José
Ángel García Landa - Acción,
Relato, Discurso: Estructura de la ficción narrativa
Índice
2.4. Relato
3. DISCURSO
3.1. LA ESTRUCTURA PRAGMÁTICA DE LA NARRACIÓN LITERARIA
En nuestro esquema básico del texto narrativo hemos aislado ya
los elementos no exclusivamente lingüístico-textuales en
dos fases: el estudio de la acción y el estudio del relato. Son
éstos los elementos privativamente narrativos, los que
establecen un parentesco entre la narración verbal y otras artes
narrativas, como el teatro, el cine o el comic. Pero ya hemos visto que
en el caso de la narracion literaria ambos niveles, relato y
acción, no son sino abstracciones útiles que realizamos a
partir de un nivel de manifestación superficial, que es el texto
narrativo. Pasamos ahora a un aspecto del estudio de la
narratividad a nivel discursivo: el estudio del texto narrativo como
discurso. Hemos hablado anteriormente de tres niveles principales de
análisis del texto literario. Ahora debemos entrar en más
detalles: nuestro tercer nivel, el discurso, no puede presentarse como
un objeto homogéneo. Lo describiremos más bien como un
complejo proceso; un proceso de representación que como tal es
distinguible del proceso narrativo representado. El discurso debe
ser analizado a su vez, como ya hemos apuntado, en sub-niveles
correspondientes a la comunicación narrador-narratario y a la
comunicación autor-lector. Para el análisis del discurso
como proceso a cada uno de estos niveles es básica la
noción de texto como instrumento comunicativo, como estructura
verbal que es transmitida por un emisor a un receptor. El estudio de
este aspecto de la obra será, por tanto, un estudio
lingüístico. Sólo atendermos, sin embargo, a
aquellos aspectos del discurso más inmediatemente relacionados
con la comunicación de los niveles inferiores, la acción
y el relato. Es decir, pasaremos por alto la posibilidad, perfectamente
justificable en otro tipo de estudio, de subdividir el estudio del
discurso en niveles lingüísticos diferentes:
fonético, fonológico (o bien grafémico /
grafológico), morfológico, sintáctico,
semántico… Por supuesto, en cierto sentido tales
niveles están implícitos en nuestro estudio en la misma
medida en que están implícitos en cualquier enfoque
crítico. Pero prestaremos atención al discurso como
fenómeno específicamente
semántico-pragmático. Antes de pasar al estudio de la
narrativa de ficción propiamente dicha dedicaremos este apartado
a sentar algunos presupuestos metodológicos.
3.1.1. Pragmática
Para ser eficaz, un método de análisis
lingüístico de un texto literario habrá de reunir al
menos dos condiciones que no son satisfechas armónicamente por
las gramáticas tradicionales:
• Deberá contemplar el estudio de unidades
lingüísticas superiores a la oración. La diferencia
entre texto y oración ya se encuentra en Aristóteles
(Peri hermeneias, V.5). Sin embargo, la gramática tradicional no
considera que el nivel textual sea un objeto de estudio propio de la
lingüística, y fija su límite superior en el estudio
de la oración. La lingüística de los veinte
últimos años ha abandonado de manera casi general la
oración como unidad superior de análisis formal, para
pasar a considerar el texto.
• Deberá estudiar el uso del lenguaje, y no sólo
describirlo como sistema abstracto, salvando de alguna manera la
distancia entre lo que Saussure llamó la lengua y el habla. Una
vía en esta dirección la proporciona la doble
distinción de Frege entre proposición y juicio por
una parte (es decir, entre proposición abstracta y su
emisión efectiva), y entre sentido y referencia por otra (ver
“Sobre sentido y referencia”). Sin embargo, el
análisis del discurso debe ir más allá de estas
distinciones básicas, y combinarlas de un modo no previsto por
Frege. Así lo hace notar Searle:
Necesitamos distinguir, lo que Frege no logró hacer, el sentido
de una expresión referencial de la proposición comunicada
por su emisión. El sentido de tal expresión viene dado
por los términos generales descriptivos contenidos en, o
implicados por, esa expresión; pero en muchos casos el sentido
de la expresión no es suficiente por sí mismo para
comunicar una proposición, sino que más bien la
emisión de la expresión en un cierto contexto comunica
una proposición. (Searle, Actos 100)
Una distinción semejante ya se halla en Ingarden (cf. 3.1.4.2
infra ). Es básica para el estudio de muchos fenómenos
literarios. Por ejemplo, la metáfora requiere para su
explicitación una distinción entre el significado y el
uso, y no una mera semántica de sistema: “no hay
metáforas en el diccionario”.
Los dos nuevos enfoques que hemos señalado,
el textual y el contextual, convergen espontáneamente. En
palabras de Halliday,
The basic unit of language use is not a word or a sentence but a
‘text’, and the’textual’component in language
is the set of options by means of which a speaker or writer is enabled
to create texts—to use language in a way that is relevant to the
context. (“Language Structure” 160-161)
Así, como cualquier otra actividad lingüística
efectiva, la narración literaria es un uso de textos, no una
suma de frases descontextualizadas. La literatura, más
generalmente, es un tipo de discurso, un uso del lenguaje en una
situación concreta: en términos de
Bühler, una obra literaria es un producto
lingüístico (Sprachwerk), y no una forma
lingüística (Sprachgebilde) (Teoría 98). Un estudio
de las formas oracionales es claramente insuficiente; necesitamos una
lingüística textual para enfrentarnos al texto literario.
