la obra como un objeto de
arte que contemplar; no puede convertirse en un axioma de
hermenéutica general ni puede limitar la crítica
ideológica o la semiótica cultural que estudia otros
aspectos del fenómeno literario más allá del
puramente estético.
Aún otra posibilidad de modulación de
la figura del autor en la obra nos lleva a la “neutralidad”
o la “impasibilidad” autorial (cf. Booth, Rhetoric 77 ss).
Por razones estéticas o de otra índole, el autor real
aprovecha la refente du sujet antes mencionada para presentar una
personalidad más abstracta o ideal que la suya propia. Las
grandes obras, observa Booth, tienden a proponer valores que son
aceptables para la mayoría: la tolerancia desempeña un
papel importante (141). La célebre impassibilité buscada
por Flaubert no es necesariamente una característica del autor
real, sino del autor textual (cf. Booth 82). De ahí que podamos
rechazar las ideas de un autor como persona, pero seguir
considerándolo un artista, si ha creado un autor textual con un
grado de objetividad suficiente. En cambio, si rechazamos la
ideología del autor textual, el libro nos parece malo o miope
(Booth 138). Hemos señalado en relación al narrador que
en gran medida la inteligibilidad de la comunicación pasaba por
la reconstrucción del enunciador a partir de su texto. Si el
narrador no coincide con el autor textual, debemos realizar una doble
reconstrucción: el texto en tanto que narración y su
contexto ficticio nos hacen identificar al narrador; el texto en tanto
que obra literaria y el contexto de la comunicación literaria
nos guían en la identificación del autor textual. Como
señala Booth, “any story will be unintelligible unless it
includes, however subtly, the amount of telling necessary to make us
aware of the value system which gives it meaning” (Rhetoric 112).
No creemos sin embargo que la obra sea “ininteligible” si
no se nos llega a convencer para compartir esos valores, como afirma
Booth a continuación; será más bién
éticamente confusa, rechazable, o simplemente
problemática.
3.3.1.2. ¿Es necesario el autor textual?
Algunos críticos niegan la necesidad de contemplar la
figura del autor textual (implied author) en el estudio
pragmático del discurso de ficción. Genette, a su vez, lo
despacha de la narratología: no hay sitio en su “Discours
du récit” para el autor textual. A su juicio, el
autor implícito es una complicación innecesaria del polo
de la enunciación:
si l’on conserve l’instance de l’auteur implicite,
cela fait trois instances—d’où ce tableau
“complet” dont on trouve diverses variantes chez Chatman,
Bronzwaer, Schmid, Lintvelt et Hoek:
[auteur réel [auteur implicite [narrateur [récit] narrataire] lecteur implicite] lecteur réel]
ce qui commence à faire beaucoup de monde pour un seul récit. A moi Occam! (Nouveau discours 96)
Pero si nos descuidamos nos podemos cortar los dedos con la navaja de
Occam. Ante todo, ya hemos dicho que no puede representarse la
relación entre autor, autor textual, lector y lector textual
como un simple sistema de cajas chinas como el que rechaza Genette en
Chatman (Story and Discourse 151) o en Bronzwaer. Una
representación más adecuada sería la que ofrece
Carlos Castilla del Pino (“Psicoanálisis” 269):
(...)
(A = contexto del autor; L= contexto del lector. Las líneas
[gruesas] muestran el componente empírico del contexto; las
[finas], el componente imaginario del contexto)
Este diagrama representa la perspectiva de la comunicación
literaria desde el punto de vista del autor. Si adoptamos la
perspectiva del lector, como ya hemos apuntado anteriormente, se
invertirían los componentes empíricos e imaginarios del
diagrama, y aparece el autor textual como una construcción
realizada por el lector, y que está por lo tanto sujeto a
variabilidad según la interpretación de cada lector. Para
Berendsen, “we should avoid speaking of the implied author. There
are as many implied authors as there are global interpretations of the
entire narrative” (“Teller” 148). Esto supone al
menos el reconocimiento del autor textual como casilla
hermenéutica a rellenar, aunque su manifestación efectiva
en cada lectura pueda ser muy diferente. Es evidente, sin embargo, que
las obras literarias son comprensibles, y que con frecuencia muchos
aspectos de sus valores o de su intencionalidad no son objeto de
disputa. Las interpretaciones de distintos lectores se agrupan en torno
a un núcleo medio, lo cual puede servirnos para dar cierta
consistencia adicional a la figura del autor textual.
Aún otro argumento se suele aducir contra el
concepto de autor textual: sería un intento absurdo de
desvincular al autor real de su obra:
Aucune raison pour décharger de ses responsabilités
effectives (idéologiques, stylistiques, techniques et autres)
l’auteur réel—sauf à tomber lourdement du
formalisme dans l’angélisme. (Genette, Nouveau discours
97).
Cela aurait permis de condamner un texte sans condamner son auteur, et
vice-versa. Proposition très séduisante pour le gauchisme
des années soixante.
Pero esta figura no resulta sólo de una conveniencia moral o
política, sino también de una estricta necesidad
semiótica, como debería desprenderse del análisis
de Castilla del Pino. La alteridad irremediable entre el signo y la
cosa suele ser ignorada por convención; ello hace posible la
comunicación, pero no elimina la posibilidad del error, la
incoherencia, el simplismo o el engaño deliberado en la
interpretación del signo. Es en estos casos cuando se hace
evidente la diferencia entre el autor histórico de un texto y su
autor textual.
Genette mismo acepta que hay casos que nos
podrían llevar a disociar al autor real de su imagen textual
(Nouveau discours 101):
• Un caso sería cuando una personalidad inconsciente
del autor se manifiesta en sus escritos. Este caso es
problemático; pero habremos de admitir que el autor textual es
aquí una construcción consciente del lector,
además de una construcción inconsciente del autor.
• Otro sería el caso de la disimulacion voluntaria;
“je ne vois”, nos dice Genette, “aucune raison pour
que cette image soit infidèle” (Nouveau discours 99).
Veamos un caso de disimulación voluntaria, el de Kierkegaard:
[D]esde el punto de vista de toda mi actividad como autor, concebida
íntegramente, la obra estética es un engaño, y en
eso estriba la más profunda significación del uso de
seudónimos. (...) ¿Qué significa, pues,
“engañar”? Significa que no se debe empezar
directamente con la materia que uno quiere comunicar, sino empezar
aceptando la ilusión del otro hombre como buena. Así,
pues (para mantenernos dentro del tema de que se trata especialmente
aquí), no se debe empezar de este modo: yo soy cristiano;
tú no eres cristiano. Ni tampoco se debe empezar así:
estoy proclamando el Cristianismo; y tú estás viviendo
dentro de categorías puramente estéticas. No, se debe
empezar de este modo: vamos a hablar de estética. El
engaño está en el hecho de que uno habla de ella
simplemente para llegar al tema religioso. (...) No puedo detallar
más la descripción de mi existencia personal aquí;
pero estoy convencido de que raramente ningún autor ha empleado
tanta astucia, intriga y sagacidad para lograr honores y
reputación en el mundo con vistas a engañarlo, como yo he
desarrollado para engañarlo inversamente en beneficio de la
verdad. (…) Este es el primer período: mediante mi modo
de existencia yo pretendía apoyar la obra estética y
escrita bajo seudónimo en su totalidad. (...) [E]n la
época en que se me consideraba como irónico, la
ironía no se hallaba donde «el público altamente
estimado» pensaba (...). [L]a ironía estribaba precisamene
en el hecho de que dentro de este autor estético, bajo su
apariencia mundana, estaba oculto el autor religioso (Mi punto de
vista, caps. I.5- II)
Si alguien no ve aquí en qué sentido la imagen textual
del autor no es fiel al autor, es inútil entrar en mayores
explicaciones. Booth arguye que no tiene sentido hablar de insinceridad
del autor real en la obra: “A great work establishes the
‘sincerity’ of its implied author, regardless of how
grossly the man who created that author may belie in his other forms of
conduct the values embodied in his work” (Rhetoric 75). El
ejemplo de Kierkegaard también parece dejar claro que hay una
sinceridad del autor real que no se confunde con la sinceridad del
autor textual. La no coincidencia entre los valores de ambos no es en
modo alguno irrelevante. Por otra parte, Genette aún ha de
aceptar de mala gana otros casos igualmente evidentes de divergencia
evidente entre autor y autor textual: los escritos apócrifos,
los escritos de autor múltiple firmados por una sola persona,
etc.
Un argumento de otro género presenta Genette
contra el autor textual: aun aceptando su existencia, no sería
una figura de la incumbencia de la narratología:
La narratologie n’a pas à aller au-delà de
l’instance narrative, et les instances de l’implied author
et l’implied reader se situent clairement dans cet
au-delà.
Nos parece esta una interpretación demasiado estrecha del campo
de la narratología. Esta debe atender no sólo a la forma
“tangible” de los relatos sino a toda su estructura,
incluyendo en ella todos los factores virtuales que intervienen en la
comunicación narrativa. Hay géneros narrativos (por
ejemplo, el monólogo interior) que no se definen como tales
narraciones más que en el nivel de la comunicación autor
textual-lector; y en cualquier caso, narrador y autor textual se
definen recíprocamente, por oposición uno a otro o por
identidad: no podemos dejar a uno dentro y a otro fuera del esquema
descriptivo. Abogamos aquí por una concepción de la
narratología mucho más amplia que la de Genette—de
hecho, una narratología que englobe el estudio teórico de
lo que es propiamente narrativo en todos sus aspectos. Si bien la voz
del autor no es una característica exclusiva del género
narrativo, tampoco lo son los hablantes ficticios, el punto de vista,
etc.; sin embargo, todas estas categorías (a) son elementos
estructurales del texto narrativo, y (b) adoptan modalidades
específicas en los textos narrativos. En ambos sentidos son
incumbencia de la narratología.
Genette, pues, acaba aceptando a
regañadientes la existencia del autor textual como estrategia
interpretativa. Un proceso de autodesmentido comparable al de Genette
aparece en el libro de Toolan, quien se dispone a demostrar la
irrelevancia del autor textual en una teoría interpretativa, un
estudio de “the individual or ‘position’ we judge to
be the immediate source and authority for whatever words are used in
the telling” (Toolan 76). Su razonamiento se desvía
inconscientemente, hasta que acaba reducido a la afirmación de
que el autor textual no “funciona” en una teoría de
la transmisión literaria: “it is not a real role in
narrative transmission. It is a projection back from the decoding side,
not a real projecting stage on the encoding side” (Toolan 78).
Por supuesto. Pero una teoría de la narración presupone
una teoría de la interpretación. No podemos reducir los
estudios literarios al monoperspectivismo, al estudio de sólo la
mitad del proceso comunicativo, la que une lector y obra,
desdeñando la actividad del lector. Si el concepto de autor
textual es una categoría necesaria en el estudio de la
interpretación, es suficiente para tenerlo en cuenta en un
estudio global de fenómenos narrativos comunicativos. Y
aún más: la afirmación de que esta figura no
afecta a la transmisión narrativa es harto precipitada. Un autor
conoce y puede explotar de diversos modos el hecho de que el
público recibirá sólo una imagen virtual del autor
de la obra. El proceso discursivo no puede seccionarse limpiamente
entre emisión y recepción: cada una de ellas se infiltra
en la estructura de la otra; autor, autor textual, lector y lector
textual se presuponen mutuamente.
