José Ángel García Landa - Acción, Relato, Discurso: Estructura de la ficción narrativa

Índice
3.3. Discurso




3.4. AUTOR Y LECTOR




El estudio del enunciador y del receptor efectivos o históricos es necesario en un modelo pragmático de la narración. La ideología del autor o del lector o las presiones del contexto determinan el sentido del discurso. Como es el caso de otros aspectos de las estructuras narrativas que hemos visto, hay que señalar que no se trata de un estudio específicamente narratológico.  Pero en una teoría de la narración literaria, género que tematiza su situación enunciativa de manera peculiar y en mayor grado que los demás, será útil hacer una breve revisión del área crítica reservada al autor y lector efectivos. Por una parte evitaremos confusiones posibles con las atribuciones de los enunciadores virtuales; por otra parte llamamos así la atención sobre muchos fenómenos enunciativos susceptibles de tematización, arrastrados con frecuencia al interior de la obra, por ejemplo mediante la figura de un narrador-autor. Además, desde la perspectiva más amplia de una teoría literaria o discursiva general, convendrá recordar que emisor y receptor no admiten ser reducidos al “interior” del texto, como solía hacer la crítica estructuralista (cf. Pratt 74). Y no podemos dejar fuera de los estudios literarios al autor y lector reales, alegando que se encuentran “fuera de la obra” o que se trata de un estudio “extrínseco”. La obra, además de ser un texto, es en un sentido su creación y composición; en otro su lectura concreta, su recepción o interpretación individual e históricamente determinada. Los autores textuales sólo escriben virtualmente, y los lectores textuales no son, felizmente para los libreros, los únicos lectores de la obra.
   


3.4.1. El autor


3.4.1.1. Autor real y autor textual

En ciertos tipos de narración escrita no ficticia, como la autobiografía, el diario, la carta, etc., el escritor es el gran protagonista; aparece directamente en escena, en la medida en que se lo permite la transmisión escrita del relato. Pero sólo es “el autor” en un sentido limitado. Es el autor del discurso, pero la acción es real; puede modularla imaginativamente, pero parte de una experiencia no fantástica. Por supuesto, nada impide a este autor autobiográfico ocultarse (humilde o arteramente) de la vista del público; ya hemos mencionado el ejemplo de Julio César, autor de una “autobiografía heterodiegética” (Genette, Nouveau discours 72). Se trata, por supuesto, de casos bastante excepcionales.
    En una obra de ficción, el escritor es el creador tanto del discurso como de la acción. Ya hemos visto (3.3.1.1 supra) que puede presentarse como tal (autor-narrador) o transformarse en mayor o menor grado en un narrador ficticio, adoptando una personalidad o actitudes diferenciadas de la enunciación autorial implícita. Pero por mucho que se oculte siempre queda una huella de la presencia del autor: nada menos que el conjunto del texto, interpretado como un indicio, teniendo en cuenta las leyes genéricas, el momento histórico de su producción, las convenciones sociales habituales, etc.; se constituye así la figura que llamábamos autor textual. Repetimos: el autor textual es el producto de una interpretación; es una construcción del lector a partir del texto. El lector de una obra conoce en principio al autor textual, y no necesariamente al autor; intenta fijar los valores y la intención del autor, pero en tanto se limite a la obra en sí sólo alcanzará al autor textual. 
    El autor textual es un ser de papel, una entidad mental; el autor, en cambio, es un ser de carne y hueso. No se encuentra paralizado en una actitud, al menos téoricamente, mientras está vivo. Sus creencias, ideología, etc. pueden ser contrarias a las del autor textual de sus escritos, ya por una mala interpretación del lector (un fracaso en la comunicación) ya como resultado de una estrategia retórica deliberada (3.3.1.2 supra). En resumen: el autor textual no es simplemente la manifestación espontánea del autor real. Por una parte tiene algo de estrategia compositiva, comparable al narrador ficticio o al personaje. En este sentido es parte del estilo del autor.  Por otra, es un producto del trabajo de la interpretación, y “pertenece” así en cierto modo al lector tanto como al autor real. No debemos olvidar que el autor real no se puede manifestar en la obra en tanto que tal: lo hace por definición a través de su imagen textual.
    No es que el autor real escape totalmente a una condición textual. Entra en su conocimiento un elemento de interpretación; la imagen los autores del pasado, sobre todo, se refracta a través de la interpretación histórica. Pero aun en este caso el autor escapa a los límites de la obra: es una multiplicidad de discursos la que los manifiesta, desde el horizonte ideológico de su época hasta otras obras o documentos, en el caso de autores del pasado, o la interacción comunicativa, el reportaje o el debate en el caso de los autores vivos. Entrevistas, conferencias, prólogos, son modos de manifestación “extrínseca” que pueden condicionar la actitud de los lectores. Así, Bronzwaer (“Implied Author” 10) ve en las lecturas públicas de Dickens un deseo por parte del autor de reducir la distancia entre él y el público. El Dickens-lector no estaría sin embargo suprimiendo al Dickens-autor textual, sino que más bien estaría encarnando el papel de éste ante un público físicamente presente.
    Pero el autor real es más que una estrategia o efecto retórico. Es un estratega, el responsable último de la construcción de la obra, de buena parte de su valor estético e ideológico.  Todo lo que el lector conoce de la obra, todo lo que ve, lo hace en última instancia a través del novelista, que es quien ha diseñado los recursos de presentación de la acción y de instalación del lector en el texto (cf. Pouillon 25). Esto nunca ha dejado de reconocerse: después de todos sus diagnósticos de “eliminación” o “extinción” del autor, un crítico tan inmanentista como Friedman (“Point of View” 130) afirma que se trata sólo de técnicas elegidas por el autor. Aquí habría que matizar que esa elección puede ser consciente o deliberada en muy diverso grado; pero queda en cualquier caso bien patente que sólo es el autor textual quien desaparece para Friedman: el autor real es tan sólido como siempre en su teoría. Weimann insiste enérgicamente en la necesidad de tener en cuenta las circunstancias reales e históricas de la enunciación para dar cuenta de los fenómenos formales de la obra literaria, en oposición a los New Critics que no pasaban del nivel del autor textual: “Sie haben die Wahl der Perspektive auf ein erzähltechnisches Problem reduziert und die mit der Wirklichkeit verbundene ‘Ich-Origo des Erzählers’ den ‘fiktiven Ich-Origines der Gestalten’ aufgeopfert” (“Erzählerstandpunkt” 370). Los modos de enunciación son para Weimann, como para la crítica materialista en general, producciones histórica y socialmente situadas.
    No sólo es relevante la relación del autor a la obra: es la relación del autor con la realidad la que determina la forma de la narración. Un autor puede desconocer su manera de relación con la realidad (ya según observa Perry 191, poco sospechoso de afinidades marxistas o freudianas); no todos sus recursos tienen que ser, ni pueden ser, deliberados, y corresponde al crítico formular la visión del mundo del autor, o la relación entre ésta y la realidad. La ideología de la obra no es un objeto bruto ni algo ya dado, sino que debe ser interpretada o desvelada mediante el trabajo de la lectura; es una relación interpretativa entre autor, obra y lector.
   
           
3.4.1.2. Expresión, creación, comunicación. Teorías de la competencia modal del autor.

Gran parte de la poética tradicional puede leerse como una serie de intentos de definir la competencia del autor en tanto que sujeto del discurso de ficción. Dos tipos de autores, o dos perspectivas contrapuestas sobre la creación, distingue la crítica ya desde la Antigüedad. Platón nos presenta al primer tipo, con bastante ironía:

the poet is a light and winged and holy thing, and there is no invention in him until he has been inspired and is out of his senses, and reason is no longer in him: no man, while he retains that faculty, has the oracular gift of poetry. (Ion 15)

Longino (Sobre lo sublime, caps. X-XI) también nos presenta un poeta fuera de sí, arrebatado por su propia creación. A su vez, el entusiasmo del autor contagia y arrebata al público. Por su parte, Aristóteles insistirá en la posibilidad de otro tipo de poeta, el hombre de poder creativo superior:

[e]l arte de la poesía es propio o de naturales bien nacidos o de locos; de aquéllos, por su multiforme y bella plasticidad; de éstos, por su potencia de éxtasis. (Aristóteles, Poética 1454 b).

Ni la plasticidad ni la potencia de éxtasis son realmente apreciadas por Platón. En él tenemos el ejemplo arquetípico de suspicacia ante el poeta por su falta de “seriedad” intelectual,  y por su capacidad de perturbar los sólidos conceptos y valores aceptados, los límites establecidos. El poeta adopta roles enunciativos diversos, escapa a su identidad. Es un perspectivista, como lo es el pintor, que no presenta las cosas como son, sino como se ven. Y la perspectiva es engañosa para un esencialista como Platón, que sólo acepta la visión total (República X, 280).
    Frente a las teorías inspiracionalistas corrientes en su época, Aristóteles insiste en el lado artesanal y laborioso de la creación literaria. La poesía no es un instinto, sino una capacidad o arte. La poesía puede ser reducida a método y enseñada. Aristóteles parece querer refutar la idea de inspiración ignorándola. Sin embargo, Aristóteles nos habla de la influencia que tiene en la creación la naturaleza del poeta. Este es un hombre especialmente dotado para penetrar en la experiencia ajena.  La obra ha de poseer, además, un valor cognoscitivo; revela cualidades universales o tenidas por tales en la cultura del poeta:

then it seems that from this larger perspective the artist may once again come to be seen as a medium through which the operations of natural and greater forces are channelled. Inspiration, it could be argued, has been naturalized within the Aristotelian view of art. (Halliwell 92)

En la antigüedad no existe la noción de literatura como expresión de la individualidad del autor. Hasta el poeta inspirado habla de la realidad, no de sí mismo. Hoy no podemos librarnos totalmente del concepto romántico de imaginación creadora, ligado a la subjetividad que el poeta nos expresa.  El concepto de arte presente en Aristóteles, por el contrario, no es subjetivo, y sólo limitadamente creativo. El arte nos presenta una visión de la realidad compartida por todos, y no la experiencia interna; una realidad externa que se mimetiza, y no una experiencia interna que surge de la actividad creadora del espíritu (cf. Halliwell 57 ss).
    La influyente tradición horaciana también insiste sobre la labor consciente del poeta y la elaboración cuidadosa. Para Horacio, el poeta puede tener cualidades benéficas enseñando y agradando a los lectores; pero abundan los malos poetas que importunan a los demás insistiendo en que oigan sus versos: el poeta es un ser ávido de aplausos (Odas II. i) y el hombre prudente se asegurará de la calidad de sus versos antes de atreverse a publicar, tanto con la reflexión y autocensura como con el auxilio de opiniones más imparciales (Epistola ad Pisones, versos 366 ss; Odas, II. ii).
    Una postura u otra son con frecuencia erigidas en exclusiva, y con razón; el poeta ha de hablar fuera de sí, ya sea en nombre de los dioses o en empatía con el cosmos,  o meditadamente, bajo su propia responsabilidad.
    Un interés especial por la psicología de la creación (así como de la recepción) se despierta a partir del el siglo XVII. Los empiristas ingleses se interesarán por el papel de la memoria, la asociación de ideas, la imaginación, etc. Bacon (The Advancement of Learning 192) declara que la literatura no tiene un origen racional sino volitivo: es una especie de satisfacción compensatoria de los deseos irrealizables. Para los críticos de la Restauración y el siglo XVIII, la creación literaria es esencialmente una tensión entre imaginación y razón: la imaginación como el deseo pugna por desbordarse, la razón y las normas socialmente aceptadas (el “decoro”)  la circumscriben a sus justos límites.
    Con la teoría materialista de la creación desarrollada por Hobbes en el siglo XVII las teorías inspiracionalistas tocan fondo. Para Hobbes (“Answer to Davenant’s Preface to Gondibert” 214) todo el proceso creativo deriva de la memoria de una manera casi mecánica; no hay ningún elemento misterioso por el camino. Hobbes ve en la poesía un fenómeno plenamente racional; valora la sabiduría y la razón más que la supuesta inspiración, en la que el poeta hablaría como un mero instrumento de una voluntad ajena, “like a bagpipe”. La literatura en ningún caso podrá ser descubrimiento o intuición: el escritor no debe tratar de expresar más que aquello que comprende perfectamente. Este es un principio eminentemente neoclásico: los poetas deben refrenar su fantasía mediante la razón, “stoop to what they understand”.    
    Basándose en las ideas psicológicas de Locke, Addison (On the Pleasures of Imagination II, 290) define la labor del escritor como una como una creación de imágenes que se contraponen en el proceso de percepción a los objetos reales. El autor no copia estos objetos, sino que los idealiza, orientando así la atención del lector. Por supuesto, el lector debe tener una determinada capacidad de seguimiento en cuanto que ha de ser capaz de experimentar las asociaciones de ideas que el autor desea evocar (cf. 3.4.2.2 infra). Hume y Hartley también utilizan el asociacionismo para explicar el placer producido por el arte. Este principio psicológico no se abandona, como atestiguan la influencia en el siglo XX de conceptos como el monólogo interior o la rememoración proustiana.
    A la vez que esta psicología de la literatura se desarrolla en el siglo XVIII el discurso crítico sobre el genio poético. La imitación, la sujeción a una tradición dejan de ser el ideal: el genio debe ser creativo, original.  Las virtudes del genio son la pasión, la emoción, el éxtasis.