Un texto puede concebirse como una estructura
atemporal de relaciones coexistentes. Pero una aproximación
más fructífera a la realidad textual será la que
lo conciba en su dimensión temporal. Esta temporalidad del texto
no debe ser confundida con la temporalidad propia de la acción,
que es en cierto sentido ajena al texto. Nos referimos ahora a la
temporalidad del texto en tanto que es lenguaje, en tanto que el
código semiótico que lo constituye incluye necesariamente
la sucesión de unos elementos a otros. Por tanto, un texto
narrativo es dos veces temporal, en tanto que acción
representada y en tanto que sucesión de signos. Esta
sería una primera acepción del término discurso:
el texto en tanto en cuanto es un discurrir de signos en el tiempo (cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril 33). Tampoco es suficiente un
estudio de la forma del texto (suponiendo que sea posible disociar el
estudio de la estructura formal de un texto del estudio de su
función); es necesario estudiar el uso de las formas. La
lingüística de la primera mitad del siglo XX suele
descuidar este aspecto del lenguaje. Así sucede tanto en
Saussure y sus descendientes estructuralistas como en la
“lingüística funcional” del Círculo
Lingüístico de Praga o en el estructuralismo
norteamericano descendiente de Bloomfield (cf. Rieser 23). Las famosas
divisiones establecidas por Saussure entre lengua (langue) y habla
(parole) (Curso 27 ss) y por Chomsky entre competencia (competence) y
actuación (performance) asignan a la lingüística
ante todo el estudio del sistema lingüístico, no del uso
lingüístico. No es que Saussure malinterprete las
relaciones entre langue y sintagmática en general; no relega los
fenómenos sintagmáticos a la parole: “hay que
atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas
construídos sobre formas regulares”. Simplemente,
Saussure no tiene en cuenta la existencia de formas regulares en
sintagmas superiores a la oración. Y a medida que avanzamos
hacia los sintagmas jerárquicamente superiores, la diferencia
entre langue y parole se hace cada vez más difícil de
delimitar. De ahí que aparezca en nuestros días una
lingüística de la parole que sería paradójica
para un saussuriano estricto, así como es paradójica para
la gramática generativa la idea de un teoría de la
actuación. El estudio del sistema se liga indisolublemente
al estudio del proceso lingüístico. La oración
se contempla hoy como una estructura subordinada al texto, a un texto
que es contemplado como parte de un proceso comunicativo
contextualizado. Este carácter subordinado de la oración
ya fue señalado por Ingarden hace varias décadas:
The sentence-forming or duplicating operation (...) is in most
instances only a relatively dependent phase of a much broader
subjective operation, from which arise not only individual,
out-of-context sentences but, instead, entire complexes of sentences or
manifolds of connected sentences. When, for example, we conduct a proof
or develop a scientific theory or simply narrate an account, we are
attuned, usually from the very beginning, to the whole which we are to
“develop” even before we have formed the individual
sentences by which it will be “developed”. (Literary Work
103; cf. 1.2.5 supra )
Hoy podríamos decir que la estructura profunda de un texto ha de
ser formulada pragmáticamente, no semánticamente; es
decir, ha de contemplarse al texto en su funcionamiento contextual, en
su uso, y no limitarse a hacer un estudio lingüístico
abstractivo del mismo. Paralelamente, el estudio de la
composición y de la recepción ha tener una base a nivel
textual: se tratará de lo que antes hemos denominado las
macroestructuras que se activan en la actuación
comunicativa. Nuestra segunda acepción de discurso, que es
la que queremos resaltar aquí, será la de texto
instrumentalizado en una situación comunicativa determinada.
Serán competencia de una lingüística del discurso no
sólo las estructuras de signos lingüísticos, sino
también las modalidades de enunciación y las situaciones
discursivas (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 35).
La división entre langue y parole hace
más que descuidar la sintagmática
lingüística: relega muchas reglas de uso del sistema al
campo de lo individual, lo no sistematizable. Esto equivale a
ignorar lo que hoy entendemos por pragmática o a identificarlo a
la semántica. Los gramáticos generativistas partidarios
de lo que Gerald Gazdar llama la “hipótesis
performativa” optan explícitamente por esta última
solución, al pretender incluir el significado pragmático
en la descripción semántica de las oraciones. Esta
teoría ha sido enérgicamente refutada. Otra postura
opuesta (y que resultaría en la imposibilidad de un estudio
sistemático de la semántica) es la adoptada por los
partidarios del contextualismo estricto para el estudio del
significado, como Bloomfield.
Bühler propone una cierta integración de
ambos enfoques: el análisis de la significación necesita
proponer una base intersubjetiva que sin embargo puede ser modificada
en el acto concreto. La palabra usada en contexto adquiere un
sentido específico que debe ser deducido por los oyentes con un
“procedimiento detectivesco” —usando la inferencia y
la inducción.
Movida por un espíritu semejante, la
semiótica norteamericana de Morris señala tres tipos de
estudios semióticos. Los dos primeros han sido el objeto de
estudio preferente de los lingüistas: son los sintácticos,
referentes a la forma de los enunciados, a las relaciones de unos
signos con otros, y los semánticos, que atienden a la
significación de los enunciados, a las relaciones entre signos y
objetos. El tercer tipo de estudios semióticos son los
pragmáticos, relativos al uso que se hace de los sistemas de
signo en la comunicación, a la relación entre los signos
y sus usuarios (Lyons, Semantics 114 ss).
La pragmática no se confunde con un estudio
de la actuación individual tal como es definida por Chomsky
(Aspects I.1). Podemos hablar de un estudio ideal de estructuras
pragmáticas y de una competencia pragmática o competencia
comunicativa. Los elementos de la comunicación
lingüística que son objeto específico de los
estudios pragmáticos son todos aquellos relacionados con el uso
efectivo del lenguaje en una situación dada, todos aquellos
necesarios para el estudio del lenguaje como texto o discurso: el
enunciador, el receptor, la enunciación, los modelos de
enunciado, los modelos de contexto. La pragmática debe llevar a
cabo, por tanto, el estudio de los modelos de referencia efectiva del
lenguaje a la realidad, una referencia que sólo se da en el uso
efectivo del lenguaje en una situación comunicativa dada
(Schmidt, Teoría 84).