3.3.1.3. Autor textual y narrador
Ya hemos señalado antes (3.2.1.2 supra) en qué medida el
autor renuncia a la palabra desde el momento en que crea un narrador
ficticio. Jon-K. Adams (60) niega que el autor textual
[implícito] disponga, generalmente hablando, de recursos
retóricos. Sólo uno le quedaría: la
selección de lo narrado, “because selection of material
does not in itself require the writer to be a speaker” (61). Ya
hemos señalado lo absurdo de la teoría de Adams al no
reconocer como actividad lingüística el acto de habla del
autor. Es absurdo no concederle una retórica cuando debemos
atribuirle una póética que necesariamente incluye una
retórica. Hay además en la propuesta de Adams una
división inadecuada de tareas entre autor y narrador. La
selección de lo narrado (concepto que incluye, por ejemplo, la
focalización) puede ser igualmente tarea del narrador. En el
caso de un narrador-autor o de un narrador-novelista, la
desempeña de modo explícito y autoconsciente. Puede
también aparecer la figura del editor, como en Les liaisons
dangereuses de Laclos o La nausée de Sartre, para explicar la
ausencia de parte del material producido por el narrador o narradores,
cartas aburridas o páginas perdidas, y justificar la existencia
del documento privado como literatura. Al asunto de la selección
podríamos añadir la combinación. Cada narrador es
responsable de la organización del material dentro de su
narración. Sólo si esa narración ha sido alterada,
descontextualizada o combinada con otras narraciones se hacen
necesarias estas figuras editoriales. La frontera entre ellas y el
autor textual es borrosa, pero existe. En The Sound and the Fury no
aparece editor que justifique la naturaleza de las cuatro narraciones
de Benjy, Quentin, Jason y el narrador extradiegético, o su
combinación en un todo. Esta es atribuida al autor, que
así interviene directamente, aunque sin voz, en la
organización narrativa. La diferencia exacta entre autor textual
y autor-narrador-editor explícito es ciertamente difícil
de establecer. ¿A quién atribuir, por ejemplo, las fechas
que encabezan cada uno de los capítulos de The Sound and the
Fury? Proponíamos antes (3.2.1.10) hablar de
“autor-narrador” en tales casos, sin querer entender por
ello una multiplicación de personalidades. Se trata
sencillamente de diversas formas de representación del autor en
el texto: el autor textual actúa de manera implícita en
tanto que selecciona y ordena narraciones de otros;
explícitamente en tanto que narra, firma o fecha como tal
autor. Tendríamos pues en cualquier obra literaria que nos
presente una narración ficticia dos áreas textuales: la
narración en sí, enunciación en primer lugar del
narrador, y la enmarcación de esa narración, en la que se
oye la voz directa del autor textual. Este marco tiene una existencia
virtual y convencional en cualquier caso, pero también aparece
explícitamente en mayor o menor medida: nos referimos a
elementos como títulos, epígrafes no atribuidos al
narrador, prefacios, glosarios, índices, etc.
Estos elementos pueden influir considerablemente en
la interpretación del lector, pues suelen contener evaluaciones
implícitas u otras indicaciones de la intencionalidad autorial,
aunque sea mediante recursos simbólicos. El título de las
obras literarias es según Pratt el equivalente funcional del
abstract identificado por Labov en la narración oral de
anécdotas. Según Dressler, el título
es un elemento que va estrechamente unido al tópico textual, y
manifiesta así la estructura profunda del texto. Pero en la
novela su relación con el texto del narrador no es uniforme:
Stanzel (Theory 39) y Watson (51 ss) señalan diversos grados de
integración funcional entre títulos de capítulos y
texto, mostrando cómo el uso del título es un elemento a
tener en cuenta a la hora de caracterizar la estructura del discurso.
De todos modos, existe gran variación en este aspecto, y
conviene aquí remitir a las obras sobre el texto marginal de
Genette y Couturier. Booth (Rhetoric 198 n. 25) observa que en la
novela actual, en la que el comentario explícito del autor
textual está “prohibido”, tienen mucha mayor
importancia estos elementos, al ser la única
manifestación explícita de la voz del autor.
Otro modo de manifestación del autor textual
es más esquivo: la ironía. Frye rastrea las raíces
del concepto de ironía, y ve su esencia en “a technique of
appearing less than one is, which in literature becomes most commonly a
technique of saying as little and meaning as much as possible”
(Anatomy 40). Ya hemos visto que hay un límite al decir en
literatura, que es el mostrar. En cierto sentido, el autor que muestra
“calla”, parece no decir. Juega con el elemento de
proyección objetiva de la palabra, aparentando haber suprimido
de su lenguaje toda función menos la referencial. Pero a pesar
de todo puede jugar con las convenciones interpretativas del lector,
entre las que se encuentran sus estrategias de competencia literaria,
su capacidad de interpretar la construcción de la obra
literaria. Así el autor puede ironizar sobre la acción
calladamente: el lector interpretará la narración (del
narrador) según las convenciones del género
lingüístico que se utilice como motivación, pero
interpretará la obra (del autor textual) según las
convenciones de la literatura. Hay que distinguir aquí,
pues, dos tipos fundamentales de ironía en el discurso: la
ironía del narrador y la del autor textual. Ambos comparten el
principio básico de la ironía: el destinatario ha de
reconocer en el enunciador una no adhesión a su comportamiento
lingüístico (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril
160).
El narrador puede ejercer su ironía de la
misma manera que cualquier hablante. La ironía supone
aquí que el narrador utiliza una enunciación ajena (real
o virtual) situándola en el contexto de su propia
enunciación, en el cual la primera se vuelve incoherente.
Así se pone en evidencia la superioridad del narrador sobre el
enunciador al que se alude, aunque también son posibles casos
más matizados:
El caso quizá más común, pero también el
más sutil, es aquel en que una palabra ajena es a la vez
mostrada como extraña y utilizada
“dialógicamente” con la propia, o aquel en que una
forma, un registro, un estilo, son vistos a la vez burlonamente y con
“simpatía”: el sujeto no deja de ver su lado
ridículo, pero no deja tampoco de sentirse en cierto sentido
representado por o identificado con ella. Nos encontramos así
fraccionados como sujetos en posiciones o actitudes no del todo
concordantes. (Lozano, Peña-Marín y Abril 164)
La ironía del narrador es normalmente una maniobra local:
inmediatamente el narrador vuelve a hablar de acuerdo con sus propias
actitudes y convicciones. Ello no quita para que haya textos en los que
el narrador sostiene largamente un tono irónico; así
algunas obras de Dickens como The Pickwick Papers u Oliver Twist. Y de
hecho es concebible una obra en la que se sostenga una actitud
irónica permanente de principio a fin. La diferencia no se puede
colocar, por tanto, en una inestabilidad o transitoriedad en la
ironía del narrador frente a la permanencia de la ironía
del autor textual. Más bien deberíamos hablar de dos
procesos completamente inversos. Si en la ironía del
narrador es el discurso quien socava las actitudes presentes en la
acción, en la ironía del autor textual es la
acción la que mina las bases del discurso (Chatman, Story and
Discourse 233), o es una narración la que contrasta
irónicamente con otra.
La ironía del autor textual supone una
separación radical entre autor textual y narrador: el autor
textual no se manifiesta directamente; de este caso deriva
quizás el término tan frecuente (y que puede llevar a
confusión) de “autor implícito”. El
enunciador sobre el cual se ironiza no es aquí una
construcción textual transitoria, sino una personalidad fija y
constante: el mismo narrador del texto. La visión
“objetiva” de la acción que se trasluce para el
lector a través de una narración no fiable es un lazo de
unión entre autor textual y lector, que hacen frente
común contra el narrador no fiable. Booth habla de una
“‘secret communion’ between author and reader”
producida por la colaboración de lector y autor textual en el
desenmascaramiento del narrador no fiable (Rhetoric 300 ss). Puede
tratarse de una complicidad cognoscitiva, si el conocimiento del
narrador es inferior al conocimiento del lector. O bien de una
complicidad moral, si lo que rechazamos es la personalidad misma y los
valores del narrador (Rhetoric 305).
En cualquiera de estos casos se aprecia de manera
especialmente clara la diferencia entre autor textual y narrador, y los
distintos contextos a que referimos la actividad de cada uno (cf.
3.2.1.2 supra). Hemos dicho que el narrador puede incumplir las
máximas de cooperación comunicativa en su propio nivel,
sin que por ello la obra sea defectuosa, de la misma manera que pueden
incumplirlas los personajes en el nivel de la acción. Es
competencia del autor textual velar el que estas normas se cumplan en
el nivel de la comunicación literaria entre autor textual y
lector. Sólo el choque entre el texto y el contexto
(literario) permite calificar el texto de irónico. Se trata,
pues, de una forma peculiar y extrema de la ironía; según
la distinción de Frye sería la forma más compleja
y sofisticada:
Irony is naturally a sophisticated mode, and the chief difference
between sophisticated and naive irony is that the naive ironist calls
attention to the fact that he is being ironic, whereas sophisticated
irony merely states, and lets the reader add the ironic tone himself.
(Frye 41).
Por supuesto, el lector ironiza sobre el narrador, pero reconoce que el
autor también adopta la misma postura; en la ironía del
autor hay siempre una llamada a la solidaridad del lector. El autor que
elige manifestarse mediante este tipo de ironía es en cierto
modo el equivalente del eiron, personaje central de la comedia que en
algunas variedades renuncia a su papel ordenador y de contención
para permitir el libre desarrollo de la acción (cf. Frye 174
ss). El autor irónico tendría su contrapartida en el
autor satírico: allí el autor es el equivalente del
agroikos, del aguafiestas o plain dealer, que fustiga moralmente a los
demás y clama contra la reconciliación cómica (ver
Frye 226 ss).
La ironía del autor textual puede desembocar
en la parodia, si se utilizan de manera irónica convenciones
ideológicas o retóricas bien establecidas y conocidas por
el lector. La parodia es una utilización de la palabra ajena
contra sí misma (Segre 137). La lógica original de esa
palabra es puesta en ridículo punto por punto: para ello es
preciso que el lector esté refiriendo constantemente el objeto
paródico a la norma virtualmente presente del objeto parodiado;
la parodia es así un ejercicio eminentemente intertextual.
Ya hemos dicho que esta maniobra, calculada
por el autor con vistas a un lector implícito más o menos
determinado, puede fracasar si el lector real se niega a aceptar la
visión del autor textual. Esta nos puede parecer limitada o
incluso repugnante. Hablamos de parcialidad del autor cuando sus
valoraciones de la acción o de la enunciación del
personaje no parecen defendibles a la luz de los hechos dramatizados
(cf. Booth, Rhetoric 79). Quizá sea más frecuente el caso
en el que son esos mismos hechos, las acciones y discursos de los
personajes, lo que el lector se niega a aceptar, lo que ya pone de
manifiesto la evidente parcialidad del autor. En este caso se
están cotejando sus modelos y convenciones de
construcción literaria, de personajes, de argumentos, con los de
otros estilos o autores y con la propia experiencia de la realidad.
3.3.2. La obra narrativa
3.3.2.1. Narración y obra narrativa
El texto que el autor pone ante el lector no es exactamente coincidente
con la narración que el narrador dirige al narratario. Puede ser
un tipo de acto discursivo distinto. Pamela escribe cartas a sus
padres, pero nosotros las leemos como una novela. Mary Louise Pratt
afirma que un desafío semejante a las reglas del género
es el dato principal que nos hace postular una diferencia entre autor y
narrador. Se trataría de un caso específico de juego con
las máximas de la cooperación comunicativa (cf. 3.1.1;
3.2.1.3 supra), y no de una auténtica ruptura. El principio de
cooperación comunicativa se rompe en el nivel literal, pero se
respeta al nivel de lo implicado (Pratt 162). Es decir, en las obras de
literatura, el presupuesto comunicativo siempre se respeta: cualquier
atentado contra él es rescatado por el lector atribuyendo al
autor la intención de lograr una comunicación más
efectiva mediante la explotación de las máximas
comunicativas, una explotación que requiere su previa burla
(flouting). Grice distingue así burlar una regla de violar una
regla. Ambos son casos intencionados de insubordinación contra
las reglas por parte del emisor, pero la violación pretende
hacer al receptor una víctima, engañarlo. No es este el
propósito de la burla a la regla:
[The speaker] may flout a maxim; that is, he may blatantly fail to
fulfill it. On the assumption that the speaker is able to fulfill the
maxim and can do so without violating another maxim (because of a
clash), is not opting out, and is not, in view of the blatancy of his
performance, trying to mislead, the hearer is faced with a minor
problem: how can his saying what he did say be reconciled with the
supposition that he is observing the overall Cooperative Principle?
This situation is one which characteristically gives rise to a
conversational implicature; and when a conversational implicature is
generated in this way, I shall say that a maxim is being exploited.
(Grice 30).