We arrive then at the idea that a poetry of emotion “cannot with strict propriety be called an art of imitation” [Burke]. As other writers of the time were putting it, poetry, along with music, is a kind of passionate “expression”. (Wimsatt y Brooks 300)

Podemos ver un anuncio prerromántico cuando Dennis proclama el valor estético del “entusiasmo”, una pasión poética “whose cause is not comprehended by us” (The Advancement and Reformation of Modern Poetry 275). El Romanticismo invertirá los términos del razonamiento neoclásico: es la poesía la que trabaja al borde de la incomprensión colonizando así nuevos terrenos para la comprensión. El arte, y sobre todo la literatura, es el medio de expansión y vitalización del lenguaje humano, de las categorías perceptivas que nos permiten entender la realidad.  No será éste una actividad conceptual, sino un trabajo que va desde las emociones a la expresión lingüística: “The poet thinks and feels in the language of human passions” (Wordsworth, “Preface” 440). La poesía no pretende ser una comunicación de ideas, sino de emociones. Más exacto es decir que es “the spontaneous overflow of powerful feelings” (441), una expresión de emociones que se vuelven comunicativas accidentalmente.  El autor ignoraría totalmente al lector en la composición; compone para sí, y el papel del público es una especie de intromisión.  La lírica, a la que se ha llamado la comunicación “yo-yo” (Lotman, cit. por Segre, “Principios” 29) es la literatura por excelencia. El planteamiento de Mill es el típicamente romántico: lo narrativo presupone un público, y es una forma de arte posible, pero ciertamente inferior a la lírica (537). La unidad de una obra romántica será una unidad emocional, “orgánica”, no una unidad formal, “mecánica”; todo en la obra es uno porque todo es expresión de la subjetividad del autor. Una subjetividad vivida como proceso vital, y no como intencionalidad. Una forma mecánica es la traducción de un concepto previo, una forma orgánica nos permite asistir al nacimiento de un nuevo concepto que es a la vez intuición. El romanticismo no valora la idea preestablecida,  sino la idea que se encuentra, la idea a la que se llega. Esta noción de la escritura como exploración (y los corolarios que de ella se derivan) sigue viva en nuestros días, aun en las posiciones más lejanas al romanticismo y el individualismo.  En el siglo XIX tendremos el culto al estilo y al mundo propio creado por el escritor, un mundo que es una extensión de su yo, que le revela. Todo en la obra es símbolo de su autor;  con el romanticismo hay “a general turn of interest from the external world to the knowing and expressing subject”.
    La creación es para los románticos el producto de un principio espiritual activo en la mente humana, la imaginación, que no se somete a las leyes mecánicas supuestas por los empiristas.  La imaginación es un principio organizador de la experiencia: armoniza las cualidades opuestas, el caos de los impulsos contradictorios.  La imaginación, presente en toda mente humana, está presente en grado sumo en la mente del artista. Para Shelley, “[p]oetry is the record of the best and happiest moments of the happiest and best minds” (511); la comunicación de esta experiencia única al lector es el objeto de la literatura. 
    Según Croce, toda creación literaria es la objetivación del ego mismo del autor, “an objectification in which the ego sees itself on the stage, narrates itself, and dramatizes itself”.  Para Freud, el escritor satisface impulsos eróticos imposibles de realizar en la vida real creando una vida imaginaria, en la que sublima sus impulsos. El artista es en cierto modo un neurótico, pero un neurótico que alivia su neurosis, algo que no suele hacer el común de los hombres, que son igualmente neuróticos.
    Pero otra visión del autor se perfila al menos desde Samuel Johnson. Es el ideal de objetividad del autor. El autor es, evidentemente, un ser limitado y encerrado en su subjetividad. Pero su virtud está en ensanchar su visión más allá de su yo, liberándose de limitaciones que entorpezcan su visión, conociendo la variedad de la realidad humana y aproximándose a los intereses de la generalidad de los hombres, haciendo su obra universal y representativa.

He must write as the interpreter of nature, and the legislator of mankind, and consider himself as presiding over the thoughts and manners of future generations; as a being superior to time and place. (Rasselas X, 62)

    El realismo del siglo XIX no se halla tan lejos de la sensibilidad romántica. Si el poema romántico requiere una sensibilidad especial, la novela realista necesita de un observador que dé fiel cuenta de su visión de la realidad. George Eliot es un buen ejemplo. En un famoso fragmento en el que define su noción de realismo, comienza con una declaración de que el novelista está sujeto a la verdad, “obliged to keep servilely after nature and fact”. Pero inmediatamente define cuál es esa verdad:

I aspire to give no more than a faithful account of men and things as they have mirrored themselves in my mind. The mirror is doubtless defective; the outlines will sometimes be disturbed; the reflection faint or confused; but I feel as much bound to tell you, as precisely as I can, what that reflection is, as if I were in the witness-box narrating my experience on oath. (Adam Bede XVII, 221)

Como vemos, es una postura no tan objetivista como se interpreta a veces: el autor no nos muestra las cosas “como son”, sino tal como se le aparecen. La veracidad que debe asegurar el escritor realista consiste en representar adecuadamente su visión. Si no la distorsiona deliberadamente, la veracidad de su visión está asegurada, pues según el pensamiento idealista es el hecho mismo de su visión lo que constituye la objetividad histórica que el poeta debe recoger. 
    En algunos pensadores este hecho adquiere tintes místicos. Si el subjetivismo romántico es sólo una apariencia, un vehículo es porque el poeta está guiado por fuerzas superiores a su individualidad. No es sólo el poeta quien habla: es la naturaleza la que habla a través de él, la conciencia secreta de las cosas la que se expresa en su creación.  Para Coleridge (Biographia XV,176 ss), toda creación es una objetivación del espíritu del autor. Cuanto más lograda esté esta objetivación mejor será la obra. Esta idea va más allá del simple expresionismo romántico, y reduce al absurdo el rechazo hacia el uso de narradores o máscaras irónicas que se encuentra en Samuel Johnson (Edinger 167) o F. J. Furnivall.  Para T. S. Eliot el autor forja su personalidad artística mediante una especie de renuncia a su personalidad, a los elementos más enfermizamente originales de su obra.  El progreso artístico es para Eliot una labor de despersonalización: el escritor se inserta en una tradición, y aprende a mantener su individualidad al margen de sus escritos. Durante el proceso de composición este hecho se manifiesta en la autocensura, la corrección, la revisión que el escritor hace de su obra, una actividad que divide su personalidad entre creador y crítico (“The Function of Criticism” 30).
     Como señala Richards, el objeto de la “despersonalización” del artista, su “objetividad” o su “impasibilidad” es la obtención de una mayor eficacia comunicativa. El artista es una persona capaz de concebir y objetivar experiencias especialmente valiosas y por tanto dignas de ser conservadas y comunicadas (Principles 20, 149 ss). La comunicabilidad exige una cierta normalidad, por parte del artista: “the least eccentricity on his part (...) will be disastrous” (151). Semejante objetividad parece por definición inalcanzable, a no ser en un grado limitado. El poeta puede llegar a ser el portavoz de un grupo, de una nación, de una clase social, de una ideología, de un credo humanista o religioso. Pero nunca alcanzará la objetividad total; si lo hiciese, quizás callaría en lugar de escribir. El psicoanálisis y el marxismo han insistido en los condicionamientos del escritor: condicionamientos psicológicos y sociológicos, respectivamente.
    Una actitud relacionada con esta objetividad del autor es el requerimiento de que cree personajes “objetivos”, con una individualidad reconocible y no evidentemente guiada por el artista. La novela debe revelar una conciencia, la del personaje, que sea tan compleja y “respetable” como una persona real. El autor que falsea la psicología de sus personajes comete un crimen capital. La apariencia de objetividad es crucial.  El New Criticism llegó a hacer formulaciones exageradas del principio de objetividad. En lugar de contemplar la obra como un objeto procedente de un acto discursivo, la contemplaba como un objeto en sí, independiente de la subjetividad del autor y del lector.  Este distanciamiento, como muestra el psicoanálisis, es siempre problemático.
    La crítica psicoanalítica descubre bajo la intencionalidad y el elemento consciente de la obra un núcleo de fantasía inconsciente.  Ya hemos mencionado el efecto catártico de la creación. Para Edward Bullough, el distanciamiento estético hacia las propias obsesiones ya es de por sí una forma de catarsis para el artista.  En la objetivación de esas obsesiones hay un aspecto de liberación, de satisfacción de impulsos reprimidos, como ha insistido el psicoanálisis.  Freud ve el origen de este distanciamiento en una maniobra de autocensura psíquica ante el carácter prohibido de muchas de las fantasías narradas. La forma más evidente de catarsis mediante la creación es la proyección de los deseos del autor sobre el héroe  pero hay satisfacciones menos obvias. Hay así una tensión entre la identificación elemental del ello con lo fantaseado y la reacción contraria del yo. La obra misma se origina en una tensión subyacente, y parte de su papel es resolverla o aliviarla.  Toda objetividad, nos vuelve a decir el psicoanálisis, es parcial y aparente. La obra literaria manifiesta de cualquier modo el yo escondido del autor; es una “autobiografía profunda”.  que adecuadamente interpretada revela la personalidad del autor mucho más radicalmente que las biografías usuales. El psicoanálisis desmitifica en gran medida la personalidad del creador literario al describir su actividad como una acción indirecta sobre la realidad, una acción que es un retorno parcial tras una huida inicial (Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 277). El autor tiene mucho de narcisista que se rebela ante la realidad frustrante. Pronunciando palabras, crea imaginariamente sus referentes y modela así su propia realidad (cf. 3.2.1.8 supra). Este hecho ya había sido señalado en relación a la novela por Hegel, que veía en ella “eine subjektive Epopee, in welcher der Verfasser sich die Erlaubnis ausbittet, die Welt nach seiner Weise zu behandeln”.  Aún más: modelando al autor implícito, modela su propio yo, de una manera que a veces repercute directamente en su vida social, por la imagen peculiar del autor que es la que circula y le populariza.  El autor, y no sólo la obra, puede ser dominio público. Esto no sucede en todos los casos. Sin embargo, en el plano de la psicología individual, la modelación del propio yo parece ser inherente a la creación de una ficción narrativa:

Las más de las novelas, especialmente las que podríamos caracterizar como de acción, deben ser consideradas como formaciones reactivas del autor: en ellas “se hace” simplemente lo que el autor no puede hacer. La trama de la narración se constituye por así decirlo en la imagen inversa de la vida misma del narrador. Por lo pronto, la inversión más saliente es la de sujeto pasivo frente a sujeto (fantaseado) activo. (Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 309).

Otras veces la relación es menos directa. Pero en general los distintos personajes representan distintas pulsiones en lucha en el inconsciente del autor (cf. Frye, Anatomy 216). En este sentido es evidente la necesidad de que el autor sepa diferenciarlos de su propia individualidad, objetivarlos de modo que no parezcan marionetas.
    La transvaloración experimentada en la vivencia imaginaria de la acción es, por tanto, la forma primitiva de la gratificación fantástica, y la que es transmisible al lector. Observemos que esta satisfacción es el caso primitivo y no marcado de la narración ficticia. En formas literarias más elaboradas, como la novela psicológica o naturalista, la acción no suele ser un objeto claramente deseable, y por tanto no cumple esa función de modo tan directo. Allí la identificación del autor o del lector ya no se proyecta tnato hacia el personaje como hacia el narrador. En géneros más complejos, el objeto de la identificación va en cierto modo escalando estratos en nuestro esquema de la estructura narrativa: el autor textual es el límite en el que tiene sentido el concepto de identificación, aunque no hay que descartar el elemento de reelaboración reflexiva del yo mediante el proceso creativo de lectura (identificación del lector con la imagen del lector implícito por él construida).
    La gratificación narcisista de la escritura no termina en la identificación con los diversos sujetos textuales. En tanto en cuanto esta realidad posee un valor moral, cognoscitivo o artístico para la comunidad, el artista habrá actuado realmente sobre el mundo, a través de su actuación fantástica. El autor se ha divorciado en cierto modo de su identidad social por el hecho de escribir: la sociedad recaptura esa palabra para los fines de la comunicación colectiva, y simboliza esta reconciliación mediante el acto de honrar al escritor y hacer de él un personaje (Barthes, “Style” 4). De otro modo, los premios literarios deberían darse al autor textual, y no al autor real. Aceptando la obra como suya el escritor se reintegra a la sociedad. Así pues, satisface doblemente sus impulsos narcisistas, mediante la creación y mediante el reconocimiento social de su obra manifestado en la admiración del público, los premios o el mero hecho de la publicación.  El escritor creativo necesita al lector, necesita saberse en contacto con un público: de otro modo “el escribir llega fácilmente a ser una rutina profesional desenvuelta en el vacío, y, más que un soliloquio, el discurso de un demente, sin engarces con el mundo exterior; en definitiva, una actividad desprovista de sentido” (Ayala, “Para quién escribimos?” 182). No habría que olvidar, sin embargo, los aspectos lúdicos de la escritura, como de cualquier otro tipo de creación (Freud, “Creative Writers” 749). En este sentido la escritura puede ser también una actividad que se justifica a sí misma, con un circuito social virtual limitado a su función en la economía psíquica del autor.
    El proceso de escritura supone un compromiso entre distintos impulsos de la psique. Resultará práctico distinguir el impulso creador, quizá ligado al ello, del impulso crítico y censor, ligado al super ego. Milic ha mostrado cómo la participación mental consciente del autor durante el proceso de composición es más importante en el rol de crítico (Milic 80 ss), y cómo los rasgos estilísticos más permanentes son aquéllos que más escapan a la atención consciente del escritor (85). De ello se deriva que los rasgos más permanentes e inconscientes son útiles para caracterizar el conjunto de la obra de un escritor, y los rasgos variables y conscientes la intencionalidad autorial en una obra determinada (89). Las “metáforas obsesionantes” y los “mitos personales” de Mauron son rasgos imaginales y temáticos del primer tipo.  Naturalmente, estos rasgos se han de identificar sobre el telón de fondo de los usos normales y tradicionales de las imágenes y mitos; sólo así se caracterizan como individuales. 
    El marxismo coincide con el psicoanálisis en la medida en que ve en la fantasía y la creatividad del poeta una forma de relación con la realidad, más que una mera evasión. Para el marxismo, la obra de un autor siempre será reveladora en otro sentido: es un síntoma del lugar ocupado por el autor en los conflictos sociales de su época. Esto no quiere decir que el autor esté determinado por la ideología de su clase. Engels recalca precisamente, al definir su noción de realismo, que el autor puede llegar a resultados que contradicen sus propias opiniones políticas (cit. en Fokkema e Ibsch 112). Así pues, el autor textual no tiene por qué compartir la ideología del autor real: son conocidos en este sentido los análisis marxistas de la obra de Dickens o de Balzac (ver Hawthorn 85). Otra manera de exponer este hecho que puede ser más adecuada en muchos casos es identificar una fisura en la obra entre lo conscientemente expuesto y lo inconscientemente dramatizado (aquí inconsciente no tiene tanto el sentido freudiano como el sentido de que muchos fenómenos sociales son experimentados como condiciones de existencia o presuposiciones, no como representaciones conscientes).
    Como apunta Pierre Macherey  lo que un autor calla es tan revelador como lo que dice. Así pues, para un determinado tipo de interpretación marxista, un autor escribe siempre en cierto modo de manera objetiva en el sentido de que expresa espontáneamente una ideología, y no puede escapar de esta necesidad de representación como no puede escapar de la sociedad. Toda actuación discursiva tiene lugar desde una determinada posición social; como señala Luce Irigaray con respecto a la interacción entre lenguaje y diferencia sexual, el discurso nunca es neutro.   Muchas teorías, de Platón a Sartre, han señalado la responsabilidad social del escritor. Los peligros potenciales que presenta la poesía son para Platón una razón suficiente para exigir en su República ideal una completa sumisión de la poesía al Estado. Hay que garantizar la responsabilidad social del poeta, coartando su libertad mediante la censura, todo en bien de la comunidad. Se pide al poeta que proporcione ficciones que puedan traducirse en realidades sociales deseables. Esta actitud es común al platonismo, a los defensores del “realismo socialista” o a cualquier teorizador que haga una interpretación primordialmente moral o política de la literatura (así por ejemplo las formas más elementales de la crítica feminista hoy en día).
    Milton veía en los poetas a los enemigos del despotismo; tienen una clara misión cívico-religiosa: educar al pueblo en las virtudes de las libertades públicas y la verdadera religión. También esta idea del autor como predicador es recogida por la crítica política,  marxista de nuestro siglo.  La obra hace algo más que reflejar la realidad: la comenta (Weimann, “Erzählerstandpunkt” 382); y el autor debe hacer algo más que observar adecuadamente la realidad: debe instar a transformarla.
    El marxismo ve en la literatura una parte de la superestructura que es en última instancia determinada por la realidad económico-social. El autor adopta una posición ideológica, ya sea consciente o inconscientemente. No es un creador, sino un productor. No crea a partir de la nada, sino que su labor se define como la transformación de unos materiales preexistentes (Macherey 68). Para Walter Benjamin, la toma de conciencia del autor debe traducirse no sólo en el contenido de su mensaje, sino también en la forma en que llega al público: el autor debe reconocer que, si quiere ser influyente ideológicamente, su producto habrá de llegar a un público amplio. La labor del artista ha de tener en cuenta la manera en que su obra llega al público. Walter Benjamin se interesó especialmente por la explotación artística de los mass media, y Bertolt Brecht insistía en la necesidad de destruir las formas tradicionales del arte para crear una forma polémica, que reclame la actividad reflexiva del espectador y le haga tomar conciencia de la necesidad de adoptar una postura política. 
    Con frecuencia, sin embargo, se ha señalado el peligro que supone para el artista una intención deliberada, como es el compromiso político. Para Goethe (cit. en V. Hall 165), el artista comprometido deja automáticamente de ser artista. El artista puede estar comprometido como hombre, pero su visión artística debe estar libre de objetivos inmediatos. Esta teoría no excluye la efectividad política o moral del arte: podríamos decir con Benjamin Constant que el arte auténtico no tiene objetivo, pero que sin embargo lo alcanza. 
    Es muy corriente que el autor se sitúe en cierta medida al margen de su comunidad. Es conocida la figura del escritor exiliado que sin embargo no cesa de incidir en sus escritos sobre la sociedad de la cual ha escapado, e incluso ve en el exilio una circunstancia favorable a su creatividad.  Tanto Joyce como Beckett son ejemplos de escritores autoexiliados, irlandeses fuera de Irlanda por motivos tanto vitales como artísticos. Otra posible obligación del autor iría dirigida no a la comunidad, sino al lector individual, en tanto que receptor. El autor debe ser un autor competente, de manera que el lector no se arrepienta de haber perdido su tiempo y dinero con el libro. La incompetencia narrativa se tolera en el narrador ficticio, pero nunca en el autor real (Pratt 166, 173). Hemos llamado competencia literaria al conjunto de normas de naturaleza variadísima que permiten a un autor y a sus lectores ser copartícipes en el fenómeno literario. La competencia literaria activa del autor es el correlato necesario de la competencia literaria pasiva del lector en la comprensión del texto , —aunque la competencia del lector no puede reducirse a este papel pasivo, pues leer, y sobre todo interpretar, es más que comprender.
    Cada tradición literaria concretiza de modo determinado la competencia literaria del autor; se definen reglas a respetar o a romper, objetivos a cumplir, etc.—protocolos pragmáticos de actuación en un género o ámbito dados. La cortesía del autor puede estar más o menos definida en una tradición determinada. En cierto pasaje de Barchester Towers Trollope anticipa a su lector el final de la novela, renunciando explícitamente a engañarle con el suspense planteado. Como todo en literatura, la competencia modal del autor se puede instrumentalizar y devenir un tema literario.
    El uso de la palabra por parte del autor también va más allá de la comunicación, y más allá de la expresión o catarsis.  A partir del romanticismo se insiste en que la escritura es también una manera de conocimiento, una manera de fijar intuiciones o experiencias que no son comúnmente accesibles fuera de la experiencia literaria.  El autor no comunica un sentido preestablecido, sino que su misma creación le lleva a descubrir ese sentido (Bradley 745). Por tanto, la escritura es una praxis, y no sólo en el sentido de hacer, sino también en el de hacerse. La literatura no es una excepción al uso general del lenguaje, en el que el hablar significa comprometerse (Searle, Actos 201). Y la acción verbal no sólo nos define frente a los demás, sino también nos ayuda a descubrirnos a nosotros mismos: “By speaking with another person, we not only reveal ourselves to him—be he friend or foe—but to ourselves as well” (Ingarden, “Functions” 391). Esto sucede en un grado máximo en ese uso especial de la palabra que es la creación literaria.
    El proceso de composición puede tematizarse, e incluso afectar decisivamente como tal tema a la estructura narrativa de la obra. Frye (Anatomy 267) define dos actitudes básicas del autor a este respecto. Puede presentar la obra como algo ya hecho, un perfecto objeto acabado, a la manera de Henry James, por ejemplo. O, por el contrario, dejar entrar al proceso de creación a formar parte de la obra: es la postura de Sterne. Por supuesto, todo esto se puede hacer de muy diversas maneras. No es sólo la creación real la que puede dramatizarse: puede presentársenos el proceso de creación ficticia de la obra (que es lo que de hecho sucede en Tristram Shandy) tendiendo referencias más o menos explícitas a la creación real. Son formas tanto más complejas del hacer y del hacerse del sujeto literario.