El estudio del discurso va necesariamente ligado al
estudio de la enunciación como acto constitutivo y regulador del
mismo. Ducrot define la enunciación no ya como el hecho
físico de la producción lingüística, sino
como “l’engagement d’une personne—que
j’appelle ‘l’énonciateur’—à
l’égard de la phrase employée”. Por la
enunciación, el discurso nos remite a los interlocutores, que
asumen el papel de enunciador y destinatario. La enunciación y
el enunciador no son sólo condiciones extrínsecas del
discurso: también quedan (parcialmente) inscritos en él.
En este sentido, afirma Greimas, “la enunciación
podría formularse como un enunciado de un tipo especial, es
decir, como un enunciado llamado enunciación porque comporta
otro enunciado en calidad de actante-objeto”. El
“enunciado llamado enunciación” puede constituir una
posible isotopía del discurso: en el caso de la literatura,
según Greimas, el sujeto puede hablar de sí mismo, de su
actividad discursiva y de la finalidad de su actividad
(“Teoría” 28; cf. Ducrot, “Pragmatique”
534). Es uno de los aspectos de la reflexividad del discurso.
Pero la enunciación no es sólo un
contenido textual. Es, ante todo, la actividad que constituye al
discurso. Es en este sentido en el que el estudio del contexto es
imprescindible: hemos dicho que la enunciación sólo se
inscribe parcialmente en el discurso (cf. Ducrot, 3.2.1.2 infra ). Para
una comprensión más completa de su sentido necesitamos
tanto el texto como las circunstancias concretas de su
enunciación, incluyendo las convenciones particulares que puedan
regir en cada género o en cada época. La
lingüística textual debe en última instancia
converger con los principios generales de la hermenéutica
clásica, centrada alrededor del significado autorial o
histórico de un texto. La teoría de los actos de
habla desarrollada por los filósofos y lingüistas
(Bühler, Wittgenstein, Austin, Searle, Sadock, Bach y Harnish,
etc.) intenta sistematizar los principios de la enunciación, y
resultará imprescindible para una hermenéutica
lingüística generalizada, un estudio
lingüístico del discurso.
El lenguaje puede ser analizado a distintos
niveles de abstracción. En palabras de Austin, podríamos
decir que al hablar estamos realizando varios actos simultáneos:
actos locucionarios (fonéticos, fáticos, réticos
), ilocucionarios, perlocucionarios. Siguiendo la versión
de Bach y Harnish (Linguistic Communication and Speech Acts ),
podríamos presentar así el esquema de los actos de habla
realizados en la comunicación lingüística:
• Enunciación: el hablante enuncia una forma
lingüística en un contexto determinado dirigiéndose
a un oyente.
• Acto locucionario: el hablante transmite una serie de
significados al oyente mediante esa forma lingüística (se
trata del significado semánticamente codificado).
• Acto ilocucionario: el hablante realiza un determinado acto, una
acción, en un determinado contexto mediante la
transmisión de esos significados (“significado
pragmático” o fuerza ilocucionaria). Para que un
acto ilocucionario se pueda realizar efectivamente, para que sea tal
acto ilocucionario, deberá cumplir unas condiciones de felicidad
(felicity conditions) que varían de un acto a otro y sirven para
definirlos.
• Acto perlocucionario: Mediante su acto ilocucionario, el
hablante influye de alguna manera sobre el oyente, provoca una
reacción en él (perlocución o efecto
perlocucionario). La intención perlocucionaria de provocar ese
efecto no tiene por qué ser manifiesta para el oyente.
Además, la intención perlocucionaria puede fracasar sin
que ello afecte a la realización efectiva del acto. Las
condiciones de felicidad, por el contrario, han de cumplirse.
La linguística tradicional, o la estructural
descendiente de Saussure o Bloomfield, sólo se ocupaba del
estudio de los actos locucionarios, y eso cuando no era despreciada la
semántica como un elemento no sistematizable. Es decir,
identificaba el estudio de la langue con el estudio de los actos
locucionarios, relegando los actos ilocucionarios al campo de la
parole. Según Searle, “un estudio adecuado de los actos de
habla es un estudio de la langue” (27), y no de la parole. Esta
formulación es demasiado radical, y no permite entender bien la
flexibilidad contextual y la evolución constante a que
está sometido el nivel ilocucionario del lenguaje. P. F.
Strawson ha observado que no todos los actos ilocucionarios son
convencionales en el mismo sentido: habría que hablar más
bien de una gama de posibilidades entre el polo de la
convencionalización ilocucionaria y el de la
convencionalización meramente locucionaria. Por otra
parte, la afirmación de Searle, como la distinción entre
langue y parole, sólo tiene sentido en el marco de una
gramática oracional, y es desbordada por una gramática
textual. El estudio de la oración en tanto que acto locucionario
sólo nos permite acceder a una parte de la significación;
simplemente habremos interpretado el significado literal, el que
está perfectamente codificado en la langue. La semántica
se ocupa de las condiciones de verdad (intensionalmente definidas) de
los enunciados, no de su significado en situaciones concretas. El
producto de un acto locucionario es una proposición de
algún tipo; el del acto ilocucionario tiene que ser un
movimiento comunicativo, una acción por parte del hablante, un
acto de habla propiamente dicho. El acto ilocucionario es un acto
socialmente codificado, aunque no necesariamente
lingüísticamente codificado. La comunicación
consiste en la realización de actos ilocucionarios, no en la
realización de actos locucionarios. Podemos decir que un acto
ilocucionario se ha realizado cuando el hablante consigue que el oyente
reconozca la intención que tiene el hablante de hacerle
reconocer el acto ilocucionario que está realizando; es decir,
cuando hay una identificación correcta de la fuerza
ilocucionaria. Este reconocimiento se basa, según Bach y
Harnish, en una premisa tácita de la comunicación: las
creencias contextuales mutuas (mutual contextual beliefs ). Para una
comunicación efectiva, tanto hablante como oyente han de creer
que su interlocutor cree que ambos comparten estas suposiciones (una
visión del mundo mínimamente coincidente, una lengua
común, una interpretación semejante acerca del hecho
discursivo en el que están participando, etc.). Son
conocimientos factuales que se suponen comunes; a ellas habría
que añadir normas de accion discursiva que también se
suponen comunes, como las máximas de comportamiento
conversacional de Grice (3.2.1.3 infra) o la linguistic presumption y
la communicative presumption de Bach y Harnish (7, passim ).
