3.4. AUTOR Y LECTOR
El estudio del enunciador y del receptor efectivos o históricos
es necesario en un modelo pragmático de la narración. La
ideología del autor o del lector o las presiones del contexto
determinan el sentido del discurso. Como es el caso de otros aspectos
de las estructuras narrativas que hemos visto, hay que señalar
que no se trata de un estudio específicamente
narratológico. Pero en una teoría de la
narración literaria, género que tematiza su
situación enunciativa de manera peculiar y en mayor grado que
los demás, será útil hacer una breve
revisión del área crítica reservada al autor y
lector efectivos. Por una parte evitaremos confusiones posibles con las
atribuciones de los enunciadores virtuales; por otra parte llamamos
así la atención sobre muchos fenómenos
enunciativos susceptibles de tematización, arrastrados con
frecuencia al interior de la obra, por ejemplo mediante la figura de un
narrador-autor. Además, desde la perspectiva más amplia
de una teoría literaria o discursiva general, convendrá
recordar que emisor y receptor no admiten ser reducidos al
“interior” del texto, como solía hacer la
crítica estructuralista (cf. Pratt 74). Y no podemos dejar fuera
de los estudios literarios al autor y lector reales, alegando que se
encuentran “fuera de la obra” o que se trata de un estudio
“extrínseco”. La obra, además de ser un
texto, es en un sentido su creación y composición; en
otro su lectura concreta, su recepción o interpretación
individual e históricamente determinada. Los autores textuales
sólo escriben virtualmente, y los lectores textuales no son,
felizmente para los libreros, los únicos lectores de la obra.
3.4.1. El autor
3.4.1.1. Autor real y autor textual
En ciertos tipos de narración escrita no ficticia, como la
autobiografía, el diario, la carta, etc., el escritor es el gran
protagonista; aparece directamente en escena, en la medida en que se lo
permite la transmisión escrita del relato. Pero sólo es
“el autor” en un sentido limitado. Es el autor del
discurso, pero la acción es real; puede modularla
imaginativamente, pero parte de una experiencia no fantástica.
Por supuesto, nada impide a este autor autobiográfico ocultarse
(humilde o arteramente) de la vista del público; ya hemos
mencionado el ejemplo de Julio César, autor de una
“autobiografía heterodiegética” (Genette,
Nouveau discours 72). Se trata, por supuesto, de casos bastante
excepcionales.
En una obra de ficción, el escritor es el
creador tanto del discurso como de la acción. Ya hemos visto
(3.3.1.1 supra) que puede presentarse como tal (autor-narrador) o
transformarse en mayor o menor grado en un narrador ficticio, adoptando
una personalidad o actitudes diferenciadas de la enunciación
autorial implícita. Pero por mucho que se oculte siempre queda
una huella de la presencia del autor: nada menos que el conjunto del
texto, interpretado como un indicio, teniendo en cuenta las leyes
genéricas, el momento histórico de su producción,
las convenciones sociales habituales, etc.; se constituye así la
figura que llamábamos autor textual. Repetimos: el autor textual
es el producto de una interpretación; es una construcción
del lector a partir del texto. El lector de una obra conoce en
principio al autor textual, y no necesariamente al autor; intenta fijar
los valores y la intención del autor, pero en tanto se limite a
la obra en sí sólo alcanzará al autor
textual.
El autor textual es un ser de papel, una entidad
mental; el autor, en cambio, es un ser de carne y hueso. No se
encuentra paralizado en una actitud, al menos téoricamente,
mientras está vivo. Sus creencias, ideología, etc. pueden
ser contrarias a las del autor textual de sus escritos, ya por una mala
interpretación del lector (un fracaso en la comunicación)
ya como resultado de una estrategia retórica deliberada (3.3.1.2
supra). En resumen: el autor textual no es simplemente la
manifestación espontánea del autor real. Por una parte
tiene algo de estrategia compositiva, comparable al narrador ficticio o
al personaje. En este sentido es parte del estilo del autor. Por
otra, es un producto del trabajo de la interpretación, y
“pertenece” así en cierto modo al lector tanto como
al autor real. No debemos olvidar que el autor real no se puede
manifestar en la obra en tanto que tal: lo hace por definición a
través de su imagen textual.
No es que el autor real escape totalmente a una
condición textual. Entra en su conocimiento un elemento de
interpretación; la imagen los autores del pasado, sobre todo, se
refracta a través de la interpretación histórica.
Pero aun en este caso el autor escapa a los límites de la obra:
es una multiplicidad de discursos la que los manifiesta, desde el
horizonte ideológico de su época hasta otras obras o
documentos, en el caso de autores del pasado, o la interacción
comunicativa, el reportaje o el debate en el caso de los autores vivos.
Entrevistas, conferencias, prólogos, son modos de
manifestación “extrínseca” que pueden
condicionar la actitud de los lectores. Así, Bronzwaer
(“Implied Author” 10) ve en las lecturas públicas de
Dickens un deseo por parte del autor de reducir la distancia entre
él y el público. El Dickens-lector no estaría sin
embargo suprimiendo al Dickens-autor textual, sino que más bien
estaría encarnando el papel de éste ante un
público físicamente presente.
Pero el autor real es más que una estrategia
o efecto retórico. Es un estratega, el responsable último
de la construcción de la obra, de buena parte de su valor
estético e ideológico. Todo lo que el lector conoce
de la obra, todo lo que ve, lo hace en última instancia a
través del novelista, que es quien ha diseñado los
recursos de presentación de la acción y de
instalación del lector en el texto (cf. Pouillon 25). Esto nunca
ha dejado de reconocerse: después de todos sus
diagnósticos de “eliminación” o
“extinción” del autor, un crítico tan
inmanentista como Friedman (“Point of View” 130) afirma que
se trata sólo de técnicas elegidas por el autor.
Aquí habría que matizar que esa elección puede ser
consciente o deliberada en muy diverso grado; pero queda en cualquier
caso bien patente que sólo es el autor textual quien desaparece
para Friedman: el autor real es tan sólido como siempre en su
teoría. Weimann insiste enérgicamente en la necesidad de
tener en cuenta las circunstancias reales e históricas de la
enunciación para dar cuenta de los fenómenos formales de
la obra literaria, en oposición a los New Critics que no pasaban
del nivel del autor textual: “Sie haben die Wahl der Perspektive
auf ein erzähltechnisches Problem reduziert und die mit der
Wirklichkeit verbundene ‘Ich-Origo des Erzählers’ den
‘fiktiven Ich-Origines der Gestalten’ aufgeopfert”
(“Erzählerstandpunkt” 370). Los modos de
enunciación son para Weimann, como para la crítica
materialista en general, producciones histórica y socialmente
situadas.
No sólo es relevante la relación del
autor a la obra: es la relación del autor con la realidad la que
determina la forma de la narración. Un autor puede desconocer su
manera de relación con la realidad (ya según observa
Perry 191, poco sospechoso de afinidades marxistas o freudianas); no
todos sus recursos tienen que ser, ni pueden ser, deliberados, y
corresponde al crítico formular la visión del mundo del
autor, o la relación entre ésta y la realidad. La
ideología de la obra no es un objeto bruto ni algo ya dado, sino
que debe ser interpretada o desvelada mediante el trabajo de la
lectura; es una relación interpretativa entre autor, obra y
lector.
3.4.1.2. Expresión, creación, comunicación. Teorías de la competencia modal del autor.
Gran parte de la poética tradicional puede leerse como una serie
de intentos de definir la competencia del autor en tanto que sujeto del
discurso de ficción. Dos tipos de autores, o dos perspectivas
contrapuestas sobre la creación, distingue la crítica ya
desde la Antigüedad. Platón nos presenta al primer tipo,
con bastante ironía:
the poet is a light and winged and holy thing, and there is no
invention in him until he has been inspired and is out of his senses,
and reason is no longer in him: no man, while he retains that faculty,
has the oracular gift of poetry. (Ion 15)
Longino (Sobre lo sublime, caps. X-XI) también nos presenta un
poeta fuera de sí, arrebatado por su propia creación. A
su vez, el entusiasmo del autor contagia y arrebata al público.
Por su parte, Aristóteles insistirá en la posibilidad de
otro tipo de poeta, el hombre de poder creativo superior:
[e]l arte de la poesía es propio o de naturales bien nacidos o
de locos; de aquéllos, por su multiforme y bella plasticidad; de
éstos, por su potencia de éxtasis. (Aristóteles,
Poética 1454 b).
Ni la plasticidad ni la potencia de éxtasis son realmente
apreciadas por Platón. En él tenemos el ejemplo
arquetípico de suspicacia ante el poeta por su falta de
“seriedad” intelectual, y por su capacidad de
perturbar los sólidos conceptos y valores aceptados, los
límites establecidos. El poeta adopta roles enunciativos
diversos, escapa a su identidad. Es un perspectivista, como lo es el
pintor, que no presenta las cosas como son, sino como se ven. Y la
perspectiva es engañosa para un esencialista como Platón,
que sólo acepta la visión total (República X,
280).
Frente a las teorías inspiracionalistas
corrientes en su época, Aristóteles insiste en el lado
artesanal y laborioso de la creación literaria. La poesía
no es un instinto, sino una capacidad o arte. La poesía puede
ser reducida a método y enseñada. Aristóteles
parece querer refutar la idea de inspiración ignorándola.
Sin embargo, Aristóteles nos habla de la influencia que tiene en
la creación la naturaleza del poeta. Este es un hombre
especialmente dotado para penetrar en la experiencia ajena. La
obra ha de poseer, además, un valor cognoscitivo; revela
cualidades universales o tenidas por tales en la cultura del poeta:
then it seems that from this larger perspective the artist may once
again come to be seen as a medium through which the operations of
natural and greater forces are channelled. Inspiration, it could be
argued, has been naturalized within the Aristotelian view of art.
(Halliwell 92)
En la antigüedad no existe la noción de literatura como
expresión de la individualidad del autor. Hasta el poeta
inspirado habla de la realidad, no de sí mismo. Hoy no podemos
librarnos totalmente del concepto romántico de
imaginación creadora, ligado a la subjetividad que el poeta nos
expresa. El concepto de arte presente en Aristóteles, por
el contrario, no es subjetivo, y sólo limitadamente creativo. El
arte nos presenta una visión de la realidad compartida por
todos, y no la experiencia interna; una realidad externa que se
mimetiza, y no una experiencia interna que surge de la actividad
creadora del espíritu (cf. Halliwell 57 ss).
La influyente tradición horaciana
también insiste sobre la labor consciente del poeta y la
elaboración cuidadosa. Para Horacio, el poeta puede tener
cualidades benéficas enseñando y agradando a los
lectores; pero abundan los malos poetas que importunan a los
demás insistiendo en que oigan sus versos: el poeta es un ser
ávido de aplausos (Odas II. i) y el hombre prudente se
asegurará de la calidad de sus versos antes de atreverse a
publicar, tanto con la reflexión y autocensura como con el
auxilio de opiniones más imparciales (Epistola ad Pisones,
versos 366 ss; Odas, II. ii).
Una postura u otra son con frecuencia erigidas en
exclusiva, y con razón; el poeta ha de hablar fuera de
sí, ya sea en nombre de los dioses o en empatía con el
cosmos, o meditadamente, bajo su propia responsabilidad.
Un interés especial por la psicología
de la creación (así como de la recepción) se
despierta a partir del el siglo XVII. Los empiristas ingleses se
interesarán por el papel de la memoria, la asociación de
ideas, la imaginación, etc. Bacon (The Advancement of Learning
192) declara que la literatura no tiene un origen racional sino
volitivo: es una especie de satisfacción compensatoria de los
deseos irrealizables. Para los críticos de la
Restauración y el siglo XVIII, la creación literaria es
esencialmente una tensión entre imaginación y
razón: la imaginación como el deseo pugna por
desbordarse, la razón y las normas socialmente aceptadas (el
“decoro”) la circumscriben a sus justos
límites.
Con la teoría materialista de la
creación desarrollada por Hobbes en el siglo XVII las
teorías inspiracionalistas tocan fondo. Para Hobbes
(“Answer to Davenant’s Preface to Gondibert” 214)
todo el proceso creativo deriva de la memoria de una manera casi
mecánica; no hay ningún elemento misterioso por el
camino. Hobbes ve en la poesía un fenómeno plenamente
racional; valora la sabiduría y la razón más que
la supuesta inspiración, en la que el poeta hablaría como
un mero instrumento de una voluntad ajena, “like a
bagpipe”. La literatura en ningún caso podrá ser
descubrimiento o intuición: el escritor no debe tratar de
expresar más que aquello que comprende perfectamente. Este es un
principio eminentemente neoclásico: los poetas deben refrenar su
fantasía mediante la razón, “stoop to what they
understand”.
Basándose en las ideas psicológicas de
Locke, Addison (On the Pleasures of Imagination II, 290) define la
labor del escritor como una como una creación de imágenes
que se contraponen en el proceso de percepción a los objetos
reales. El autor no copia estos objetos, sino que los idealiza,
orientando así la atención del lector. Por supuesto, el
lector debe tener una determinada capacidad de seguimiento en cuanto
que ha de ser capaz de experimentar las asociaciones de ideas que el
autor desea evocar (cf. 3.4.2.2 infra). Hume y Hartley también
utilizan el asociacionismo para explicar el placer producido por el
arte. Este principio psicológico no se abandona, como atestiguan
la influencia en el siglo XX de conceptos como el monólogo
interior o la rememoración proustiana.
A la vez que esta psicología de la literatura
se desarrolla en el siglo XVIII el discurso crítico sobre el
genio poético. La imitación, la sujeción a una
tradición dejan de ser el ideal: el genio debe ser creativo,
original. Las virtudes del genio son la pasión, la
emoción, el éxtasis.
We arrive then at the idea that a poetry of emotion “cannot with
strict propriety be called an art of imitation” [Burke]. As other
writers of the time were putting it, poetry, along with music, is a
kind of passionate “expression”. (Wimsatt y Brooks 300)
Podemos ver un anuncio prerromántico cuando Dennis proclama el
valor estético del “entusiasmo”, una pasión
poética “whose cause is not comprehended by us” (The
Advancement and Reformation of Modern Poetry 275). El Romanticismo
invertirá los términos del razonamiento
neoclásico: es la poesía la que trabaja al borde de la
incomprensión colonizando así nuevos terrenos para la
comprensión. El arte, y sobre todo la literatura, es el medio de
expansión y vitalización del lenguaje humano, de las
categorías perceptivas que nos permiten entender la
realidad. No será éste una actividad conceptual,
sino un trabajo que va desde las emociones a la expresión
lingüística: “The poet thinks and feels in the
language of human passions” (Wordsworth, “Preface”
440). La poesía no pretende ser una comunicación de
ideas, sino de emociones. Más exacto es decir que es “the
spontaneous overflow of powerful feelings” (441), una
expresión de emociones que se vuelven comunicativas
accidentalmente. El autor ignoraría totalmente al lector
en la composición; compone para sí, y el papel del
público es una especie de intromisión. La
lírica, a la que se ha llamado la comunicación
“yo-yo” (Lotman, cit. por Segre, “Principios”
29) es la literatura por excelencia. El planteamiento de Mill es el
típicamente romántico: lo narrativo presupone un
público, y es una forma de arte posible, pero ciertamente
inferior a la lírica (537). La unidad de una obra
romántica será una unidad emocional,
“orgánica”, no una unidad formal,
“mecánica”; todo en la obra es uno porque todo es
expresión de la subjetividad del autor. Una subjetividad vivida
como proceso vital, y no como intencionalidad. Una forma
mecánica es la traducción de un concepto previo, una
forma orgánica nos permite asistir al nacimiento de un nuevo
concepto que es a la vez intuición. El romanticismo no valora la
idea preestablecida, sino la idea que se encuentra, la idea a la
que se llega. Esta noción de la escritura como
exploración (y los corolarios que de ella se derivan) sigue viva
en nuestros días, aun en las posiciones más lejanas al
romanticismo y el individualismo. En el siglo XIX tendremos el
culto al estilo y al mundo propio creado por el escritor, un mundo que
es una extensión de su yo, que le revela. Todo en la obra es
símbolo de su autor; con el romanticismo hay “a
general turn of interest from the external world to the knowing and
expressing subject”.