3.4.1.3. Más allá del autor

Hemos visto que está generalmente aceptada la idea de que la intención del autor no es suficiente para dar cuenta de la obra. El marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo insisten de modos diversos en aspectos inconscientes de la creación, subrayando el hecho de que es legítimo ver en la obra una creación supraindividual, cuyos condicionantes e implicaciones van por tanto va más allá de su autor individual. Y no es que sea preciso acudir a estas escuelas, que ejemplifican bien lo que H.-G. Gadamer ha llamado la “hermenéutica de la sospecha”, para ir más allá del sentido consciente e intencional. La Nueva Crítica ya había mostrado las limitaciones del intencionalismo ingenuo.  Incluso en pleno siglo diecinueve y en pleno paradigma estético-humanista sobre la literatura podemos encontrar una afirmación como la siguiente:

the highest function of the critic is to act as the interpreter of genius, which, working under the impulse of its creative instincts, may be, and we believe frequently is, unconscious of the deep truths embodied in his own productions.

Y ya señalaba Samuel Johnson (“Preface to Shakespeare”) que una obra no es simplemente el producto de la intencionalidad de su autor, sino que es una confluencia del autor y su época. (A esto añadiremos más adelante el papel del lector y de su propia época histórica).
    Si el psicoanálisis freudiano ya pareció un cuestionamiento radical del autor, examinando las condicionantes inconscientes de la creatividad,  las escuelas subsiguientes han acentuado aún más las determinantes de la obra que desbordan al sujeto que se presenta como su autor. La escuela psicoanalítica jungiana reacciona contra la génesis individualista de la obra tal como fue concebida por Freud. Las circunstancias personales de un autor no son suficientes, según Jung, para dar cuenta de la creación. Para Jung como para Freud, la creatividad es en gran medida inconsciente, y la impresión de control consciente sobre su obra que tienen muchos autores es una ilusión (815). La fuente de la obra es esencialmente un complejo autónomo que se desarrolla al margen de la intencionalidad del autor, un complejo autónomo que para Jung está determinado en gran medida por factores supraindividuales:

I am assuming that the work of art we propose to analyze (...) has its source not in the personal unconscious of the poet, but in a sphere of unconscious mythology whose primordial images are the common heritage of mankind. I have called this sphere the collective unconscious to distinguish it from the personal unconscious. (817)

Cuando una obra apela a impulsos o imágenes del inconsciente colectivo, provoca una especial intensidad emocional, que arrebata tanto al autor como al lector: “At such moments we are no longer individuals, but the race; the voice of all mankind resounds in us” (818). Los elementos poéticos y narrativos analizados por la escuela jungiana, como los arquetipos de iniciación, el cruce del umbral, la oposición entre símbolos de régimen diurno o nocturno, de regeneración o de decadencia estacional, etc. pertenecen al inconsciente despersonalizado, a una función imaginaria del espíritu humano que no tiene en los mitos o en la creación de los artistas más que manifestaciones concretas.
    El estructuralismo reaccionó contra el psicologismo literario, herencia de la época romántica, sobre todo tal como era practicado por críticos como Vossler o el primer Spitzer. La misma noción de estilística estaba alentada por un ánimo psicologista, bien patente en la famosa frase de Buffon: “le style, c’est l’homme”. Algunos enfoques interpretativos producto de la convergencia entre el estructuralismo y el psicoanálisis han proclamado la disolución del sujeto productor del texto ante los métodos actuales de estudio del significado. El significado sería estructuralmente anterior al sujeto, y éste emana del proceso significativo como una estrategia interpretativa. Kristeva distingue entre el análisis del nivel profundo del texto (“geno-texto”) y el del superficial (“feno-texto”). El sujeto no es único en el nivel profundo, sino que es destruído o generado para generar sentido:

Esto nos permite decir que el semanálisis des(cons)truye el signo y el sujeto (enunciados por el feno-texto) al hablar de ellos, y abre un dominio en el que aún no se encuentran: el dominio donde se aplican o se oponen las diferencias significantes (“Semanálisis” 284).

Para este enfoque postestructuralista, el texto literario no tiene sujeto; éste es un “yo vacío”, una mera necesidad de las leyes del significante. El autor desaparece como elocutor: queda reducido a ser el director de orquesta, y no el compositor, de los significados textuales “To our way of thinking the text is written through the author much more than it is written by him”.  Estas ideas no son completamente novedosas: ya fueron propuestas el siglo pasado en el marco (más relacionado con la cultura popular y menos con la gran tradición literaria) de los estudios de literatura comparada. Para Veselovski, el talento individual es prácticamente indiscernible entre la oferta y la demanda masivas de argumentos, motivos, temas y fórmulas en el mercado sociopoético.  La conexión se encuentra, naturalemente, en el formalismo ruso, que también minimiza el papel de la individualidad creativa reaccionando contra el psicologismo del XIX  y estudiando las leyes supraindividuales que condicionan la literatura. Era éste un raro punto de contacto entre formalismo y marxismo. 
    Un antipsicologismo diferente se da en los New Critics americanos: allí el papel del autor está limitado a la composición, pero en el momento de la publicación el autor pierde sus derechos sobre la obra, y su intención se transforma en algo irrelevante. Está entregada a la libre interpretación del público. Se trata por lo tanto de más bien de un antihistoricismo más bien que de un antiintencionalismo: la creación de sentido individual no desaparece, sino que se remite al lector (Hawthorn 65). Al ser el énfasis de los New Critics predominantemente estético, es de hecho la intención que mejor unifique estéticamente la obra (aun si es la del crítico) la que deviene relevante.
    Como vemos, estas teorías son parciales debido a su énfasis en una sola faceta del fenómeno literario (la interpretación, el valor estético, etc.). Hoy parece indispensable para una semiótica narrativa o literaria no prescindir del estudio de la relación entre el autor y su obra, teniendo en cuenta los presupuestos más amplios establecidos por la confluencia del marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo. Las estructuras supraindividuales descritas por estas corrientes de pensamiento tienen su manifestación efectiva y el principio de su transformación en la acción individual. El estudio de la intención del autor es, por tanto, perfectamente legítimo; simplemente habrá que renunciar a imponerla como el sentido único de la obra, y encuadrarla en su marco histórico para revelarla como síntoma o efecto y no sólo como causa. También será relevante el estudio de la intención que otros receptores han creído ver en el autor. Así pues, la individualidad del autor siempre será un tema de atención adecuado para los estudios literarios, pues no hay división tajante entre la constitución del yo del autor y la de sus imágenes literarias. 











3.4.2. El lector


Si en la comunicacion narrativa es el autor el estratega, el lector es quien declara válida la estrategia; el enunciatario es quien ratifica la validez de los movimientos discursivos propuestos por el enunciador; añade además una labor semiótica retroactiva. En la narración literaria, el lector es el último depositario de la actividad textual.  Es también el concretizador de la obra literaria (3.4.1.3 infra). En algunas artes o géneros (música, teatro) puede haber necesidad de un intérprete que actúe como mediador entre el autor y el receptor, y efectúe una primera concretización de la obra.  En la narración, en cambio, las figuras de receptor e intérprete se unen en una sola: el lector es el primer y único concretizador de la obra. Es de notar que la interpreta en dos sentidos: una representación de una obra de teatro ya viene mediatizada, interpretada, fijada en cierto modo, mientras que en la lectura de esa obra o en la de una novela la recepción y la interpretación no están compartimentadas de esta manera; son simultáneas (Hawthorn 108).
    La importancia del papel concedido a la actividad interpretativa del lector ha ido creciendo continuamente en la teoría literaria.  La via media de Perry, según el cual “the spectator, the listener, the reader, plays an active as well as a passive rôle” (205) es, creemos, la más recomendable para seguir: la concretización de la obra no es ni un proceso mecánico ni una invención libre; lo mismo puede decirse de la interpretación. Ya hemos visto la medida en que la figura del lector textual actúa como mediadora en el proceso de lectura. Será necesario en primer lugar delimitar al lector real frente a esta figura textual.


3.4.2.1. El lector real frente al lector textual

 Algunas teorías inmanentistas suprimen la diferencia entre el lector real y el lector textual, al considerar que el papel del lector ya está predeterminado por el texto. El lector real no sería un sujeto relevante en la teoría literaria, y ésta se ocuparía sencillamente del lector textual.  Pero el papel del lector no está predeterminado. Puede enfrentarse activamente al texto, y rechazar los posibles roles que éste le propone. Podemos descubrir en el lector textual “a person we refuse to become, a mask we refuse to put on, a role we will not play”.  La crítica feminista ha insistido de manera especial en la necesidad de una lectura alerta, resistente al texto para evitar ser víctima de la ideología consciente o inconsciente del mismo.
    El lector real puede adoptar, pues, una actitud muy diferente de la que asignamos al lector textual:” the reader does not have to accept these attitudes in order to understand the text; he does not even have to like the text in order to read it, and there is nothing improper in reading a text and disliking it” (J.-K. Adams 37). De ello quiere concluir Adams la inutilidad del concepto de lector textual (implied reader) para el análisis del texto. De este razonamiento más bien se desprende lo contrario: sólo identificando el rol que el texto le propone podrá el lector oponerse a él. No tenemos por qué aceptar nuestro papel, pero sí debemos saber qué papel se nos ofrece; si no, difícilmente se podrá decir que hemos entendido el texto. Para la lectura de textos que parten de presupuestos culturales distintos a los nuestros, esta distinción es básica. Y un completo rechazo de los roles propuestos por el texto es imposible, o improcedente. No podemos considerar que es una buena lectura de la Odisea la que rechaza el libro por no creer en la existencia de los cíclopes, como no lo sería una que aceptase la veracidad histórica de la épica. El lector debe asumir hipotéticamente el papel de griego antiguo, en la medida en que le sea posible, para una aproximación correcta al texto; el distanciamiento crítico subsiguiente, imprescindible en la labor hermenéutica, ha de medirse en relación a este acercamiento.
    Hemos mencionado en varias ocasiones la negociación discursiva entre el lector y el narrador. J.-K. Adams observaba que la resistencia a la retórica del narrador fracturaba el acto de habla y ponía en evidencia esa retórica. Debemos extender esta observación a la situación comunicativa efectiva: de igual modo sucede en la comunicación literaria entre autor y lector. Si el lector no acepta identificarse con el lector textual en un grado adecuado, se disloca la comunicación literaria, y queda revelada la “literatura” del autor.