Es decir, el burlar una regla es realizar un tipo específico de
acto ilocucionario, que requiere para su éxito el reconocimiento
del oyente, mientras que el éxito que va ligado a la
violación de reglas es una mera perlocución.
Our knowledge that the CP [Cooperative Principle] is overprotected in
works of literature acts as a guarantee that, should the fictional
speaker of the work break the rules and thereby jeopardize the CP, the
jeopardy is almost certainly exclusively mimetic. (Pratt 215)
Como señala Pratt, la novela actual juega continuamente con
tales rupturas de reglas comunicativas. Esta ruptura no es por otra
parte exclusiva de la literatura: Pratt (216) señala ejemplos
comparables en el lenguaje familiar, las bromas, los insultos fingidos
a los amigos, etc. El contexto ritual de la literatura hace que el
principio de cooperacion sea invulnerable (Pratt 217).
Por su parte, Jon-K. Adams (71) señala que no
es necesario suponer esta burla a las reglas para establecer la
diferencia entre narrador y autor. La desviación señalada
por Pratt se da en algunos textos, pero la diferencia autor / narrador
se da en todos. Parece conveniente, en efecto, adoptar una
definición más elástica de la relación
entre el nivel del narrador y el del autor textual.
La obra de arte literaria es un gigantesco juego con
el lenguaje, una maniobra significativa de profunda intencionalidad,
aun en los casos en que el resultado desborda ampliamente la
intencionalidad del escritor. Este aspira a construir un discurso capaz
de capturar al oyente y producir en él por medios muy indirectos
ciertos efectos perlocucionarios. El texto narrativo no coincide con la
obra literaria. Normalmente la voz del narrador ficticio está
marcada como tal por convenciones editoriales: la narración
está presentada no como la obra del narrador, sino como la obra
del autor. Está puesta entre paréntesis, y lo que hay
fuera del paréntesis es el título, la firma del autor y
todo el resto del aparato editorial que nos indica la auténtica
autoría, categoría e intencionalidad de la obra. Estos
elementos no pertenecen al mundo ficticio, y son interpretados con los
valores de verdad aplicados al discurso ordinario (cf. Lanser 122).
Personaje, narrador y autor constituyen así con sus niveles
textuales correspondientes un “cadena de autoridad” (Lanser
147). Observemos que aun en el caso de que estos elementos no
diegéticos se vean reducidos a su mínima
expresión, el contexto institucional de lectura de la obra, de
edición, distribución, etc., activa las convenciones que
permiten la doble lectura del texto como narración ficticia y
como obra literaria.
3.3.2.2. Obra y concretización de la obra
La obra de arte no existe al margen de su percepción. Hoy no
vemos el sentido de posturas inmanentistas extremas como las de Roger
Fry o Clive Bell, que contemplan la obra como un mundo en sí, al
margen del creador y del receptor. La obra tendría valor en
sí misma, sin referencia alguna a una realidad externa a
ella. Las teorías actuales rechazan estos formalismos
extremos, y favorecen un enfoque más abierto y dinámico
de la textualidad. Todo texto es intertexto, y deriva su sentido de
convenciones sociales y estéticas que le preceden y constituyen,
convenciones activadas mediante una interacción entre el
receptor y la obra. El texto literario en sí no es sino un
esquema que debe ser rellenado con la aportación del lector. Eco
lo ha definido como “una máquina perezosa que exige del
lector un arduo trabajo cooperativo para colmar espacios de ‘no
dicho’ y de ‘ya dicho’ (...) el texto no es
más que una máquina presuposicional” (Lector 39).
Como veremos más adelante, la aportación del lector asume
las formas más variadas en todos los puntos de la estructura
textual.
Esta actividad del lector puede sin embargo devenir
problemática desde el punto de vista teórico. Ingarden
señala el peligro de disolver la obra en una multitud de
experiencias separadas (Literary Work 12-13); es lo que según
él se desprende de las teorías psicologistas que ven la
esencia de la obra en la experiencia del autor (Werner, Audiat,
Kucharski, Kleiner) o en la del lector (ver Literary Work 23). Todas
esas experiencias, dice Ingarden, son parciales: “the literary
work is never fully grasped in all its strata and components but always
partially, always, so to speak, in only a perspectival
foreshortening” (334). Ingarden propone así separar
conceptualmente la obra de su concretización:
a distinction should be drawn between the work itself and its
concretizations, which differ from it in various respects. These
concretizations are precisely what is constituted during the reading
and what, in a manner of speaking, forms the mode of appearance of a
work, the concrete form in which the work itself is apprehended.
Pero esto no debería entenderse en el sentido de que la obra es
algo que existe en una plenitud que sólo llega parcialmente a un
lector incapaz. Como señala Ruthrof, la obra sólo existe
de una manera esquemática, que ha de ser complementada con la
aportación del lector (37). Esto sucede tanto con la
acción como con el relato o el discurso: todo es expandido en el
proceso de concretización, teniendo lugar la expansión
natural en la secuencia determinada por el texto (cf. 3.4.2.3 infra).
Cualquier objeto, de hecho, nos aparece según la
fenomenología en un escorzo perceptivo en el que muchas
propiedades sólo están para el sujeto de la
percepción de manera potencial o imaginativa; así, vemos
sólo la parte delantera de un objeto pero podemos suponer su
cara oculta. En una extensión del mismo principio
fenomenológico se basa la expansión de la obra al ser
concretizada.
El proceso cognoscitivo descrito no es pues
una característica peculiar de la comunicación literaria;
ni siquiera de la comunicación escrita, sino que se da en grados
diferentes en la recepción de cualquier tipo de discurso (Pratt
153 ss). Ya hemos señalado cómo el conocimiento que el
lector tiene de la obra está mediatizado no sólo por la
narración en sí, sino por todas las imágenes del
receptor proyectadas por el texto: el espectador implícito, el
narratario, el lector implícito (cf. Bal, Narratologie 32).
Así pues, con sus conocimientos de cada momento, el lector
aplica sus conocimientos enciclopédicos para proyectar una
posible estructura textual. A partir de entonces el proceso de la
lectura deviene un continuo juego de hipótesis, ordenamientos
provisionales, huecos informacionales, etc. (cf. 3.4.2.3 infra).
La concretización es la obra tal como es
percibida por el lector, y en ella se actualizan las
características estructurales (aspectuales,
perspectivísticas, etc.) que en la obra tienen sólo una
existencia potencial (Parathaltung, holding-in-readiness en Ingarden,
Literary Work 321 ss). Por otra parte, la concretización tampoco
se confunde con la experiencia psicológica de percepción
de la obra. Para Ingarden, la concretización no es un proceso
psicológico de percepción, sino una versión
subjetiva de la obra que es también un objeto intencional, con
una estructura semiótica determinable: “With respect to
the experiences of apprehension, it is just as transcendent as the
literary work itself” (Literary Work 336).
Ingarden no deja muy claro cómo es en
absoluto concebible la obra al margen de una concretización
específica, pero de su formulación parece deducirse que
la obra es el núcleo común a las diferentes
concretizaciones; tendría así una existencia
intersubjetiva (Literary Work 336-337). Para no caer en el angelismo
tendremos que admitir (cosa que Ingarden no hace) que lo que llamamos
“la obra” es una concretización más, pero
elaborada por referencia no sólo a la obra, sino a
concretizaciones anteriores. Esto parece justificar las pretensiones
que los críticos tienen de conocer la obra mejor que el lector
corriente; la crítica trabaja por referencia no sólo a la
obra sino también a otras interpretaciones previas (cf. 3.4.2.5
infra). La obra es así la concretización intersubjetiva
considerada como sistema de relaciones semióticamente
descriptibles, y no como experiencia efectiva (cf. Literary Work 338
ss). Greimas (Sémantique) introduce la noción de
isotopía, o “itérativité, le long
d’une chaîne syntagmatique, de classèmes qui
assurent au discours-énoncé son
homogénéité.” Las isotopías
relevantes de un texto pueden identificarse y utilizarse como criterio
de juicio para determinar el grado de adecuación de las
concretizaciones (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 31-32).
Para que esta identificación sea relevante, tiene que responder
a la experiencia común de la lectura, y por tanto requiere un
análisis del texto detenido o sucesivas relecturas, y no una
primera impresión (cf. Eco, Lector 248). Así, de modo
general,
es necesario tener en cuenta la diferencia posible entre lo que el
autor entiende por texto, lo que su auditorio percibe como un todo
artístico primario y, por último, el punto de vista del
investigador que percibe el texto como una cierta útil
abstracción de la unidad artística. (Lotman 345)
Ya hemos señalado el carácter limitado
y esquemático de la acción tal como es codificada en la
obra. Sólo a través de la acción de un lector
adquiere una apariencia de completitud: sus esquemas cognoscitivos
suplementan en parte las indicaciones del texto. Así, por
ejemplo, se utilizan esquemas situacionales y orientativos de la vida
común para añadir la espacialidad a la obra literaria,
suplementando las indicaciones efectivamente presentes, que suelen ser
muy pocas. También los esquemas de actuación convencional
ayudan a dar por hechas o a reconstruir las transiciones entre
acciones. Como observa Ingarden, las transiciones tal como aparecen en
la obra se caracterizan por su brusquedad (jumpiness), una brusquedad
que deja en gran medida de ser perceptible en la concretización
de la obra (Literary Work 268). Todo esto debe entenderse como
una complementación semánticamente descriptible, y no
como el proceso de recepción. Así, por ejemplo, la
concretización de la obra plantea una determinada estructura
temporal (es de esperar que no muy distinta de la de la obra) pero la
temporalización efectiva de la obra sólo se da en el
proceso de lectura (en contra de lo que afirma Ingarden, Literary Work
343). También se construyen los personajes a partir de los
signos del texto (cf. Hamon, “Statut” 117). La perspectiva
de la obra se completa con los esquemas del lector: como ya
decíamos, se hace así posible la dramatización; el
conocimiento del interior de los personajes a partir del exterior en
los textos con perspectiva restringida (cf. Ruthrof 130).
Para Ingarden, esta suplementación nunca es
completa. La acción, ya lo hemos dicho, como el mundo narrado en
general, tiene una capacidad de expansión inagotable. Sin
embargo la apariencia de compleción es posible porque la
perspectivización de la acción en un relato
sólo hace relevantes los aspectos que efectivamente se
presentan. El relato es, sin embargo, como un fragmento de terreno
iluminado en medio de la oscuridad que envuelve al resto de la
acción. La obra está llena de áreas de
indeterminación (spots of indeterminacy), muchas de las cuales
son permanentes, mientras que otras van desapareciendo a medida que
progresa el relato (cf. Ingarden, Literary Work 252 ss). También
dependen del grados de actividad del lector, su creatividad, etc.
(Ruthrof 199). Las lagunas predominan en la obra, y se reducen
considerablemente en la concretización.
“The total sphere of unformulated text
alternatives”, observa Ruthrof, “(...) functions as a
potential set of modal qualifiers of a text” (199). El que esta
potencialidad se actualice depende de la competencia del lector, la
tensión entre su ideología y la del texto, etc. El lector
puede, por tanto, trasformar el texto radicalmente y transformarse en
una especie de co-autor de la concretización a que ha dado lugar
su lectura. Además, cada lector puede realizar diferentes
concretizaciones de la obra en relecturas sucesivas (Ingarden, Literary
Work 347; Hawthorn 9). Esto contradice hasta cierto punto el concepto
tan difundo según el cual la obra literaria lleva consigo su
propio contexto y está así asegurada contra el cambio
(cf. 3.1.5.2 supra; Lázaro Carreter, “La literatura”
160). Es ése un ideal que se realiza sólo en mayor o
menor medida: ya hemos dicho que las concretizaciones tienen siempre un
núcleo común que es, precisamente, la obra. La distancia
que establecemos entre obra y concretización está basada
en la posibilidad del metalenguaje teórico, del estudio
metacrítico de diversas concretizaciones que permite alcanzar
una visión más totalizadora de la obra; en definitiva, en
la necesidad de un concepto de objetividad crítica. La actividad
crítica, sin embargo, necesita tanto de un núcleo de
sentido objetivable como de conflictos entre distintas
interpretaciones; la obra nunca controla el contexto
hermenéutico global de su lectura, aunque aporte a él su
horizonte ideológico.