La creación es para los románticos el
producto de un principio espiritual activo en la mente humana, la
imaginación, que no se somete a las leyes mecánicas
supuestas por los empiristas. La imaginación es un
principio organizador de la experiencia: armoniza las cualidades
opuestas, el caos de los impulsos contradictorios. La
imaginación, presente en toda mente humana, está presente
en grado sumo en la mente del artista. Para Shelley, “[p]oetry is
the record of the best and happiest moments of the happiest and best
minds” (511); la comunicación de esta experiencia
única al lector es el objeto de la literatura.
Según Croce, toda creación literaria
es la objetivación del ego mismo del autor, “an
objectification in which the ego sees itself on the stage, narrates
itself, and dramatizes itself”. Para Freud, el escritor
satisface impulsos eróticos imposibles de realizar en la vida
real creando una vida imaginaria, en la que sublima sus impulsos. El
artista es en cierto modo un neurótico, pero un neurótico
que alivia su neurosis, algo que no suele hacer el común de los
hombres, que son igualmente neuróticos.
Pero otra visión del autor se perfila al
menos desde Samuel Johnson. Es el ideal de objetividad del autor. El
autor es, evidentemente, un ser limitado y encerrado en su
subjetividad. Pero su virtud está en ensanchar su visión
más allá de su yo, liberándose de limitaciones que
entorpezcan su visión, conociendo la variedad de la realidad
humana y aproximándose a los intereses de la generalidad de los
hombres, haciendo su obra universal y representativa.
He must write as the interpreter of nature, and the legislator of
mankind, and consider himself as presiding over the thoughts and
manners of future generations; as a being superior to time and place.
(Rasselas X, 62)
El realismo del siglo XIX no se halla tan lejos de
la sensibilidad romántica. Si el poema romántico requiere
una sensibilidad especial, la novela realista necesita de un observador
que dé fiel cuenta de su visión de la realidad. George
Eliot es un buen ejemplo. En un famoso fragmento en el que define su
noción de realismo, comienza con una declaración de que
el novelista está sujeto a la verdad, “obliged to keep
servilely after nature and fact”. Pero inmediatamente define
cuál es esa verdad:
I aspire to give no more than a faithful account of men and things as
they have mirrored themselves in my mind. The mirror is doubtless
defective; the outlines will sometimes be disturbed; the reflection
faint or confused; but I feel as much bound to tell you, as precisely
as I can, what that reflection is, as if I were in the witness-box
narrating my experience on oath. (Adam Bede XVII, 221)
Como vemos, es una postura no tan objetivista como se interpreta a
veces: el autor no nos muestra las cosas “como son”, sino
tal como se le aparecen. La veracidad que debe asegurar el escritor
realista consiste en representar adecuadamente su visión. Si no
la distorsiona deliberadamente, la veracidad de su visión
está asegurada, pues según el pensamiento idealista es el
hecho mismo de su visión lo que constituye la objetividad
histórica que el poeta debe recoger.
En algunos pensadores este hecho adquiere tintes
místicos. Si el subjetivismo romántico es sólo una
apariencia, un vehículo es porque el poeta está guiado
por fuerzas superiores a su individualidad. No es sólo el poeta
quien habla: es la naturaleza la que habla a través de
él, la conciencia secreta de las cosas la que se expresa en su
creación. Para Coleridge (Biographia XV,176 ss), toda
creación es una objetivación del espíritu del
autor. Cuanto más lograda esté esta objetivación
mejor será la obra. Esta idea va más allá del
simple expresionismo romántico, y reduce al absurdo el rechazo
hacia el uso de narradores o máscaras irónicas que se
encuentra en Samuel Johnson (Edinger 167) o F. J. Furnivall. Para
T. S. Eliot el autor forja su personalidad artística mediante
una especie de renuncia a su personalidad, a los elementos más
enfermizamente originales de su obra. El progreso
artístico es para Eliot una labor de despersonalización:
el escritor se inserta en una tradición, y aprende a mantener su
individualidad al margen de sus escritos. Durante el proceso de
composición este hecho se manifiesta en la autocensura, la
corrección, la revisión que el escritor hace de su obra,
una actividad que divide su personalidad entre creador y crítico
(“The Function of Criticism” 30).
Como señala Richards, el objeto de la
“despersonalización” del artista, su
“objetividad” o su “impasibilidad” es la
obtención de una mayor eficacia comunicativa. El artista es una
persona capaz de concebir y objetivar experiencias especialmente
valiosas y por tanto dignas de ser conservadas y comunicadas
(Principles 20, 149 ss). La comunicabilidad exige una cierta
normalidad, por parte del artista: “the least eccentricity on his
part (...) will be disastrous” (151). Semejante objetividad
parece por definición inalcanzable, a no ser en un grado
limitado. El poeta puede llegar a ser el portavoz de un grupo, de una
nación, de una clase social, de una ideología, de un
credo humanista o religioso. Pero nunca alcanzará la objetividad
total; si lo hiciese, quizás callaría en lugar de
escribir. El psicoanálisis y el marxismo han insistido en los
condicionamientos del escritor: condicionamientos psicológicos y
sociológicos, respectivamente.
Una actitud relacionada con esta objetividad del
autor es el requerimiento de que cree personajes
“objetivos”, con una individualidad reconocible y no
evidentemente guiada por el artista. La novela debe revelar una
conciencia, la del personaje, que sea tan compleja y
“respetable” como una persona real. El autor que falsea la
psicología de sus personajes comete un crimen capital. La
apariencia de objetividad es crucial. El New Criticism
llegó a hacer formulaciones exageradas del principio de
objetividad. En lugar de contemplar la obra como un objeto procedente
de un acto discursivo, la contemplaba como un objeto en sí,
independiente de la subjetividad del autor y del lector. Este
distanciamiento, como muestra el psicoanálisis, es siempre
problemático.
La crítica psicoanalítica descubre
bajo la intencionalidad y el elemento consciente de la obra un
núcleo de fantasía inconsciente. Ya hemos
mencionado el efecto catártico de la creación. Para
Edward Bullough, el distanciamiento estético hacia las propias
obsesiones ya es de por sí una forma de catarsis para el
artista. En la objetivación de esas obsesiones hay un
aspecto de liberación, de satisfacción de impulsos
reprimidos, como ha insistido el psicoanálisis. Freud ve
el origen de este distanciamiento en una maniobra de autocensura
psíquica ante el carácter prohibido de muchas de las
fantasías narradas. La forma más evidente de catarsis
mediante la creación es la proyección de los deseos del
autor sobre el héroe pero hay satisfacciones menos obvias.
Hay así una tensión entre la identificación
elemental del ello con lo fantaseado y la reacción contraria del
yo. La obra misma se origina en una tensión subyacente, y parte
de su papel es resolverla o aliviarla. Toda objetividad, nos
vuelve a decir el psicoanálisis, es parcial y aparente. La obra
literaria manifiesta de cualquier modo el yo escondido del autor; es
una “autobiografía profunda”. que
adecuadamente interpretada revela la personalidad del autor mucho
más radicalmente que las biografías usuales. El
psicoanálisis desmitifica en gran medida la personalidad del
creador literario al describir su actividad como una acción
indirecta sobre la realidad, una acción que es un retorno
parcial tras una huida inicial (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 277). El autor tiene mucho de
narcisista que se rebela ante la realidad frustrante. Pronunciando
palabras, crea imaginariamente sus referentes y modela así su
propia realidad (cf. 3.2.1.8 supra). Este hecho ya había sido
señalado en relación a la novela por Hegel, que
veía en ella “eine subjektive Epopee, in welcher der
Verfasser sich die Erlaubnis ausbittet, die Welt nach seiner Weise zu
behandeln”. Aún más: modelando al autor
implícito, modela su propio yo, de una manera que a veces
repercute directamente en su vida social, por la imagen peculiar del
autor que es la que circula y le populariza. El autor, y no
sólo la obra, puede ser dominio público. Esto no sucede
en todos los casos. Sin embargo, en el plano de la psicología
individual, la modelación del propio yo parece ser inherente a
la creación de una ficción narrativa:
Las más de las novelas, especialmente las que podríamos
caracterizar como de acción, deben ser consideradas como
formaciones reactivas del autor: en ellas “se hace”
simplemente lo que el autor no puede hacer. La trama de la
narración se constituye por así decirlo en la imagen
inversa de la vida misma del narrador. Por lo pronto, la
inversión más saliente es la de sujeto pasivo frente a
sujeto (fantaseado) activo. (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 309).
Otras veces la relación es menos directa. Pero en general los
distintos personajes representan distintas pulsiones en lucha en el
inconsciente del autor (cf. Frye, Anatomy 216). En este sentido es
evidente la necesidad de que el autor sepa diferenciarlos de su propia
individualidad, objetivarlos de modo que no parezcan marionetas.
La transvaloración experimentada en la
vivencia imaginaria de la acción es, por tanto, la forma
primitiva de la gratificación fantástica, y la que es
transmisible al lector. Observemos que esta satisfacción es el
caso primitivo y no marcado de la narración ficticia. En formas
literarias más elaboradas, como la novela psicológica o
naturalista, la acción no suele ser un objeto claramente
deseable, y por tanto no cumple esa función de modo tan directo.
Allí la identificación del autor o del lector ya no se
proyecta tnato hacia el personaje como hacia el narrador. En
géneros más complejos, el objeto de la
identificación va en cierto modo escalando estratos en nuestro
esquema de la estructura narrativa: el autor textual es el
límite en el que tiene sentido el concepto de
identificación, aunque no hay que descartar el elemento de
reelaboración reflexiva del yo mediante el proceso creativo de
lectura (identificación del lector con la imagen del lector
implícito por él construida).
La gratificación narcisista de la escritura
no termina en la identificación con los diversos sujetos
textuales. En tanto en cuanto esta realidad posee un valor moral,
cognoscitivo o artístico para la comunidad, el artista
habrá actuado realmente sobre el mundo, a través de su
actuación fantástica. El autor se ha divorciado en cierto
modo de su identidad social por el hecho de escribir: la sociedad
recaptura esa palabra para los fines de la comunicación
colectiva, y simboliza esta reconciliación mediante el acto de
honrar al escritor y hacer de él un personaje (Barthes,
“Style” 4). De otro modo, los premios literarios
deberían darse al autor textual, y no al autor real. Aceptando
la obra como suya el escritor se reintegra a la sociedad. Así
pues, satisface doblemente sus impulsos narcisistas, mediante la
creación y mediante el reconocimiento social de su obra
manifestado en la admiración del público, los premios o
el mero hecho de la publicación. El escritor creativo
necesita al lector, necesita saberse en contacto con un público:
de otro modo “el escribir llega fácilmente a ser una
rutina profesional desenvuelta en el vacío, y, más que un
soliloquio, el discurso de un demente, sin engarces con el mundo
exterior; en definitiva, una actividad desprovista de sentido”
(Ayala, “Para quién escribimos?” 182). No
habría que olvidar, sin embargo, los aspectos lúdicos de
la escritura, como de cualquier otro tipo de creación (Freud,
“Creative Writers” 749). En este sentido la escritura puede
ser también una actividad que se justifica a sí misma,
con un circuito social virtual limitado a su función en la
economía psíquica del autor.
El proceso de escritura supone un compromiso entre
distintos impulsos de la psique. Resultará práctico
distinguir el impulso creador, quizá ligado al ello, del impulso
crítico y censor, ligado al super ego. Milic ha mostrado
cómo la participación mental consciente del autor durante
el proceso de composición es más importante en el rol de
crítico (Milic 80 ss), y cómo los rasgos
estilísticos más permanentes son aquéllos que
más escapan a la atención consciente del escritor (85).
De ello se deriva que los rasgos más permanentes e inconscientes
son útiles para caracterizar el conjunto de la obra de un
escritor, y los rasgos variables y conscientes la intencionalidad
autorial en una obra determinada (89). Las “metáforas
obsesionantes” y los “mitos personales” de Mauron son
rasgos imaginales y temáticos del primer tipo.
Naturalmente, estos rasgos se han de identificar sobre el telón
de fondo de los usos normales y tradicionales de las imágenes y
mitos; sólo así se caracterizan como individuales.
El marxismo coincide con el psicoanálisis en
la medida en que ve en la fantasía y la creatividad del poeta
una forma de relación con la realidad, más que una mera
evasión. Para el marxismo, la obra de un autor siempre
será reveladora en otro sentido: es un síntoma del lugar
ocupado por el autor en los conflictos sociales de su época.
Esto no quiere decir que el autor esté determinado por la
ideología de su clase. Engels recalca precisamente, al definir
su noción de realismo, que el autor puede llegar a resultados
que contradicen sus propias opiniones políticas (cit. en Fokkema
e Ibsch 112). Así pues, el autor textual no tiene por qué
compartir la ideología del autor real: son conocidos en este
sentido los análisis marxistas de la obra de Dickens o de Balzac
(ver Hawthorn 85). Otra manera de exponer este hecho que puede ser
más adecuada en muchos casos es identificar una fisura en la
obra entre lo conscientemente expuesto y lo inconscientemente
dramatizado (aquí inconsciente no tiene tanto el sentido
freudiano como el sentido de que muchos fenómenos sociales son
experimentados como condiciones de existencia o presuposiciones, no
como representaciones conscientes).
Como apunta Pierre Macherey lo que un autor
calla es tan revelador como lo que dice. Así pues, para un
determinado tipo de interpretación marxista, un autor escribe
siempre en cierto modo de manera objetiva en el sentido de que expresa
espontáneamente una ideología, y no puede escapar de esta
necesidad de representación como no puede escapar de la
sociedad. Toda actuación discursiva tiene lugar desde una
determinada posición social; como señala Luce Irigaray
con respecto a la interacción entre lenguaje y diferencia
sexual, el discurso nunca es neutro. Muchas teorías,
de Platón a Sartre, han señalado la responsabilidad
social del escritor. Los peligros potenciales que presenta la
poesía son para Platón una razón suficiente para
exigir en su República ideal una completa sumisión de la
poesía al Estado. Hay que garantizar la responsabilidad social
del poeta, coartando su libertad mediante la censura, todo en bien de
la comunidad. Se pide al poeta que proporcione ficciones que puedan
traducirse en realidades sociales deseables. Esta actitud es
común al platonismo, a los defensores del “realismo
socialista” o a cualquier teorizador que haga una
interpretación primordialmente moral o política de la
literatura (así por ejemplo las formas más elementales de
la crítica feminista hoy en día).
Milton veía en los poetas a los enemigos del
despotismo; tienen una clara misión cívico-religiosa:
educar al pueblo en las virtudes de las libertades públicas y la
verdadera religión. También esta idea del autor como
predicador es recogida por la crítica política,
marxista de nuestro siglo. La obra hace algo más que
reflejar la realidad: la comenta (Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 382); y el autor debe hacer algo
más que observar adecuadamente la realidad: debe instar a
transformarla.