Hay que distinguir las reglas que permiten la
existencia del los actos ilocucionarios de otro tipo de reglas que
rigen la utilización social de dichos actos. Es fácil
confundir unas con otras. Richard Ohmann sintetiza así las
condiciones necesarias que han de suponerse para el cumplimiento de los
actos ilocucionarios:
1. Las circunstancias deben ser las apropiadas.
2. Las personas deben ser las adecuadas.
3. El hablante debe tener los sentimientos, pensamientos o intenciones apropiadas a su acto.
4. Ambas partes deben comportarse a continuación de forma apropiada.
Ohmann confunde aquí la realización efectiva del acto
ilocucionario con su éxito ulterior. Una promesa puede romperse
o hacerse sin intención de cumplirla, pero sigue siendo una
promesa que se realiza efectivamente en tanto que acto de habla: de lo
contrario, difícilmente podría romperse. Las dos
últimas condiciones no son condiciones de felicidad, y Ohmann ha
descuidado la descripción del complejo juego de reconocimiento
de intenciones requerido por la comunicación ilocucionaria.
Hemos dicho que la cumplimentación del acto
ilocucionario consiste en su reconocimiento como tal, en su
identificación correcta por parte del oyente. Esta
identificación no está ligada mecánicamente al
significado (semántico) del acto locucionario (Bach y Harnish
10). De ahí la posibilidad de actos ilocucionarios directos o
indirectos. El hablante puede basarse en conocimientos comunes con el
oyente, en la capacidad de inferencia de éste, así como
en los presupuestos normales de la interacción discursiva, para
realizar un acto de habla utilizando (instrumental y superficialmente)
la realización de otro acto de habla. Sin embargo, hay una
presuposición de literalidad del acto ilocucionario siempre que
las condiciones lingüísticas y contextuales así lo
autoricen. Existe una cierta relación, aunque sea
flexible, entre los actos locucionarios y los ilocucionarios.
“There is no one-to-one relationship between grammatical
structure (...) and illocutionary force; but we cannot employ just any
kind of sentence in order to perform any kind of illocutionary
act” (Lyons, Semantics 733). O, mejor: no podemos utilizarla en
cualquier circunstancia con la misma facilidad.
La indirección continuada de un acto de
habla puede resultar en una estandarización de la fuerza
ilocucionaria desviada. Es lo que sucede según Bach y Harnish en
frases como “¿Me pasas la sal?”, que se interpretan
directamente como una petición y no como una pregunta (192 ss;
cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 220 ss).
A pesar del avance que supone, la teoría de
los actos de habla no es suficiente para un estudio de todos los
fenómenos discursivos, al menos en sus primeras versiones. La
teoría de Austin se presta a una interpretación
más amplia (Lozano, Peña-Marín y Abril 173); pero
Searle ya parte explícitamente de una lingüística
oracional:
La unidad de la comunicación lingüística no es, como
se ha supuesto generalmente, el símbolo, palabra,
oración, ni tan siquiera la instancia del símbolo,
palabra u oración, sigo más bien la producción o
emisión del símbolo, palabra u oración al realizar
el acto de habla. (Searle, Actos 26)
La oración es una abstracción útil para el
análisis sintáctico o semántico, pero como hemos
visto la concepción misma de una pragmática lleva a
postular un nivel superior de análisis: el texto, y el
texto contextualizado: el discurso. Parafraseando a Searle,
diremos que la unidad de la comunicación lingüística
no es el texto concebido como un sistema abstracto de relaciones
supraoracionales, sino la producción del texto en una
situación determinada, la actuación discursiva (cf. van
Dijk, Text Grammars 321 ss).
Podemos así concebir la estructuración
de un intercambio discursivo como una serie de actos de habla bien
codificados, puntuales; el hablante utiliza la oración como
apoyo básico para su realización. Pero estos actos de
habla oracionales son instrumentalizados en el nivel
textual-discursivo; a nivel de discurso, no tenemos (únicamente)
los actos de habla sencillos analizados y clasificados por Austin o
Searle, sino actos de habla discursivos o macro-actos de habla.
Los actos de habla discursivos suelen englobar una multitud de
micro-actos de habla diferentes, organizados por la macroestructura
discursiva que caracteriza al acto global como tal acto. Los tipos de
actos globales pueden contemplarse como especificaciones o derivaciones
de los tipos de actos de habla microestructurales o primitivos. Podemos
definir entre ellos distintos niveles de complejidad y hablar
así de actos de discurso primitivos, como podría ser
“narrar”, y derivados, como “escribir una
novela”. Estas distinciones pueden ser útiles a la hora de
discutir el status lingüístico de la
literatura.
La comunicación está fuertemente
condicionada por el tipo de relaciones que mantenga el hablante con el
tipo de acto de habla realizado, por su relación con el oyente y
por su actitud hacia el mensaje. Lanser (86) propone hablar,
respectivamente, de status, contacto y actitud (status, contact, stance
). Estas circunstancias serían clasificables con un
análisis modal (cf. Greimas y Courtés 273) de la
comunicación. Más adelante volveremos sobre este tema en
relación a los enunciadores del texto narrativo. En efecto, poco
se puede hacer con estos elementos en abstracto al margen de ofrecer
sus definiciones. Para ver las modalidades de su funcionamiento hay que
ir más allá de la lingüística; hay que
adentrarse en el estudio de una disciplina que haga uso de los textos:
The anthropologist rather than the linguist is the key figure because
the ‘unit’ of linguistic performance is not the sentence
but the language situation defined culturally, or communicative event,
that gives sentences a function and a characteristic shape.