La experiencia estética de la obra va ligada,
naturalmente, a una concretización determinada. En
términos de Mukarovsky, el objeto estético no es el texto
físico, el “artefacto” sino la
“expresión y correlato del artefacto en la conciencia del
receptor”. Se echa de ver que esta visión
eminentemente activa del papel del receptor es bastante opuesta a las
ideas clásicas que cifran la actividad de percepción
estética en la receptividad desinteresada del espectador, en la
pura contemplación. Si bien hay que reconocer los
elementos de simple contemplación y recepción existentes
en la experiencia hermenéutica, una teoría
estética e interpretativa más global (que ha de ser la
base de una teoría más específica de la
estética o semiótica narrativa) necesita tener en cuenta
el elemento dinámico de la comprensión, cambiante
según diversos contextos de recepción y diversos
proyectos críticos. El sentido “intrínseco”
al texto, en la medida en que es objetivable, no es sino una de las
fases antitéticas sometidas a la dialéctica global del
acto de interpretacion.
3.3.2.3. La “vida” de la obra
Este concepto hasta cierto punto intuitivo es redefinido por Ingarden en el marco de su fenomenología literaria:
(I) the literary work “lives” while it is expressed in a
manifold of concretizations; (2) the literary work “lives”
while it undergoes change as a result of ever new concretizations
appropriately formed by conscious subjects. (397-398).
Las primeras concretizaciones influyen a las posteriores; cada
época determina, sin embargo, un cierto tipo de
concretizaciones. Esto es posible debido a la naturaleza inacabada y
perspectivística de la obra. Según Ingarden, cada
crítico describe “la obra” a su manera: lo que en
realidad describe es su propia concretización. Pero es
necesario postular la existencia intersubjetiva de la obra como algo
distinto de las sucesivas concretizaciones: “despite the
indisputable fact of its ‘life’, the literary work cannot
be psychologized” (Ingarden 368).
A pesar del interés de esta
formulación fenomenológica, quizá sea pertinente
definir la “vida” de una obra en términos culturales
e institucionales: una obra canónica es la que alcanza una
pervivencia significativa y adquiere el status de símbolo
cultural. La crítica que consiste en la relectura de estas
obras, o en la redefinición del canon, es así un acto de
intervención cultural e ideológica en el marco de una
institución dada (la academia, la edición, el periodismo,
etc.). Es de resaltar que la vida de una obra no depende de la vigencia
de sus valores, sino de que haya estimulado en sus lectores nuevos
modos de lectura y nuevos sentidos culturalmente significativos. Es por
tanto un fenómeno cultural cuyos condicionantes van mucho
más allá de la obra en sí, e implican muy
activamente a los lectores.
3.3.2.4. El papel del lector y la apertura de la obra
La literatura moderna ha aumentado el grado de participación del
lector en la obra. Paralelamente, la nueva crítica ha
dirigido al lector un interés sin precedentes. Para la
actual teoría de la lectura y la recepción, el lector
tiene un papel central en la creación de sentido de la obra.
Definiendo al receptor no como un individuo, sino como un grupo social,
veremos que en última instancia son los grupos sociales los que
crean los códigos que gobiernan el sentido (Guiraud 23). Pero a
este nivel de análisis convendría también definir
al grupo social como emisor y no sólo como receptor. Nos
concentraremos aquí en el papel del receptor individual en tanto
que contribuye a definir la estructura y significado de la obra.
Este papel viene en parte propuesto por la obra
misma, inscrito en su estructura semiótica; por ejemplo, en las
maniobras de procesamiento requeridas por los distintos movimientos o
elementos narrativos. Bonheim señala que el discurso directo y
la narración de acontecimientos son movimientos narrativos que
invitan la participación, mientras que la descripción y
el comentario no requieren tanta actividad por parte del lector.
Señala que sin embargo son la descripción y el comentario
los que, de estar ausentes, son “añadidos” con
más facilidad por el lector. La acción y el
diálogo, en efecto, provocan la creatividad del lector, pero
más en lo referente a lo “accesorio” que a lo
“fundamental” del texto: no provocan la
reconstrucción de acciones y diálogos, sino de
imágenes y comentario (Bonheim 48). El espacio de la obra, por
ejemplo, es algo que se suele dejar implícito, de manera que
será añadido en gran medida por los marcos de referencia
del lector (Bal, Teoría 103). En cambio, el carácter no
puede ser supuesto sin más: el lector ha de recibir alguna
indicación del texto en este área tan crucial (Chatman,
Story and Discourse 141).
Ya hemos tratado en términos generales el
problema de la clausura narrativa (3.2.2.6). Veremos ahora su
relación con la actividad del lector. Eco plantea una
diferenciación general entre obras cerradas y obras abiertas,
distinguiendo esta característica formal del problema más
general de la apertura de toda obra de arte en cuanto tal obra de arte:
1) las obras “abiertas” en cuanto en movimiento se
caracterizan por la invitación a hacer la obra con el autor; 2)
en una proyección más amplia (como género de la
especie “obra en movimiento”) hemos considerado las obras
que, aun siendo físicamente completas, están, sin
embargo, “abiertas” a una germinación continua de
relaciones internas que el usuario debe descubrir y escoger en el acto
de percepción de la totalidad de los estímulos; 3) toda
obra de arte, aunque se produzca siguiendo una explícita o
implícita poética de la necesidad, está
sustancialmente abierta a una serie virtualmente indefinida de lecturas
posibles, cada una de las cuales lleva a la obra a revivir según
una perspectiva, un gusto, una ejecución personal.
Barthes parece creer que esta división no es
absoluta, sino históricamente relativa. Los textos de vanguardia
del presente son escriptibles, y son difíciles de leer, al no
venir dadas por la tradición los protocolos que permiten su
procesamiento; los textos ya “dominados” heredados del
pasado son legibles: no requieren una participación creativa por
parte del lector:
Pourquoi le scriptible est-il notre valeur? Parce que l’enjeu du
travail littéraire (de la littérature comme travail)
c’est de faire du lecteur, non plus un consommateur, mais un
producteur du texte (...). En face du texte scriptible
s’établit donc sa contrevaleur, sa valeur négative,
réactive: ce qui peut être lu, mais non écrit: le
lisible. Nous appelons classique tout texte lisible. (S/Z 10; cf.
Hawkes 113 ss)
Un estilo definido, cerrado, sitúa a la obra en un género
definido. La escritura de vanguardia contemporánea tiende a
problematizar su relación con modelos anteriores, tendiendo a
constituir una instancia única de cruce de géneros, o de
escritura sin género. El rechazo a la coherencia narrativa
tradicional y a la clausura que cierra el sentido es un caso
específico de esta rebelión contra los paradigmas
literarios heredados.
Como cualquier otro fenómeno
semiótico, la apertura textual o la ilegibilidad pueden ser
susceptibles de hipercodificación (1.2.8); puede
instrumentalizarse, gramaticalizarse. Eco ve así que hay
distintos tipos de textos que solicitan una alta participación:
Algunos requieren un máximo de intrusión, no sólo
a nivel de la fabula; son textos “abiertos”. Otros, en
cambio, aparentan requerir nuestra cooperación, pero
subrepticiamente siguen atendiendo sus propios asuntos: son textos
“cerrados” y represivos. (Lector 304)
Hay una paradoja entre el grado de actividad del
lector, la cerrazón de la obra y su identidad como tal obra. En
efecto, cuanto más se encomiende a la actividad del lector,
más controlada de antemano tendrá que estar la actividad
de éste si las distintas concretizaciones de la obra han de
tener un núcleo común significativo (cf. Culler,
Deconstrucción 68). Bonheim señala que el grado de
apertura de un texto no es solamente una propiedad del texto, sino una
función de la respuesta del lector. Señala la
tensión existente entre el deseo moderno de una obra abierta y
la tendencia cada vez más consciente a transformar la
narración en una estructura altamente calculada y
elaborada. “To grasp the ending of a story as totally open,
the reader would have to see it as a blind alley or an excrescence, a
useless extension outside the narrative economy” (Bonheim 157). Y
si el crítico declara totalmente abierto un final, es que no ha
conseguido interpretarlo, darle un sentido (157). El problema de la
clausura, narrativa o de sentido, está plenamente vigente, tanto
en la teoría de la escritura como en la de la
interpretación.
La apertura de una obra puede definirse siempre en
relación al lector medio en una época dada. Pero cada
lector puede contribuir a abrir la obra, haciendo su lectura creativa.
Si vemos el esfuerzo requerido por una lectura como una
proporcionalidad inversa entre la aportación del autor y la del
lector (cf. Todorov, Poética 87), parece claro que un lector
especialmente activo complementa la obra en muchos sentidos, y en
cierto modo la abre artificialmente. La crítica así
mantiene permanentemente abierto el sentido de las obras
clásicas. Por tanto, dicotomías como las mencionadas,
entre obras abiertas y cerradas, legibles y escriptibles, etc., pueden
complicarse considerablemente en la práctica. Una buena lectura
crítica consigue mostrar cómo un texto que parecía
completamente transparente era en realidad opaco hasta que el
crítico ha revelado en él nuevas áreas de sentido,
utilizando protocolos de lectura no propuestos ni por el texto ni por
lectores anteriores. Así podemos decir que el propio Barthes,
leyendo un texto “legible” como el relato de Balzac
“Sarrasine” en S/Z lo vuelve retrospectivamente
escriptible, quizá desconstruyendo así su propia
dicotomía.
3.3.3. El lector textual
3.3.3.1. Concepto
El lector textual desempeña un papel estructural respecto del
autor que es comparable en algunos aspectos al papel del autor textual
respecto del lector. Por otra parte, la existencia del lector textual
no es sino una manifestación particular del principio general de
que todo mensaje contiene una imagen del emisor y otra del receptor
dentro de sí. En el marco de una teoría de la
acción discursiva, es útil definir al lector textual en
términos de presuposición. El lector textual es el
receptor presupuesto por el autor para su mensaje. Ya hemos insistido
en que todo fenómeno literario tiene su analogía o su
germen en la comunicación normal. Así, podemos decir que
toda acción discursiva necesita de maniobras presupositivas
semejantes. Es esencial en todo tipo de comunicación tener en
cuenta la identidad del destinatario: según quién sea
éste, así se configurará el mensaje.
Debido a la necesidad lógica de la existencia
de un lector textual o implícito, no es de sorprender que se
puedan buscar las raíces de este concepto ya en
Aristóteles, como hace Ricœur (Time and Narrative 1, 50),
si bien en este caso hace falta sumar la labor interpretativa de
Ricœur a lo que se halla implícito en el texto
aristotélico. La formulación explícita
habrá de esperar algo más. Un paralelismo entre
imágenes textuales del autor y del lector ya fue señalado
por Hoffmansthal (cit. en Kayser, “Qui raconte” 69).
La noción de una imagen del lector creada por
el autor aparece en la crítica anglonorteamericana desde Henry
James, quien proclama que el novelista no sólo crea a sus
personajes, sino también a su lector, y en la misma medida
(Sternberg 261). Este lector textual es bautizado por primera vez, al
parecer, como implied audience por Rebecca Price Parkin.
Inmediatamente después tenemos el mock reader de Walker Gibson:
there are two readers distinguishable in every literary experience.
First, there is the “real” individual (...) whose
personality is as complex and ultimately inexpressible as any dead
poet’s. Second, there is the fictitious reader—I shall call
him the “mock reader” —whose mask and costume the
individual takes on in order to experience the language. The mock
reader is an artifact, controlled, simplified, abstracted out of the
chaos of day-to-day sensation. (“Authors, Speakers, Readers and
Mock Readers” 2)
El auténtico problema teórico, sin
embargo, consiste en diferenciar este receptor implícito en los
casos en que no coincide con el narratario. W. Gibson no distingue
teóricamente este mock reader del narratario, y ambos se funden
en algunos de los casos que analiza, pero sus comentarios sobre The
Great Gatsby sugieren que el interlocutor implícito de
Nick Adams no coincide con el de Fitzgerald. La diferencia con el
narratario queda de todos modos desdibujada en W. Gibson. Paralelamente
a su concepto del implied author Booth también apunta la
existencia una imagen textual del lector (a la que, siguiendo a W.