El marxismo ve en la literatura una parte de la
superestructura que es en última instancia determinada por la
realidad económico-social. El autor adopta una posición
ideológica, ya sea consciente o inconscientemente. No es un
creador, sino un productor. No crea a partir de la nada, sino que su
labor se define como la transformación de unos materiales
preexistentes (Macherey 68). Para Walter Benjamin, la toma de
conciencia del autor debe traducirse no sólo en el contenido de
su mensaje, sino también en la forma en que llega al
público: el autor debe reconocer que, si quiere ser influyente
ideológicamente, su producto habrá de llegar a un
público amplio. La labor del artista ha de tener en cuenta la
manera en que su obra llega al público. Walter Benjamin se
interesó especialmente por la explotación
artística de los mass media, y Bertolt Brecht insistía en
la necesidad de destruir las formas tradicionales del arte para crear
una forma polémica, que reclame la actividad reflexiva del
espectador y le haga tomar conciencia de la necesidad de adoptar una
postura política.
Con frecuencia, sin embargo, se ha señalado
el peligro que supone para el artista una intención deliberada,
como es el compromiso político. Para Goethe (cit. en V. Hall
165), el artista comprometido deja automáticamente de ser
artista. El artista puede estar comprometido como hombre, pero su
visión artística debe estar libre de objetivos
inmediatos. Esta teoría no excluye la efectividad
política o moral del arte: podríamos decir con Benjamin
Constant que el arte auténtico no tiene objetivo, pero que sin
embargo lo alcanza.
Es muy corriente que el autor se sitúe en
cierta medida al margen de su comunidad. Es conocida la figura del
escritor exiliado que sin embargo no cesa de incidir en sus escritos
sobre la sociedad de la cual ha escapado, e incluso ve en el exilio una
circunstancia favorable a su creatividad. Tanto Joyce como
Beckett son ejemplos de escritores autoexiliados, irlandeses fuera de
Irlanda por motivos tanto vitales como artísticos. Otra posible
obligación del autor iría dirigida no a la comunidad,
sino al lector individual, en tanto que receptor. El autor debe ser un
autor competente, de manera que el lector no se arrepienta de haber
perdido su tiempo y dinero con el libro. La incompetencia narrativa se
tolera en el narrador ficticio, pero nunca en el autor real (Pratt 166,
173). Hemos llamado competencia literaria al conjunto de normas de
naturaleza variadísima que permiten a un autor y a sus lectores
ser copartícipes en el fenómeno literario. La competencia
literaria activa del autor es el correlato necesario de la competencia
literaria pasiva del lector en la comprensión del texto ,
—aunque la competencia del lector no puede reducirse a este papel
pasivo, pues leer, y sobre todo interpretar, es más que
comprender.
Cada tradición literaria concretiza de modo
determinado la competencia literaria del autor; se definen reglas a
respetar o a romper, objetivos a cumplir, etc.—protocolos
pragmáticos de actuación en un género o
ámbito dados. La cortesía del autor puede estar
más o menos definida en una tradición determinada. En
cierto pasaje de Barchester Towers Trollope anticipa a su lector el
final de la novela, renunciando explícitamente a
engañarle con el suspense planteado. Como todo en literatura, la
competencia modal del autor se puede instrumentalizar y devenir un tema
literario.
El uso de la palabra por parte del autor
también va más allá de la comunicación, y
más allá de la expresión o catarsis. A
partir del romanticismo se insiste en que la escritura es
también una manera de conocimiento, una manera de fijar
intuiciones o experiencias que no son comúnmente accesibles
fuera de la experiencia literaria. El autor no comunica un
sentido preestablecido, sino que su misma creación le lleva a
descubrir ese sentido (Bradley 745). Por tanto, la escritura es una
praxis, y no sólo en el sentido de hacer, sino también en
el de hacerse. La literatura no es una excepción al uso general
del lenguaje, en el que el hablar significa comprometerse (Searle,
Actos 201). Y la acción verbal no sólo nos define frente
a los demás, sino también nos ayuda a descubrirnos a
nosotros mismos: “By speaking with another person, we not only
reveal ourselves to him—be he friend or foe—but to
ourselves as well” (Ingarden, “Functions” 391). Esto
sucede en un grado máximo en ese uso especial de la palabra que
es la creación literaria.
El proceso de composición puede tematizarse,
e incluso afectar decisivamente como tal tema a la estructura narrativa
de la obra. Frye (Anatomy 267) define dos actitudes básicas del
autor a este respecto. Puede presentar la obra como algo ya hecho, un
perfecto objeto acabado, a la manera de Henry James, por ejemplo. O,
por el contrario, dejar entrar al proceso de creación a formar
parte de la obra: es la postura de Sterne. Por supuesto, todo esto se
puede hacer de muy diversas maneras. No es sólo la
creación real la que puede dramatizarse: puede
presentársenos el proceso de creación ficticia de la obra
(que es lo que de hecho sucede en Tristram Shandy) tendiendo
referencias más o menos explícitas a la creación
real. Son formas tanto más complejas del hacer y del hacerse del
sujeto literario.
3.4.1.3. Más allá del autor
Hemos visto que está generalmente aceptada la idea de que la
intención del autor no es suficiente para dar cuenta de la obra.
El marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo insisten de
modos diversos en aspectos inconscientes de la creación,
subrayando el hecho de que es legítimo ver en la obra una
creación supraindividual, cuyos condicionantes e implicaciones
van por tanto va más allá de su autor individual. Y no es
que sea preciso acudir a estas escuelas, que ejemplifican bien lo que
H.-G. Gadamer ha llamado la “hermenéutica de la
sospecha”, para ir más allá del sentido consciente
e intencional. La Nueva Crítica ya había mostrado las
limitaciones del intencionalismo ingenuo. Incluso en pleno siglo
diecinueve y en pleno paradigma estético-humanista sobre la
literatura podemos encontrar una afirmación como la siguiente:
the highest function of the critic is to act as the interpreter of
genius, which, working under the impulse of its creative instincts, may
be, and we believe frequently is, unconscious of the deep truths
embodied in his own productions.
Y ya señalaba Samuel Johnson (“Preface to
Shakespeare”) que una obra no es simplemente el producto de la
intencionalidad de su autor, sino que es una confluencia del autor y su
época. (A esto añadiremos más adelante el papel
del lector y de su propia época histórica).
Si el psicoanálisis freudiano ya
pareció un cuestionamiento radical del autor, examinando las
condicionantes inconscientes de la creatividad, las escuelas
subsiguientes han acentuado aún más las determinantes de
la obra que desbordan al sujeto que se presenta como su autor. La
escuela psicoanalítica jungiana reacciona contra la
génesis individualista de la obra tal como fue concebida por
Freud. Las circunstancias personales de un autor no son suficientes,
según Jung, para dar cuenta de la creación. Para Jung
como para Freud, la creatividad es en gran medida inconsciente, y la
impresión de control consciente sobre su obra que tienen muchos
autores es una ilusión (815). La fuente de la obra es
esencialmente un complejo autónomo que se desarrolla al margen
de la intencionalidad del autor, un complejo autónomo que para
Jung está determinado en gran medida por factores
supraindividuales:
I am assuming that the work of art we propose to analyze (...) has its
source not in the personal unconscious of the poet, but in a sphere of
unconscious mythology whose primordial images are the common heritage
of mankind. I have called this sphere the collective unconscious to
distinguish it from the personal unconscious. (817)
Cuando una obra apela a impulsos o imágenes del inconsciente
colectivo, provoca una especial intensidad emocional, que arrebata
tanto al autor como al lector: “At such moments we are no longer
individuals, but the race; the voice of all mankind resounds in
us” (818). Los elementos poéticos y narrativos analizados
por la escuela jungiana, como los arquetipos de iniciación, el
cruce del umbral, la oposición entre símbolos de
régimen diurno o nocturno, de regeneración o de
decadencia estacional, etc. pertenecen al inconsciente
despersonalizado, a una función imaginaria del espíritu
humano que no tiene en los mitos o en la creación de los
artistas más que manifestaciones concretas.
El estructuralismo reaccionó contra el
psicologismo literario, herencia de la época romántica,
sobre todo tal como era practicado por críticos como Vossler o
el primer Spitzer. La misma noción de estilística estaba
alentada por un ánimo psicologista, bien patente en la famosa
frase de Buffon: “le style, c’est l’homme”.
Algunos enfoques interpretativos producto de la convergencia entre el
estructuralismo y el psicoanálisis han proclamado la
disolución del sujeto productor del texto ante los
métodos actuales de estudio del significado. El significado
sería estructuralmente anterior al sujeto, y éste emana
del proceso significativo como una estrategia interpretativa. Kristeva
distingue entre el análisis del nivel profundo del texto
(“geno-texto”) y el del superficial
(“feno-texto”). El sujeto no es único en el nivel
profundo, sino que es destruído o generado para generar sentido:
Esto nos permite decir que el semanálisis des(cons)truye el
signo y el sujeto (enunciados por el feno-texto) al hablar de ellos, y
abre un dominio en el que aún no se encuentran: el dominio donde
se aplican o se oponen las diferencias significantes
(“Semanálisis” 284).
Para este enfoque postestructuralista, el texto literario no tiene
sujeto; éste es un “yo vacío”, una mera
necesidad de las leyes del significante. El autor desaparece como
elocutor: queda reducido a ser el director de orquesta, y no el
compositor, de los significados textuales “To our way of thinking
the text is written through the author much more than it is written by
him”. Estas ideas no son completamente novedosas: ya fueron
propuestas el siglo pasado en el marco (más relacionado con la
cultura popular y menos con la gran tradición literaria) de los
estudios de literatura comparada. Para Veselovski, el talento
individual es prácticamente indiscernible entre la oferta y la
demanda masivas de argumentos, motivos, temas y fórmulas en el
mercado sociopoético. La conexión se encuentra,
naturalemente, en el formalismo ruso, que también minimiza el
papel de la individualidad creativa reaccionando contra el psicologismo
del XIX y estudiando las leyes supraindividuales que condicionan
la literatura. Era éste un raro punto de contacto entre
formalismo y marxismo.
Un antipsicologismo diferente se da en los New
Critics americanos: allí el papel del autor está limitado
a la composición, pero en el momento de la publicación el
autor pierde sus derechos sobre la obra, y su intención se
transforma en algo irrelevante. Está entregada a la libre
interpretación del público. Se trata por lo tanto de
más bien de un antihistoricismo más bien que de un
antiintencionalismo: la creación de sentido individual no
desaparece, sino que se remite al lector (Hawthorn 65). Al ser el
énfasis de los New Critics predominantemente estético, es
de hecho la intención que mejor unifique estéticamente la
obra (aun si es la del crítico) la que deviene relevante.
Como vemos, estas teorías son parciales
debido a su énfasis en una sola faceta del fenómeno
literario (la interpretación, el valor estético, etc.).
Hoy parece indispensable para una semiótica narrativa o
literaria no prescindir del estudio de la relación entre el
autor y su obra, teniendo en cuenta los presupuestos más amplios
establecidos por la confluencia del marxismo, el psicoanálisis y
el estructuralismo. Las estructuras supraindividuales descritas por
estas corrientes de pensamiento tienen su manifestación efectiva
y el principio de su transformación en la acción
individual. El estudio de la intención del autor es, por tanto,
perfectamente legítimo; simplemente habrá que renunciar a
imponerla como el sentido único de la obra, y encuadrarla en su
marco histórico para revelarla como síntoma o efecto y no
sólo como causa. También será relevante el estudio
de la intención que otros receptores han creído ver en el
autor. Así pues, la individualidad del autor siempre será
un tema de atención adecuado para los estudios literarios, pues
no hay división tajante entre la constitución del yo del
autor y la de sus imágenes literarias.
3.4.2. El lector
Si en la comunicacion narrativa es el autor el estratega, el lector es
quien declara válida la estrategia; el enunciatario es quien
ratifica la validez de los movimientos discursivos propuestos por el
enunciador; añade además una labor semiótica
retroactiva. En la narración literaria, el lector es el
último depositario de la actividad textual. Es
también el concretizador de la obra literaria (3.4.1.3 infra).
En algunas artes o géneros (música, teatro) puede haber
necesidad de un intérprete que actúe como mediador entre
el autor y el receptor, y efectúe una primera
concretización de la obra. En la narración, en
cambio, las figuras de receptor e intérprete se unen en una
sola: el lector es el primer y único concretizador de la obra.
Es de notar que la interpreta en dos sentidos: una
representación de una obra de teatro ya viene mediatizada,
interpretada, fijada en cierto modo, mientras que en la lectura de esa
obra o en la de una novela la recepción y la
interpretación no están compartimentadas de esta manera;
son simultáneas (Hawthorn 108).
La importancia del papel concedido a la actividad
interpretativa del lector ha ido creciendo continuamente en la
teoría literaria. La via media de Perry, según el
cual “the spectator, the listener, the reader, plays an active as
well as a passive rôle” (205) es, creemos, la más
recomendable para seguir: la concretización de la obra no es ni
un proceso mecánico ni una invención libre; lo mismo
puede decirse de la interpretación. Ya hemos visto la medida en
que la figura del lector textual actúa como mediadora en el
proceso de lectura. Será necesario en primer lugar delimitar al
lector real frente a esta figura textual.
3.4.2.1. El lector real frente al lector textual
Algunas teorías inmanentistas suprimen la diferencia entre
el lector real y el lector textual, al considerar que el papel del
lector ya está predeterminado por el texto. El lector real no
sería un sujeto relevante en la teoría literaria, y
ésta se ocuparía sencillamente del lector textual.
Pero el papel del lector no está predeterminado. Puede
enfrentarse activamente al texto, y rechazar los posibles roles que
éste le propone. Podemos descubrir en el lector textual “a
person we refuse to become, a mask we refuse to put on, a role we will
not play”. La crítica feminista ha insistido de
manera especial en la necesidad de una lectura alerta, resistente al
texto para evitar ser víctima de la ideología consciente
o inconsciente del mismo.
El lector real puede adoptar, pues, una actitud muy
diferente de la que asignamos al lector textual:” the reader does
not have to accept these attitudes in order to understand the text; he
does not even have to like the text in order to read it, and there is
nothing improper in reading a text and disliking it” (J.-K. Adams
37). De ello quiere concluir Adams la inutilidad del concepto de lector
textual (implied reader) para el análisis del texto. De este
razonamiento más bien se desprende lo contrario: sólo
identificando el rol que el texto le propone podrá el lector
oponerse a él. No tenemos por qué aceptar nuestro papel,
pero sí debemos saber qué papel se nos ofrece; si no,
difícilmente se podrá decir que hemos entendido el texto.
Para la lectura de textos que parten de presupuestos culturales
distintos a los nuestros, esta distinción es básica. Y un
completo rechazo de los roles propuestos por el texto es imposible, o
improcedente. No podemos considerar que es una buena lectura de la
Odisea la que rechaza el libro por no creer en la existencia de los
cíclopes, como no lo sería una que aceptase la veracidad
histórica de la épica. El lector debe asumir
hipotéticamente el papel de griego antiguo, en la medida en que
le sea posible, para una aproximación correcta al texto; el
distanciamiento crítico subsiguiente, imprescindible en la labor
hermenéutica, ha de medirse en relación a este
acercamiento.
Hemos mencionado en varias ocasiones la
negociación discursiva entre el lector y el narrador. J.-K.
Adams observaba que la resistencia a la retórica del narrador
fracturaba el acto de habla y ponía en evidencia esa
retórica. Debemos extender esta observación a la
situación comunicativa efectiva: de igual modo sucede en la
comunicación literaria entre autor y lector. Si el lector no
acepta identificarse con el lector textual en un grado adecuado, se
disloca la comunicación literaria, y queda revelada la
“literatura” del autor.