En abstracto sólo se pueden definir una serie de actos de habla
nucleares. El resto, y tanto más cuanto más complejos y
macroscópicos, están ligados a culturas determinadas y
contextos culturales particulares (cf. Lyons, Semantics 737); cuanto
más buscamos la especificidad, menos sentido tiene el intentar
construir un sistema abstracto que los detalle a todos.
La literatura, por supuesto, sería una de
esas situaciones culturalmente definidas. “Literary works,”
insiste Pratt, “like all our communicative activities, are
context-dependent. Literature itself is a speech context” (86).
Entendidos así, los estudios literarios serían una parte
de los estudios antropológicos; se habrían determinado
más claramente las relaciones entre literatura y
lingüística (Pratt 88), y del conjunto de estas dos
disciplinas con la antropología.
Pensemos, por ejemplo, en un concepto introducido
por Austin: el acto perlocucionario. En el contexto de los estudios
literarios, es obvio que una gran parte de la crítica literaria
de todos los tiempos se ha preguntado la finalidad de la literatura, ha
discutido las emociones provocadas por las obras literarias, ha
desarrollado teorías sobre cómo componer una obra con
vistas a producir un determinado efecto sobre el público. Es
decir, se ha dedicado al estudio de los efectos perlocucionarios de la
literatura. Esto nos podría llevar a la reflexión
más general de que la crítica literaria siempre se ha
ocupado del estudio de la pragmática de la comunicación
literaria. Lo que es nuevo en los estudios contemporáneos es la
voluntad de hallar unos principios comunes para la
sistematización de la acción discursiva, una
sistematización que alcanzaría a la lengua
“corriente” (en sus infinitas variedades) y a la
literatura. Un estudio de este tipo descubrirá lo mucho que hay
en común entre los fenómenos literarios y los no
literarios.
Pero la lingüística siempre ha tenido
problemas a la hora de tratar el fenómeno literario, y la
teoría de los actos de habla no es una excepción. Ya es
famosa la resistencia a englobar lo “no serio” de los
primeros estudios de los actos de habla realizados por Austin y Searle.
La literatura es un ejemplo de esos usos “no serios” del
lenguaje. Esa resistencia es por otra parte comprensible, pues
Austin y Searle estaban desarrollando una teoría a un nivel de
abstracción bastante determinado: los actos ilocucionarios
simples y primitivos, cuando las obras literarias son actos discursivos
y derivados. Muchos estudios posteriores siguen teniendo esa dificultad
para situar a la literatura en sus esquemas. A título
representativo: Ballmer y Brennenstuhl proponen una
clasificación de actos de habla en siete speech-act models:
(emotion, enaction, struggle, institutional, valuation, discourse, text
y theme) que se distribuyen en cuatro speech activities (expression,
appeal, interaction y discourse ). Podemos intentar determinar el lugar
que ocuparía la narración literaria en este esquema, pero
tendremos problemas. En principio, parecería que el tipo de
acción discursiva a que nos referimos sería un tipo de
discourse, como actividad y como modelo. Esta clasificación es
muy incompleta y poco explicativa a la hora de situar la
narración literaria en una teoría general de los actos de
habla, y eso no sólo en tanto que literatura, sino en tanto que
narración.
Como una primera aproximación, podemos
señalar los distintas condicionamientos pragmáticos que
tienen diferentes tipos de discurso:
• la literatura frente a la no literatura (cf. 3.1.6.2 infra ).
Este tipo de uso del lenguaje es completamente ignorado en la
clasificación de Ballmer y Brennenstuhl.
• la ficción frente a la no ficción (3.1.4 infra ).
Tampoco encontramos un enfoque sistemático de este importante
uso del lenguaje en Ballmer y Brennenstuhl. Sus tipos de discurso no
están sistemáticamente organizados. Junto a “make
rhymes”, “write poetry”, “produce (science)
fiction” (!) encontramos clasificados actos de habla como
“draft a speech”, “keep a diary”, “tell
untruths”, “prophesy”. Es evidente que una
clasificación de los actos de discurso no puede seguir en este
estado, y que sería necesario un criterio relevante, que
recogiera las diferencias entre estos actos de discurso tal como se
entienden en la actividad humana corriente.
• La narración frente a la descripción, las
instrucciones, los actos de habla institucionalizadores, etc. Ballmer y
Brennenstuhl clasifican a la narración bajo el encabezamiento
Utter: narrate (a story) aparece junto a manifest, mention, say,
publish, remark, etc.; la construcción de una narración
sería un tipo de texting. También estas categorías
parecen bastante desorganizadas.
• La comunicación escrita frente a la oral. La
clasificación de Ballmer y Brennenstuhl tampoco atiende de modo
sistemático a esta diferencia semiótica, que sin duda es
relevante para una clasificación de los actos de habla,
además de intuitivamente inmediata. Otras clasificaciones
más someras son las de Wittgenstein, Austin, Searle, Habermas,
Schmidt o Bach y Harnish. Al ser clasificaciones de actos de
habla oracionales, microestructurales, la mayoría no se proponen
dar cuenta de la infinita variedad de modelos discursivos. Wittgenstein
es una excepción: aunque sólo menciona el tema de pasada,
incluye la ficción literaria entre sus “juegos de
lenguaje”. Austin (151 ss) ignora por completo categorías
como narración, ficción, etc. La narración
sería definible en términos de Austin como una compleja
combinación de expositives. En Searle se trataría de
representatives (cf. “Logical status” 325); en Bach y
Harnish (41), constatives siempre que no fuese un relato ficticio (cf.