Gibson, denomina mock reader):
The author creates (...) an image of himself and another image of his
reader; he makes his reader, as he makes his second self, and the most
successful reading is the one in which the created selves, author and
reader, can find complete agreement.
Booth señala que las obras están llenas de ayudas al
lector. Aun en el caso de que el autor escriba para sí mismo,
adopta el papel de un lector hipotético. En estas
identificaciones debemos tener en cuenta, sin embargo, que por tratarse
de conceptos estructuralmente ligados entre sí, un cambio en la
definición de uno de ellos repercute sobre los demás.
Así, el mock reader no es exactamente equivalente al implied
reader de autores posteriores.
Es Wolfgang Iser quien utiliza el término
implizite Leser o implied reader en este sentido (The Implied Reader
xii). Su concepción, derivada de la fenomenología
de Ingarden, le lleva a definir el texto como un sistema de esquemas
comunicativos, huecos de información, presuposiciones, etc., en
el la personalidad del lector implícito surge tanto lo no dicho
como de lo dicho. Aún más clara queda la naturaleza
implícita del receptor en la teoría del cine. Las
reflexiones de Oudart, Heath, Mulvey o de Lauretis sobre la
instalación estructural del espectador introducen un importante
componente psicoanalítico: es el control del deseo del
espectador lo que permite atribuirle un papel implícito en el
intercambio semiótico, produciendo la “sutura” entre
sujeto y texto. El mismo tipo de receptor textual presuponen los
estudios de Peter Brooks en Reading for the Plot. Por supuesto, la
sutura puede tener mayor o menor éxito, del mismo modo que la
instalación implícita del lector en Iser no determina el
sentido del texto, sino que sólo lo orienta. El sentido efectivo
surge de la lectura real del texto, en la que el receptor
implícito es sólo uno de los elementos de la
síntesis final del sentido. Sería una ilusión
interpretar estos conceptos estructurales como métodos de fijar
el sentido del texto, pues éste sentido no está contenido
en la estructura textual; se crea en los diversos contextos de lectura,
es decir, en un proceso de semiosis social mucho más amplio que
la semiosis intrínseca al texto. De hecho, la
identificación misma del receptor implícito supone que se
ha escapado en cierto modo a la retórica del texto: si todo
texto espera ser leído, pocos textos, al margen de algunas
metaficciones, esperan ser analizados.
El papel del lector implícito varía
enormemente de unos géneros a otros. Unos piden
identificación emocional; otros, distanciamiento y
análisis; unos exigen al lector que responda como individuo,
otros, que se integre en un grupo colectivo, el público.
La narración escrita es un género individualista: cada
lector se siente a solas con el autor al contrario de lo que
sucede en la épica oral o el teatro. Pero muchas modulaciones
son posibles dentro de cada género. El tono emotivo u observador
de una obra también es, pues, una llamada al lector para que
adopte ciertos roles. El lector textual es el catalizador de todos los
mecanismos utilizados para “instalar” al lector real en el
texto: esquemas de acción, perspectiva, diversas motivaciones,
plano de la narración, etc. (cf. Lintvelt 40). No es
extraño que su estudio vaya adquiriendo mayor importancia a
medida que se conoce mejor la importancia que tienen en todo
fenómeno discursivo lo no dicho, lo presupuesto y las
convenciones genéricas.
3.3.3.2. Lector textual, lector proyectado, lector histórico,
lector ideal, lector… ¿Pero es que existen todos?
El lector textual, como el autor textual, suele ser una víctima
inocente de la navaja de Occam. J.-K. Adams deja al autor y lector
textuales fuera de su esquema del contexto pragmático del
discurso de ficción: cree que sobran términos como lector
ideal, implícito, etc.:
most of the numerous types of readers that are discussed in reader
criticism simply indicate qualities of the real reader in the pragmatic
structure (...) the term ‘implied reader’ is at best an
unnecessary one, for all the characteristics attributed to the
so-called implied reader can be accounted for by the pragmatic
structure: by the text, by the reader, or by the hearer. (J.-K. Adams
27)
Para Adams sólo se da la contraposición entre hearer
(narratario) y reader (lector). Parece sentir la necesidad de
justificar incluso este desdoblamiento, y lo hace por analogía
con otro tipo de discurso que presenta un desdoblamiento similar en el
polo de la recepción. Pero veremos que el mismo ejemplo que
utiliza demuestra la necesidad de introducir al lector textual en el
análisis. Si leemos una carta que no está destinada a
nosotros, arguye Adams, nuestro acto discursivo tendrá la
siguiente estructura pragmática:
W (letter) IR R
en donde W representa al escritor, R al lector que somos nosotros, IR
al destinatario original de la carta. La cursiva representaría
al contexto comunicativo. Tenemos aquí pues una figura (IR) que
presenta rasgos del lector textual y del narratario. Para Adams, se
trataría simplemente de un narratario, puesto que no acepta la
figura del lector textual. Pero es obvio que el autor de un relato de
ficción no espera que el narratario sea quien realmente reciba e
interprete su mensaje. El autor de Pamela sabe que la correspondencia
de su heroína va a ser interceptada de manera semejante por un
lector. Imagina a ese lector con unas ciertas características,
lo construye en cierto modo, intenta guiarlo a través de la
novela. De hecho, el lector textual de Pamela es una mujer. Pero ese
lector “idóneo” que responde perfectamente a las
intenciones de Richardson no es un lector real. El narratario
extradiegético es, indudablemente, una figura textual. El lector
textual se identifica en la mayoría de los textos con ese
narratario, pero siempre subsiste la posibilidad de
diferenciación. El lector real puede asumir el rol que le es
indicado por el relato (narratario extradiegético o lector
textual) o mantenerse al margen, rehusar la identificación con
el lector textual (cf. 3.4.2.1 infra). Este receptor implícito,
arguye J.-K. Adams, no es una figura textual, sino contextual. Nosotros
diríamos más bien que es una evidencia de cómo el
texto solicita su contexto apropiado. El contexto efectivo puede ser
bien distinto (por ejemplo, un seminario sobre la novela epistolar).
Las marcas del contexto invocado se encuentran en el texto, siempre que
hagamos una lectura históricamente contextualizada.
J.-K. Adams observa (32) que el lector textual
(implied reader) rara vez es definido en relación con el autor
textual (implied author). Sin duda, esto se debe a la estructura
cruzada que señalábamos antes. Comunicativamente
hablando, el lector textual no forma pareja con el autor textual, sino
con el autor real (3.3.1.2 supra). Toolan sí percibe esta
estructura cruzada, pero extrae consecuencias equivocadas de ella. Cree
librarse del lector textual como se libraba del autor textual:
arguyendo que en este caso se trata de una mera construcción
hipotética del autor. Esto equivale a ignorar que esta mera
hipótesis del autor está estructuralmente inscrita en el
texto, y por tanto también es necesaria desde el punto de vista
del lector para la existencia de la comunicación literaria: la
figura del lector textual deviene también una hipótesis
del lector, y tiene su lugar en una teoría de la
interpretación, no sólo en una teoría de la
producción literaria. No podemos establecer una división
tan radical entre el acto de la emisión y el de la
recepción, pues por su misma naturaleza semiótica ambos
se entrelazan estructuralmente. El lector textual no
es sólo una imagen en la cabeza del autor. Del hecho mismo de
que esa imagen condicione el texto de alguna manera se deriva la
posibilidad de reconstruirla: se hace accesible al lector real.
Normalmente esto sucede en casos de obvia diferencia entre las
actitudes de ambos. Sólo así se lleva al lector a
reflexión sobre el papel que se le pide realizar. Pero un
estudio crítico de un texto debería ser capaz de perfilar
un lector textual en cualquier caso.
Subsiste una cuestión: ese lector textual que
descubre el lector o el crítico, ¿es realmente el mismo
que se halla en la intencionalidad del autor? En tanto que estas
figuras ocupan posiciones estructuralmente distintas, es obvio que no.
Pueden pensarse ejemplos muy claros: el autor puede haberse dirigido
inconscientemente a un tipo de público distinto del de su
intención consciente, etc. Pero en el caso de que nos estemos
refiriendo a las intenciones realizadas del autor, parece claro que las
dos posiciones estructurales devienen una sola, excepto para el ojo del
cielo. Sobre las intenciones de un autor nunca podremos saber
más de lo que averigüemos o nos permitamos suponer: su
objetividad histórica en el caso de autores desaparecidos es
inalcanzable. En este sentido, la reflexión sobre el lector
textual ha de remitirse a la discusión más general sobre
la intencionalidad autorial. En todo caso, esta reflexión
de Perogrullo nos habrá servido para matizar la
definición de lector textual. Si lo deseamos, podemos aprovechar
un término de Hawthorn (113) para introducir una diferencia
entre lector proyectado (intended reader) y lector textual (implied
reader). El lector textual no es simplemente “a mental construct
based on the text as a whole” (Bronzwaer). Es una función
de nuestra imagen del lector proyectado y del texto.
Aún otras figuras de lector imaginario son
necesarias para dar cuenta de los análisis ordinarios de la
crítica literaria. Así, por ejemplo, podemos hablar del
lector ideal, el lector competente y el lector medio.
A ellos podríamos añadir el lector
histórico. Todas estas figuras del lector
“existen” pero no porque estén contenidas por el
texto, según lo hubiese definido la narratología
tradicional. Son relevantes para el análisis textual porque
representan diversos enfoques críticos sobre un texto que no es
un recipiente o estructura cerrada sino un fenómeno
histórico concreto (de ahí la determinabilidad de las
figuras del receptor) donde se cruzan multiplicidad de códigos
significativos y que puede someterse a multiplicidad de usos en una
diversidad de contextos y de proyectos interpretativos más o
menos especializados (de ahí la multiplicidad de figuras).
3.3.3.3. La competencia literaria
El hablante presupone en el oyente una serie de competencias, una
personalidad más o menos determinada según el tipo y las
circunstancias de la situación comunicativa, unas ideas comunes
acerca de la relación entre ambos y acerca del tipo de acto
discursivo que está teniendo lugar, etc. (cf. Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 318). El análisis del
discurso introduce la noción de consenso pragmático para
la determinación de lo que se puede dar por presupuesto en una
determinada situación comunicativa. Por supuesto, el contrato no
es una imposición de uno de los interlocutores, sino algo
sometido a negociación. En la interacción conversacional
normal, “los actores discursivos presuponen a partir de los
enunciados parciales de su interlocutor el modelo o tipo de
interacción que éste hace valer” (Lozano,
Peña-Marín y Abril 212). En la comunicación
escrita, literaria, la interacción sólo funciona en un
sentido, puesto que no hay un feed-back en dirección al autor.
Sólo el lector conserva un margen de maniobra. Es
así como el lector real puede no identificarse con el lector
textual (3.4.2.1 infra).
Hemos hablado de dos códigos que delimitan un
terreno común en la comunicación, el del emisor y el del
receptor. En el caso de actividades discursivas complejas como la
literatura, es más adecuado hablar de sistemas de
códigos. En efecto, cualquier código significativo es
capaz de contribuir al significado de una obra literaria, ya sea a
nivel de mundo narrado y acción, de relato o de discurso. La
“competencia literaria” está pues constituida por el
dominio de los códigos significativos de una cultura dada en
función de esta capacidad de relevancia para la
literatura. Naturalmente, cada interlocutor tiene su propia
competencia literaria, con lo cual la significación de la obra
para autor y lector puede variar en mayor o menor grado. No se
trata de una gramática inflexible que permitiría dar un
sentido único a cada texto. Es preferible el término
“enciclopedia”, o “enciclopedias”.