3.4.2.2. La competencia modal del lector
Poder: Como depositario último del intercambio textual, el
lector puede decidir sobre tal intercambio. No tiene la posibilidad de
prolongar el contacto, a no ser mediante la relectura, pues éste
viene ya dado por la naturaleza del texto, pero sí le
corresponde, en cambio, decidir si acepta o no establecer, interrumpir
o reanudar el contacto (cf. Lázaro Carreter, “La
literatura” 159-160). Puede seguidamente adoptar o no una actitud
cooperativa con los roles que el texto le ofrece: es la prerrogativa de
todo destinatario en el intercambio comunicativo (cf. Lozano,
Peña-Marín y Abril, 233).
Deber: En principio, el lector no tiene deberes. Es libre. Sin
embargo, si quiere participar con provecho en el intercambio discursivo
debe ser capaz de colocarse al nivel del texto, debe tener un
mínimo de imaginación y de inteligencia, y utilizar
su competencia para colaborar provechosamente con el texto. Podemos
también argüir que es deber del lector ante sí mismo
realizar una lectura placentera y crítica; como todo intercambio
comunicativo, la lectura es una actuación en el mundo y un modo
de (auto)construcción del sujeto.
Querer: En principio, el lector desea colaborar con el autor en la
comunicación literaria. Es decir, acepta las reglas de
comportamiento discursivo tal como las hemos definido anteriormente:
desea que la obra le divierta, que se construya un mundo coherente o
bien que se produzca un juego interesante con el lenguaje, etc (cf.
Booth, Rhetoric 125 ss). Los deseos del lector también juegan un
papel importante en el funcionamiento narrativo del discurso mediante
la identificación con los diversos sujetos textuales.
Está el problema de la
coordinación entre el deseo del sujeto y el orden social. La
teoría neoclásica introducía a este respecto el
concepto de justicia poética. El principal problema que plantea
ese concepto es una posible contraposición entre las leyes de
probabilidad aceptadas por el lector y sus propios deseos. Para Samuel
Johnson la justicia poética es esencialmente de un medio de
complacer al público, no de educarlo; es aceptable siempre que
no distorsione la verosimilitud de la acción (cf. Edinger 184).
Frente al moralismo de la crítica humanista
clásica, el esteticismo del siglo XIX resalta el placer
estético resultante de aceptar los valores de la propia obra.
Sirva de ejemplo una temprana declaración de Thomas Griffiths
Wainewright: “I hold that no work of art can be tried otherwise
than by laws deduced from itself: whether or not it be consistent with
itself is the question”. En la Nueva Crítica
estética del siglo XX se mantiene la preeminencia del enfoque
“intrínseco”, y un respeto casi religioso al
proyecto estético de cada obra, que no debería ser
distorsionado por un crítico en desacuerdo ideológico.
Naturalmente esto es una ilusión, y de hecho este criterio se
aplicaba a obras canónicas previamente seleccionadas por la
tradición; la función social e ideológica de la
crítica va más allá de respetar el proyecto
estético de la obra. La crítica ética y
política (humanista, marxista, feminista, etc.) ha vuelto con
fuerza en años recientes a afirmar la importancia del conflicto
ideológico en literatura.
Booth, por ejemplo, se opone al inmanentismo del New
Criticism, y señala que el lector no abandona sin más sus
creencias al enfrentarse a una obra de arte. La ideología, moral
e imagen del mundo del lector afectan sensiblemente a su lectura.
(Rhetoric 137 ss). El lector proyecta sus deseos sobre los personajes
de la obra, de manera semejante al autor (3.4.1.2 supra). Estas
maniobras de identificación, de simpatía y
antipatía, son la base misma de la narración. En la
narración clásica, son explícitas: el
interés principal suele consistir en un espectáculo de
alternativas morales de los personajes. En la narración
contemporánea desempeñan un papel más discreto,
aunque perviven de forma oculta (Booth, Rhetoric 83 ss, 129 ss).
Según Booth, estos procesos de identificación no se
realizan de una manera directa según las actitudes subjetivas
del lector, sino que son modelados en parte por la obra. Booth
señala que en el proceso de “suspensión voluntaria
de la incredulidad” al leer ficción, la retórica de
la obra debe llenar las lagunas dejadas por la retirada de las
creencias del lector. Las actitudes normales del lector hacia
determinado tema o tipo de personaje son así anuladas,
manipuladas o incluso invertidas (Rhetoric 112 ss). Conviene
quizá apuntar aquí que es labor de la crítica
desvelar estos fenómenos retóricos y éticos,
revelando la auténtica dimensión de la ideología
de la obra.
Saber: En general, el lector ha de tener conocimiento de los
códigos semióticos activados en la obra. Dichos
códigos son enormemente variados. De primera importancia es
comprender el idioma en que está escrita la obra. También
identificar correctamente el tipo de fenómeno discursivo de que
se trata: una obra de ficción no debe ser confundida con un
documento real, etc. Ya hemos hablado de la enciclopedia presupuesta en
el lector proyectado, así como de la compentencia literaria
(3.3.3.3. supra). Los conocimientos del lector real también
podrían describirse de esta manera. Naturalmente, varían
en cada lector real con respecto a los del lector textual y de otros
lectores. Toda enciclopedia es distinta, y ello hace que elementos como
la caracterización, la relevancia de los acontecimientos, la
temática fundamental y el efecto varíen de un lector a
otro (cf. Prince, Narratology 69 ss). Sólo hasta cierto punto es
calculable la medida en que se producirán las asociaciones
extratextuales deseadas. A la hora de explicar lecturas divergentes hay
que hablar, sin embargo, de grados de diferencia, y no de diferencias
absolutas. Tras la aparente divergencia de muchas lecturas se esconde
el resto del iceberg, la coincidencia fundamental que se da por
supuesta y no llama la atención.
Hacer: El lector procesa el texto (Prince, Narratology 103), y
actualiza o no actualiza los códigos que estructuran la obra, o
propone otros adicionales. Lotman ha señalado una importante
diferencia en el comportamiento semiótico (ideal) del autor y
del lector en la comunicación literaria:
El lector está interesado en recibir la información
necesaria con el mínimo gasto de esfuerzos (el placer obtenido
mediante la prolongación del esfuerzo es una posición
típicamente de autor). Por eso, si el autor tiende a aumentar el
número de sistemas de código y a hacer más
compleja su estructura, el lector se inclina por reducirlos,
dejándolos en un mínimo que a él se le antoja
suficiente. La tendencia a hacer más complejos los caracteres es
una tendencia de autor. La estructura en blanco y negro, de contraste,
es una actitud de lector. (Lotman 356-357)
Pero el lector no siempre es tan perezoso como sugiere Lotman. Sucede
esto sobre todo cuando trata con obras de arte consagradas o con obras
no artísticas que por alguna razón están siendo
leídas como artísticas, o bien en un contexto
institucional de lectura como es la crítica o la
enseñanza. En estos y otros casos el lector puede encontrar (o
crear) estructuraciones suplementarias aplicando códigos
diferentes a los previstos por el autor: así se producen
lecturas críticas, lecturas creativas, o bien lecturas
aberrantes. Por supuesto, también se da el caso de la
descodificación insuficiente, que no encuentra el código
pertinente para integrar los elementos de la obra en un sentido. Cuando
una lectura interactúa con otras y se pasa a evaluar su
adecuación, ya entramos en el terreno de la crítica
(3.4.2.5). Es en la crítica donde aparece con mayor claridad el
poder reconfigurador de la lectura, extrayendo un nuevo sentido de los
elementos estructurales de la obra y de la interacción de
ésta con el contexto cultural de la lectura.
3.4.2.3. El proceso de la recepción
Lo que hace el lector durante el proceso de la recepción no se
limita, sin embargo, a descubrir o descodificar un significado, sino
que consiste en aprehender activamente el conjunto de las relaciones
textuales y generalmente discursivas: el significado proposicional, las
modalizaciones que experimenta, las características
sintácticas, fonéticas, léxicas, el nivel
ilocucionario, la reconstrucción de los niveles inferiores,
etc. Hay aspectos aún más activos de la lectura,
sobre todo en tipos de lectura especializados como la
interpretación y la crítica. Hay un proceso más
básico de lectura que es una primera fase necesaria para ellos,
y al que normalmente se reduce lo que entendemos por leer en la
mayoría de los contextos. Pero aun este proceso básico de
lectura es dinámico e interactivo. De esta lectura básica
trataremos a continuación.
El lector no recibe pasivamente la obra, sino que
organiza y reconfigura lo que recibe; experimentando la obra en
diversos planos: representativo, valorativo, afectivo. A partir de las
señales visuales o fonéticas construye los signos
lingüísticos; a partir de éstos reconstruye el
discurso, las figuras de enunciación y los papeles que el texto
le asigna. Construye el relato a partir del discurso y la acción
a partir del relato, y esta reconstrucción de los niveles
profundos redefine los niveles superiores según el proceso ya
descrito. Podríamos intentar dividir las actividades del
lector durante la recepción en los aspectos representativo,
ético y afectivo mencionados, o bien en actividades
físicas y mentales (Klein 237) pero la frontera entre estas
experiencias no existe: así, el aspecto físico de
actividades como la percepción o la verbalización obedece
estrechamente a aptitudes adquiridas mecánicamente mediante la
sujeción a un código de significación, que es de
naturaleza mental. Ni siquiera en este sentido limitado es la
recepción un proceso mecánico: la obra requiere toda una
personalidad culturalmente definida para su comprensión y
efecto. Las características de este proceso no son, por
supuesto, exclusivas de la literatura ni de la narración: se dan
en todo tipo de comunicación discursiva (Pratt 154). Sólo
algunas de las estructuras proyectadas durante el procesamiento de un
texto narrativo, como las de la acción y el relato, se refieren
a la narratividad del texto o a su literariedad.
Richards (Principles 90) propone describir el
proceso de lectura de un poema en seis fases, que corresponden a seis
fenómenos psicológicos diferentes que se dan en esa
lectura:
I. The visual sensations of the printed words.
II. Images very closely associated with these sensations.
III. Images relatively free.
IV. References to, or ‘thinkings of’ various things.
V. Emotions.
VI. Attitudes.
Esta teoría señala de modo útil los aspectos
emocionales y las reacciones subliminales o huellas de comportamiento
activadas en el receptor (attitudes); pero su semántica y su
pragmática, aspectos que aquí nos conciernen
especialmente, son caóticas. Le falta precisamente todo aquello
que Hawthorn (también de manera insuficiente) entiende por
“reading”: “(i) decoding written words into spoken
words; (ii) establishing verbal meaning; (iii) moving to an
understanding of the written text which involves a consideration of its
significance and implication” (Hawthorn 17). Y Richards, como
todos los formalistas, parece entender la recepción como un
proceso enteramente guiado por la obra.
En general, podemos decir que a nivel
semántico la lectura no es una simple acumulación gradual
y uniforme de significado: es un proceso de sucesivas estructuraciones
y reestructuraciones del contenido. El texto se parcela en bloques
semánticos, entre los cuales se establecen diversos tipos de
transacciones y paralelismos, y sucesivas fases de la lectura van
redefiniendo esa parcelación y estableciendo nuevas relaciones
semánticas.
En este sentido, los formalistas ven que el
funcionamiento de los rasgos de “contenido” es semejante al
de los rasgos formales tal como fue descrito desde Coleridge: una
tensión entre lo conocido, lo previsto, y la sorpresa que rompe
esa previsión. El ritmo semántico es comparable al
ritmo fónico: no consta tanto de la presencia efectiva de
elementos rítmicamente repetidos como de la tensión entre
la previsión que permite esa repetición y la
frustración de esa expectativa, que a su vez puede crear nuevas
expectativas. Esta noción interactiva de la
recepción expuesta por la crítica contemporánea no
es totalmente nueva: la teoría neoclásica ya
definía las partes del drama o su unidad con relación a
las expectativas y reacciones del espectador, y no solamente en base a
las acciones mismas.
Las expectativas del receptor son en primer lugar
situacionales. A partir del contexto comunicativo de la
narración, el lector ya se ha formado una idea sobre el tipo de
texto al que se enfrenta. Las primeras frases confirman esa
hipótesis y hacen bajar la guardia en ese sentido, o bien
obligan a desecharla y a probar otra nueva. Un primer contacto con la
acción o con la retórica del narrador provoca la
proyección de nuevas macroestructuras. Ya hemos descrito a
éstas como vastas estructuras de relaciones entre datos
cuyas casillas están o bien totalmente indeterminadas,
vacías y dispuestas a llenarse de información, o bien en
estado de suspensión. Va creciendo así una estructura
cada vez más determinada, y que determina cada vez un
número mayor de implicaciones que deberán ser satisfechas
por los estados posteriores para que se mantenga la legibilidad.
Según Van Dijk, “el mundo posible en el que una frase se
interpreta está determinado por la interpretación de las
frases previas en los modelos anteriores del modelo discursivo”
(Texto 152). Si bien esta formulación ayuda a comprender un
aspecto del proceso, recordemos que en este modelo excesivamente
formalista Van Dijk concede un papel demasiado limitado a la actividad
configurativa del receptor, que sólo va orientada, y no
determinada por el texto.
Cada nuevo estado textual construido por el lector
se contrasta con las posibilidades ofrecidas por lo ya
construído, y se naturaliza con relación a ese sistema,
modificando el sistema en caso necesario con una estructuración
adicional, o incluso desechando cuanto sea necesario para mantener la
coherencia. Este proceso es especialmente claro en los textos
narrativos. Lo esencial es intentar que cada estado sucesivo del texto
englobe a todos los precedentes manteniendo una coherencia.
Un aspecto importante es la alternancia de
información nueva con información ya codificada,
redundante. La información que en un principio es nueva puede
darse por presupuesta en un número de operaciones mayor o menor,
durante el cual permanece como una posibilidad hipotética. Cada
frase se refiere a frases anteriores (menos las primeras, claro
está; cf. 3.2.2.5 supra), de manera que el texto se vuelve
progresivamente más redundante (van Dijk, Text grammars 133). La
referencia anafórica del texto a sus propios elementos, sin
embargo, se basa cada vez menos en recursos
“explícitos” y más en la presuposición
o la estructura temática. El texto que no sigue esta ley y es
excesivamente redundante (“supracompletivo”, según
van Dijk, Texto 173) es tan anormal comunicativamente hablando como el
“infracompletivo”. El procesamiento de la referencia
anafórica puede ser más o menos trabajoso para el lector,
dependiendo del grado de redundancia del texto. Un texto que utilice
marcos de referencia poco usuales para el lector dificultará la
proyección de la información nueva sobre la ya procesada:
The mapping process occurs at the time of comprehending the sentence
and is a function of the semantic relatedness of an anaphor and its
antecedent. If the anaphor and the antecedent bear a low conjoint
frequency relation to one another, the reading time is longer than with
a high conjoint frequency relation. (Sanford y Garrod 107)
O, añadiríamos, la legibilidad disminuye. Prince opone en
este sentido el atractivo de un texto (readability) a su legibilidad
(legibility). El primero depende de la subjetividad de cada lector; la
segunda es potencialemente medible: “the more work (per number of
constituents) a text requires in order to be understood, the less
legible it is”. La ambigüedad, las elipsis, contradicciones,
engaños, complicaciones del relato o de la acción... todo
contribuye a disminuir la legibilidad de un texto (Narratology 133 ss).