3.4.2.2. La competencia modal del lector

Poder: Como depositario último del intercambio textual, el lector puede decidir sobre tal intercambio. No tiene la posibilidad de prolongar el contacto, a no ser mediante la relectura, pues éste viene ya dado por la naturaleza del texto, pero sí le corresponde, en cambio, decidir si acepta o no establecer, interrumpir o reanudar el contacto (cf. Lázaro Carreter, “La literatura” 159-160). Puede seguidamente adoptar o no una actitud cooperativa con los roles que el texto le ofrece: es la prerrogativa de todo destinatario en el intercambio comunicativo (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril, 233).
Deber: En principio, el lector no tiene deberes. Es libre.  Sin embargo, si quiere participar con provecho en el intercambio discursivo debe ser capaz de colocarse al nivel del texto, debe tener un mínimo de imaginación y de inteligencia,  y utilizar su competencia para colaborar provechosamente con el texto. Podemos también argüir que es deber del lector ante sí mismo realizar una lectura placentera y crítica; como todo intercambio comunicativo, la lectura es una actuación en el mundo y un modo de (auto)construcción del sujeto.
Querer: En principio, el lector desea colaborar con el autor en la comunicación literaria. Es decir, acepta las reglas de comportamiento discursivo tal como las hemos definido anteriormente: desea que la obra le divierta, que se construya un mundo coherente o bien que se produzca un juego interesante con el lenguaje, etc (cf. Booth, Rhetoric 125 ss). Los deseos del lector también juegan un papel importante en el funcionamiento narrativo del discurso mediante la identificación con los diversos sujetos textuales.
     Está el problema de la coordinación entre el deseo del sujeto y el orden social. La teoría neoclásica introducía a este respecto el concepto de justicia poética. El principal problema que plantea ese concepto es una posible contraposición entre las leyes de probabilidad aceptadas por el lector y sus propios deseos. Para Samuel Johnson la justicia poética es esencialmente de un medio de complacer al público, no de educarlo; es aceptable siempre que no distorsione la verosimilitud de la acción (cf. Edinger 184).
    Frente al moralismo de la crítica humanista clásica, el esteticismo del siglo XIX resalta el placer estético resultante de aceptar los valores de la propia obra. Sirva de ejemplo una temprana declaración de Thomas Griffiths Wainewright: “I hold that no work of art can be tried otherwise than by laws deduced from itself: whether or not it be consistent with itself is the question”.  En la Nueva Crítica estética del siglo XX se mantiene la preeminencia del enfoque “intrínseco”, y un respeto casi religioso al proyecto estético de cada obra, que no debería ser distorsionado por un crítico en desacuerdo ideológico. Naturalmente esto es una ilusión, y de hecho este criterio se aplicaba a obras canónicas previamente seleccionadas por la tradición; la función social e ideológica de la crítica va más allá de respetar el proyecto estético de la obra. La crítica ética y política (humanista, marxista, feminista, etc.) ha vuelto con fuerza en años recientes a afirmar la importancia del conflicto ideológico en literatura.
    Booth, por ejemplo, se opone al inmanentismo del New Criticism, y señala que el lector no abandona sin más sus creencias al enfrentarse a una obra de arte. La ideología, moral e imagen del mundo del lector afectan sensiblemente a su lectura. (Rhetoric 137 ss). El lector proyecta sus deseos sobre los personajes de la obra, de manera semejante al autor (3.4.1.2 supra). Estas maniobras de identificación, de simpatía y antipatía, son la base misma de la narración. En la narración clásica, son explícitas: el interés principal suele consistir en un espectáculo de alternativas morales de los personajes. En la narración contemporánea desempeñan un papel más discreto, aunque perviven de forma oculta (Booth, Rhetoric 83 ss, 129 ss). Según Booth, estos procesos de identificación no se realizan de una manera directa según las actitudes subjetivas del lector, sino que son modelados en parte por la obra. Booth señala que en el proceso de “suspensión voluntaria de la incredulidad” al leer ficción, la retórica de la obra debe llenar las lagunas dejadas por la retirada de las creencias del lector. Las actitudes normales del lector hacia determinado tema o tipo de personaje son así anuladas, manipuladas o incluso invertidas (Rhetoric 112 ss). Conviene quizá apuntar aquí que es labor de la crítica desvelar estos fenómenos retóricos y éticos, revelando la auténtica dimensión de la ideología de la obra.
Saber: En general, el lector ha de tener conocimiento de los códigos semióticos activados en la obra. Dichos códigos son enormemente variados. De primera importancia es comprender el idioma en que está escrita la obra. También identificar correctamente el tipo de fenómeno discursivo de que se trata: una obra de ficción no debe ser confundida con un documento real, etc. Ya hemos hablado de la enciclopedia presupuesta en el lector proyectado, así como de la compentencia literaria (3.3.3.3. supra). Los conocimientos del lector real también podrían describirse de esta manera. Naturalmente, varían en cada lector real con respecto a los del lector textual y de otros lectores. Toda enciclopedia es distinta, y ello hace que elementos como la caracterización, la relevancia de los acontecimientos, la temática fundamental y el efecto varíen de un lector a otro (cf. Prince, Narratology 69 ss). Sólo hasta cierto punto es calculable la medida en que se producirán las asociaciones extratextuales deseadas. A la hora de explicar lecturas divergentes hay que hablar, sin embargo, de grados de diferencia, y no de diferencias absolutas. Tras la aparente divergencia de muchas lecturas se esconde el resto del iceberg, la coincidencia fundamental que se da por supuesta y no llama la atención.
Hacer: El lector procesa el texto (Prince, Narratology 103), y actualiza o no actualiza los códigos que estructuran la obra, o propone otros adicionales. Lotman ha señalado una importante diferencia en el comportamiento semiótico (ideal) del autor y del lector en la comunicación literaria:

El lector está interesado en recibir la información necesaria con el mínimo gasto de esfuerzos (el placer obtenido mediante la prolongación del esfuerzo es una posición típicamente de autor). Por eso, si el autor tiende a aumentar el número de sistemas de código y a hacer más compleja su estructura, el lector se inclina por reducirlos, dejándolos en un mínimo que a él se le antoja suficiente. La tendencia a hacer más complejos los caracteres es una tendencia de autor. La estructura en blanco y negro, de contraste, es una actitud de lector. (Lotman 356-357)

Pero el lector no siempre es tan perezoso como sugiere Lotman. Sucede esto sobre todo cuando trata con obras de arte consagradas o con obras no artísticas que por alguna razón están siendo leídas como artísticas, o bien en un contexto institucional de lectura como es la crítica o la enseñanza. En estos y otros casos el lector puede encontrar (o crear) estructuraciones suplementarias aplicando códigos diferentes a los previstos por el autor: así se producen lecturas críticas, lecturas creativas, o bien lecturas aberrantes.  Por supuesto, también se da el caso de la descodificación insuficiente, que no encuentra el código pertinente para integrar los elementos de la obra en un sentido. Cuando una lectura interactúa con otras y se pasa a evaluar su adecuación, ya entramos en el terreno de la crítica (3.4.2.5). Es en la crítica donde aparece con mayor claridad el poder reconfigurador de la lectura, extrayendo un nuevo sentido de los elementos estructurales de la obra y de la interacción de ésta con el contexto cultural de la lectura.


3.4.2.3. El proceso de la recepción

Lo que hace el lector durante el proceso de la recepción no se limita, sin embargo, a descubrir o descodificar un significado, sino que consiste en aprehender activamente el conjunto de las relaciones textuales y generalmente discursivas: el significado proposicional, las modalizaciones que experimenta, las características sintácticas, fonéticas, léxicas, el nivel ilocucionario, la reconstrucción de los niveles inferiores, etc.  Hay aspectos aún más activos de la lectura, sobre todo en tipos de lectura especializados como la interpretación y la crítica. Hay un proceso más básico de lectura que es una primera fase necesaria para ellos, y al que normalmente se reduce lo que entendemos por leer en la mayoría de los contextos. Pero aun este proceso básico de lectura es dinámico e interactivo. De esta lectura básica trataremos a continuación.
    El lector no recibe pasivamente la obra, sino que organiza y reconfigura  lo que recibe; experimentando la obra en diversos planos: representativo, valorativo, afectivo. A partir de las señales visuales o fonéticas construye los signos lingüísticos; a partir de éstos reconstruye el discurso, las figuras de enunciación y los papeles que el texto le asigna. Construye el relato a partir del discurso y la acción a partir del relato, y esta reconstrucción de los niveles profundos redefine los niveles superiores según el proceso ya descrito.  Podríamos intentar dividir las actividades del lector durante la recepción en los aspectos representativo, ético y afectivo mencionados, o bien en  actividades físicas y mentales (Klein 237) pero la frontera entre estas experiencias no existe: así, el aspecto físico de actividades como la percepción o la verbalización obedece estrechamente a aptitudes adquiridas mecánicamente mediante la sujeción a un código de significación, que es de naturaleza mental. Ni siquiera en este sentido limitado es la recepción un proceso mecánico: la obra requiere toda una personalidad culturalmente definida para su comprensión y efecto. Las características de este proceso no son, por supuesto, exclusivas de la literatura ni de la narración: se dan en todo tipo de comunicación discursiva (Pratt 154). Sólo algunas de las estructuras proyectadas durante el procesamiento de un texto narrativo, como las de la acción y el relato, se refieren a la narratividad del texto o a su literariedad.
     Richards (Principles 90) propone describir el proceso de lectura de un poema en seis fases, que corresponden a seis fenómenos psicológicos diferentes que se dan en esa lectura:

    I. The visual sensations of the printed words.
    II. Images very closely associated with these sensations.
    III. Images relatively free.
    IV. References to, or ‘thinkings of’ various things.
    V. Emotions.
    VI. Attitudes.       

Esta teoría señala de modo útil los aspectos emocionales y las reacciones subliminales o huellas de comportamiento activadas en el receptor (attitudes); pero su semántica y su pragmática, aspectos que aquí nos conciernen especialmente, son caóticas. Le falta precisamente todo aquello que Hawthorn (también de manera insuficiente) entiende por “reading”: “(i) decoding written words into spoken words; (ii) establishing verbal meaning; (iii) moving to an understanding of the written text which involves a consideration of its significance and implication” (Hawthorn 17). Y Richards, como todos los formalistas, parece entender la recepción como un proceso enteramente guiado por la obra.
     En general, podemos decir que a nivel semántico la lectura no es una simple acumulación gradual y uniforme de significado: es un proceso de sucesivas estructuraciones y reestructuraciones del contenido. El texto se parcela en bloques semánticos, entre los cuales se establecen diversos tipos de transacciones y paralelismos, y sucesivas fases de la lectura van redefiniendo esa parcelación y estableciendo nuevas relaciones semánticas.
     En este sentido, los formalistas ven que el funcionamiento de los rasgos de “contenido” es semejante al de los rasgos formales tal como fue descrito desde Coleridge: una tensión entre lo conocido, lo previsto, y la sorpresa que rompe esa previsión.  El ritmo semántico es comparable al ritmo fónico: no consta tanto de la presencia efectiva de elementos rítmicamente repetidos como de la tensión entre la previsión que permite esa repetición y la frustración de esa expectativa, que a su vez puede crear nuevas expectativas.  Esta noción interactiva de la recepción expuesta por la crítica contemporánea no es totalmente nueva: la teoría neoclásica ya definía las partes del drama o su unidad con relación a las expectativas y reacciones del espectador, y no solamente en base a las acciones mismas. 
    Las expectativas del receptor son en primer lugar situacionales. A partir del contexto comunicativo de la narración, el lector ya se ha formado una idea sobre el tipo de texto al que se enfrenta. Las primeras frases confirman esa hipótesis y hacen bajar la guardia en ese sentido, o bien obligan a desecharla y a probar otra nueva. Un primer contacto con la acción o con la retórica del narrador provoca la proyección de nuevas macroestructuras. Ya hemos descrito a éstas como vastas estructuras de relaciones entre datos  cuyas casillas están o bien totalmente indeterminadas, vacías y dispuestas a llenarse de información, o bien en estado de suspensión. Va creciendo así una estructura cada vez más determinada, y que determina cada vez un número mayor de implicaciones que deberán ser satisfechas por los estados posteriores para que se mantenga la legibilidad. Según Van Dijk, “el mundo posible en el que una frase se interpreta está determinado por la interpretación de las frases previas en los modelos anteriores del modelo discursivo” (Texto 152). Si bien esta formulación ayuda a comprender un aspecto del proceso, recordemos que en este modelo excesivamente formalista Van Dijk concede un papel demasiado limitado a la actividad configurativa del receptor, que sólo va orientada, y no determinada por el texto.
    Cada nuevo estado textual construido por el lector se contrasta con las posibilidades ofrecidas por lo ya construído, y se naturaliza con relación a ese sistema, modificando el sistema en caso necesario con una estructuración adicional, o incluso desechando cuanto sea necesario para mantener la coherencia. Este proceso es especialmente claro en los textos narrativos. Lo esencial es intentar que cada estado sucesivo del texto englobe a todos los precedentes manteniendo una coherencia.
    Un aspecto importante es la alternancia de información nueva con información ya codificada, redundante. La información que en un principio es nueva puede darse por presupuesta en un número de operaciones mayor o menor, durante el cual permanece como una posibilidad hipotética. Cada frase se refiere a frases anteriores (menos las primeras, claro está; cf. 3.2.2.5 supra), de manera que el texto se vuelve progresivamente más redundante (van Dijk, Text grammars 133). La referencia anafórica del texto a sus propios elementos, sin embargo, se basa cada vez menos en recursos “explícitos” y más en la presuposición o la estructura temática. El texto que no sigue esta ley y es excesivamente redundante (“supracompletivo”, según van Dijk, Texto 173) es tan anormal comunicativamente hablando como el “infracompletivo”. El procesamiento de la referencia anafórica puede ser más o menos trabajoso para el lector, dependiendo del grado de redundancia del texto. Un texto que utilice marcos de referencia poco usuales para el lector dificultará la proyección de la información nueva sobre la ya procesada:

The mapping process occurs at the time of comprehending the sentence and is a function of the semantic relatedness of an anaphor and its antecedent. If the anaphor and the antecedent bear a low conjoint frequency relation to one another, the reading time is longer than with a high conjoint frequency relation. (Sanford y Garrod 107)