Una enciclopedia se caracterizaría, frente a
una gramática, por incluir todos los códigos y datos a
disposición del hablante, organizados según los esquemas
semánticos y situacionales que le permiten activarlos para su
actuación en el mundo. Es de notar que la enciclopedia
también incluye, como elemento reflexivo, sus propias reglas de
uso. Otra diferencia entre la enciclopedia y la gramática es que
la enciclopedia tiene límites borrosos: está estructurada
por tal multiplicidad de códigos que la ausencia de elementos o
de códigos enteros en la enciclopedia de un lector puede no
afectar sensiblemente a su comportamiento comunicativo general. Una
gramática, por el contrario, consistiría en un sistema
mucho más limitado y rígidamente definido. Idealmente,
todas las gramáticas dicen lo mismo: describen un lenguaje. Pero
las enciclopedias contienen un núcleo común de intereses
proporcionalmente más vago que las gramáticas. Por lo
mismo, son fácilmente ampliables sin consecuencias
drásticas para el conjunto. La enciclopedia es un puente
entre la rigidez de una hipotética gramática de la
narración y el caos de las “opiniones” o
“impresiones subjetivas” del lector. Los lectores aportan
algo a la obra, pero no aportan sólo peculiaridades propias:
aportan mayormente convenciones (cf. Lanser 54). Y esas convenciones
remiten a la cultura que ha producido el texto o a la que lo
interpreta: “structures ‘in the text’ imply patterns
of relationships, and systems of knowledge, in the community which has
produced the text and its readers” (Fowler, Linguistics and the
Novel 124). Este enfoque nos permite poner de manifiesto que tanto el
texto como la subjetividad de sus lectores son productos culturales y
semióticamente estructurados.
El inconveniente de la enciclopedia es que es
inabarcable para una descripción total. Podemos diseñar
una gramática de la narración si queremos pero
siempre será esquemática e insuficiente. Podrá, a
lo más, intentar dar cuenta de lo específicamente
narrativo. Pero el procesamiento de una narración necesita mucho
más que lo específicamente narrativo, y mucho más
que los específicamente literario. Las enciclopedias dan cuenta
de ello, pero se han de dar por presupuestas. A lo más se pueden
nombrar o esquematizar: su descripción exhaustiva (e ideal)
sería la enciclopedia misma. Como señala Segre
(Principios 54) este análisis se refiere a las capacidades
perceptivas y representativas en general, y desborda la competencia de
la lingüística textual (cf. Sanford y Garrod, cap. I.A.).
La enciclopedia del lector contiene, pues, los
códigos que dan sentido a los rasgos distintivos de personajes y
acontecimientos, y posibilita así la reconstrucción de la
acción y su sintaxis (cf. 1.2.3 supra). Estos códigos
pertenecen a la competencia de actuación en general, y no son
exclusivamente literarios. Tiene sentido, pues, hablar a distintos
niveles de análisis de la competencia cultural o competencia
discursiva de un sujeto. Por supuesto, la medida en que sean
aplicables a la interpretación de la acción es
determinada por los niveles discursivos superiores que modalizan a la
acción. Al margen de estos códigos culturales
extraliterarios relevantes para la comprensión de la
acción, la enciclopedia del lector contiene esquemas relativos a
organizaciones estructurales de la acción, del relato, del
discurso: es decir, el “horizonte de expectativas”
literario. Por ejemplo, contendrá una regla según
la cual en un texto narrativo es usual encontrarse con una
división de los personajes en protagonista(s) y personajes
secundarios; contendrá convenciones de apertura y
clausura, criterios genéricos de verosimiltud, etc. La
transformación del relato en acción también
requiere una serie de conocimientos y reglas que han de ser
interiorizados; gran parte de ellos corresponden a la experiencia
corriente de la percepción en la vida real, especialmente en los
géneros realistas.
Es la constante referencia del lector a sus
conocimientos enciclopédicos de todo tipo lo que permite la
comprensión del texto. Eco señala que estos “paseos
inferenciales” por la enciclopedia son orientados por el texto
(166-167). También es la enciclopedia, en su
interactuación con el texto, lo que posibilita la
percepción de la obra como fenómeno estético.
Greimas señalaba que las isotopías del discurso deben
resolverse en relación a una “grille culturale”, y
no postulando una activación mecánica. Así
pues, en el análisis o interpretación no hay que tener en
cuenta solamente el texto, sino también la naturaleza y objetivo
de la lectura que de él se hace. Los rasgos estilísticos
no son computables estadísticamente, pues sólo tienen
sentido en relación a elementos extratextuales, la enciclopedia
del lector. El lector recibe cada obra sobre el trasfondo de su
enciclopedia literaria personal, la procesa, clasifica y evalúa
de acuerdo con las reglas de género cultural y socialmente
elaboradas, tal como han sido filtradas por su experiencia subjetiva.
En esto no se diferencian los criterios genéricos y
estéticos de cualquier otro marco de referencia
psicológico, y la comprensión de la obra es un juego de
expectativas, anticipaciones y vías inferenciales que son
frustradas o confirmadas (cf. 1.2.7. supra). Vistas desde esta
perspectiva psicológico-pragmática adquiere un nuevo
matiz la vieja teoría del intencionalismo literario. Por
ejemplo, la observación de Perry: “The total impression
made by any work of fiction cannot be rightly understood without a
sympathetic perception of the artistic aim of the writer” (Perry
213). Es decir, una comprensión adecuada por parte del lector
requiere una comprensión de qué tipo de acto de lenguaje
es la obra en cuestión, a qué especie y subespecie
pertenece (incluyendo las subespecies específicamente literarias
o géneros), cómo modifica esa obra el concepto mismo de
género con el que la analizamos; en definitiva, en qué
contexto (humano, literario, histórico) se sitúa
exactamente esa obra. También es de tener en cuenta la
relación entre las viejas teorías intencionalistas y el
nuevo análisis de la intencionalidad en el que se basa la
teoría pragmática de los actos de habla. Desde el punto
de vista pragmático, desde luego, posturas antiintencionalistas
como las defendidas por T. S. Eliot, John Dewey, W. K. Wimsatt y Monroe
Beardsley, Roland Barthes han de ser muy matizadas: en última
instancia, el antiintencionalismo sin más es insostenible, pues
la literatura, como el lenguaje, encuentra en la intencionalidad humana
la misma condición de su existencia.
Otro asunto digno de notar es que la competencia
literaria (discursiva, cultural, etc.) del lector es frecuentemente
modificada por el texto. Por una parte, el texto puede aportar
nuevos datos para esa competencia, y así contribuir a crearla.
Como todo acto de lenguaje procesado por un oyente, el texto narrativo
es sometido a una serie de inferencias con vistas a fijar las
condiciones de felicidad que permitan interpretarlo. Es decir, el
texto es un estímulo que debe ser naturalizado dentro del
sistema cognoscitivo del lector. Si no puede serlo, ese sistema se
modifica para darle cabida: se suponen esquemas hipotéticos por
analogía con otros ya existentes, se hacen presuposiciones
pragmáticas sobre la base de las presuposiciones
semánticas de la enciclopedia (203), se postulan convenciones y
códigos ad hoc si son necesarios para crear sentido: es lo que
Eco ha llamado los procesos de hipercodificación e
hipocodificación (cf. Tratado 232 ss). Por otra parte, la
participación discursiva puede requerir la suspensión de
la incredulidad, es decir, la no activación de muchos esquemas
relevantes o la activación de muchos que en otras circunstancias
no serían relevantes. El autor puede, con sus indicaciones,
decidir que una cosa es “normal” o del dominio
público, que debe presuponerse. Es en gran medida la
función de las célebres expresiones de complicidad de la
novela realista del XIX: “uno de esos hombres que…”,
“esa sensación que sobreviene cuando…”. Estas
expresiones no siempre apelan a un conocimiento compartido: a veces lo
instituyen (cf. Chatman, Story and Discourse 245). La competencia
“hecha” por la obra puede ser provisional y de validez
limitada. Algunos géneros dependen en gran medida de este
recurso: quizá el mayor atractivo de la literatura de
ciencia-ficción y fantasía es la construcción de
un mundo paralelo que requiere a veces reorganizaciones considerables
en la enciclopedia del lector, todas ellas orientadas por el
texto. La especificidad que aportan las diversas formas
narrativas en cuanto al fenómeno más general de la
competencia discursiva estriba fundamentalmente en su capacidad para
abarcar y reproducir miméticamente muchos aspectos de la
realidad humana, entre ellos múltiples formas distintas de
semiosis y géneros discursivos muy variados. Su capacidad de
duplicar o insertar formas semióticas a un segundo nivel es
inmensa.
Por último, una nota sobre el concepto de los
“mundos ficticios” o “mundos posibles”
constituidos por el texto, un concepto utilizado frecuentemente en
relación con la interpretación de la ficción:
• Estos mundos son contenidos o construcciones de la enciclopedia
del lector, ya sea formados de modo previo al contacto con el texto
(por pertenecer a la intertextualidad cultural) o creados parcialmente
por éste. No son formados íntegramente por una obra, sino
que ésta ya recurre en mayor o menor medida a esquemas de
posibles mundos posibles, enraizados 1) en una fantástica
general 2) en la intertextualidad cultural.
• Los mundos posibles se definen en última instancia en
base al mundo cultural del intérprete, por adición,
sustracción o la combinación de ambas
(sustitución).
• No están en pie de igualdad con él: no existen
como alternativas en pie de igualdad para la descripción del
significado. El adjetivo posibles es de hecho una indeseable herencia
del origen metafísico de esta noción. Sería
preferible decir mundos imaginarios o ficticios (cf. Schmidt,
“Comunicación” 206). Eco desprecia
olímpicamente esta importante puntualización:
Una expresión como |el mundo de referencia efectivo| indica
cualquier mundo a partir del cual un habitante del mismo juzga y valora
otros mundos (alternativos o sólo posibles). Dicho de una manera
sencilla: si Caperucita Roja pensase en un mundo posible donde los
lobos no hablasen, el mundo “efectivo” sería el
suyo, donde los lobos hablan. (Lector 190)
Bien por las comillas: ya hemos visto cómo los mundos
imaginarios pueden engarzarse unos dentro de otros. Pero el mundo
efectivo, sin comillas, es el mundo donde inventamos a Caperucita o la
ponemos como ejemplo en un estudio sobre mundos posibles. Observemos
que en el cuadro de los niveles de ficcionalidad hay un mundo que no
está encuadrado. Es el mundo del intérprete y del
creador, el filón de donde se extrae el material para construir
todos los demás y los criterios para interpretarlos.
Podemos pensar un mundo que englobe al nuestro como una posibilidad
más, pero el efectivamente englobado será ese mundo
ficticio. Por supuesto, nuestro mundo también es una
construcción cultural, como afirma Eco, pero una
construcción que construye, una construcción de primer
grado; es la construcción que nosotros somos, y carece de
sentido pretender que somos indiferentes a ese hecho. Si hay que
encuadrar también ese mundo, ésa es una cuestión
que Borges y el Calderón de La vida es sueño
deberán resolver antes de que se transforme en un problema para
la teoría de la literatura.
“Una condición cognoscitiva importante
de la coherencia semántica”, observa van Dijk, “es
la supuesta normalidad de los mundos implicados” (Texto 156).
Sólo el presupuesto de que el mundo ficticio se rige por leyes
semejantes al normal permite al lector utilizar irrestringidamente sus
sistemas de estructuración semántica (cf. 3.4.2.3 infra).
Por tanto, el criterio más relevante para clasificar los mundos
imaginarios será su relación con este nivel de base.
Podemos establecer las siguientes oposiciones, muchas de las cuales son
susceptibles de multiplicarse en sucesivos niveles de ficcionalidad:
• mundos imaginarios obra del autor (mundo diegético)
versus mundos imaginarios obra de personajes internos al texto
(mundos intradiegéticos).
• mundos imaginarios que se presentan como nivel de base
(pseudo-reales) versus mundos ficticios designados como tales mundos
ficticios.
• mundos ficticios intradiegéticos que son relativos a
(futuros o desconocidos) estados efectivos del mundo diegético
real versus mundos ficticios intradiegéticos ques son
relativos a mundos intradiegéticos en segundo grado.
• mundos imaginarios cuyo status ontológico (ficticio) es determinado versus mundos en los que queda indeterminado.
• mundos con cierta consistencia versus mundos provisionales (o
maniobras de ficcionalización que no llegan a crear un mundo
propiamente dicho).