Pero a la vez aumenta la posibilidad de intervención del lector
sobre el texto, pues el recorrido de lectura no va totalmente guiado
por esquemas ya elaborados (cf. nuestra discusión anterior sobre
los textos abiertos, 3.3.2.4). Es obvio que, a nivel
estadístico, los conceptos de atractivo, legibilidad y apertura
pueden relacionarse: la literatura de masas debe ser legible para
atraer a su público y tiende a ser cerrada; la vanguardista
exige cierta ilegibilidad, y la ha buscado con deliberación. Por
otra parte, está claro que un texto puede en un sentido ser
supracompletivo para un lector competente e infracompletivo para un
lector inexperto, pero también pueden determinarse estas
características de los discursos a diversos niveles de
objetividad. refiriéndolos a rasgos determinables de la
estructura textual, una vez se ha determinado el contexto comunicativo,
histórico, etc., de los actos de lectura en cuestión.
También pueden utilizarse estos conceptos a nivel
microestructural, y ver sus variaciones dentro de una misma obra
(Prince 142). Es obvia la relación de los conceptos
psicolingüísticos de redundancia, accesibilidad de la
referencia, marcos, etc. con otros conceptos más familiares en
la teoría de la crítica literaria, como por ejemplo el
del procedimiento (priiom) y la desautomatización (ostranienie)
de Shklovski y otros formalistas.
El lector no aplica, pues, sus esquemas
macroestructurales a una masa de oraciones sueltas para unificarlas en
un sentido. Más bien realiza una hipótesis sobre posibles
estructuras y las proyecta por adelantado (van Dijk, Text Grammars 132
ss). Las hipótesis proyectivas del lector pueden ser relativas a
cualquier nivel de la estructura del texto narrativo, desde la
ideología, pasando por el tipo de acción, los esquemas de
relato hasta la misma superficie fónica del discurso.
Obviamente, las expectativas sobre este último nivel se refieren
ante todo a la poesía, donde los esquemas métricos
activan una expectación constante que atrapa la atención
del lector hacia la propia sustancia fónica de las palabras y su
disposición. Pero éstas son hipótesis
proyectivas a corto plazo. Las hipótesis proyectivas
temáticas pueden ser macroestructuras globales, referidas a la
totalidad del texto; lo mismo sucede con las relativas a la naturaleza
del proceso discursivo.
Ya hemos aludido a la diferencia entre suspense y
curiosidad y cómo corresponden a peculiares estructuras
del relato; naturalmente, estas estructuras sólo actualizan sus
potencialidades a nivel discursivo. Una narración determinada
puede aprovechar las posibilidades inherentes al relato o bien
reaccionar contra ellas, y presentar una estructura que señale
hacia el suspense sin producirlo, o que produzca falsas curiosidades.
Los esquemas cognoscitivos del lector, su enciclopedia de formas
estereotipadas le permiten realizar hipótesis proyectivas sobre
lo ya conocido; de hecho, la acción se constituye a base de
tales hipótesis (cf. Volek, 1.1.3.5 supra). Pero normalmente, el
mérito de la obra residirá precisamente en no someterse
totalmente al ordenamiento supuesto por el receptor, en una resistencia
a la predecibilidad que sin embargo no suponga una excesiva violencia a
los códigos interpretativos del receptor. Una
predecibilidad excesiva daña a la calidad de la obra; vemos en
ella una astracanada o un melodrama en lugar de una comedia o una
tragedia.
Las reglas que ha de seguir el lector para proyectar
una u otra posible estructura, un modelo u otro de compleción,
van indicadas en gran medida por el mismo texto. Así pues, una
narración puede marcar desde el primer momento unas leyes de
verosimilitud que requerirán que se dé a cada alternativa
una motivación aceptable (cf. Chatman, Story and Discourse 48
ss). Estas reglas o marcas no son, por supuesto, explícitas: se
basan en operaciones intertextuales que presuponen un cierto grado de
competencia litraria en el lector. Una novela puede funcionar
ajustándose a los esquemas previstos por el lector,
invocándolos mediante rasgos de estilo, de género o de
situación, o desafiar esos esquemas intertextuales, jugando con
ellos, a la manera de lo que se llamó la
“antinovela” (Chatman 53 ss). En realidad, estudiando la
historia del género novelístico se llega pronto a la
conclusión de que todas las novelas han sido antinovelas, que el
género se ha caracterizado de modo notable por revisar
constantemente sus propias convenciones y poner en evidencia sus
estrategias discursivas. También esto contribuye a hacer
el texto más o menos legible. En general, hace falta un
mínimo de convencionalidad y redundancia para posibilitar la
lectura del texto. El lector puede aportar una cierta dosis de trabajo
a la lectura de la obra; si se le pide que aporte demasiado, el proceso
de lectura resulta ser “too violent a labour for the
brain”; la comunicación fracasa, y con ella la obra
si esto sucede constantemente. Hay obras, sin embargo (pongamos
Finnegans Wake) salvadas por su éxito en lecturas
institucionalmente autorizadas a pesar de los fracasos mucho más
numerosos ante el público (culto, incluso). Por otra parte, una
excesiva predecibilidad o hipercodificación discursiva produce
obras manidas, escritas por epígonos incapaces de suscitar
interés crítico desarrollando códigos
originales. Ello no impide (más bien tiende a
facilitar) su éxito en otros ámbitos de lectura.
La lectura de la narración es una experiencia
esencialmente temporal, secuencial, según se deriva de la
propia naturaleza del lenguaje y de la narración según la
hemos descrito. La lectura es un estado de ansiedad constante en espera
de encontrar la señal del final del texto. Esta señal
puede ser de tipos muy distintos. Por supuesto, este estado de
ansiedad está ligado íntimamente a la obra; cesa en
cuanto cerramos el libro y nos dedicamos a otras tareas, pero en
circunstancias normales se reconstruye inmediatamente cuando retomamos
la lectura y activamos gradualmente el conocimiento relativo a la obra.
La unidad de tensión de la obra, por tanto, no tiene por
qué limitarse al máximo de resistencia física
proclamado por Poe (“The Poetic Principle” 564); la unidad
estructural tiene en principio bien poco que ver con la unidad del
proceso de lectura. A la par que identificaba ambas, Poe era totalmente
incapaz de apreciar la unidad estructural de una novela o un poema
épico.
Una narratividad peculiar a la naturaleza de la
experiencia literaria (incluso en los géneros no estrictamente
narrativos) puede describirse en términos
psicoanalíticos. La liberación de tensiones en el lector
requiere su previa acumulación, proporcionándonos
así el esquema básico de movilidad semántica de la
acción (1.2.2 supra):
Toda lectura-objeto exige, y el autor ha de procurarlo si no quiere
fracasar en el empeño, la creación de un
preclímax, en el que la tensión se suscite; un
clímax en el cual la tensión alcanza su plenitud; y, por
último, el anticlímax en el que la tensión se
relaja y que permite fácilmente la abreacción que el
sujeto precisa necesariamente (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 299)
El psicoanálisis ayuda así a ver la raíz de las
estructuras narrativas en la naturaleza misma de la experiencia
psíquica, en los procesos de tensión y distensión
con que la mente humana reacciona ante los objetos de deseo y
atención. Vista la estructura narrativa de experiencias tan
básicas, no es de sorprender que las formas narrativas
literarias tengan una capacidad especial de organizar y asimilar la
experiencia humana, y una capacidad de atracción tan fuerte para
la atención de sus lectores.
3.4.2.4. La influencia de la obra sobre el lector
Hemos visto que la actividad del lector aun en lectura básica o
no crítica es considerable y conlleva el dominio y
manipulación de muchos códigos literarios. Sin embargo,
gran parte de esta respuesta es espontánea y subliminal.
Acabamos de señalar una profunda raíz psíquica de
la atención en la lectura, y la experiencia corriente parece
sugerir que el lector no se distancia del texto, sino que se deja
llevar. Todo esto nos hace considerar la posibilidad de una
influencia inconsciente de la literatura sobre la personalidad del
receptor.
Esta es una idea tan vieja al menos como
Platón (República 281 ss). Para Platón, esa
influencia consiste en un desbordamiento de pasiones reprimidas, y es
perniciosa. Aristóteles introduce el tan comentado concepto de
catarsis; la literatura tiene un efecto emocional (presumiblemente
inconsciente), pero es benéfico, es una purificación de
las pasiones. Como observa Monroe Beardsley (Estética 30),
la teoría aristotélica de la catarsis no se refiere a los
efectos inmediatos de la experiencia artística, sino a sus
más hondos efectos psicológicos. Esta idea no se ha
abandonado en absoluto: está en la base de las principales
teorías psicoanalíticas de la literatura, según
las cuales tanto autor como lector se liberan de tensiones mentales
reprimidas mediante su satisfacción imaginaria a través
de la identificación con los conflictos de los personajes
ficticios o su simple objetivación. La simple
transformación de fantasías inconscientes en significado
consciente ya es de por sí una satisfacción.
El psicoanálisis habla de una sutura entre el texto y el sujeto
lector, al entrar el deseo de éste en interacción con el
proceso textual: un complejo juego de identificaciones y deseos
constantemente satisfechos y reavivados. Las distintas
estrategias narrativas son desde esta perspectiva una tecnología
para la reelaboración semiótica del deseo y la
orientación volitiva y emocional del sujeto.
Ya Aristóteles liga determinadas respuestas
emocionales del público a la naturaleza de la obra: así
puede recomendar cuáles son los tipos de temática o de
estructura más patéticos, o los que mejor producen piedad
y miedo (Poética 1453 b). La respuesta del público
sería, en cierto modo, calculable y potencialmente controlable,
tanto en sus efectos inmediatos como en los más ocultos.
También Longino (Sobre lo sublime, cap. XVII) presupone un
efecto subliminal de la poesía cuando observa que las figuras
retóricas utilizadas no deben ser perceptibles, deben escapar a
la atención del oyente. Para Longino, el oyente es arrebatado
por la expresión sublime, una reacción que bien poco
tiene de analítica. Longino proporciona al lector un criterio
valorativo seguro para juzgar el texto: su reacción
espontánea. “Su lección más importante es
decirnos que podemos estar seguros de la grandeza de un pasaje
determinado cuando a él responden al unísono intelecto,
sentidos y voluntad” (V. Hall 43). En épocas mas recientes
muchos críticos han vuelto a declarar el mismo criterio
valorativo como el único válido. Aunque son menos los que
(como Castelvetro, Johnson, Howells, Tolstoi o el propio Longino) han
llegado a aceptar el juicio del público medio como el más
válido; es más frecuente entre la crítica la
actitud que afirma que “el gusto de la muchedumbre jamás
puede dar leyes al arte”. Y en nuestro siglo la
liteatura reflexiva y experimental tiende con frecuencia no sólo
al elitismo sino también a desconfiar del impuso directo sobre
la emoción.
La doctrina clásica sobre la finalidad de la
literatura es bien clara: la poesía deleita y/o instruye; la
mejor deleita e instruye a la vez, siguiendo el consejo de Horacio:
Aut prodesse volunt, aut delectare poetae,
aut simul et iucunda et idonea dicere vitae. (...)
[O]mne tulit punctum qui miscuit utile dulci,
lectorem delectando pariterque monendo.
El aspecto “instructivo” de la poesía se entiende en
la Antigüedad, la Edad Media y la Edad Moderna como una simple
ejemplificación o presentación vívida de conceptos
abstractos, de universales culturales ya establecidos. Por supuesto,
también se encuentra en ocasiones la postura puramente
hedonista, e incluso la hedonista-utilitarista: “poetry has been
found solely to delight and recreate, and I say to delight and recreate
the minds of the common people”. Pero ésta es
rara entre los críticos en cualquier época.
Más moderna que el didacticismo es la
interpretación emotivo-volitiva del efecto de la literatura:
más que transmitir conocimientos, la literatura produce
emociones que nos mueven a la acción. Esta idea ya aparece
en Sidney (112 ss) y es frecuente entre los románticos como
Shelley (A Defense of Poetry 509). En el Romanticismo el concepto de
imaginación creadora tiene su contrapartida en el polo del
receptor. Según Shelley (512), la poesía nos abre los
ojos al mundo, permitiéndonos ver las cosas con ojos nuevos.
Puede devolver a la experiencia una frescura originaria que
había perdido; suprime “the film of familiarity” y
nos hace sentir lo que sabemos: “It creates anew the universe,
after it has been annihilated in our minds by the recurrence of
impressions blunted by reiteration”. Esta es una temprana
definición de la desfamiliarización tan popularizada por
los formalistas. Aun más, para Shelley la poesía ensancha
los límites del mundo, al crear nuevos objetos de conocimiento
afinando el lenguaje con el cual nos enfrentamos a la realidad. Muchos
autores han insistido en este aspecto de la creatividad verbal desde la
época romántica, resaltando ya sea la educación
perceptiva, ya la afectiva y emocional.
Los románticos insisten en el lado subjetivo
y afectivo-emocional de la poesía, no en el comunicativo. Por
ello, es lógico que el efecto educativo de la poesía
consista no tanto en una transmisión de conocimientos como en
una nueva actitud ante ellos; un cambio en el sujeto que percibe o
siente, y no una nueva aportación de datos. La poesía nos
enseña a ver las cosas y, sobre todo, a sentirlas. Somete los
sentimientos a una organización calculada, la de la obra, que
les da forma, los articula en el lector. El lector crea por
revelación: en él se reproduce la emoción que el
autor ha calculado transmitir en el texto. Así puede
experimentar emociones o estados de ánimo peculiares que de otra
manera se le hubiesen escapado. Es una educación emocional
(Mill 537). Una educación que, según T. S. Eliot, puede
ser una influencia muy fuerte; la afición adolescente hacia la
poesía se debe muchas veces a “[an] invasion of the
undeveloped personality by the stronger personality of the
poet”. Según Eliot, nuestra lectura no sólo
afecta a nuestro gusto estético, sino al conjunto de nuestra
personalidad.
Ya nos hemos referido a las fases que Richards
distingue en la recepción de una obra. Nos interesa subrayar el
sentido de la última fase de Richards, que en cierto modo es
aún semiótica, aunque ya no lingüística.
Richards propone describir el efecto de la literatura sobre el lector
en términos de los que él denomina
“actitudes” (attitudes), imágenes psíquicas
de movimientos corporales, emociones; sentimientos que han devenido
signos y funcionan como tales en la reacción del lector ante la
obra. La literatura puede así ser una especie de
educación de los impulsos: guiándonos en nuestra
reacción psíquica a través de una multiplicidad de
impulsos que nunca habríamos logrado organizar y coordinar por
nuestra cuenta, construye caminos ya trillados para nuestras reacciones
no imaginales. Sería un caso más de una ley
psicológica que para Richards es inflexible: “to know
anything is to be influenced by it, directly when we sense it,
indirectly when the effects of past conjunctions of impressions come
into play” (Principles 69). Los rasgos formales sólo
tienen valor en tanto en cuanto determinan un efecto sobre el receptor
(107). Para Richards, la literatura y el arte en general son
comunicativos en el sentido de que reproducen en el receptor una
experiencia semejante a la del emisor, un efecto calculado por este
dentro de ciertos límites (Principles 139): se ha podido decir
así que Richards propone una definición perlocucionaria
de la literatura.
Es también posible considerar a la literatura
como una manipulación del oyente. Se ha intentado relacionar el
efecto sobre el lector con la utilización de técnicas
literarias específicas. Para Schopenhauer, la
manipulación del lector en poesía ya empieza por el
ritmo, que tiene un efecto hipnótico: “this gives the poem
a certain empathic power of convincing independent of all
reasons” (III, 483). Las simpatías del autor hacia
determinados personajes, y la “bendición” que
derrama sobre su comportamiento puede afectar al lector e influir en su
propio comportamiento, cree T. S. Eliot (“Religion” 392).