3.1.4.2 infra ); etc. Schmidt atiende a muchas más distinciones;
de hecho no presenta una clasificación de actos de habla sino de
“actividades comunicativas”. Por ejemplo, además de
clasificar las fuerzas ilocucionarias distingue entre “tipo de
discurso” (lenguaje usual, científico, literario…)
y “tipo de texto” (narrativo, expositivo,
“performativo”…). Sin embargo, no llega a integrar
estas distinciones entre sí.
Una novela no es distinta de una factura sólo
en tanto en cuanto es literatura: la novela es además narrativa
y ficticia. Narratividad y ficcionalidad son rasgos discursivos que no
son privativos de la literatura. El estudio pragmático de la
literatura no debe atender solamente a la definición del hecho
literario en tanto que es un determinado uso del lenguaje socialmente
codificado, o a las condiciones de producción y recepción
de las obras literarias. También nos ayuda a entender la
estructura textual, que engloba dentro de sí multitud de
fenómenos pragmáticos de diverso orden, por ejemplo los
actos de habla de narradores y personajes. Un examen previo por
separado de algunos de estos fenómenos nos ayudará a
sentar las bases de un discurso tan sobredeterminado como es la
narración escrita, literaria y de ficción, objeto
principal de nuestro estudio.
3.1.2. Pragmática y escritura
Es fácil generalizar indebidamente sobre los condicionamientos
pragmáticos característicos de la escritura si nos
acercamos a ella desde un punto de vista literario; inversamente, es
difícil en un análisis de la narración literaria
aislar los condicionamientos que provienen específicamente de su
carácter escrito. Veamos un ejemplo:
In written discourse, the conditions of action are altered in obvious
ways: the audience is dispersed and uncertain; there is often nothing
but internal evidence to tell us whether the writer has beliefs and
feelings appropriate to his acts, and nothing at all to tell us whether
he conducts himself appropriately afterwards. Nonetheless, writing is
parasitic upon speech in this, as in all that matters. (Ohmann,
“Speech” 248).
Es evidente que Ohmann debería decir “literatura”
donde dice “discurso escrito”, pues nada de lo que dice se
aplica, por ejemplo, a la correspondencia por escrito. Tampoco nos
parece satisfactoria la última frase. Por supuesto, tiene que
haber algún rasgo esencial de la escritura que la identifique
frente a la oralidad, o al menos una familia de rasgos que operen
en contextos diferentes. Pero esta vaguedad en la definición es
muy frecuente. De manera similar a Ohmann, Sanford y Garrod
señalan cómo la comunicación escrita obedece a
grandes rasgos a las mismas estrategias pragmáticas que la
comunicación oral, a pesar de la gran divergencia de su material
semiótico. Sin embargo, creemos que no llegan a definir la
esencia de la escritura frente a la oralidad:
Just as the participants in a conversation must try to refer to a
common situational model, and each participant expects this, so it is
with writing. The major difference between the conversational and
written methods of communicating is seen not as being one of modality
(oral/aural versus writing / visual), but as being one of opportunities
for interaction. With conversation, interruption by the hitherto silent
participant is possible, if necessary, in order to clarify the common
discourse model (or domain of reference). With writing, it is not.
Beyond that, there is no reason to suppose any major differences in the
psychological processes undelying the two. (Sanford y Garrod 208).
Sanford y Garrod proponen pues otra ecuación: oral / interactivo
versus escrito / no interactivo. Diríamos, más bien, que
la incapacidad de interacción inmediata es algo muy ligado a la
comunicación escrita. Pero el ver en ello la esencia de la
escritura es otra precipitación, y eso tanto en un sentido como
en otro. No toda comunicación escrita es no interactiva, y no
toda comunicación no interactiva es escrita. Tampoco hay que
identificar comunicación oral con comunicación
interactiva: los asistentes a un discurso solemne de un político
no interactúan con el hablante como lo hacen en una
conversación. En algunas variedades de comunicación
escrita, como en la oral, los interlocutores pueden dirigirse
personalmente uno a otro; en otras, podemos tener una
comunicación unilateral que no espera respuesta del lector; es
el caso de una carta frente a un libro (cf. 3.1.3 infra ). Hay, pues,
toda una variedad de situaciones comunicativas que utilizan la
escritura.
A los participantes en la comunicación
escrita no les está negada por definición la
interacción comunicativa. Pueden incluso estar en presencia uno
de otro, de manera que el intercambio comunicativo sea casi inmediato.
Por supuesto, esto rara vez se da, y la distancia temporal y espacial
entre interlocutores es uno de los rasgos que se suelen asociar a la
mayoría de situaciones en que se usa la comunicación
escrita. El texto escrito suele así ser más independiente
del contexto inmediato que el texto oral (cf. Segre, Principios 41); no
es accidental que (en las culturas desarrolladas) los textos de
exhibición (3.1.3 infra) sean mayormente textos escritos.
Otro condicionamiento pragmático más
característico de la escritura es el hecho de que una vez
escrito el discurso se ha vuelto algo fijo, conservable, permanente, se
ha materializado. Ha dejado de ser un proceso, y se ha convertido en un
objeto. Para Castilla del Pino, escribir es algo intermedio entre
el hablar y el actuar:
La permanencia de lo escrito, la individualidad de la grafía,
convierte a la escritura en una objetivación personal, una
prolongación objetiva de nuestra persona. (....)
Lo escrito es ya permanentemente nuestro,
difícilmente puede ser desdicho, es la constancia de lo que
somos por lo que fuimos capaces de escribir. Por eso es difícil
escribir todo lo que, no obstante, pese a la enorme resistencia, puede
ser oralmente verbalizado. (“Psicoanálisis” 284)
La materialización de nuestra palabra hace
posible su que se multiplique el acto comunicativo, al poderse
reproducir (manual o mecánicamente) el texto según
procedimientos estandarizados; la escritura puede dirigirse a una masa
enorme de individuos, y no solo a una persona o un grupo (cf. 3.1.3
infra). En este sentido, los medios audiovisuales y de
comunicación de masas han venido a crear formas intermedias
entre la palabra y la escritura tradicionales. Cada uno de ellos tiene
sus propios condicionantes: por ejemplo, los programas de radio quedan
“escritos” en cierto modo al grabarse y ser recuperables o
citables literalmente; la escritura electrónica de las redes
informáticas permite nuevos tipos de interacción, como el
establecimiento de conexiones hipertextuales, etc.