• mundos imaginarios del lector previstos por el autor versus
mundos construidos contra el texto voluntaria o erráticamente
(por ej., mundo de la acción vs. maniobras inferenciales creadas
por asociaciones subjetivas de un lector dado).
• mundos sometidos a la narratividad de la accion, de modo que son
a) confirmados o b) refutados por posteriores estados de la
acción, versus mundos que no alcanzan esa certificación.
La misma oposición podríamos hacer en el nivel del
relato.
Una vez más, resaltaremos que la especificidad de la narrativa
en este área de semiótica literaria general está
en su poder de organización de contextos, acciones, objetos
semióticos, enunciaciones o invenciones de segundo nivel que
abren mundos dentro de mundos.
Notas
Es el defecto de la
mayoría de las teorías que admiten los conceptos de autor
y lector “implícitos” o textuales, en las que el
proceso discursivo e interpretativo se encuentra excesivamente
simplificado. Así, en el enfoque supuestamente pragmático
de María Dolores de Asís Garrote, “el 'autor
abstracto'... es quien produce el mundo novelístico que
transmite a su receptor, el 'lector abstracto'“ (Formas de
comunicación en la narrativa 21). Dejando así las cosas,
la autora hace caso omiso a las críticas a semejantes modelos
estáticos que ha citado apenas dos páginas antes.
Segre, Principios 11. Cf. Eco, Lector 77; Prince, Narratology 108.
“Psicoanálisis” 269. Cf. Searle, Actos 26; Segre,
Principios 20; Sanford y Garrod, cap. II.B; Eco, Lector 90.
Cf. Eco, Tratado 476;
Greimas y Courtés 128; Lozano, Peña-Marín y Abril
112. El receptor correspondiente (no el lector textual, sino el lector
real) será el enunciatario. Los equivalentes en la teoría
de Ducrot no serían enunciador y enunciatario, sino locutor y
alocutario (cf. Les mots du discours, cit. por Lozano,
Peña-Marín y Abril 114; “Pragmatique” 518).
Cf. Lozano,
Peña-Marín y Abril 146; Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 268; Fowler, Linguistics and the
Novel 78.
“Jeder
Schriftsteller”, nos dice Goethe, “schildert sich
einigermaßen in seinen Werken, auch wider Willen, selbst”
(Rezensionen, cit. en Weimann, “Erzählerstandpunkt”
389). Cf. también Friedemann 6.
Además, no todo dato
sobre el hablante tiene por qué ser indicial: volviendo contra
Martínez Bonati su argumentación sobre la doble
caracterización del narrador (indicial y simbólica)
podríamos decir que también el autor puede hablar
directamente de sí mismo en la obra: así Smollett en
Humphry Clinker.
Greimas,
“Teoría” 28; Lozano, Peña-Marín y
Abril 112; cf. Weimann, “Erzähler-standpunkt” 379.
Bolívar Botia 98; cf. Todorov, Poética 74.
Lacan, Écrits II; cit. en Bolívar Botia 101.
J.-K. Adams 33; cf. Lanser 118.
La no coincidencia entre el
autor y su imagen en la obra ya había sido observada con
anterioridad a Booth (cf. infra). Rebecca Price Parkin ya habla de
“implied dramatic speaker” (“Alexander Pope's Use of
the Implied Dramatic Speaker” 137; cit. en Sternberg 261). Pero
no es difícil encontrar alusiones a efectos implícitos de
la retórica del autor en críticos anteriores. Así,
por ejemplo, W. C. Roscoe, describiendo el efecto dramático de
las voces de los personajes en la novela de Thackeray, señala
que a pesar de ello no desaparece la “voz” del autor de la
escena, “but with an ease which veils consummate dexterity, he
makes these dramatic speeches carry on the action and even convey the
author’s private inuendo” (“W. M. Thackeray, Artist
and Moralist” 125).
Cf. Booth, Rhetoric 71.
Como señalan Bal (“Laughing Mice” 209) y Bronzwaer
(“Implied Author” 3) las razones de Booth para introducir
este concepto son éticas, y no propiamente narratológicas.
Naturalmente, la idea de
que el autor textual puede desaparecer de la literatura es igualmente
absurda (cf. Lanser 26).
Cf. por ej. Rimmon-Kenan,
“A Comprehensive Theory of Narrative: Genette's Figures III and
the structuralist study of fiction”; Fowler, Linguistics and the
Novel 76; Sternberg 255 ss; Schmidt, “Comunicación”
204; Stanzel, Theory 15; Ruthrof 136; Bronzwaer, “Implied
author”; Bal, “Laughing Mice”; Genette, Nouveau
discours ; Segre, Principios 21; Volek 112, etc. Martínez Bonati
(169) habla de “autor ideal”, Prince
(“Introduction” 178) opone el hombre al 'novelista'; Lanser
habla de extrafictional voice y Lintvelt (17) de auteur abstrait. Ver
también Ansgar Nünning, “Renaissance (...) des
implied author”.
Francisco Ayala, “Reflexiones sobre la estructura narrativa” 13.
Ver las discusiones de
Hirsch (Validity in Interpretation); Horton (Interpreting
Interpreting), Wendell V. Harris (Interpretive Acts: In Search of
Meaning), y mis trabajos “Deconstructive Intentions” y
Reading”The Monster”.
Otras obras relevantes a
este punto: Sean Burke, The Death and Return of the Author; Wendell V.
Harris, ed., Beyond Poststructuralism.
Señal ésta de
actitudes más generales respecto de la identidad y la escritura:
“we still live in a civilization in which property is evidenced
by the signature, the sign of the proper name. Style too is a
substitute for the proper name; literature is the institution which
consists of attaching one's name to a verbal product” (Barthes,
“Style” 15). Cf. Frye, Anatomy 268.
“Erzählerstandpunkt” (393). Son muy interesantes las
observaciones de Weimann sobre el condicionamiento histórico de
las técnicas narrativas, y la manera en que reflejan la
ideología del autor.
Al margen de
consideraciones éticas, siempre relevantes el terreno de la
autorrepresentación, pueden leerse los casos recogidos por
George Dawson (“Literary Forgeries and Impostures”) o John
Whitehead (This Solemn Mockery: The Art of Literary Forgery) como
experimentos de intertextualidad.
S/Z 146. Como se ve por la
gramática de esta cita, Barthes parece extender esta
característica a un principio general de la escritura; a mi
entender se trata de una tendencia prominente en el modernismo pero en
conflicto con otras fuerzas estructurales mucho más
básicas y que tienden a la constitución antes que a la
disolución de los sujetos textuales.
Ver Wimsatt y Beardsley,
“The Intentional Fallacy”; Wimsatt, “Genesis: A
Fallacy Revisited” y otros ensayos recogidos en Newton-De Molina,
On Literary Intention. Cf. también García Landa,
“Authorial Intention in Literary Hermeneutics: On Two American
Theories”.
Booth es demasiado exigente
respecto a la relación entre literatura y moral. Aceptamos su
descripción de cómo nuestros valores e ideología
no pueden divorciarse de nuestro juicio estético, pero no su
excesiva preocupación por los peligros de las lecturas
incorrectas y su conclusión de que “an author has an
obligation to be as clear about his moral position as he possibly can
be” (Rhetoric 389). La máxima claridad posible se
encuentra en los catecismos y tratados de ética, y no en la
literatura. No faltan críticos que ven en la ambigüedad
moral o la indeterminación semántica la marca de la
genialidad (p. ej. Todorov, “Catégories” 151;
Hannelore Link, “'Die Appellstruktur der Texte' (...)'“;
cit. en Fokkema e Ibsch 185), o la fuente de los valores éticos
propiamente literarios. Según I. A. Richards (Principles of
Literary Criticism) una de las funciones primordiales del
crítico es impedir la reducción de los valores literarios
a los valores éticos ya institucionalizados, impedir la
confusión entre poesía y moral. Mucha teoría
reciente, sin embargo, insiste en una responsabilidad ética de
la literatura más directa (Martha Nussbaum, “Perceptive
Equilibrium: Literary Theory and Ethical Theory”, David Hirsch,
The Deconstruction of Literature; Adam Zachary Newton, Narrative
Ethics; Harris, Beyond Poststructuralism, etc.).
“The implied author
is not a pragmatic category means, simply, that it does not use
language, that it neither writes nor speaks” (J.-K. Adams 33).
Cf. también Rimmon-Kenan (Narrative Fiction 88). Como hemos
visto esto es erróneo: el autor implícito sí es un
enunciador, y un rol pragmático.
Cf. la crítica a
Genette hecha por Rimmon-Kenan (“Comprehensive Theory”).
“Implied
Author” 10. Cf. el mismo sistema en Lintvelt (32) o Lanser
(144-145).
Mieke Bal, “Notes on
Narrative Embedding”, Poetics Today 2.2 (1981); cit. en Genette,
Nouveau discours 97.
Nouveau discours 94. Cf.
Bronzwaer, “Implied author” 9, Susan Suleiman, “The
Reader and the Text”, L'Esprit créateur (1981) 89-97, Bal,
De teorie van vertellen en verhalen, cits. en Berendsen,
“Teller” 146.
Una objeción
semejante es la de Bal (“Laughing Mice” 209): el narrador
sería una categoría “pragmática” y
tendría su lugar por ello en la estructura textual; el autor
textual (implied author) sería en cambio una
reconstrucción efectuada sobre el “contenido
semántico” y por tanto no relevante en este tipo de
estudio. El estudio del autor implícito sería,
según Bal, incompatible con la teoría
narratológica derivada de Genette. Confesamos que no acertamos a
imaginar qué puede estar entendiendo Bal por
“pragmático”. No parece muy pragmático
excluir así al sujeto de la enunciación real de la obra
literaria, y limitarse al estudio de las enunciaciones ficticias
contenidas en ella. Por otra parte, Bal aboga en este artículo
por una estanqueidad entre los diferentes enfoques teóricos que
nos parece nefasta.
Sobre este concepto
más amplio de la narratología, ver la introducción
a Onega y García Landa, Narratology.
Por supuesto, existe en el
caso que presentamos un pequeño desdoblamiento de personalidad
en el autor textual. El Faulkner que firma es el autor como signo del
autor real; el 'Faulkner' que fecha es el autor-narrador.
Cf. Booth, Rhetoric 198;
Watson 62; Lanser 122; los mejores estudios de estos elementos son los
de Genette (Seuils) y Couturier (La Figure de l’Auteur).
Pratt 61 ss; cf. Watson 51 ss.
“Modelle und Methoden
der Textsyntax”; cit. por Schmidt, Teoría 156.
En este sentido afirma
Weimann que el estudio del punto de vista (en su acepción
más amplia) proporciona “a potential link between the
actual and the fictive means of narrative communication and
representation” (Structure and Society in Literary History 247).
Según Pratt,
“Shandy, the fictional speaker, could be guilty of all kinds of
maxim nonfulfillment: Sterne, the real-world author, cannot”
(166). Pero deberíamos hablar más bien de Sterne el autor
real en tanto que se identifica con 'Sterne' el autor textual.
Volviendo a nuestro ejemplo de Kierkegaard, es evidente que en tanto
que autor textual, el 'Kierkegaard' irónico cumplía las
máximas de cooperación a su propio nivel comunicativo y
dejaba satisfechos a sus oyentes; su ruptura de las máximas en
tanto que autor real opuesto al autor textual no es percibida (por
definición) como tal ruptura hasta que es revelada por una
manifestación posterior del propio Kierkegaard.
Sobre la parodia ver sobre todo Genette,
Palimpsestes; Linda Hutcheon, A Theory of Parody; Margaret Rose,
Parody: Ancient, Modern, and Post-Modern.
Cf. 3.2.1.2 supra nuestras matizaciones a la postura de Adams.
Estas ideas aparecen
también ocasionalmente con distintas variantes entre los
formalistas rusos, los New Critics (cf. Erlich 184; H. Adams 897) y los
estructuralistas (por ej. en Jakobson y Lévi-Strauss; “Les
chats de Charles Baudelaire” ; cf. Eco, Lector 15; Fokkema e
Ibsch 90 ss).