Booth (Rhetoric 377 ss) y Stanzel (127-128) observan la influencia que
puede tener el uso de una perspectiva personal o dramática
atrayendo las simpatías del lector. Genette (Nouveau discours
106) es más escéptico: “je ne crois pas que les
procédés du discours narratif contribuent massivement
à déterminer ces mouvements affectifs”; para
él es algo tan “primitivo” como la
caracterización del personaje el elemento decisivo a la hora de
determinar estas simpatías.
El psicoanálisis también ha influido
sensiblemente sobre la interpretación de la lectura.
Veíamos como desde el punto de vista del autor la obra era una
proyección y alivio de deseos, complejos y pulsiones ocultos
(3.4.1.2 supra; cf. Frye, Anatomy 136). Este trabajo sobre las
tensiones inconscientes es transmitido por analogía al
lector. El lector puede adoptar diversas actitudes ante esta
identificación: así, mientras algunos teorizadores
insisten en el aspecto regresivo de la lectura, que es una especie de
huída de la realidad, Pouillon (37) ve en la lectura de la
novela un autoanálisis del lector. La manera en que un lector
reaccione a una obra está condicionada pero no determinada por
ella. Así, la lectura que se hace de una obra puede
también ser objeto de un análisis psicoanalítico,
al igual que su escritura. Es reveladora de las pulsiones inconscientes
del lector. Esto tiene consecuencias de peso para la
teoría de la crítica literaria. “El
psicoanálisis”, nos dice Castilla del Pino, “ha
situado al intérprete (el experimentador de la Física)
dentro del propio contexto, del campo de lo interpretado”
(“Aspectos” 289. Cf. 3.4.2.5 infra).
Para las teorías de la enunciación
actuales, todo texto, en tanto que acto de habla, puede afectar a la
relación entre los interlocutores (Lozano,
Peña-Marín y Abril, 146). Y hay que interpretar esta
relación en un plano que va más allá de la psique
individual, atendiendo a la formación de sujetos e
ideologías en el marco de una semiótica cultural. Los
interlocutores del hecho literario son más que autor y lector,
son grupos sociales, ideologías, valores; la obra presenta o
reelabora discursos sociales que la transcienden. La influencia de la
literatura sobre la cultura es sin embargo enorme. No sólo
favorece la difusión de ideas y la homogeneización de la
cultura. Se trata de un proceso de producción, y no es una
excepción a la observación de Marx: “Production
(..) not only creates an object for the subject, but also a subject for
the object” (Grundrisse, cit. en Eagleton 70). El
“autoanálisis” del lector ideal es por tanto un
autoanálisis ideológico, pero tampoco aquí
está el sujeto fuera del campo de lo interpretado.
Al hablar de la reflexividad literaria en la
sección anterior subrayábamos el aspecto intelectual de
este fenómeno frente a los emocionales que hemos destacado
aquí., Observábamos que la obra puede elegir revelar las
estrategias tradicionales de la literatura, exponer la retórica
ante el público e incitarle así a la reflexión. Es
el sentido que tiene en Brecht el concepto de Verfremdung, o la
finalidad crítica, desmitificadora, de la “nueva
novela” en Robbe-Grillet. Sin embargo, es debatible hasta
qué punto puede una obra desvelar sus propias maniobras
retóricas, y no meramente las de la literatura a la que se
opone. En este sentido como en otros, la configuración
ideológica de la obra no se encuentra en ella misma, sino en la
relación crítica con un intérprete.
3.4.2.5. El crítico
Nos hemos referido anteriormente el concepto de lectura básica.
Podemos contraponerlo a la lectura especializada o metalectura
técnica (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis…” 293). Siguiendo a Castilla
del Pino, denominaremos lector a quienquiera que lleve a cabo una
lectura básica (“lectura-objeto”) del texto. Por
contraposición, el crítico o el teorizador de la
literatura llevarían a cabo metalecturas técnicas de
diversos tipos (estética, filosófica, estilística,
lingüística, psicoanalítica, sociológica,
etc.) según los presupuestos teóricos y áreas de
interés de su actividad. El lector de literatura sólo
busca disfrutar del texto: el crítico estudia el texto con la
finalidad de relacionar la obra con otros discursos culturales. Por
supuesto, no hay una frontera nítida entre lectores y
críticos; por una parte todo crítico es un lector, y por
otra “there can be few—perhaps no—ordinary readers
whose reading habits have not been at least partly formed through
education” (Hawthorn 7-8). Pero una diferencia clara sí
hay en un sentido: los lectores simplemente leen, los críticos
escriben (o transmiten de otra manera) su lectura. Una lectura-objeto
no se escribe: se disfruta. Si escribimos sobre un texto, a menos que
lo copiemos o lo parafraseemos, siempre nos remitimos fuera de ese
texto. La mera paráfrasis conlleva una interpretación
(bastante convencionalizada, normalmente). Escribir es realizar una
metalectura técnica, desarrollada o embrionaria. El
crítico no se conforma con disfrutar: escribe su lectura para
influir en la lectura de los demás. Según Miller,
sólo hasta cierto punto se trata de una actividad sometida al
texto:
reading is subject not to the text as its law, but to the law to which
the text is subject. This law forces the reader to betray the text or
deviate from it in the act of reading it, in the name of a higher
demand that can yet be reached only by way of the text. This response
creates yet another text which is a new act.
Desde esta perspectiva, es comprensible que la crítica literaria
tienda a contemplarse a sí misma como una actividad
autotélica. Aquí resaltaríamos más bien que
esa “ley” de la lectura es un producto de la
interacción entre el texto y un discurso crítico o
ideológico al que no accedemos sólo “by way of the
text” (lo cual sería muy inmanentista). En cualquier caso,
la crítica cada vez renuncia en mayor grado a proponer “la
verdad” sobre el texto, y se limita a ofrecer una lectura
reflexivamente sometida al conflicto de las interpretaciones. La
proliferación de interpretaciones lleva con frecuencia a hablar
de caos. Algunos críticos han llegado a reaccionar contra la
idea de la literatura como transmisión de sentido. No ven en el
texto literario un instrumento de comunicación, consistente en
una estructuración de significados; se trataría
más bien de una “galaxia de significantes” (Barthes,
S/Z) que permite al lector la creación de significados.
Cualquier lectura tiene al menos una parte de legitimidad, parece
decirnos Barthes. Se ha hablado del texto como de una escena donde se
genera el significado como proceso que escapa a los interlocutores y
los supera (Kristeva, “Semanálisis” 286). Pero
sólo idealmente, potencialmente, hay una infinidad de sentidos
posibles. En la práctica, cada lectura fija el texto a su manera
(Hutcheon, “Borrowing” 234). Las lecturas vienen de
contextos infinitamente plurales, y hay en cada intérprete una
potencialidad de sentido infinita, que fácilmente puede llevar a
creer en la disolución total del sentido del texto: “Nada
en el lugar del sujeto, ‘excepto quizá una
constelación’: el texto, oriundo estelar, tejido de
número que, como los astros, es el des-astre de una infinidad de
sentidos que estamos invitados a reconstruir” (Kristeva,
“Semanálisis” 305). Por supuesto: la creatividad es
libre. Pero cuando más ignoremos al texto como discurso
histórico del autor, más interpretable se volverá
nuestra interpretación como un fenómeno también
históricamente fijado. La crítica es una actividad
productiva, de una potencialidad productiva infinita (Frye, Anatomy
18), pero de no atenerse a ciertas normas de debate racional
dejaría de ser crítica y devendría literatura. Los
aspectos objetivos del texto y de su circunstancia histórica
siempre actúan como un límite para la libertad de
interpretación, en la medida en que queramos atender a
ellos. Pero ello no debe hacernos olvidar que la historia misma
está sujeta a ser reinterpretada. Lo fundamental es que la
lectura crítica entable un diálogo significativo y
relevante con otras lecturas críticas influyentes.
Muchas teorías críticas
contemporáneas (así como el mismo hecho de la
proliferación de escuelas y teorías) han reforzado la
tendencia a la disolución de un sentido unitario en la obra. El
marxismo contextualiza la lectura crítica, y por tanto la
contempla como una producción, de manera semejante a la
escritura; la crítica implica siempre una toma de postura
política o ideológica. Lo mismo hace a su manera la
crítica feminista. La estética de la
recepción ha subrayado la necesaria vinculación
histórica de cada acto de lectura. La literariedad misma del
texto es dependiente de ello: “[l]a época del
crítico es un elemento esencial en la constitución del
objeto estético porque ella es la que decide qué obras
del pasado sobreviven como literatura y cuáles no”
(Fokkema e Ibsch 168). Y ya señalábamos que para el
psicoanálisis la lectura es una proyección de deseos y
tensiones, igual que la misma escritura. ¿Tiene sentido, en esas
circunstancias, una lectura crítica con pretensiones de
objetividad?
La investigación analítica ha relativizado nuestra
interpretación al introducirnos, como reautores, en la obra de
arte. Con ello . . . disuelve la antinomia derivada de la alternativa
entre goce estético y análisis científico, pues
este último habrá de contar siempre con el
intérprete en tanto sujeto mismo del goce, como realizador de
sus propios deseos en el deseo (no necesariamente idéntico al
nuestro) del autor; en suma, como ineludible componente del contexto
mismo de la obra que analiza.
Hacerse consciente de estos condicionantes de la
interpretación, a pesar de su ligero regusto de círculo
vicioso, puede más bien promover que disolver el conocimiento
del fenómeno literario. Según Fredric Jameson, cada
lectura debe justificarse a sí misma, tratando de exponer de
manera deliberada sus presupuestos en un
“metacomentario”. Y si bien el lector de la obra
crítica debe someter a un nuevo escrutinio tales
“metacomentarios”, la actividad crítica no puede
así hacerse sino más reflexiva y consciente de su propia
naturaleza discursiva e ideológica.
Es famosa la visión del sistematismo histórico de la literatura expuesta por T. S. Eliot:
No poet, no artist of any art, has his complete meaning alone. His
significance, his appreciation is the appreciation of his relations to
the dead poets and artists (...).I mean this as a principle of
aesthetic, not merely historical, criticism. (...) [W]hat happens when
a new work of art is created is something that happens simultaneously
to all the works of art which preceded it. the existing monuments form
an ideal order among themselves which is modified by the introduction
of the new (the really new) work of art among them. (“Tradition
and the Individual Talent” 45)
Es evidente, sin embargo, que este orden literario y estas relaciones
sólo pueden existir en tanto que son concebidos por un lector.
Es un lector ideal el que ve cada obra en sus relaciones con las
demás, un lector ideal del que lectores comunes y
críticos son encarnaciones reales, y por tanto siempre
imperfectas, limitadas, parciales. Pero la percepción de un
lector real es real, y en ese sentido es superior a la
percepción imaginada de un lector ideal. No hay grandes sistemas
abstractos o eternos más que en tanto son elaborado por lectores
efectivos. Es decir, el sistema de Eliot no existe en tanto que tal
sistema, sino en tanto que instrumento de comunicación,
herramienta conceptual que responde a una empresa crítica
determinada y que, contrariamente a lo que Eliot parece sugerir, es un
fenómeno históricamente y localmente concreto. Sin
embargo, no queremos oponer a visiones inmanentistas como la de Eliot
una atomización igualmente radical. Volviendo a la visión
historicista de Hegel, podemos decir que aun a pesar de la subjetividad
del acto crítico, cada lectura tendrá la objetividad de
su vinculación histórica con otros fenómenos
culturales (especialmente con otras lecturas). Podemos encontrar
interés en averiguar qué interpretaciones se han hecho de
la literatura, y estaremos trabajando entonces con las lecturas
anteriores en tanto que datos críticos objetivables (cf. Frye,
Anatomy 346).
Hay quienes han querido ver en la
reconstrucción de la recepción histórica original
de una obra la única actividad crítica realmente
válida. Tales intentos de extraer la literatura de la
circulación semiótica están condenados al fracaso;
ignoran que la comprensión que tengamos de la época
pasada también está sujeta a una negociación
histórica, y que por tanto nunca lograremos definir un sentido
cerrado y monolítico en una obra literaria. No debemos
ceñirnos a la lectura original, de una obra literaria (la
de los contemporáneos del autor), pero también es un
error ignorarla totalmente, pues forma parte de la intertextualidad
más o menos invisible que rodea (y constituye) a la obra.
Los rasgos formales o las cualidades estéticas de cada obra no
tienen una existencia objetiva, sino que se definen en relación
al lenguaje literario de su época; según Tynianov, son el
resultado de un acto concreto de percepción dentro de un
contexto histórico particular ; ese acto es luego reinterpretado
como un fenómeno histórico por épocas sucesivas.
Pero ¿podemos conocer las interpretaciones de
otros lectores? Pues a veces se ha negado esto. Para J.-K. Adams,
“the literary critic cannot describe any reading except his own,
mainly because he cannot directly observe the act of reading except in
himself” (27). La falacia de la argumentación es evidente:
sólo podríamos describir las lecturas que conocemos
directamente. Estaríamos cada uno encerrados con nuestra propia
lectura; no podríamos describir la lectura de otro
crítico; aunque éste hubiese dedicado un libro de
trescientas páginas al análisis de un poema, la
comunicación sería imposible. Este argumento ignora que
puede haber lecturas enriquecedoras, que podemos hacer nuestra la
lectura de otro. Es deber del crítico conocer otras lecturas al
margen de la suya propia antes de llegar a una conclusión, entre
ellas las lecturas contemporáneas a la obra y que, en cierto
sentido, están implícitas en ella (cf. 3.3.3.1 supra),
pero también, desde luego, las lecturas de críticos
recientes que reinterpretan la obra a los sistemas ideológicos
contemporáneos. La crítica es eminentemente un
diálogo intertextual entre lectores.
Pero el panorama teórico actual
todavía permite un margen de maniobra mayor. El crítico y
el teorizador de la literatura manejan códigos de
interpretación muy diferentes a los del lector medio,
códigos derivados de la psicología, semiótica y
lingüística, sociología y antropología,
teoría política, ética, ciencias históricas
y naturales, etc.. La crítica y teoría literaria
también desempeñan la labor de traducir unos
códigos culturales en otros, y asegurar así el lenguaje
común de la cultura. Para ello es necesario suponer cierta
capacidad de objetividad operativa en la crítica. El hecho mismo
de que la estética de la recepción sea capaz de
investigar la diferencia hermenéutica entre las pasadas
recepciones de una obra y las actuales presupone tal capacidad de
objetivación. Para ello necesitamos postular un tipo de
objetividad en la lectura que va más allá de su
carácter de dato histórico. En esta interpretación
siempre hay algo de auto-interpretación, pero no solamente
auto-interpretación. Para comprender el papel cultural de
la proliferación de sentidos hay que atender a la
intencionalidad e ideología de cada interpretación,
contextualizarla. Vemos así que la diversidad de
interpretaciones no es un caos. Cada interpretación se
vuelve más clara y coherente cuando la colocamos en el contexto
en que se realizó. Asimismo, es útil
metodológicamente distinguir la interpretación del
sentido textualde la aplicación o interpretación de la
significación crítica. La primera es más
ceñida al texto, se somete a él para extraer su sentido;
es un primer paso necesario antes de la segunda, que actúa sobre
el texto para someterlo a la intencionalidad del intérprete y a
su sistema de referencias, en una negociación con la
intencionalidad supuesta en el autor. Conceptos semejantes, como
la “fase literal” de la Anatomy de Frye o la
“lectura-objeto” de Castilla del Pino, derivados de la
oposición básica entre denotación y
connotación (“Psicoanálisis” 271), son
comunes en cualquier teoría de la interpretación;
aquí hemos opuesto una descripción básica del
proceso de lectura a otras lecturas institucionalmente especializadas.