O, añadiríamos, la legibilidad disminuye. Prince opone en este sentido el atractivo de un texto (readability) a su legibilidad (legibility). El primero depende de la subjetividad de cada lector; la segunda es potencialemente medible: “the more work (per number of constituents) a text requires in order to be understood, the less legible it is”. La ambigüedad, las elipsis, contradicciones, engaños, complicaciones del relato o de la acción... todo contribuye a disminuir la legibilidad de un texto (Narratology 133 ss). Pero a la vez aumenta la posibilidad de intervención del lector sobre el texto, pues el recorrido de lectura no va totalmente guiado por esquemas ya elaborados (cf. nuestra discusión anterior sobre los textos abiertos, 3.3.2.4). Es obvio que, a nivel estadístico, los conceptos de atractivo, legibilidad y apertura pueden relacionarse: la literatura de masas debe ser legible para atraer a su público y tiende a ser cerrada; la vanguardista exige cierta ilegibilidad, y la ha buscado con deliberación. Por otra parte, está claro que un texto puede en un sentido ser supracompletivo para un lector competente e infracompletivo para un lector inexperto, pero también pueden determinarse estas características de los discursos a diversos niveles de objetividad. refiriéndolos a rasgos determinables de la estructura textual, una vez se ha determinado el contexto comunicativo, histórico, etc., de los actos de lectura en cuestión. También pueden utilizarse estos conceptos a nivel microestructural, y ver sus variaciones dentro de una misma obra (Prince 142). Es obvia la relación de los conceptos psicolingüísticos de redundancia, accesibilidad de la referencia, marcos, etc. con otros conceptos más familiares en la teoría de la crítica literaria, como por ejemplo el del procedimiento (priiom) y la desautomatización (ostranienie) de Shklovski y otros formalistas.
    El lector no aplica, pues, sus esquemas macroestructurales a una masa de oraciones sueltas para unificarlas en un sentido. Más bien realiza una hipótesis sobre posibles estructuras y las proyecta por adelantado (van Dijk, Text Grammars 132 ss). Las hipótesis proyectivas del lector pueden ser relativas a cualquier nivel de la estructura del texto narrativo, desde la ideología, pasando por el tipo de acción, los esquemas de relato hasta la misma superficie fónica del discurso. Obviamente, las expectativas sobre este último nivel se refieren ante todo a la poesía, donde los esquemas métricos activan una expectación constante que atrapa la atención del lector hacia la propia sustancia fónica de las palabras y su disposición.  Pero éstas son hipótesis proyectivas a corto plazo.  Las hipótesis proyectivas temáticas pueden ser macroestructuras globales, referidas a la totalidad del texto; lo mismo sucede con las relativas a la naturaleza del proceso discursivo.
    Ya hemos aludido a la diferencia entre suspense y curiosidad  y cómo corresponden a peculiares estructuras del relato; naturalmente, estas estructuras sólo actualizan sus potencialidades a nivel discursivo. Una narración determinada puede aprovechar las posibilidades inherentes al relato o bien reaccionar contra ellas, y presentar una estructura que señale hacia el suspense sin producirlo, o que produzca falsas curiosidades. Los esquemas cognoscitivos del lector, su enciclopedia de formas estereotipadas le permiten realizar hipótesis proyectivas sobre lo ya conocido; de hecho, la acción se constituye a base de tales hipótesis (cf. Volek, 1.1.3.5 supra). Pero normalmente, el mérito de la obra residirá precisamente en no someterse totalmente al ordenamiento supuesto por el receptor, en una resistencia a la predecibilidad que sin embargo no suponga una excesiva violencia a los códigos interpretativos del receptor.  Una predecibilidad excesiva daña a la calidad de la obra; vemos en ella una astracanada o un melodrama en lugar de una comedia o una tragedia.     
    Las reglas que ha de seguir el lector para proyectar una u otra posible estructura, un modelo u otro de compleción, van indicadas en gran medida por el mismo texto. Así pues, una narración puede marcar desde el primer momento unas leyes de verosimilitud que requerirán que se dé a cada alternativa una motivación aceptable (cf. Chatman, Story and Discourse 48 ss). Estas reglas o marcas no son, por supuesto, explícitas: se basan en operaciones intertextuales que presuponen un cierto grado de competencia litraria en el lector. Una novela puede funcionar ajustándose a los esquemas previstos por el lector, invocándolos mediante rasgos de estilo, de género o de situación, o desafiar esos esquemas intertextuales, jugando con ellos, a la manera de lo que se llamó la “antinovela” (Chatman 53 ss). En realidad, estudiando la historia del género novelístico se llega pronto a la conclusión de que todas las novelas han sido antinovelas, que el género se ha caracterizado de modo notable por revisar constantemente sus propias convenciones y poner en evidencia sus estrategias discursivas.  También esto contribuye a hacer el texto más o menos legible. En general, hace falta un mínimo de convencionalidad y redundancia para posibilitar la lectura del texto. El lector puede aportar una cierta dosis de trabajo a la lectura de la obra; si se le pide que aporte demasiado, el proceso de lectura resulta ser “too violent a labour for the brain”;  la comunicación fracasa, y con ella la obra si esto sucede constantemente. Hay obras, sin embargo (pongamos Finnegans Wake) salvadas por su éxito en lecturas institucionalmente autorizadas a pesar de los fracasos mucho más numerosos ante el público (culto, incluso). Por otra parte, una excesiva predecibilidad o hipercodificación discursiva produce obras manidas, escritas por epígonos incapaces de suscitar interés crítico desarrollando códigos originales.   Ello no impide (más bien tiende a facilitar) su éxito en otros ámbitos de lectura.
    La lectura de la narración es una experiencia esencialmente temporal, secuencial,  según se deriva de la propia naturaleza del lenguaje y de la narración según la hemos descrito. La lectura es un estado de ansiedad constante en espera de encontrar la señal del final del texto. Esta señal puede ser de tipos muy distintos.  Por supuesto, este estado de ansiedad está ligado íntimamente a la obra; cesa en cuanto cerramos el libro y nos dedicamos a otras tareas, pero en circunstancias normales se reconstruye inmediatamente cuando retomamos la lectura y activamos gradualmente el conocimiento relativo a la obra. La unidad de tensión de la obra, por tanto, no tiene por qué limitarse al máximo de resistencia física proclamado por Poe (“The Poetic Principle” 564); la unidad estructural tiene en principio bien poco que ver con la unidad del proceso de lectura. A la par que identificaba ambas, Poe era totalmente incapaz de apreciar la unidad estructural de una novela o un poema épico. 
    Una narratividad peculiar a la naturaleza de la experiencia literaria (incluso en los géneros no estrictamente narrativos) puede describirse en términos psicoanalíticos. La liberación de tensiones en el lector requiere su previa acumulación, proporcionándonos así el esquema básico de movilidad semántica de la acción (1.2.2 supra):

Toda lectura-objeto exige, y el autor ha de procurarlo si no quiere fracasar en el empeño, la creación de un preclímax, en el que la tensión se suscite; un clímax en el cual la tensión alcanza su plenitud; y, por último, el anticlímax en el que la tensión se relaja y que permite fácilmente la abreacción que el sujeto precisa necesariamente (Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 299)

El psicoanálisis ayuda así a ver la raíz de las estructuras narrativas en la naturaleza misma de la experiencia psíquica, en los procesos de tensión y distensión con que la mente humana reacciona ante los objetos de deseo y atención. Vista la estructura narrativa de experiencias tan básicas, no es de sorprender que las formas narrativas literarias tengan una capacidad especial de organizar y asimilar la experiencia humana, y una capacidad de atracción tan fuerte para la atención de sus lectores.
   

3.4.2.4. La influencia de la obra sobre el lector

Hemos visto que la actividad del lector aun en lectura básica o no crítica es considerable y conlleva el dominio y manipulación de muchos códigos literarios. Sin embargo, gran parte de esta respuesta es espontánea y subliminal. Acabamos de señalar una profunda raíz psíquica de la atención en la lectura, y la experiencia corriente parece sugerir que el lector no se distancia del texto, sino que se deja llevar.  Todo esto nos hace considerar la posibilidad de una influencia inconsciente de la literatura sobre la personalidad del receptor.
    Esta es una idea tan vieja al menos como Platón (República 281 ss). Para Platón, esa influencia consiste en un desbordamiento de pasiones reprimidas, y es perniciosa. Aristóteles introduce el tan comentado concepto de catarsis; la literatura tiene un efecto emocional (presumiblemente inconsciente), pero es benéfico, es una purificación de las pasiones.  Como observa Monroe Beardsley (Estética 30), la teoría aristotélica de la catarsis no se refiere a los efectos inmediatos de la experiencia artística, sino a sus más hondos efectos psicológicos. Esta idea no se ha abandonado en absoluto: está en la base de las principales teorías psicoanalíticas de la literatura, según las cuales tanto autor como lector se liberan de tensiones mentales reprimidas mediante su satisfacción imaginaria a través de la identificación con los conflictos de los personajes ficticios o su simple objetivación.  La simple transformación de fantasías inconscientes en significado consciente ya es de por sí una satisfacción.   El psicoanálisis habla de una sutura entre el texto y el sujeto lector, al entrar el deseo de éste en interacción con el proceso textual: un complejo juego de identificaciones y deseos constantemente satisfechos y reavivados.  Las distintas estrategias narrativas son desde esta perspectiva una tecnología para la reelaboración semiótica del deseo y la orientación volitiva y emocional del sujeto.
    Ya Aristóteles liga determinadas respuestas emocionales del público a la naturaleza de la obra: así puede recomendar cuáles son los tipos de temática o de estructura más patéticos, o los que mejor producen piedad y miedo (Poética 1453 b).  La respuesta del público sería, en cierto modo, calculable y potencialmente controlable, tanto en sus efectos inmediatos como en los más ocultos. También Longino (Sobre lo sublime, cap. XVII) presupone un efecto subliminal de la poesía cuando observa que las figuras retóricas utilizadas no deben ser perceptibles, deben escapar a la atención del oyente. Para Longino, el oyente es arrebatado por la expresión sublime, una reacción que bien poco tiene de analítica. Longino proporciona al lector un criterio valorativo seguro para juzgar el texto: su reacción espontánea. “Su lección más importante es decirnos que podemos estar seguros de la grandeza de un pasaje determinado cuando a él responden al unísono intelecto, sentidos y voluntad” (V. Hall 43). En épocas mas recientes muchos críticos  han vuelto a declarar el mismo criterio valorativo como el único válido. Aunque son menos los que (como Castelvetro, Johnson, Howells, Tolstoi o el propio Longino) han llegado a aceptar el juicio del público medio como el más válido; es más frecuente entre la crítica la actitud que afirma que “el gusto de la muchedumbre jamás puede dar leyes al arte”.   Y en nuestro siglo la liteatura reflexiva y experimental tiende con frecuencia no sólo al elitismo sino también a desconfiar del impuso directo sobre la emoción.
    La doctrina clásica sobre la finalidad de la literatura es bien clara: la poesía deleita y/o instruye; la mejor deleita e instruye a la vez, siguiendo el consejo de Horacio:

    Aut prodesse volunt, aut delectare poetae,
    aut simul et iucunda et idonea dicere vitae. (...)
    [O]mne tulit punctum qui miscuit utile dulci,
    lectorem delectando pariterque monendo.

El aspecto “instructivo” de la poesía se entiende en la Antigüedad, la Edad Media y la Edad Moderna como una simple ejemplificación o presentación vívida de conceptos abstractos, de universales culturales ya establecidos. Por supuesto, también se encuentra en ocasiones la postura puramente hedonista, e incluso la hedonista-utilitarista: “poetry has been found solely to delight and recreate, and I say to delight and recreate the minds of the common people”.   Pero ésta es rara entre los críticos en cualquier época.
    Más moderna que el didacticismo es la interpretación emotivo-volitiva del efecto de la literatura: más que transmitir conocimientos, la literatura produce emociones que nos mueven a la acción.  Esta idea ya aparece en Sidney (112 ss) y es frecuente entre los románticos como Shelley (A Defense of Poetry 509). En el Romanticismo el concepto de imaginación creadora tiene su contrapartida en el polo del receptor. Según Shelley (512), la poesía nos abre los ojos al mundo, permitiéndonos ver las cosas con ojos nuevos. Puede devolver a la experiencia una frescura originaria que había perdido; suprime “the film of familiarity” y nos hace sentir lo que sabemos: “It creates anew the universe, after it has been annihilated in our minds by the recurrence of impressions blunted by reiteration”. Esta es una temprana definición de la desfamiliarización tan popularizada por los formalistas. Aun más, para Shelley la poesía ensancha los límites del mundo, al crear nuevos objetos de conocimiento afinando el lenguaje con el cual nos enfrentamos a la realidad. Muchos autores han insistido en este aspecto de la creatividad verbal desde la época romántica, resaltando ya sea la educación perceptiva, ya la afectiva y emocional. 
    Los románticos insisten en el lado subjetivo y afectivo-emocional de la poesía, no en el comunicativo. Por ello, es lógico que el efecto educativo de la poesía consista no tanto en una transmisión de conocimientos como en una nueva actitud ante ellos; un cambio en el sujeto que percibe o siente, y no una nueva aportación de datos. La poesía nos enseña a ver las cosas y, sobre todo, a sentirlas. Somete los sentimientos a una organización calculada, la de la obra, que les da forma, los articula en el lector. El lector crea por revelación: en él se reproduce la emoción que el autor ha calculado transmitir en el texto. Así puede experimentar emociones o estados de ánimo peculiares que de otra manera se le hubiesen escapado.  Es una educación emocional (Mill 537). Una educación que, según T. S. Eliot, puede ser una influencia muy fuerte; la afición adolescente hacia la poesía se debe muchas veces a “[an] invasion of the undeveloped personality by the stronger personality of the poet”.  Según Eliot, nuestra lectura no sólo afecta a nuestro gusto estético, sino al conjunto de nuestra personalidad.
    Ya nos hemos referido a las fases que Richards distingue en la recepción de una obra. Nos interesa subrayar el sentido de la última fase de Richards, que en cierto modo es aún semiótica, aunque ya no lingüística. Richards propone describir el efecto de la literatura sobre el lector en términos de los que él denomina “actitudes” (attitudes), imágenes psíquicas de movimientos corporales, emociones; sentimientos que han devenido signos y funcionan como tales en la reacción del lector ante la obra.  La literatura puede así ser una especie de educación de los impulsos: guiándonos en nuestra reacción psíquica a través de una multiplicidad de impulsos que nunca habríamos logrado organizar y coordinar por nuestra cuenta, construye caminos ya trillados para nuestras reacciones no imaginales. Sería un caso más de una ley psicológica que para Richards es inflexible: “to know anything is to be influenced by it, directly when we sense it, indirectly when the effects of past conjunctions of impressions come into play” (Principles 69). Los rasgos formales sólo tienen valor en tanto en cuanto determinan un efecto sobre el receptor (107). Para Richards, la literatura y el arte en general son comunicativos en el sentido de que reproducen en el receptor una experiencia semejante a la del emisor, un efecto calculado por este dentro de ciertos límites (Principles 139): se ha podido decir así que Richards propone una definición perlocucionaria de la literatura.
    Es también posible considerar a la literatura como una manipulación del oyente. Se ha intentado relacionar el efecto sobre el lector con la utilización de técnicas literarias específicas. Para Schopenhauer, la manipulación del lector en poesía ya empieza por el ritmo, que tiene un efecto hipnótico: “this gives the poem a certain empathic power of convincing independent of all reasons” (III, 483). Las simpatías del autor hacia determinados personajes, y la “bendición” que derrama sobre su comportamiento puede afectar al lector e influir en su propio comportamiento, cree T. S. Eliot (“Religion” 392). Booth (Rhetoric 377 ss) y Stanzel (127-128) observan la influencia que puede tener el uso de una perspectiva personal o dramática atrayendo las simpatías del lector. Genette (Nouveau discours 106) es más escéptico: “je ne crois pas que les procédés du discours narratif contribuent massivement à déterminer ces mouvements affectifs”; para él es algo tan “primitivo” como la caracterización del personaje el elemento decisivo a la hora de determinar estas simpatías.
    El psicoanálisis también ha influido sensiblemente sobre la interpretación de la lectura. Veíamos como desde el punto de vista del autor la obra era una proyección y alivio de deseos, complejos y pulsiones ocultos (3.4.1.2 supra; cf. Frye, Anatomy 136). Este trabajo sobre las tensiones inconscientes es transmitido por analogía al lector.  El lector puede adoptar diversas actitudes ante esta identificación: así, mientras algunos teorizadores insisten en el aspecto regresivo de la lectura, que es una especie de huída de la realidad,  Pouillon (37) ve en la lectura de la novela un autoanálisis del lector. La manera en que un lector reaccione a una obra está condicionada pero no determinada por ella. Así, la lectura que se hace de una obra puede también ser objeto de un análisis psicoanalítico, al igual que su escritura. Es reveladora de las pulsiones inconscientes del lector.  Esto tiene consecuencias de peso para la teoría de la crítica literaria. “El psicoanálisis”, nos dice Castilla del Pino, “ha situado al intérprete (el experimentador de la Física) dentro del propio contexto, del campo de lo interpretado” (“Aspectos” 289. Cf. 3.4.2.5 infra).
    Para las teorías de la enunciación actuales, todo texto, en tanto que acto de habla, puede afectar a la relación entre los interlocutores (Lozano, Peña-Marín y Abril, 146). Y hay que interpretar esta relación en un plano que va más allá de la psique individual, atendiendo a la formación de sujetos e ideologías en el marco de una semiótica cultural. Los interlocutores del hecho literario son más que autor y lector, son grupos sociales, ideologías, valores; la obra presenta o reelabora discursos sociales que la transcienden. La influencia de la literatura sobre la cultura es sin embargo enorme. No sólo favorece la difusión de ideas y la homogeneización de la cultura. Se trata de un proceso de producción, y no es una excepción a la observación de Marx: “Production (..) not only creates an object for the subject, but also a subject for the object” (Grundrisse, cit. en Eagleton 70). El “autoanálisis” del lector ideal es por tanto un autoanálisis ideológico, pero tampoco aquí está el sujeto fuera del campo de lo interpretado.
    Al hablar de la reflexividad literaria en la sección anterior subrayábamos el aspecto intelectual de este fenómeno frente a los emocionales que hemos destacado aquí., Observábamos que la obra puede elegir revelar las estrategias tradicionales de la literatura, exponer la retórica ante el público e incitarle así a la reflexión. Es el sentido que tiene en Brecht el concepto de Verfremdung, o la finalidad crítica, desmitificadora, de la “nueva novela” en Robbe-Grillet. Sin embargo, es debatible hasta qué punto puede una obra desvelar sus propias maniobras retóricas, y no meramente las de la literatura a la que se opone. En este sentido como en otros, la configuración ideológica de la obra no se encuentra en ella misma, sino en la relación crítica con un intérprete.