El discurso escrito, en cualquiera de sus formas, se
vuelve además accesible a otros tipos de acción que la
simplemente interpretativa. Tendremos así que distinguir entre
el texto como objeto físico y el texto como objeto
semiótico. El primero es la manifestación inmediata
accesible a la actuación (no necesariamente comunicativa), el
nivel de manifestación inmediata: unas hojas de papel, una
corriente electrónica, una imagen... El texto como objeto
semiótico puede pasar a considerarse a su vez doblemente: texto
como significante y texto como significado, y éste podría
desglosarse aún en varios niveles más (cf. 1.1 n. 4
supra; Ruthrof 12, 25) hasta llegar, en el caso de la narración
literaria, a los niveles específicamente narrativos que son
objeto de nuestro estudio.
3.1.3. Pragmática e interacción comunicativa
Los primeros estudios de pragmática lingüística se
han centrado sobre la comunicación oral conversacional, lo cual
ha supuesto un cierto obstáculo para la aplicación de un
enfoque pragmalingüístico a la literatura, que es un tipo
de acción discursiva bastante diferente.
No es infrecuente oír hablar de la
comunicación literaria como “fenómeno
dialógico”, como “diálogo entre escritor y
lector”. “El sujeto-destinador vive su diálogo con
el sujeto-destinatario a través de la estructura
dialógica de la novela” (Kristeva, Texto 113). Un concepto
amplio de lo dialógico proviene de Bajtín: “En
Bajtín, el diálogo puede ser monológico, y lo que
se denomina monólogo es con frecuencia dialógico”
(Kristeva 122). Es decir, bajo la forma de un monólogo puede
haber una especie de diálogo entre diversas tendencias o
ideologías conflictivas presentes en un mismo sujeto. Esta
noción de dialogismo es útil si no se extrema hasta
perder de vista sus puntos de referencia, como sucede si definimos al
discurso novelesco, de entrada, como un diálogo. La
narración escrita literaria no es de por sí un
fenómeno dialógico. Tiene en común ciertos
elementos con la comunicación dialógica, pero se trata
precisamente de aquellos elementos que no son específicamente
narrativos ni específicamente dialógicos. En el
diálogo, emisor y receptor no son papeles asignados, sino
intercambiables; podemos hablar de interlocutores, y no de locutor y
receptor sin más. En el caso de la narración escrita,
tenemos un fenómeno en principio no interactivo, en el sentido
en que es interactivo el diálogo. La dirección del
proceso comunicativo es unilateral, no recíproca; además,
interviene el elemento de la distancia espacial y temporal tan ligadas
a la escritura. Conviene no confundir este uso un tanto
metafórico del término “dialógico” con
su sentido más propio. Así, Kristeva ha de admitir
más adelante que “en el universo discursivo del libro, el
propio destinatario está incluido únicamente en calidad
de discurso” (Texto 119). Con lo cual no sólo revela el
dudoso carácter dialógico (en el sentido literal) de la
novela, sino que descuida la diferencia entre lector real y lector
textual. La narración dialógica en el sentido más
estricto (no meramente oral), por ejemplo la narración de
experiencias personales entre amistades, adopta formas mucho más
discontinuas y fragmentarias que el discurso literario, debido
precisamente a que se ve sometida a la interacción entre
hablante y oyente.
Con la separación de emisor y receptor se
acentúa una tendencia inherente a la estructura comunicativa. En
principio, en cualquier tipo de comunicación, el emisor parte de
un estímulo contextual (en sentido amplio) y produce un texto,
concebible como una reacción a ese estímulo. El texto es
el estímulo para el oyente, que ha de reconstruir la
intención comunicativa del oyente a partir de él. Es
decir, el oyente debe naturalizar el texto en relación al
contexto, invirtiendo así el proceso seguido por el
hablante. La comunicación escrita priva al oyente de
muchas claves contextuales auxiliares: ha de inferirse el contexto
además de su posible relevancia para el texto. La ficción
escrita aún extrema más este proceso de inferencia que
produce contextos para acoger el mensaje coherentemente.
Veíamos que la comunicación escrita no
conlleva de por sí la imposibilidad de interacción
comunicativa; tampoco es el único caso en que se ve suspendida
esta interacción. La comunicación oral tal y como se da
en las emisiones públicas de radio o televisión
también condiciona la interacción del oyente con el
receptor. La combinación de programas de radio y
televisión con la conversación telefónica de los
oyentes salva parcialmente la asimetría de la
retransmisión, aunque la interacción tampoco así
se efectúe en igualdad de condiciones. Una breve
reflexión sobre el fenómeno de la interacción en
los medios de comunicación nos revelaría cómo el
problema no es tanto de imposibilidades intrínsecas de
reciprocidad: en cualquier caso ésta se regula
institucionalmente, de acuerdo con imperativos sociales,
económicos y políticos de diversa índole. Con
frecuencia, la ausencia de interacción no deriva de una
imposibilidad física sino de una convención
institucional, de las propias convenciones de la actuación
discursiva que se está realizando, y que normalmente van ligadas
a diversas estructuras de organización social, poder y
autoridad. En una conferencia, los oyentes deben aguardar al final de
la conferencia para hacer las preguntas u observaciones que deseen, si
se les invita a ello; en el ejército no se discuten en principio
las órdenes recibidas, etc. Por supuesto, siempre hay
interacción en un sentido comunicativo más amplio, no
necesariamente lingüístico, por el hecho mismo de que tenga
lugar un acto socialmente ritualizado. Así, el hablante y el
oyente interactúan en la definición de sus propios
papeles sociales y del tipo de intercambio que tiene lugar. La
pragmática del lenguaje debe colocarse así en el marco de
una pragmática general o una antropología social.