El crítico puede guiarse en su interpretación por otras
lecturas acumuladas culturalmente, y puede aplicar al texto una
estrategia interpretativa elaborada que no está al alcance del
lector medio. Estas estructuras interpretativas van desde tempranas
teorías sobre plurisignificación, como la doctrina
escolástica sobre los cuatro niveles de sentido de la Escritura
(literal, alegórico, moral y místico) hasta
el contexto inmensamente más rico y variado que ofrecen en la
actualidad las escuelas estructuralistas, psicoanalíticas,
marxistas o desconstructivas. Así, toda crítica adecuada
es hoy metacrítica, pues supone un debate teórico con los
presupuestos de otras lecturas y una asimilación de lecturas
previas no como datos acumulativos, sino como resultado de una
perspectiva crítica global que debe trascenderse.
Hemos distinguido estas lecturas especializadas de
una lectura básica o instrumental ideal. Esta
diferenciación es necesaria para todo estudio de la literatura.
Subyace por ejemplo a la oposición de Ingarden entre la obra y
sus concretizaciones (Literary Work 334), o en la diferenciación
que hace J.-K. Adams (55 ss) entre pragmatic structure e interpretive
strategy, oponiéndose al reduccionismo de Stanley Fish, quien
querría poner a un mismo nivel de objetividad todos los aspectos
de la recepción: “Interpretive structures are not a
constituent of the act of reading because they are dependent on
performing the act of reading” (Adams 57). En el acto de lectura
se identifica la estructura pragmática. Durante la misma
lectura, según Adams, se van haciendo interpretaciones
provisionales, que luego pueden ser rechazadas, pero la estructura
pragmática del intercambio comunicativo permanece: “An
interpretive strategy is selected or rejected to confront the
possibilities of the text; it is neither part of the text nor part of
the interpretation that it determines. In contrast, the pragmatic
structure is both” (Adams 58). También otros aspectos del
lenguaje de la obra, aspectos semánticos, fónicos, etc.,
existen a un nivel de objetividad distinto de los aspectos
concretizados por el lector a partir de marcos de referencia, o de las
interpretaciones ideológicas, como ha señalado Hirsch. Y
a través del lenguaje que las transmite, también las
estructuras básicas del relato y la acción tienen una
existencia objetiva; sólo la historia de la recepción de
cada obra nos muestra cuáles de los aspectos del argumento, por
ejemplo, han sido objeto de debate crítico; tal debate tiene
lugar sobre un trasfondo de significados que se presuponen como no
problemáticos. La obra no puede limitar la interpretación
del crítico, pero sí la orienta con su objetividad
textual y con las convenciones pragmáticas que invoca. Una
lectura que ignore el texto o sus condicionantes pragmáticas es
una recreación o reescritura de la obra más bien que una
interpretación. Una interpretación adecuada debe subsumir
el conjunto de la obra en su interpretación, incluyendo aspectos
“invisibles” como son los niveles de emisión y
recepción virtuales y la problemática
crítica/intertextual previa que la caracteriza como objeto
cultural.
La obra crítica tiene su propio lector
textual, que puede no coincidir con el lector textual de la obra objeto
de comentario. “When the critic writes about the reader of
literature, he attempts to relate the reader he writes about, the
reader of the literary text, to the reader he writes for, the reader of
the critical text” (J.-K. Adams 27). El crítico debe
proponer su lectura e intentar que el lector del texto crítico
lea el texto literario como lo ha leído el “lector
ideal” de este texto literario, es decir, el crítico
mismo. Exteriorizando nuestra lectura, dejamos de ser nuestro propio
lector ideal y pasamos a ser un “lector histórico”
para los demás. La lectura resulta a fin de cuentas ser un
fenómeno histórico. Según Adams, “[l]iterary
competence as shared background knowledge is what allows literary
criticism to be a public activity, but the private activity of the
critic’s own reading is the essence of criticism” (J.-K.
Adams 31). Esta separación entre “literary
competence” y “reading” como
“generalidad” e “individualidad” es un tanto
desconcertante. Si un crítico realiza una lectura adecuada,
parece que se deberá a que posee un alto grado de competencia
literaria. Hasta qué punto es “suya” y hasta
qué punto es “de todos” es una cuestión
bastante más compleja; pero parecería redundante,
después del estructuralismo y la crítica
ideológica, insistir en qué medida nuestra subjetividad
es el punto de encuentro de normas, códigos y estrategias que no
proceden de la individualidad de cada cual. En el carácter
intersubjetivo de los códigos que hacen posible la actividad y
la comunicacion humanas es donde reside la justificación de la
actividad crítica, del metalenguaje técnico y de la
aspiración a establecer fundamentos objetivos para la
teoría de la literatura. Optamos pues por una teoría
crítica objetivista, pero un objetivismo que no consiste en
establecer verdades eternas e inamovibles, sino en promover la
comunicación y la traducibilidad entre distintas teorías
y actividades interpretativas.
Notes
Bronzwaer
(“Implied author” 3) sitúa este estudio dentro de la
teoría literaria, pero fuera de la teoría narrativa.
En este sentido sí
es aceptable la tesis de Derrida, que ve en la intención del
autor una creación de la interpretación del lector (cit.
por Culler, Sobre la deconstrucción 190 ss). Pero incurriremos
en absurdos si no tenemos en cuenta la otra dirección: la
intención histórica del autor real. Eco propone unos
“límites naturales” de la semiótica que dejan
fuera al sujeto de la enunciación excepto en la medida en que va
presupuesto por el enunciado (Tratado 476). Esto tiene cierto sentido
para una teoría de la interpretación formalista, basada
solamente en la obra en sí, pero es absurdo dejar fuera de la
semiótica la actividad de producción del enunciado.
Hutcheon (“Literary Borrowing” 233) señala que la
diferencia entre la perspectiva centrada en el autor y la centrada en
el lector es ignorada por muchos críticos estructuralistas (otro
ejemplo es Kristeva). Cf. también Pratt (74).
Cf. la paradoja de Louis T.
Milic sobre la asociación tradicional de estilo y personalidad:
el estilo más personal es también el estilo menos
controlado por el autor, el que lo revela de manera más
espontánea, sin posibilidad de refracción
(“Rhetorical Choice and Stylistic Option: The Conscious and
Unconscious Poles” 79-80).
Cf. Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 378; Stanzel, Theory 147; Ruthrof
80 ss; Lanser 128 (aunque estos autores parecen dar menor papel al
lector en la determinación del valor estético o
ideológico).. En contra de lo que afirman algunos teorizadores
(Booth, Rhetoric 73 passim; Bronzwaer, “Implied Author” 7,
“Bal’s Concept” 196) sostenemos que la
responsabilidad estética o ideológica no corresponde
propiamente hablando al autor textual, aunque así pueda aparecer
desde la perspectiva limitada del lector. El autor textual impone
normas o es un sujeto activo en este sentido sólo en tanto en
cuanto coincide con el autor real.
Platón no es en este
sentido sino un precedente ilustre para muchos otros apologistas de la
seriedad intelectual. Ver por ej. Thomas Love Peacock, “The Four
Ages of Poetry”, 497; Max Eastman, The Literary Mind: Its Place
in an Age of Science.
Cf. Hall 25. Esta idea
aparece en múltiples versiones a lo largo de toda la historia de
la crítica literaria; recordemos a título de ejemplo a)
las discusiones sobre la capacidad de Shakespeare para encarnarse en
personajes “vivos” o creíbles (tema que aparece por
ejemplo en la crítica de Coleridge), o la noción de la
“capacidad negativa” expuesta por Keats (carta a Benjamin
Bailey, en H. Adams).
En realidad, la idea de
imaginación creadora y las analogías que hacen del poeta
un segundo dios ya aparecen en algunos humanistas del Renacimiento, en
una línea que va de Boccaccio (“Genealogy” 127) a
Sidney pasando por Escalígero (139; cf. Shepherd 155).
Boccaccio,
“Genealogy” XIV, viii, 127; Escalígero 139 ss; H.
Reynolds, Mythomystes 209; Giambattista Vico, “The New
Science” 297 ss; William Blake, “Annotations to
Reynolds’ Discourses “, 405; 409; Friedrich Schelling, La
relación del arte con la naturaleza 67 ss; John Keats, carta a
Benjamin Bailey; Percy Bysshe Shelley, A Defense of Poetry 510; Ralph
Waldo Emerson, “The Poet” 551; Friedrich Nietzsche, Ecce
Homo 129 ss, etc. Coleridge disocia la inspiración del arrebato
irracional: Dios inspira al poeta, pero lo hace a través de
todas las fuerzas morales, imaginativas y racionales de éste
(“Shakespeare’s Judgement”; Biographia XV, 178 ss).
Cf. Benedetto Croce, “Intuition and art” 732.
Castelvetro, IV, 147; XVII;
Jacopo Mazzoni,”On the Defense of the Comedy of Dante”
185-186; Dryden, “Preface to Troilus and Cressida “. La
creación, sin embargo, no está al alcance de cualquiera
para estos autores: no hay que confundir la capacidad creativa
superior, el genio, con la inspiración, ni creer que negando
ésta hemos negado aquél. Cf. J. Reynolds, Discourses on
Art VII, 366.
John Dryden, “To the
Right Honourable Roger, Earl of Orrery [Prefixed to The Rival
Ladies]” 1, 6; “Account” 10.
Pope, An Essay on
Criticism, verso 67. Cf. Horacio, Epistola ad Pisones, versos 38 ss;
Boileau, Art poétique, I, versos 150 ss.
Por ej. Edward Young,
“Conjectures on Original Composition”; William Duff, An
Essay on Original Genius; Kant, Crítica del Juicio §§
46-47, 213 ss; Charles Baudelaire, The Salon of 1859 III, 628. Ver Paul
Kaufman, “Heralds of Original Genius”.
Cf. Vico, “New
Science” 301 ss; Shelley 500 ss.; Goethe, en Conversations with
Eckermann, 515; Emerson 549.
Para Wordsworth se trata,
sin embargo, de la espontaneidad de una mente superior, sensible y
reflexiva (“Preface”, 435 ss); espontaneidad no equivale a
desorden. Cf. Edinger 2.
Shelley 502; John Stuart Mill, “What is Poetry?” 539.
Nunca falta la excepción: Edgar Allan Poe.
Cf. Kristeva, Texto 90; Segre, Principios 375.
Hippolite Taine, History of English Literature, 602; 613.
Con este fenómeno
habrá que relacionar la “interiorización” que
se produce en la novela, con un relativo desfase, a principios del
siglo XX, señalada por Beach, Magny, Kahler, etc., así
como el creciente interés en la cuestión de la
unificación del punto de vista (cf. Lotman 325).
Así Coleridge,
Biographia VII, 72; XIII, 167 ss; Shelley; Ralph Waldo Emerson,
“The Poet”. Ver M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp;
James Engell, The Creative Imagination.
Coleridge, Biographia XIV, 173; Richards, Principles, cap. XXXII.
Tolstoi, What is Art? V, 709; Richards, Principles 22.
Sub
“Aesthetic”, Encyclopaedia Britannica (ed. 1937). Cit. por
Wimsatt y Brooks 510.
Hegel, cit. por Weimann, “Erzählerstandpunkt” 384. Cf. Weimann 409.
Schelling 66 ss; Shelley
501 passim; Emerson 549; cf. también Martin Heidegger,
“L’origine de l’œuvre d’art”.
Cit. en Wimsatt y Brooks
537. Sobre la distinción entre autores subjetivos y autores
objetivos, cf. Coleridge, Biographia 176 ss; John Ruskin,”The
Pathetic Fallacy” 619.
“Tradition and the
Individual Talent” 17 ss; cf. Richards, Principles, cap. XXIV.
Así por ej. Zola,
649; Sartre, “Literatura” 271 n. 31; Pouillon 94 ss;
Weimann, “Erzählerstandpunkt” 389; Tacca 133.
Cf. por ej. Roger Fowler,
“The Structure of Criticism and the Languages of Poetry”
178.
Norman H. Holland,
“The’Unconscious’ of Literature: The psychoanalytic
approach” 151. El psicoanálisis hablará de
creadores “psicológicos” más deliberados y
creadores “visionarios” más guiados por el
inconsciente. Ver por ej. Isabel Paraíso, Psicoanálisis
de la experiencia literaria 66-67.
“‘Psychical
Distance’ as a Factor in Art and an Aesthetic Principle”
758. Cf. Irving Babbitt, “Romantic Melancholy” 802.
Más que de una
gratificación de deseos, Castilla del Pino ve en la
creación literaria un intento de gratificacion
(“Aspectos” 306). La gratificación sólo se
realiza (sustitutivamente) con el éxito profesional.
Freud, “Creative
Writers” 752; cf. Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 310.
Cf. Freud, “Creative
Writers” 750; Carl G. Jung, “On the Relation of Analytical
Psychology to Poetry” 815; Castilla del Pino,
“Aspectos” 303; Pierre Luquet, “Les identifications
précoces dans la structure du Moi “ y Nicolas Abraham,
“Le temps, le rhytme et l’inconscient”, cits. por
Clancier, 75 ss, 83; Guy Michaud, Le visage intérieur, cit. por
Clancier, 158-159; Frye, Anatomy 158; Charles Mauron, “Les
personnages de Victor Hugo, étude psychocritique”; cit. en
Clancier 269; Paraíso, 101-34.
Cf. Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 255; cf. “Aspectos” 300.
Para Michel de M’Uzan (“Observations sur le
procéssus de la création littéraire”, cit.
en Clancier 83) la obra puede llegar a ser un
“auto-análisis” del autor.
Maximen und Reflexionen; cit. en Weimann, “Erzählerstandpunkt” 389.
Cf. Tynianov,
“Évolution” 133-134. El concepto de
self-fashioning de Greenblatt ha desarrollado esta noción
desde un punto de vista postestructuralista. Ver ejemplos en
Greenblatt, Renaissance Self-Fashioning; Leigh Gilmore,
Autobiographics; David Walton, Mail Bondage.
Cf. Coleridge, 3.2.1.1 supra; Fowler, Linguistics and the Novel 89.
Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 283 ss. Cf. Miller, Ethics 89 ss.
Charles Mauron, Des métaphores obsédantes au mythe personnel.
Tynianov,
“Évolution” 134-135; Mauron, Psychocritique du genre
comique, cit. en Clancier 265.
Pierre Macherey, A Theory of Literary Production 98-100.
Luce Irigaray, Parler n’est jamais neutre.
Cf. la teoría de Lunacharski, cit. en Fokkema e Ibsch 127; o
Benjamin, “The Work
of Art in the Age of Mechanical Reproduction”; Brecht, Escritos
sobre teatro.
Journal intime de Benjamin Constant, 10 feb. 1804; cit. en Wimsatt y Brooks 477.
Cf. Francisco Ayala,
“Para quién escribimos nosotros?” Sobre la
asimilación del exilio como una forma de construcción del
yo, ver Beatriz Penas, “Thinking Russian, Speaking English:
Textual Traces of an Emigré’s Conflict” [Nabokov].
Ver también George Steiner, Extraterritorial.
Cf. Antonio García
Berrio, “Lingüística, literaridad / poeticidad
(Gramática, Pragmática, Texto)”; cit. en Albadalejo
Mayordomo 185.
“ Although any novel
or speech act is in the first place an instance of Rhema, to the extent
that it probes the question of its own ability to speak (...) it
attempts to become an instance of ‘essential Saying’“
(Kawin 225-226).
William Butler Yeats,
“The Symbolism of Poetry” 723; Benedetto Croce,
“Intuition and Expression” 731.