3.4.2.5. El crítico

Nos hemos referido anteriormente el concepto de lectura básica. Podemos contraponerlo a la lectura especializada o metalectura técnica (Castilla del Pino, “Psicoanálisis…” 293). Siguiendo a Castilla del Pino, denominaremos lector a quienquiera que lleve a cabo una lectura básica (“lectura-objeto”) del texto. Por contraposición, el crítico o el teorizador de la literatura llevarían a cabo metalecturas técnicas de diversos tipos (estética, filosófica, estilística, lingüística, psicoanalítica, sociológica, etc.) según los presupuestos teóricos y áreas de interés de su actividad. El lector de literatura sólo busca disfrutar del texto: el crítico estudia el texto con la finalidad de relacionar la obra con otros discursos culturales. Por supuesto, no hay una frontera nítida entre lectores y críticos; por una parte todo crítico es un lector, y por otra “there can be few—perhaps no—ordinary readers whose reading habits have not been at least partly formed through education” (Hawthorn 7-8). Pero una diferencia clara sí hay en un sentido: los lectores simplemente leen, los críticos escriben (o transmiten de otra manera) su lectura. Una lectura-objeto no se escribe: se disfruta. Si escribimos sobre un texto, a menos que lo copiemos o lo parafraseemos, siempre nos remitimos fuera de ese texto. La mera paráfrasis conlleva una interpretación (bastante convencionalizada, normalmente). Escribir es realizar una metalectura técnica, desarrollada o embrionaria. El crítico no se conforma con disfrutar: escribe su lectura para influir en la lectura de los demás. Según Miller, sólo hasta cierto punto se trata de una actividad sometida al texto:

reading is subject not to the text as its law, but to the law to which the text is subject. This law forces the reader to betray the text or deviate from it in the act of reading it, in the name of a higher demand that can yet be reached only by way of the text. This response creates yet another text which is a new act. 

Desde esta perspectiva, es comprensible que la crítica literaria tienda a contemplarse a sí misma como una actividad autotélica. Aquí resaltaríamos más bien que esa “ley” de la lectura es un producto de la interacción entre el texto y un discurso crítico o ideológico al que no accedemos sólo “by way of the text” (lo cual sería muy inmanentista). En cualquier caso, la crítica cada vez renuncia en mayor grado a proponer “la verdad” sobre el texto, y se limita a ofrecer una lectura reflexivamente sometida al conflicto de las interpretaciones. La proliferación de interpretaciones lleva con frecuencia a hablar de caos. Algunos críticos han llegado a reaccionar contra la idea de la literatura como transmisión de sentido. No ven en el texto literario un instrumento de comunicación, consistente en una estructuración de significados; se trataría más bien de una “galaxia de significantes” (Barthes, S/Z) que permite al lector la creación de significados. Cualquier lectura tiene al menos una parte de legitimidad, parece decirnos Barthes. Se ha hablado del texto como de una escena donde se genera el significado como proceso que escapa a los interlocutores y los supera (Kristeva, “Semanálisis” 286). Pero sólo idealmente, potencialmente, hay una infinidad de sentidos posibles. En la práctica, cada lectura fija el texto a su manera (Hutcheon, “Borrowing” 234). Las lecturas vienen de contextos infinitamente plurales, y hay en cada intérprete una potencialidad de sentido infinita, que fácilmente puede llevar a creer en la disolución total del sentido del texto: “Nada en el lugar del sujeto, ‘excepto quizá una constelación’: el texto, oriundo estelar, tejido de número que, como los astros, es el des-astre de una infinidad de sentidos que estamos invitados a reconstruir” (Kristeva, “Semanálisis” 305). Por supuesto: la creatividad es libre. Pero cuando más ignoremos al texto como discurso histórico del autor, más interpretable se volverá nuestra interpretación como un fenómeno también históricamente fijado. La crítica es una actividad productiva, de una potencialidad productiva infinita (Frye, Anatomy 18), pero de no atenerse a ciertas normas de debate racional dejaría de ser crítica y devendría literatura. Los aspectos objetivos del texto y de su circunstancia histórica siempre actúan como un límite para la libertad de interpretación, en la medida en que queramos atender a ellos.  Pero ello no debe hacernos olvidar que la historia misma está sujeta a ser reinterpretada. Lo fundamental es que la lectura crítica entable un diálogo significativo y relevante con otras lecturas críticas influyentes.
    Muchas teorías críticas contemporáneas (así como el mismo hecho de la proliferación de escuelas y teorías) han reforzado la tendencia a la disolución de un sentido unitario en la obra. El marxismo contextualiza la lectura crítica, y por tanto la contempla como una producción, de manera semejante a la escritura; la crítica implica siempre una toma de postura política o ideológica. Lo mismo hace a su manera la crítica feminista.  La estética de la recepción ha subrayado la necesaria vinculación histórica de cada acto de lectura. La literariedad misma del texto es dependiente de ello: “[l]a época del crítico es un elemento esencial en la constitución del objeto estético porque ella es la que decide qué obras del pasado sobreviven como literatura y cuáles no” (Fokkema e Ibsch 168). Y ya señalábamos que para el psicoanálisis la lectura es una proyección de deseos y tensiones, igual que la misma escritura. ¿Tiene sentido, en esas circunstancias, una lectura crítica con pretensiones de objetividad?

La investigación analítica ha relativizado nuestra interpretación al introducirnos, como reautores, en la obra de arte. Con ello . . . disuelve la antinomia derivada de la alternativa entre goce estético y análisis científico, pues este último habrá de contar siempre con el intérprete en tanto sujeto mismo del goce, como realizador de sus propios deseos en el deseo (no necesariamente idéntico al nuestro) del autor; en suma, como ineludible componente del contexto mismo de la obra que analiza.

    Hacerse consciente de estos condicionantes de la interpretación, a pesar de su ligero regusto de círculo vicioso, puede más bien promover que disolver el conocimiento del fenómeno literario. Según Fredric Jameson, cada lectura debe justificarse a sí misma, tratando de exponer de manera deliberada sus presupuestos en un “metacomentario”.  Y si bien el lector de la obra crítica debe someter a un nuevo escrutinio tales “metacomentarios”, la actividad crítica no puede así hacerse sino más reflexiva y consciente de su propia naturaleza discursiva e ideológica.
    Es famosa la visión del sistematismo histórico de la literatura expuesta por T. S. Eliot:

No poet, no artist of any art, has his complete meaning alone. His significance, his appreciation is the appreciation of his relations to the dead poets and artists (...).I mean this as a principle of aesthetic, not merely historical, criticism. (...) [W]hat happens when a new work of art is created is something that happens simultaneously to all the works of art which preceded it. the existing monuments form an ideal order among themselves which is modified by the introduction of the new (the really new) work of art among them. (“Tradition and the Individual Talent” 45)

Es evidente, sin embargo, que este orden literario y estas relaciones sólo pueden existir en tanto que son concebidos por un lector. Es un lector ideal el que ve cada obra en sus relaciones con las demás, un lector ideal  del que lectores comunes y críticos son encarnaciones reales, y por tanto siempre imperfectas, limitadas, parciales. Pero la percepción de un lector real es real, y en ese sentido es superior a la percepción imaginada de un lector ideal. No hay grandes sistemas abstractos o eternos más que en tanto son elaborado por lectores efectivos. Es decir, el sistema de Eliot no existe en tanto que tal sistema, sino en tanto que instrumento de comunicación, herramienta conceptual que responde a una empresa crítica determinada y que, contrariamente a lo que Eliot parece sugerir, es un fenómeno históricamente y localmente concreto. Sin embargo, no queremos oponer a visiones inmanentistas como la de Eliot una atomización igualmente radical. Volviendo a la visión historicista de Hegel, podemos decir que aun a pesar de la subjetividad del acto crítico, cada lectura tendrá la objetividad de su vinculación histórica con otros fenómenos culturales (especialmente con otras lecturas). Podemos encontrar interés en averiguar qué interpretaciones se han hecho de la literatura, y estaremos trabajando entonces con las lecturas anteriores en tanto que datos críticos objetivables (cf. Frye, Anatomy 346).
    Hay quienes han querido ver en la reconstrucción de la recepción histórica original de una obra la única actividad crítica realmente válida.  Tales intentos de extraer la literatura de la circulación semiótica están condenados al fracaso; ignoran que la comprensión que tengamos de la época pasada también está sujeta a una negociación histórica, y que por tanto nunca lograremos definir un sentido cerrado y monolítico en una obra literaria. No debemos ceñirnos a la lectura original,  de una obra literaria (la de los contemporáneos del autor), pero también es un error ignorarla totalmente, pues forma parte de la intertextualidad más o menos invisible que rodea (y constituye) a la obra.  Los rasgos formales o las cualidades estéticas de cada obra no tienen una existencia objetiva, sino que se definen en relación al lenguaje literario de su época; según Tynianov, son el resultado de un acto concreto de percepción dentro de un contexto histórico particular ; ese acto es luego reinterpretado como un fenómeno histórico por épocas sucesivas.
    Pero ¿podemos conocer las interpretaciones de otros lectores? Pues a veces se ha negado esto. Para J.-K. Adams, “the literary critic cannot describe any reading except his own, mainly because he cannot directly observe the act of reading except in himself” (27). La falacia de la argumentación es evidente: sólo podríamos describir las lecturas que conocemos directamente. Estaríamos cada uno encerrados con nuestra propia lectura; no podríamos describir la lectura de otro crítico; aunque éste hubiese dedicado un libro de trescientas páginas al análisis de un poema, la comunicación sería imposible. Este argumento ignora que puede haber lecturas enriquecedoras, que podemos hacer nuestra la lectura de otro. Es deber del crítico conocer otras lecturas al margen de la suya propia antes de llegar a una conclusión, entre ellas las lecturas contemporáneas a la obra y que, en cierto sentido, están implícitas en ella (cf. 3.3.3.1 supra), pero también, desde luego, las lecturas de críticos recientes que reinterpretan la obra a los sistemas ideológicos contemporáneos. La crítica es eminentemente un diálogo intertextual entre lectores.          Pero el panorama teórico actual todavía permite un margen de maniobra mayor. El crítico y el teorizador de la literatura manejan códigos de interpretación muy diferentes a los del lector medio, códigos derivados de la psicología, semiótica y lingüística, sociología y antropología, teoría política, ética, ciencias históricas y naturales, etc.. La crítica y teoría literaria también desempeñan la labor de traducir unos códigos culturales en otros, y asegurar así el lenguaje común de la cultura. Para ello es necesario suponer cierta capacidad de objetividad operativa en la crítica. El hecho mismo de que la estética de la recepción sea capaz de investigar la diferencia hermenéutica entre las pasadas recepciones de una obra y las actuales presupone tal capacidad de objetivación. Para ello necesitamos postular un tipo de objetividad en la lectura que va más allá de su carácter de dato histórico. En esta interpretación siempre hay algo de auto-interpretación, pero no solamente auto-interpretación.  Para comprender el papel cultural de la proliferación de sentidos hay que atender a la intencionalidad e ideología de cada interpretación, contextualizarla. Vemos así que la diversidad de interpretaciones no es un caos.  Cada interpretación se vuelve más clara y coherente cuando la colocamos en el contexto en que se realizó. Asimismo, es útil metodológicamente distinguir la interpretación del sentido textualde la aplicación o interpretación de la significación crítica. La primera es más ceñida al texto, se somete a él para extraer su sentido; es un primer paso necesario antes de la segunda, que actúa sobre el texto para someterlo a la intencionalidad del intérprete y a su sistema de referencias, en una negociación con la intencionalidad supuesta en el autor.  Conceptos semejantes, como la “fase literal” de la Anatomy de Frye o la “lectura-objeto” de Castilla del Pino, derivados de la oposición básica entre denotación y connotación (“Psicoanálisis” 271), son comunes en cualquier teoría de la interpretación;  aquí hemos opuesto una descripción básica del proceso de lectura a otras lecturas institucionalmente especializadas. El crítico puede guiarse en su interpretación por otras lecturas acumuladas culturalmente, y puede aplicar al texto una estrategia interpretativa elaborada que no está al alcance del lector medio. Estas estructuras interpretativas van desde tempranas teorías sobre plurisignificación, como la doctrina escolástica sobre los cuatro niveles de sentido de la Escritura (literal, alegórico, moral y místico)   hasta el contexto inmensamente más rico y variado que ofrecen en la actualidad las escuelas estructuralistas, psicoanalíticas, marxistas o desconstructivas. Así, toda crítica adecuada es hoy metacrítica, pues supone un debate teórico con los presupuestos de otras lecturas y una asimilación de lecturas previas no como datos acumulativos, sino como resultado de una perspectiva crítica global que debe trascenderse.
    Hemos distinguido estas lecturas especializadas de una lectura básica o instrumental ideal. Esta diferenciación es necesaria para todo estudio de la literatura. Subyace por ejemplo a la oposición de Ingarden entre la obra y sus concretizaciones (Literary Work 334), o en la diferenciación que hace J.-K. Adams (55 ss) entre pragmatic structure e interpretive strategy, oponiéndose al reduccionismo de Stanley Fish, quien querría poner a un mismo nivel de objetividad todos los aspectos de la recepción: “Interpretive structures are not a constituent of the act of reading because they are dependent on performing the act of reading” (Adams 57). En el acto de lectura se identifica la estructura pragmática. Durante la misma lectura, según Adams, se van haciendo interpretaciones provisionales, que luego pueden ser rechazadas, pero la estructura pragmática del intercambio comunicativo permanece: “An interpretive strategy is selected or rejected to confront the possibilities of the text; it is neither part of the text nor part of the interpretation that it determines. In contrast, the pragmatic structure is both” (Adams 58). También otros aspectos del lenguaje de la obra, aspectos semánticos, fónicos, etc., existen a un nivel de objetividad distinto de los aspectos concretizados por el lector a partir de marcos de referencia, o de las interpretaciones ideológicas, como ha señalado Hirsch. Y a través del lenguaje que las transmite, también las estructuras básicas del relato y la acción tienen una existencia objetiva; sólo la historia de la recepción de cada obra nos muestra cuáles de los aspectos del argumento, por ejemplo, han sido objeto de debate crítico; tal debate tiene lugar sobre un trasfondo de significados que se presuponen como no problemáticos. La obra no puede limitar la interpretación del crítico, pero sí la orienta con su objetividad textual y con las convenciones pragmáticas que invoca. Una lectura que ignore el texto o sus condicionantes pragmáticas es una recreación o reescritura de la obra más bien que una interpretación. Una interpretación adecuada debe subsumir el conjunto de la obra en su interpretación, incluyendo aspectos “invisibles” como son los niveles de emisión y recepción virtuales y la problemática crítica/intertextual previa que la caracteriza como objeto cultural.
    La obra crítica tiene su propio lector textual, que puede no coincidir con el lector textual de la obra objeto de comentario. “When the critic writes about the reader of literature, he attempts to relate the reader he writes about, the reader of the literary text, to the reader he writes for, the reader of the critical text” (J.-K. Adams 27). El crítico debe proponer su lectura e intentar que el lector del texto crítico lea el texto literario como lo ha leído el “lector ideal” de este texto literario, es decir, el crítico mismo. Exteriorizando nuestra lectura, dejamos de ser nuestro propio lector ideal y pasamos a ser un “lector histórico” para los demás.  La lectura resulta a fin de cuentas ser un fenómeno histórico. Según Adams, “[l]iterary competence as shared background knowledge is what allows literary criticism to be a public activity, but the private activity of the critic’s own reading is the essence of criticism” (J.-K. Adams 31). Esta separación entre “literary competence” y “reading” como “generalidad” e “individualidad” es un tanto desconcertante. Si un crítico realiza una lectura adecuada, parece que se deberá a que posee un alto grado de competencia literaria. Hasta qué punto es “suya” y hasta qué punto es “de todos” es una cuestión bastante más compleja; pero parecería redundante, después del estructuralismo y la crítica ideológica, insistir en qué medida nuestra subjetividad es el punto de encuentro de normas, códigos y estrategias que no proceden de la individualidad de cada cual. En el carácter intersubjetivo de los códigos que hacen posible la actividad y la comunicacion humanas es donde reside la justificación de la actividad crítica, del metalenguaje técnico y de la aspiración a establecer fundamentos objetivos para la teoría de la literatura. Optamos pues por una teoría crítica objetivista, pero un objetivismo que no consiste en establecer verdades eternas e inamovibles, sino en promover la comunicación y la traducibilidad entre distintas teorías y actividades interpretativas.