Literary Work (322).
Ingarden se inspira en el proceso de realización descrito por
Waldemar Conrad. Alusiones a una diferenciación semejante
aparecen en Jakobson (Lingüística y poética 53),
Lotman (73). J.-K. Adams utiliza el término text para referirse
a la existencia física del discurso escrito, y poem para el
resultado de la convergencia entre ese discurso y el lector. Esta
distinción no coincide con la de Ingarden: la obra tal como la
ve Ingarden no es un objeto físico.
Ver Husserl, Invcstigaciones lógicas 6 § 14, 638-39.
De todos modos, Ingarden ve
la obra con un objetivismo que hoy puede parecer insostenible.
Así, por ejemplo, cree que la obra puede a veces desaparecer
durante siglos bajo concretizaciones inadecuadas (Literary Work 340).
Podemos aceptar esto si se entiende que sucede desde el punto de vista
de un intérprete posterior.
Greimas y Courtés
197. Esta noción deriva de otra, más específica de
Jakobson: su famosa descripción de la función
poética como la proyección del principio de equivalencia
del eje paradigmático sobre el sintagmático
(Lingüística y poética 40). Para una posible
clasificación semiótica de tipos de isotopías, cf.
Eco, (Lector 131 ss).
En esencia, en la
raíz es el mismo problema semiótico planteado por la
fragmentación de una secuencia cinematográfica en
secuencias y fotogramas. Ver por ej. Dai Vaughan, "The Space
Between Shots”; Vivian Sobchack, Address of the Eye: A
Phenomenology of Film Experience.
Para Ingarden, el estrato
de los aspectos esquematizados (stratum of schematized aspects ; cf.
Literary Work 255 ss).
Cf. Ingarden, Literary Work
339; Eco, Tratado, cit. supra ; Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 295. Ver Fish, Is There a Text in
This Class?; Iser, The Act of Reading; Jane P. Tompkins, ed.,
Reader-Response Criticism.
Estetická funkoe,
norma a hodnota jako sociální fakty (1935), cit. por
Fokkema e Ibsch, 50; cf. Ingarden, Literary Work 372.
David Hume, “Of the
Standard of Taste” 319; Kant, Crítica §§ 1-5,
104 ss; Ingarden, Literary Work 325.
Observemos que la obra en
sí sólo es concebible como elemento de trabajo en dos
sentidos: como hipótesis metateórica, abstracta (por
ejemplo, en el libro de Ingarden) y como hipótesis de trabajo:
debemos pensar que en nuestro trabajo sobre una obra ésta es
accesible a nosotros, mientras que los demás críticos
sólo nos proporcionan concretizaciones subjetivas.
Naturalemente, en este caso nuestra concepción de la obra se
vuelve una concretización más para críticos
posteriores.
Estudio en detalle un caso
práctico de la vida de una obra en Reading “The
Monster”. Sobre la crítica como reconfiguración del
sentido de la obra, ver mi artículo “Understanding
Misreading.” Sobre el actual debate sobre el canon, ver por ej.
Canons: Critical Inquiry 10 (Sept. 1983); Karen Lawrence, ed.,
Decolonizing Tradition; John Guillory, Cultural Capital; Harold
Bloom, The Western Canon.
Cf. 3.3.3.3 ; 3.4.2.3 infra
; Booth, Rhetoric 38; Alain Robbe-Grillet, Pour un nouveau roman;
Raymond Federman, ed., Surfiction; Patricia Waugh, Metafiction.
Ver por ej. Culler,
On Deconstruction, cap. 1; Susan R. Suleiman e Inge
Crosman, eds. The Reader in the Text:; Tompkins, Reader-Response
Criticism.
Obra abierta 87.
Posteriormente Eco revisa su clasificación y la flexibiliza,
reconociendo que toda obra es abierta en cierto modo, en el sentido de
que todo texto necesita una participación del lector: es una
cuestión de grados, de elección de técnicas
narrativas convencionales o no. Las “obras abiertas” de su
libro anterior son sólo casos extremos de actividad
participativa (Lector 16, 169-70).
Cf. Maurice Blanchot, Le
Livre à venir; Roland Barthes, “Littérature et
signification”; Robbe-Grillet, Nouveau roman; Culler,
“Non-genre lit.”; Ricœur, Time and Narrative 2,7.
Eco ya explora esta
paradoja en su Obra abierta. Cf. también Ricœur, Time and
Narrative 2, 25.
Ver por ej. la
discusión de J. Yellowlees Douglas, referente a las narraciones
hipertextuales, en “‘How Do I Stop This Thing?’
Closure and Indeterminacy in Interactive Narratives”.
Cf. 3.1.1 supra ; Castilla
del Pino, “Psicoanálisis” 271; Fowler, Linguistics
and the Novel 78.
Cf. Sartre,
“Qué es la literatura?” 92; Francisco Ayala,
“Para quién escribimos nosotros?” 182.
En su artículo de
1949 sobre el “Implied Dramatic Speaker” en Pope.
Cit. en Sternberg 261.
Rhetoric 138. Booth, como
siempre, coloca un énfasis ético en su definición;
Iser y otros dan una definición más atenta a elementos
cognoscitivos e ideológicos. En un análisis
ideológico, la “mejor lectura” no tiene por
qué buscar los criterios de coherencia de la obra requeridos por
Booth.
Rhetoric 109; cf. Michel de
M'Uzan, “Observations sur le processus de la création
littéraire”, cit. en Clancier 80.
Conceptos semejantes se
encuentran en múltiples críticos. Cf. Kayser, “Qui
raconte” 70; Stanley Fish, Surprised by Sin: The Reader in
Paradise Lost; Prince, “Introduction” 180; Ohmann
“Speech” 258; Ayala “Reflexiones” 23; Tacca 152
ss; Sternberg 261; Chatman, Story and Discourse 150; Eco, Lector 79;
Ruthrof xi ss; Lanser 144; Lintvelt 27; Culler, Deconstrucción
33 ss; Lozano, Peña-Marín y Abril 116; Castilla del Pino
“Psicoanálisis” 291; Hawthorn 112; Darío
Villanueva, “Narratario y lectores implícitos”;
Bordwell 30; Martin 161; Malmgren, “SF and the Reader”, en
Worlds Apart 23-51.
Frye, Anatomy 66; cf Staiger 69, passim.
Weimann, “Erzählerstandpunkt” 392; Tacca 156 ss.
Este problema se nos vuelve
a presentar en la teoría de la crítica (infra). Cf. la
posición razonable de Frege sobre la identidad de
representaciones de una obra en diversas conciencias:
“Naturalmente, sin cierto parentesco entre las representaciones
humanas, el arte no sería posible; pero nunca puede averiguarse
exactamente en qué medida nuestras representaciones corresponden
a los propósitos del poeta” (“Sentido” 56).
Infra ; cf. en Eco (Tratado
48 ss) un cuadro con las posibilidades de atribución de
intención significativa a un emisor. Sobre la
problemática de la intención literaria, pueden verse los
ensayos recogidos en On Literary Intention, editado por David Newton-De
Molina; también Denis Dutton, “Why Intentionalism Won't Go
Away”; W. Harris, Interpretive Acts y Beyond Poststructurlaism;
García Landa, “Speech Act Theory” y Reading
“The Monster”.
Nuestra imagen del lector proyectado no es el lector proyectado.
Propuesto por Michel
Riffaterre, Essais de stylistique structurale. Cf. Booth, Rhetoric 140;
R. de Maria, “The Ideal Reader: A Critical Fiction”;
3.4.2.5 infra.
Ingarden, Literary Work
212. Cf. la concepción más modesta y posibilista de Fish
(“Literature” 87), para quien el “informed
reader” es el lector que hace lo posible por informarse acerca
del texto.
Esta noción,
referida a lectores reales, es evidentemente bastante antigua. Es
común, por ejemplo, en Johnson y otros críticos del
XVIII; actualmente es la base de ciertos estudios de la teoría
de la recepción (cf. Weimann,
“Erzählerstandpunk” 355; Fokkema e Ibsch 189 ss).
Infra ; cf. Hawthorn 115.
Aún abundan otras figuras más o menos delimitadas frente
a éstas: el “reading self” de Walter Slatoff (With
Respect to Readers 55), el “inscribed reader” de Hawthorn
(114).
Cf 3.1.2. supra. Por
supuesto, el autor puede fingir que revisa sus presupuestos
comunicativos en el curso de la composición, e incluso
revisarlos realmente. Pero en el primer caso ya no estaríamos
hablando de autor y de lector, sino de esos dobles
“fingidos” que son narrador y narratario. En el segundo,
tendríamos que suponer una fragmentación en la persona
del autor, una evolución ideológica.
Cf. Culler, Structuralist
Poetics 113-130; Lozano, Peña-Marín y Abril 19 ss;
Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Competencia
lingüística y competencia literaria ; Prince, Narratology
130.
Cf. Lotman 31. De este
mismo hecho surge la necesidad de crear un lector textual cuya
competencia sea comparable a la del autor (Eco, Lector 79).
Para un posible modelo de
descripción de la enciclopedia, cf. Eco (Lector 109 ss). En
lugar de “enciclopedia”, Ruthrof utiliza la
expresión “total stock of knowledge” (42); Sanford y
Garrod por su parte llaman knowledge-base a “all information
stored in memory which is brought to bear in understanding a piece of
discourse” (14). Cf. también Schmidt,
“Comunicación” 207.
Cf. Freddy Decreus,
“Structure linguistique et structure poétique” 334.
Cf. Todorov,
Gramática ; van Dijk, Text Grammars 288 ss; Prince, Narratology
80 ss.
3.1.5.2 supra ; cf. Chatman 117.
Cf. Georg Lukács,
Problèmes du réalisme ; cit. por Hamon,
“Statut” 179 n. 79.
Ingarden, Literary Work
264. Cf. la observación de Henry James: “Selection will
take care of itself, for it has a constant motive behind it. That
motive is simply experience. As people feel life, so they will feel the
art that is most closely related to it” (“Art” 177).
“Le fait qu'une telle
grille est, dans l'état actuel de nos connaissances, difficile
à imaginer pour les besoins de l'analyse mécanique
signifie que la description elle-même dépend encore, dans
une large mesure, de l'appréciation subjective de
l'analyseur” (Sémantique 90). No vemos cómo
podría ser de otra manera (cf. 3.4.2.2 ; 3.4.2.5 infra).
Cf. Tynianov, cit. supra ;
Halliday, “Linguistic Function” 344; Josephine Miles,
“Style as Style” 24 ss.
John Dewey, Art as
Experience ; W. K. Wimsatt y Monroe Beardsley, “The Intentional
Fallacy”; W. K. Wimsatt, “Genesis: A Fallacy
Revisited”; Monroe Beardsley, The Possibility of Criticism;
Roland Barthes, “The Death of the Author”; Jacques Derrida,
Limited Inc. Para una crítica básica a la posición
antiintencionalista, véanse las obras de Hirsch Validity in
Interpretation y The Aims of Interpretation. En Intentionality, J. R.
Searle sostiene la necesidad la intencionalidad desde el punto de vista
de la filosofía analítica; Daniel Dennett, en The
Intentional Stance, más relativista, conviene sin embargo en que
la atribución de intencionalidad por parte del
intérprete, cuando menos, es una maniobra heurística
básica en la comprensión de la actuación y
producciones humanas.
“Por un lado, el
autor presupone la competencia de su Lector Modelo; por otro, en
cambio, la instituye” (Eco, Lector 80-81).
Ohmann, “Actos” 29; Pratt 93.
Evidentemente, este proceso
puede ir más allá de las intenciones del autor: “Al
recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aún
elaborar el código para descifrarlo, el receptor construye un
determinado modelo. Pueden surgir aquí sistemas que organicen
los elementos casuales del texto confiriéndoles
significación” (Lotman 38-39). Pero conviene distinguir
con Hirsch entre la interpretacion del significado autorial y la
interpretación de significados accidentales, construídos
deliberadamente o no por el intérprete.
Cf. Ingarden, Literary Work 252; Ruthrof 92 ss; Malmgren, passim.
Cf. Pouillon 33; Martínez Bonati 217.