“Recent Works of
Fiction” (artículo anónimo de 1853) en Eigner y
Worth 84-92 (86).
Ver por ej. Freud, “Creative Artists and Daydreaming”.
Cf. Campbell, I. i; Gilbert
Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario 24 ss.
Todorov,
“Style” 30. Cf. Frye, Anatomy 98, 132; Kristeva,
“Semanálisis” 290 o Texto; Barthes, “The Death
of the Author”; Michel Foucault, “What Is an
Author?”. Ver Burke, Death and Return.
Aleksandr Veselovski, Istoricheskaia poètika, cit. en Erlich 29.
Tynianov,
“Évolution” 132”; Erlich 172, 190;
García Berrio, Significado 300 ss.
Según Erlich,
“Ejxenbaum paraphrased, perhaps unwittingly, Engels’ famous
phrase when he wrote: ‘The freedom of the individual writer lies
in his capacity to be timely, to hear the voice of
history’“ (254).
Cf. Hawthorn 74;
García Berrio, “Ismos” 377 ss; S. Burke 173-74; Wood
22 ss; Walton 3-5.
Cf. Lotman 43; Eco, Lector
16 ss; Lanser 128; Lozano, Peña-Marín y Abril 194.
No hay que olvidar que la
lectura es lógicamente previa a la interpretación, pues
el intérprete ha de tomar un contacto individual con la obra
antes de poder interpretarla (cf. Ingarden, Literary Work 252, 349;
Hawthorn 107).
Cf. Jane P. Tompkins,
“The Reader in History: The Changing Shape of Literary
Response”. La desconstrucción, en contra de lo que se
sostiene a veces, no sostiene la completa libertad de acción del
intérprete. Ver por ej. Hillis Miller, The Ethics of Reading;
García Landa, “Deconstructive Intentions”.
Cf. Tomashevski, Teoría 182; Tacca 67.
W. Gibson 5. Cf.
también Weimann (376), cuya reacción contra el
inmanentismo le lleva al absurdo de negar la existencia del lector
textual.
Elaine Showalter,
“Women and the Literary Curriculum” 855 ss; Judith
Fetterley, The Resisting Reader xi ss; Culler, Deconstrucción 49
ss. Naturalmente, un autor también puede prever semejante
actitud por parte del lector e integrarla como un elemento en el
proyecto estético e ideológico de su obra. Cf. David I.
Grossvogel, Limits of the Novel 4.
Cf. Fetterley xii. Con el
rechazo a su estética, la literatura aparece como
producción ideológica.
No sucede lo mismo con el
crítico, el lector cuya lectura ha de pasar a los demás;
cf. Miller (Ethics 43). La lectura es una institución, pero
sólo en el caso de la crítica se manifiesta la
responsabilidad pública del sujeto adquirida en ella.
Joseph Addison, “On the pleasures of the imagination” 291. Cf. infra.
Cit. en Oscar Wilde, “Pen, Pencil and Poison” 997.
Véase el desarrollo
de estos presupuestos desde el punto de vista marxista y feminista en
textos críticos clave como Marxism and Literary Criticism de
Eagleton y Sexual Politics de Kate Millett.
1 Cf. Richards, Practical
Criticism; Eco, Lector 248 ss; Lozano, Peña-Marín y Abril
28; David Bleich, Subjective Criticism; Norman Holland, The Dynamics of
Literary Response.
Cf. Todorov, cit. en Hawkes 100 ss; Lanser 243.
No hay que describir la
reconstrucción de los niveles inferiores como un simple
recorrido en un sentido, como hacen Ingarden (Literary Work 148) o
Chatman (Story and Discourse 41). Cf. Volek, 1.1.3.5 supra..
Inversamente, también llevan a confusión Barthes cuando
proclama que “dans le texte, seul parle le lecteur”(S/Z
157) o Stanley Fish haciendo del lector el único artírice
del texto (ver García Landa, “Stanley Fish’s Speech
Acts). Estas propuestas, si bien cumplen una función de
contrapeso hiperbólico, no se sustentan en una semiología
mínimamente creíble.
Segre (Principios 356)
niega que se trate de procesos semánticos, entendiendo por ello
que en su realización efectiva no siempre tienen carácter
lingüístico, o consciente siquiera. Sin duda, pero
sí son procesos semióticos (como lo es todo proceso
intencional), y han de ser semánticamente descriptibles con un
metalenguaje.
Cf. Viktor Shklovskij, Xod
konja, cit. en Erlich, 244; Handy, “Formalist Criticism”.
Cf. Coleridge, Biographia
XVIII, 207; Tomashevski, “Sur le vers”; Erlich 215 ss.
Cf. Dryden,
“Essay” 31; prefacio a Troilus and Cressida 163. Samuel
Johnson llega a sugerir una definición de los géneros
trágico y cómico por su efecto sobre las emociones del
público, y no por la acción (Rambler 125).
Otros conceptos
psicolingüísticos relacionados con la estructuración
pragmática de datos son los marcos de referencia (frames; cf.
Minski; Goffman, Frame Analysis; van Dijk, Texto 157) o el área
de referencia (domain of reference), guiones (scenarios) y roles de
Sanford y Garrod (cap. VI). Bástenos pensar en familias de datos
interrelacionados a diversos niveles de abstracción, relativos
ya sea a estructuras o procesos, y que relacionan entre sí los
diversos datos de la enciclopedia. Estas nociones son desarrolladas en
gran medida por la fenomenología husserliana antes de llegar a
la psicología cognitiva, y ya son introducidas parcialmente por
Ingarden en el estudio de la recepción de la literatura.
Cf. Eco, Lector; Ruthrof 83
passim; Sanford y Garrod I.A; Sternberg 164 passim; Segre, Principios
49. Observemos que el ámbito de tal coherencia no tiene por
qué limitarse al modelo de coherencia propuesto por el texto
mismo. Así, por ejemplo, al leer “a través”
de un texto para discernir su ideología nuestra lectura sigue un
recorrido coherente, pero de una coherencia ajena al proyecto textual.
“Art” 77 ss,
“Construction” 174 ss; Eïjenbaum,
“Méthode” 43 ss.
Según Coleridge,
estos movimientos de la atención son “too slight indeed to
be at any one moment objects of distinct consciousness”
(Biographia XVIII, 207).
Richards (Principles 103)
parece creer lo contrario: las hipótesis proyectivas
tendrían en la lectura de poesía mucho más alcance
que las de la prosa. Esto es cierto de las hipótesis formales
puramente fónicas; las hipótesis estructurales sobre la
técnica narrativa o el argumento son de mucho mayor alcance,
pero Richards las ignora totalmente.
Cf. 2.2.1 supra; Chatman (Story and Discourse 59) habla de suspense y surprise.
Halliwell (3 ss) ve en esta
tensión la clave de la teoría aristotélica del
relato [mythos]: la metábasis o inversión de la
situación debe ser a la vez inesperada y creíble:
“cuando los hechos ocurren contra lo que se espera, si bien
derivándose uno del otro (...) tales temas [mythous] son
necesariamente más hermosos” (Poética 1452 a).
Cf. Eliot, “Collins and Dickens” 468; Richards, Principles 158.
Sobre este proceso de
reflexividad en la novela, ver Robert Alter, Partial Magic; Linda
Hutcheon, Narcissistic Narrative; Wolfgang Schröder, Reflektierter
Roman; Patricia Waugh, Metafiction; Brian McHale, Postmodernist
Fiction; Brian Stonehill, The Self-Conscious Novel.
Addison, Spectator 411, p. 289; cf. Prince, Narratology 141.
Cf. Richards, Principles 157; Posner 134.
Cf. Ian Gregor,
“Criticism as an Individual Activity: The approach through
reading” 210 ss.
Cf. la definición
que da Corneille de la “unidad de acción” en el
drama: debe haber sólo una acción global que al
completarse deje “serena” la mente del espectador (219).
Puede haber compleciones parciales, acciones secundarias que sin
embargo mantienen un “suspense agradable”
según Corneille.
Véase “The
Poetic Principle” 564; ”The Philosophy of
Composition” 873.
Aristóteles
sólo habla de catarsis en el caso de la tragedia, pero de la
lógica de su argumento parece justificado extender esta
observación a la literatura en general, o al menos a la
literatura con argumento.
Sigmund Freud,
“Creative Writers” 753; El humor; Personajes
Psicopáticos en la escena; cits. por Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 264-265; cf. Frye, Anatomy 177,
o Croce, Aesthetic 735
Cf. Norman H. Holland,
“The ‘Unconscious of Literature: The Psychoanalytic
Approach” 151.
Ver Heath, “Notes on Suture”; Cohan y Shires 162-75.
Para Aristóteles las
reacciones del lector a la trama trágica, la piedad y el terror,
están ligadas orgánicamente entre sí y tienen un
origen en cierto modo egoísta (la piedad al otro procede de una
analogía que nos haría sentir miedo por nosotros mismos
en esa situación). La respuesta afectiva tiene raíces
intelectuales, y está inseparablemente unida para
Aristóteles a la comprensión del mythos (Halliwell 171
ss).
Sainte-Beuve, Una
tradición literaria, cit. en V. Hall 182; Anatole France,
“The Adventures of the Soul”; Santayana 692, etc.
Johann Joachim Winckelmann,
“Aclaración”, en Reflexiones sobre la
imitación del arte griego en la pintura y la escultura 121. Cf.
Henry Reynolds 204; John Dryden, “To the Right Honourable John,
Lord Haughton” 190.
Epistola ad Pisones, versos
333-344. Esta idea es repetida hasta la saciedad: cf. Boccaccio 130;
Scaliger 137; Hobbes 213; John Dryden, “Essay” 25; “A
Defence of an Essay of Dramatic Poesy” 79; Johnson, “On
Fiction” 326; Shelley 502 ss.
Castelvetro, Poetics I, 146
(cf. sin embargo los capítulos XIII y XIV); Jacopo Mazzoni, On
the Defense of the Comedy of Dante, 185 ss.
O a la inacción; cf. Schopenhauer, The World as Will and Idea 486.
Shelley 500; Emerson 546
ss; Wilde, “Decay” 680; Yeats 723; T. E. Hulme,
“Bergson’s Theory of Art” 776 ss; Freud, Lo ominoso
(cit. por Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 264);
Richards, Practical Criticism 276; Heidegger, “Origine”;
Gregor 163; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 297.
Ver también Abrams, The Mirror and the Lamp; Wolfgang Iser, The
Fictive and the Imaginary.
Cf. Richards, Principles
23, 182 ss; Sartre, “Qué es la literatura?” 67 ss;
Aguiar e Silva, Teoría 82; Frye, Anatomy 81; Hawthorn 112.
“Religion and
literature” 394; Cf. Tolstoi, cap. XV, 713 ss; Harold Bloom
convierte la rebelión contra esta influencia en un principio
creador en The Anxiety of Influence.
Para Richards, se trata de
imágenes sensoriales de todo tipo, no meramente auditivas o
visuales. Cf. Croce, Aesthetic 733.
Ohmann (“Habla”
42). Creemos que a pesar de todo lo que Richards pasa por alto, una
integración entre las teorías cognitivas y afectivas como
la que preconizan Sanford y Garrod (212) ha de tener en cuenta su obra.
Holland,
“Unconscious” 152; Yvon Belaval, prólogo a Clancier,
17; Castilla del Pino, “Aspectos” 289.
Por ejemplo, Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 296.
Cf. O. Mannoni, Clefs pour
l’imaginaire ou l’autre scène, cit. en Clancier 137
ss.; Holland, The Dynamics of Literary Response y “Unity Identity
Self Text”.
Ethics 120. Miller ve esto
como una característica de la lectura en general, y no de la
crítica, lo cual parece un tanto exagerado. La lectura, como
hemos dicho, es libre.
Cf. Hirsch, Validity in
Interrpetation; Hutcheon 238-239; Hawthorn 67; Prince, Narratology 112.
Culler,
Deconstrucción 42 ss; Eagleton, Marxism and Literary Criticism;
Fetterley, The Resisting Reader.
Carlos Castilla del Pino,
“Aspectos epistemológicos de la crítica
psicoanalítica” 309.
Jameson,
“Metacommentary”. Ver por ej. la discusión
metodológica en Walton.
Lector ideal:
idealización del lector real; no sinónimo de lector
implícito (cf. Hasan 307; Prince, “Introduction”
180). Richards (Principles 177) rechaza la idea de un “ideal
reader” para definir al poema en tanto que conjunto de
experiencias similares agrupadas en torno a una experiencia
estándar a la que identifica con “the relevant experience
of the poet when contemplating the completed composition”. Esta
equivalencia sobra: ya en el cap. IV ha declarado que no lleva a
ninguna parte el hablar de los estados mentales del artista.
Por ej., John Ruskin,
“Athena Chalinitis”, 626; también Geoffrey
Tillotson, Essays in Criticism and Research y F. W. Bateson, English
Poetry: A Critical Introduction (cits. por Wimsatt y Brooks, 545).
Cf. John Dryden, “Preface to Sylvae”, 203; Hume 319.
Iuri Tynianov,
“Literaturnyï fakt” (1924); cit. en Fokkema e Ibsch
41; cf. 3.1.6.4 supra.
Cf. Fokkema e Ibsch 172.
: “Description of the
interpretive process in fiction may focus on the profusion of possible
contexts” (J.-K. Adams, 34); Adams enfatiza la función
contextual de la interpretación.
Los conceptos de
meaning y significance son distinguidos, de modo demasiado idealista,
por Hirsch, pero parece válida la distinción de grados de
objetividad en las interpretaciones según el nivel
semiótico objeto de la interpretación; así, todas
las interpretaciones presuponen una cierta estabilidad en las
estructuras verbales, sobre la cual edifican sus disensiones. Comento
más detenidamente estas cuestiones en Reading the Monster.
Culler se opone a la noción de intencionalidad que se halla en
la base de la teoría pragmática de la
interpretación. Para él, el contexto es infinito. A eso
sólo cabe decir que es infinito dentro de un orden. J.-K. Adams
señala además que este panorama se puede complicar con
intencionalidades inconscientes (47). Pero la intencionalidad
inconsciente está perfectamente presente en el contexto
interpretativo una vez ha sido señalada por el
intérprete; el acto de habla ha de interpretarse entonces desde
dos puntos de vista distintos, pero sin que ello suponga más
problema que el que se da en la descripción de los
sobreentendidos (J.-K. Adams 48). Por su parte, Stanley Fish pretende
que, ya que los actos de habla han de ser interpretados, no es posible
que nos auxilien en la interpretación. Pero esta
argumentación es falaz: se trata dos niveles de
interpretación distintos (J.-K. Adams 48; García Landa,
“Stanley E. Fish’s Speech Acts”.).
Cf. Frye, Anatomy 71 ss;
Hirsch, Validity in Interpretation; Petöfi y García Berrio
263; Hawthorn 20 ss.
Por ejemplo en Sto. Tomás o en Dante. Cf. Beardsley, 41-42.
J.-K. Adams define el
término historical reader como “a general label for any
reader other than the critic himself” (29); señalemos que
como en el caso de cualquier otro fenómeno histórico
deberá existir algún rastro o documento sobre ese acto de
lectura, con lo cual se aproxima su problemática a la del texto
crítico. Hasan señala que de explicitar los criterios
evaluativos la evaluación deja de ser un elemento
extracientífico (303; cf. Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 314 ss); pero recordemos lo ya dicho
sobre el “metacomentario”: cada interpretación debe
ser reinterpretada. Así cada lectura encuentra su lugar en la
historia como dato, aunque no sea un dato bruto sino un complejo
fenómeno de semiótica cultural.