4. Conclusión


Notes

     
    Bronzwaer (“Implied author” 3) sitúa este estudio dentro de la teoría literaria, pero fuera de la teoría narrativa.
         En este sentido sí es aceptable la tesis de Derrida, que ve en la intención del autor una creación de la interpretación del lector (cit. por Culler, Sobre la deconstrucción 190 ss). Pero incurriremos en absurdos si no tenemos en cuenta la otra dirección: la intención histórica del autor real. Eco propone unos “límites naturales” de la semiótica que dejan fuera al sujeto de la enunciación excepto en la medida en que va presupuesto por el enunciado (Tratado 476). Esto tiene cierto sentido para una teoría de la interpretación formalista, basada solamente en la obra en sí, pero es absurdo dejar fuera de la semiótica la actividad de producción del enunciado. Hutcheon (“Literary Borrowing” 233) señala que la diferencia entre la perspectiva centrada en el autor y la centrada en el lector es ignorada por muchos críticos estructuralistas (otro ejemplo es Kristeva). Cf. también Pratt (74).
         Cf. la paradoja de Louis T. Milic sobre la asociación tradicional de estilo y personalidad: el estilo más personal es también el estilo menos controlado por el autor, el que lo revela de manera más espontánea, sin posibilidad de refracción (“Rhetorical Choice and Stylistic Option: The Conscious and Unconscious Poles” 79-80).
         Cf. Weimann, “Erzählerstandpunkt” 378; Stanzel, Theory 147; Ruthrof 80 ss; Lanser 128 (aunque estos autores parecen dar menor papel al lector en la determinación del valor estético o ideológico).. En contra de lo que afirman algunos teorizadores (Booth, Rhetoric 73 passim; Bronzwaer, “Implied Author” 7, “Bal’s Concept” 196) sostenemos que la responsabilidad estética o ideológica no corresponde propiamente hablando al autor textual, aunque así pueda aparecer desde la perspectiva limitada del lector. El autor textual impone normas o es un sujeto activo en este sentido sólo en tanto en cuanto coincide con el autor real.
         Platón no es en este sentido sino un precedente ilustre para muchos otros apologistas de la seriedad intelectual. Ver por ej. Thomas Love Peacock, “The Four Ages of Poetry”, 497; Max Eastman, The Literary Mind: Its Place in an Age of Science.
         Cf. Hall 25. Esta idea aparece en múltiples versiones a lo largo de toda la historia de la crítica literaria; recordemos a título de ejemplo a) las discusiones sobre la capacidad de Shakespeare para encarnarse en personajes “vivos” o creíbles (tema que aparece por ejemplo en la crítica de Coleridge), o la noción de la “capacidad negativa” expuesta por Keats (carta a Benjamin Bailey, en H. Adams).
         En realidad, la idea de imaginación creadora y las analogías que hacen del poeta un segundo dios ya aparecen en algunos humanistas del Renacimiento, en una línea que va de Boccaccio (“Genealogy” 127) a Sidney pasando por Escalígero (139; cf. Shepherd 155).
         Boccaccio, “Genealogy” XIV, viii, 127; Escalígero 139 ss; H. Reynolds, Mythomystes 209; Giambattista Vico, “The New Science” 297 ss; William Blake, “Annotations to Reynolds’ Discourses “, 405; 409; Friedrich Schelling, La relación del arte con la naturaleza 67 ss; John Keats, carta a Benjamin Bailey; Percy Bysshe Shelley, A Defense of Poetry 510; Ralph Waldo Emerson, “The Poet” 551; Friedrich Nietzsche, Ecce Homo 129 ss, etc. Coleridge disocia la inspiración del arrebato irracional: Dios inspira al poeta, pero lo hace a través de todas las fuerzas morales, imaginativas y racionales de éste (“Shakespeare’s Judgement”; Biographia XV, 178 ss). Cf. Benedetto Croce, “Intuition and art” 732.
         Castelvetro, IV, 147; XVII; Jacopo Mazzoni,”On the Defense of the Comedy of Dante” 185-186; Dryden, “Preface to Troilus and Cressida “. La creación, sin embargo, no está al alcance de cualquiera para estos autores: no hay que confundir la capacidad creativa superior, el genio, con la inspiración, ni creer que negando ésta hemos negado aquél. Cf. J. Reynolds, Discourses on Art VII, 366.
         John Dryden, “To the Right Honourable Roger, Earl of Orrery [Prefixed to The Rival Ladies]” 1, 6; “Account” 10.
         Pope, An Essay on Criticism, verso 67. Cf. Horacio, Epistola ad Pisones, versos 38 ss; Boileau, Art poétique, I, versos 150 ss.
         Por ej. Edward Young, “Conjectures on Original Composition”; William Duff, An Essay on Original Genius; Kant, Crítica del Juicio §§ 46-47, 213 ss; Charles Baudelaire, The Salon of 1859 III, 628. Ver Paul Kaufman, “Heralds of Original Genius”.
         Cf. Vico, “New Science” 301 ss; Shelley 500 ss.; Goethe, en Conversations with Eckermann, 515; Emerson 549.
         Para Wordsworth se trata, sin embargo, de la espontaneidad de una mente superior, sensible y reflexiva (“Preface”, 435 ss); espontaneidad no equivale a desorden. Cf. Edinger 2.
         Shelley 502; John Stuart Mill, “What is Poetry?” 539.
         Nunca falta la excepción: Edgar Allan Poe.
         Cf. Kristeva, Texto 90; Segre, Principios 375.
         Hippolite Taine, History of English Literature, 602; 613.
         Con este fenómeno habrá que relacionar la “interiorización” que se produce en la novela, con un relativo desfase, a principios del siglo XX, señalada por Beach, Magny, Kahler, etc., así como el creciente interés en la cuestión de la unificación del punto de vista (cf. Lotman 325).
         Así Coleridge, Biographia VII, 72; XIII, 167 ss; Shelley; Ralph Waldo Emerson, “The Poet”. Ver M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp; James Engell, The Creative Imagination.
         Coleridge, Biographia XIV, 173; Richards, Principles, cap. XXXII.
         Tolstoi, What is Art? V, 709; Richards, Principles 22.
         Sub “Aesthetic”, Encyclopaedia Britannica (ed. 1937). Cit. por Wimsatt y Brooks 510.
         Hegel, cit. por Weimann, “Erzählerstandpunkt” 384. Cf. Weimann 409.
         Schelling 66 ss; Shelley 501 passim; Emerson 549; cf. también Martin Heidegger, “L’origine de l’œuvre d’art”.
         Cit. en Wimsatt y Brooks 537. Sobre la distinción entre autores subjetivos y autores objetivos, cf. Coleridge, Biographia 176 ss; John Ruskin,”The Pathetic Fallacy” 619.
         “Tradition and the Individual Talent” 17 ss; cf. Richards, Principles, cap. XXIV.
         Así por ej. Zola, 649; Sartre, “Literatura” 271 n. 31; Pouillon 94 ss; Weimann, “Erzählerstandpunkt” 389; Tacca 133.
         Cf. por ej. Roger Fowler, “The Structure of Criticism and the Languages of Poetry” 178.
         Norman H. Holland, “The’Unconscious’ of Literature: The psychoanalytic approach” 151. El psicoanálisis hablará de creadores “psicológicos” más deliberados y creadores “visionarios” más guiados por el inconsciente. Ver por ej. Isabel Paraíso, Psicoanálisis de la experiencia literaria 66-67.
         “‘Psychical Distance’ as a Factor in Art and an Aesthetic Principle” 758. Cf. Irving Babbitt, “Romantic Melancholy” 802.
         Más que de una gratificación de deseos, Castilla del Pino ve en la creación literaria un intento de gratificacion (“Aspectos” 306). La gratificación sólo se realiza (sustitutivamente) con el éxito profesional.
         Freud, “Creative Writers” 752; cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 310.
         Cf. Freud, “Creative Writers” 750; Carl G. Jung, “On the Relation of Analytical Psychology to Poetry” 815; Castilla del Pino, “Aspectos” 303; Pierre Luquet, “Les identifications précoces dans la structure du Moi “ y Nicolas Abraham, “Le temps, le rhytme et l’inconscient”, cits. por Clancier, 75 ss, 83; Guy Michaud, Le visage intérieur, cit. por Clancier, 158-159; Frye, Anatomy 158; Charles Mauron, “Les personnages de Victor Hugo, étude psychocritique”; cit. en Clancier 269; Paraíso, 101-34.
         Cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 255; cf. “Aspectos” 300. Para Michel de M’Uzan (“Observations sur le procéssus de la création littéraire”, cit. en Clancier 83) la obra puede llegar a ser un “auto-análisis” del autor.
         Maximen und Reflexionen; cit. en Weimann, “Erzählerstandpunkt” 389.
         Cf. Tynianov, “Évolution” 133-134. El concepto de self-fashioning  de Greenblatt ha desarrollado esta noción desde un punto de vista postestructuralista. Ver ejemplos en Greenblatt, Renaissance Self-Fashioning; Leigh Gilmore, Autobiographics; David Walton, Mail Bondage.
         Cf. Coleridge, 3.2.1.1 supra; Fowler, Linguistics and the Novel 89.
         Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 283 ss. Cf. Miller, Ethics 89 ss.
         Charles Mauron, Des métaphores obsédantes au mythe personnel.
         Tynianov, “Évolution” 134-135; Mauron, Psychocritique du genre comique, cit. en Clancier 265.
         Pierre Macherey, A Theory of Literary Production 98-100.
         Luce Irigaray, Parler n’est jamais neutre.
         Cf. la teoría de Lunacharski, cit. en Fokkema e Ibsch 127; o
         Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction”; Brecht, Escritos sobre teatro.
         Journal intime de Benjamin Constant, 10 feb. 1804; cit. en Wimsatt y Brooks 477.
         Cf. Francisco Ayala, “Para quién escribimos nosotros?” Sobre la asimilación del exilio como una forma de construcción del yo, ver Beatriz Penas, “Thinking Russian, Speaking English: Textual Traces of an Emigré’s Conflict” [Nabokov]. Ver también George Steiner, Extraterritorial.
         Cf. Antonio García Berrio, “Lingüística, literaridad / poeticidad (Gramática, Pragmática, Texto)”; cit. en Albadalejo Mayordomo 185.
         “ Although any novel or speech act is in the first place an instance of Rhema, to the extent that it probes the question of its own ability to speak (...) it attempts to become an instance of ‘essential Saying’“ (Kawin 225-226).
         William Butler Yeats, “The Symbolism of Poetry” 723; Benedetto Croce, “Intuition and Expression” 731.
         “Recent Works of Fiction” (artículo anónimo de 1853) en Eigner y Worth 84-92 (86).
         Ver por ej. Freud, “Creative Artists and Daydreaming”.
         Cf. Campbell, I. i; Gilbert Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario 24 ss.
         Todorov, “Style” 30. Cf. Frye, Anatomy 98, 132; Kristeva, “Semanálisis” 290 o Texto; Barthes, “The Death of the Author”; Michel Foucault, “What Is an Author?”. Ver Burke, Death and Return.
         Aleksandr Veselovski, Istoricheskaia poètika, cit. en Erlich 29.
         Tynianov, “Évolution” 132”; Erlich 172, 190; García Berrio, Significado 300 ss.
         Según Erlich, “Ejxenbaum paraphrased, perhaps unwittingly, Engels’ famous phrase when he wrote: ‘The freedom of the individual writer lies in his capacity to be timely, to hear the voice of history’“ (254).
         Cf. Hawthorn 74; García Berrio, “Ismos” 377 ss; S. Burke 173-74; Wood 22 ss; Walton 3-5.
         Cf. Lotman 43; Eco, Lector 16 ss; Lanser 128; Lozano, Peña-Marín y Abril 194.
         No hay que olvidar que la lectura es lógicamente previa a la interpretación, pues el intérprete ha de tomar un contacto individual con la obra antes de poder interpretarla (cf. Ingarden, Literary Work 252, 349; Hawthorn 107).
         Cf. Jane P. Tompkins, “The Reader in History: The Changing Shape of Literary Response”. La desconstrucción, en contra de lo que se sostiene a veces, no sostiene la completa libertad de acción del intérprete. Ver por ej. Hillis Miller, The Ethics of Reading; García Landa, “Deconstructive Intentions”.
         Cf. Tomashevski, Teoría 182; Tacca 67.
         W. Gibson 5. Cf. también Weimann (376), cuya reacción contra el inmanentismo le lleva al absurdo de negar la existencia del lector textual.
         Elaine Showalter, “Women and the Literary Curriculum” 855 ss; Judith Fetterley, The Resisting Reader xi ss; Culler, Deconstrucción 49 ss. Naturalmente, un autor también puede prever semejante actitud por parte del lector e integrarla como un elemento en el proyecto estético e ideológico de su obra. Cf. David I. Grossvogel, Limits of the Novel 4.
         Cf. Fetterley xii. Con el rechazo a su estética, la literatura aparece como producción ideológica.
         No sucede lo mismo con el crítico, el lector cuya lectura ha de pasar a los demás; cf. Miller (Ethics 43). La lectura es una institución, pero sólo en el caso de la crítica se manifiesta la responsabilidad pública del sujeto adquirida en ella.
         Joseph Addison, “On the pleasures of the imagination” 291. Cf. infra.
         Cit. en Oscar Wilde, “Pen, Pencil and Poison” 997.
         Véase el desarrollo de estos presupuestos desde el punto de vista marxista y feminista en textos críticos clave como Marxism and Literary Criticism de Eagleton y Sexual Politics de Kate Millett.
    1    Cf. Richards, Practical Criticism; Eco, Lector 248 ss; Lozano, Peña-Marín y Abril 28; David Bleich, Subjective Criticism; Norman Holland, The Dynamics of Literary Response.
         Cf. Todorov, cit. en Hawkes 100 ss; Lanser 243.
         No hay que describir la reconstrucción de los niveles inferiores como un simple recorrido en un sentido, como hacen Ingarden (Literary Work 148) o Chatman (Story and Discourse 41). Cf. Volek, 1.1.3.5 supra.. Inversamente, también llevan a confusión Barthes cuando proclama que “dans le texte, seul parle le lecteur”(S/Z 157) o Stanley Fish haciendo del lector el único artírice del texto (ver García Landa, “Stanley Fish’s Speech Acts). Estas propuestas, si bien cumplen una función de contrapeso hiperbólico, no se sustentan en una semiología mínimamente creíble.
         Segre (Principios 356) niega que se trate de procesos semánticos, entendiendo por ello que en su realización efectiva no siempre tienen carácter lingüístico, o consciente siquiera. Sin duda, pero sí son procesos semióticos (como lo es todo proceso intencional), y han de ser semánticamente descriptibles con un metalenguaje.
         Cf. Viktor Shklovskij, Xod konja, cit. en Erlich, 244; Handy, “Formalist Criticism”.
         Cf. Coleridge, Biographia XVIII, 207; Tomashevski, “Sur le vers”; Erlich 215 ss.
         Cf. Dryden, “Essay” 31; prefacio a Troilus and Cressida 163. Samuel Johnson llega a sugerir una definición de los géneros trágico y cómico por su efecto sobre las emociones del público, y no por la acción (Rambler 125).
         Otros conceptos psicolingüísticos relacionados con la estructuración pragmática de datos son los marcos de referencia (frames; cf. Minski; Goffman, Frame Analysis; van Dijk, Texto 157) o el área de referencia (domain of reference), guiones (scenarios) y roles de Sanford y Garrod (cap. VI). Bástenos pensar en familias de datos interrelacionados a diversos niveles de abstracción, relativos ya sea a estructuras o procesos, y que relacionan entre sí los diversos datos de la enciclopedia. Estas nociones son desarrolladas en gran medida por la fenomenología husserliana antes de llegar a la psicología cognitiva, y ya son introducidas parcialmente por Ingarden en el estudio de la recepción de la literatura.
         Cf. Eco, Lector; Ruthrof 83 passim; Sanford y Garrod I.A; Sternberg 164 passim; Segre, Principios 49. Observemos que el ámbito de tal coherencia no tiene por qué limitarse al modelo de coherencia propuesto por el texto mismo. Así, por ejemplo, al leer “a través” de un texto para discernir su ideología nuestra lectura sigue un recorrido coherente, pero de una coherencia ajena al proyecto textual.
         “Art” 77 ss, “Construction” 174 ss; Eïjenbaum, “Méthode” 43 ss.
         Según Coleridge, estos movimientos de la atención son “too slight indeed to be at any one moment objects of distinct consciousness” (Biographia XVIII, 207).
         Richards (Principles 103) parece creer lo contrario: las hipótesis proyectivas tendrían en la lectura de poesía mucho más alcance que las de la prosa. Esto es cierto de las hipótesis formales puramente fónicas; las hipótesis estructurales sobre la técnica narrativa o el argumento son de mucho mayor alcance, pero Richards las ignora totalmente.
         Cf. 2.2.1 supra; Chatman (Story and Discourse 59) habla de suspense y surprise.
         Halliwell (3 ss) ve en esta tensión la clave de la teoría aristotélica del relato [mythos]: la metábasis o inversión de la situación debe ser a la vez inesperada y creíble: “cuando los hechos ocurren contra lo que se espera, si bien derivándose uno del otro (...) tales temas [mythous] son necesariamente más hermosos” (Poética 1452 a).
         Cf. Eliot, “Collins and Dickens” 468; Richards, Principles 158.
         Sobre este proceso de reflexividad en la novela, ver Robert Alter, Partial Magic; Linda Hutcheon, Narcissistic Narrative; Wolfgang Schröder, Reflektierter Roman; Patricia Waugh, Metafiction; Brian McHale, Postmodernist Fiction; Brian Stonehill, The Self-Conscious Novel.
         Addison, Spectator 411, p. 289; cf. Prince, Narratology 141.
         Cf. Richards, Principles 157; Posner 134.
         Cf. Ian Gregor, “Criticism as an Individual Activity: The approach through reading” 210 ss.
         Cf. la definición que da Corneille de la “unidad de acción” en el drama: debe haber sólo una acción global que al completarse deje “serena” la mente del espectador (219). Puede haber compleciones parciales, acciones secundarias que sin embargo mantienen un  “suspense agradable” según Corneille.
         Véase “The Poetic Principle” 564; ”The Philosophy of Composition” 873.
         Aristóteles sólo habla de catarsis en el caso de la tragedia, pero de la lógica de su argumento parece justificado extender esta observación a la literatura en general, o al menos a la literatura con argumento.
         Sigmund Freud, “Creative Writers” 753; El humor; Personajes Psicopáticos en la escena; cits. por Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 264-265; cf. Frye, Anatomy 177, o  Croce, Aesthetic 735
         Cf. Norman H. Holland, “The ‘Unconscious of Literature: The Psychoanalytic Approach” 151.
         Ver Heath, “Notes on Suture”; Cohan y Shires 162-75.
         Para Aristóteles las reacciones del lector a la trama trágica, la piedad y el terror, están ligadas orgánicamente entre sí y tienen un origen en cierto modo egoísta (la piedad al otro procede de una analogía que nos haría sentir miedo por nosotros mismos en esa situación). La respuesta afectiva tiene raíces intelectuales, y está inseparablemente unida para Aristóteles a la comprensión del mythos (Halliwell 171 ss).
         Sainte-Beuve, Una tradición literaria, cit. en V. Hall 182; Anatole France, “The Adventures of the Soul”; Santayana 692, etc.
         Johann Joachim Winckelmann, “Aclaración”, en Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura 121. Cf. Henry Reynolds 204; John Dryden, “To the Right Honourable John, Lord Haughton” 190.
         Epistola ad Pisones, versos 333-344. Esta idea es repetida hasta la saciedad: cf. Boccaccio 130; Scaliger 137; Hobbes 213; John Dryden, “Essay” 25; “A Defence of an Essay of Dramatic Poesy” 79; Johnson, “On Fiction” 326; Shelley 502 ss.
         Castelvetro, Poetics I, 146 (cf. sin embargo los capítulos XIII y XIV); Jacopo Mazzoni, On the Defense of the Comedy of Dante, 185 ss.
         O a la inacción; cf. Schopenhauer, The World as Will and Idea 486.
         Shelley 500; Emerson 546 ss; Wilde, “Decay” 680; Yeats 723; T. E. Hulme, “Bergson’s Theory of Art” 776 ss; Freud, Lo ominoso (cit. por Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 264); Richards, Practical Criticism 276; Heidegger, “Origine”; Gregor 163; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 297. Ver también Abrams, The Mirror and the Lamp; Wolfgang Iser, The Fictive and the Imaginary.
         Cf. Richards, Principles 23, 182 ss; Sartre, “Qué es la literatura?” 67 ss; Aguiar e Silva, Teoría 82; Frye, Anatomy 81; Hawthorn 112.
         “Religion and literature” 394; Cf. Tolstoi, cap. XV, 713 ss; Harold Bloom convierte la rebelión contra esta influencia en un principio creador en The Anxiety of Influence.
         Para Richards, se trata de imágenes sensoriales de todo tipo, no meramente auditivas o visuales. Cf. Croce, Aesthetic 733.
         Ohmann (“Habla” 42). Creemos que a pesar de todo lo que Richards pasa por alto, una integración entre las teorías cognitivas y afectivas como la que preconizan Sanford y Garrod (212) ha de tener en cuenta su obra.
         Holland, “Unconscious” 152; Yvon Belaval, prólogo a Clancier, 17; Castilla del Pino, “Aspectos” 289.
         Por ejemplo, Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 296.
         Cf. O. Mannoni, Clefs pour l’imaginaire ou l’autre scène, cit. en Clancier 137 ss.; Holland, The Dynamics of Literary Response y “Unity Identity Self Text”.
         Ethics 120. Miller ve esto como una característica de la lectura en general, y no de la crítica, lo cual parece un tanto exagerado. La lectura, como hemos dicho, es libre.
         Cf. Hirsch, Validity in Interrpetation; Hutcheon 238-239; Hawthorn 67; Prince, Narratology 112.
         Culler, Deconstrucción 42 ss; Eagleton, Marxism and Literary Criticism; Fetterley, The Resisting Reader.
         Carlos Castilla del Pino, “Aspectos epistemológicos de la crítica psicoanalítica” 309.
         Jameson, “Metacommentary”. Ver por ej. la discusión metodológica en Walton.
         Lector ideal: idealización del lector real; no sinónimo de lector implícito (cf. Hasan 307; Prince, “Introduction” 180). Richards (Principles 177) rechaza la idea de un “ideal reader” para definir al poema en tanto que conjunto de experiencias similares agrupadas en torno a una experiencia estándar a la que identifica con “the relevant experience of the poet when contemplating the completed composition”. Esta equivalencia sobra: ya en el cap. IV ha declarado que no lleva a ninguna parte el hablar de los estados mentales del artista.
         Por ej., John Ruskin, “Athena Chalinitis”, 626; también Geoffrey Tillotson, Essays in Criticism and Research y F. W. Bateson, English Poetry: A Critical Introduction (cits. por Wimsatt y Brooks, 545).
         Cf. John Dryden, “Preface to Sylvae”, 203; Hume 319.
         Iuri Tynianov, “Literaturnyï fakt” (1924); cit. en Fokkema e Ibsch 41; cf. 3.1.6.4 supra.
         Cf.  Fokkema e Ibsch 172.
         : “Description of the interpretive process in fiction may focus on the profusion of possible contexts” (J.-K. Adams, 34); Adams enfatiza la función contextual de la interpretación.
          Los conceptos de meaning y significance son distinguidos, de modo demasiado idealista, por Hirsch, pero parece válida la distinción de grados de objetividad en las interpretaciones según el nivel semiótico objeto de la interpretación; así, todas las interpretaciones presuponen una cierta estabilidad en las estructuras verbales, sobre la cual edifican sus disensiones. Comento más detenidamente estas cuestiones en Reading the Monster. Culler se opone a la noción de intencionalidad que se halla en la base de la teoría pragmática de la interpretación. Para él, el contexto es infinito. A eso sólo cabe decir que es infinito dentro de un orden. J.-K. Adams señala además que este panorama se puede complicar con intencionalidades inconscientes (47). Pero la intencionalidad inconsciente está perfectamente presente en el contexto interpretativo una vez ha sido señalada por el intérprete; el acto de habla ha de interpretarse entonces desde dos puntos de vista distintos, pero sin que ello suponga más problema que el que se da en la descripción de los sobreentendidos (J.-K. Adams 48). Por su parte, Stanley Fish pretende que, ya que los actos de habla han de ser interpretados, no es posible que nos auxilien en la interpretación. Pero esta argumentación es falaz: se trata dos niveles de interpretación distintos (J.-K. Adams 48; García Landa, “Stanley E. Fish’s Speech Acts”.).
         Cf. Frye, Anatomy 71 ss; Hirsch, Validity in Interpretation; Petöfi y García Berrio 263; Hawthorn 20 ss.  
         Por ejemplo en Sto. Tomás o en Dante. Cf. Beardsley, 41-42.
         J.-K. Adams define el término historical reader como “a general label for any reader other than the critic himself” (29); señalemos que como en el caso de cualquier otro fenómeno histórico deberá existir algún rastro o documento sobre ese acto de lectura, con lo cual se aproxima su problemática a la del texto crítico. Hasan señala que de explicitar los criterios evaluativos la evaluación deja de ser un elemento extracientífico (303; cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 314 ss); pero recordemos lo ya dicho sobre el “metacomentario”: cada interpretación debe ser reinterpretada. Así cada lectura encuentra su lugar en la historia como dato, aunque no sea un dato bruto sino un complejo fenómeno de semiótica cultural.    


4. Conclusión