Haciendo abstracción de muchas otras
circunstancias que rigen la interacción, una distinción
relevante a la hora de definir si un acto de comunicación
lingüística es interactivo o no es la medida en que el
destinatario es conocido por el emisor e individualizado, o por el
contrario se presupone un destinatario abstracto y anónimo: el
receptor (lector) textual (cf. 3.5.3 infra ). La literatura cortesana
de la Edad Media o el Renacimiento iba con frecuencia dirigida a un
público poco numeroso y conocido por el autor. La literatura
impresa es, por el contrario, un medio de comunicación de masas.
En el tipo de lenguaje escrito que nos interesa aquí, la
literatura escrita de la época moderna, el emisor es en
principio desconocido para el receptor medio salvo en la medida en que
se manifiesta a través de su obra. El emisor deja de ser una
causa y se convierte, desde el punto de vista del receptor, en una
consecuencia del texto, una emanación, una figura más o
menos hipotética que se postula para la comprensión del
texto: el autor textual (cf. 3.3.1 infra ). La duplicación de
los roles del autor y lector que presenta nuestro modelo de estructura
del texto literario se debe principalmente al hecho de que vaya
dirigido al análisis de textos escritos y lanzados al mercado,
no al hecho de que sea literatura. Lo mismo sucede en las
publicaciones científicas, políticas, etc. La diferencia
es que ahí el autor rara vez habla como individuo: su
individualidad está cedida a un rol social o a un grupo
determinado, del cual es portavoz; lo que se revela, pues, es una
“personalidad colectiva” que en principio ya es conocida
por el lector, y que está limitada a unos pocos rasgos o
actitudes relevantes. La literatura, en cambio, implica la personalidad
individual de su creador de manera mucho más inclusiva (aunque
rara vez de manera radical; cf. 3.2.1.2 infra ).
De hecho, la situación de la literatura
moderna en cuanto a la interacción ni siquiera es tan simple
como la hemos presentado. La forma escrita y la publicación
masiva demoran la interacción, u obligan a parcelarla de un modo
mucho más fijo que la comunicación oral, pero no tiene
por qué suprimirla. Hay comunicaciones bilaterales indirectas
aun en el caso de modos discursivos aparentemente unilaterales. Los
libros reciben críticas, lo que es un tipo de respuesta y de
posible interacción. En el caso de una obra literaria, se la
puede parodiar; en el caso de una obra científica o
filosófica, se la puede refutar. Los periódicos reciben
cartas al director, y los autores reciben correo del lector
común o del académico. La simple aceptación de un
libro para ser publicado, y el volumen de ventas subsiguiente tienen un
lado comunicativo para el escritor. Sólo se comunican
unilateralmente el autor muerto o el mediocre, el que no recibe
respuesta alguna... aunque los silencios también son elocuentes.
En el caso de la literatura del pasado, hay que tener en cuenta el
papel desempeñado por la crítica. Se ha dicho que un
papel que desempeña ésta es asegurar en cierto modo el
“diálogo” de la actualidad con los escritores y
pensadores del pasado, evitar que el mensaje de éstos caiga en
la unilateralidad (cf. Frye, Anatomy 346). Una interpretación
menos idealista verá en la crítica una interacción
entre diversas interpretaciones de la historia y de los textos, no
entre vivos y muertos.
Ya nos hemos referido a las normas de
interacción comunicativa en la conversación (3.1.1 supra;
cf. 3.2.1.3 infra ). La regla básica de la interacción
comunicativa es la cooperación, expuesta así por Grice en
forma de máxima: “Make your conversational contribution
such as is required, at the stage at which it occurs, by the accepted
purpose or direction of the talk-exchange in which you are
engaged” (Studies in the Way of Words 26). En el intercambio oral
de información, esta regla se traduce en la exigencia de
relevancia informativa, claridad y brevedad. Pero, como observa Pratt,
esta máxima no sólo guía la interacción
comunicativa oral, sino cualquier actividad cooperativa, siempre que se
traduzca en reglas particulares apropiadas para cada contexto (131).
Por ello, también es aplicable en líneas generales a la
comunicación literaria. El lector supone que el autor no le
está haciendo perder el tiempo deliberadamente, que está
colaborando seriamente intentando hacer una obra literaria de
mérito, acorde a las convenciones de su género. Es decir,
la cooperación del autor también está sujeta al
principio de que su intervención discursiva debe ser relevante,
de que su relato debe ser digno de ser contado (tellable; Pratt 142).
Vemos que en literatura hay un claro desequilibrio en la
participación de cada uno de los hablantes. Para Robert
Escarpit el fenómeno estético de la literatura es
posibilitado por la anonimidad del público: sería
imposible si éste perdiese la sensación de seguridad que
le da el anonimato. El escritor, en cambio, se compromete
inevitablemente. Por supuesto, contrae compromisos ideológicos,
morales, estéticos, etc. Pero nos interesa ahora insistir en el
compromiso puramente comunicativo, y que es relativo al tipo de acto de
habla que realiza. Este tipo de acto se caracteriza por el hecho de que
uno de los hablantes ocupa todo el terreno comunicativo.
Pratt incluye la literatura, junto con la
narración oral de anécdotas en el grupo más
general de los textos de exhibición (display texts). Son
éstos textos que son en gran medida desgajables de su contexto
inmediato; son repetibles en varios contextos por su relevancia
intrínseca, y con frecuencia presentan un alto grado de
elaboración. Fernando Lázaro Carreter presenta a este
respecto el concepto comparable, aunque más general de lenguaje
literal, el discurso que ha sido fijado para su uso en bloques
compactos (“La literatura como fenómeno
comunicativo” 164). Los textos de exhibición y el lenguaje
literal no se someten a las reglas del lenguaje informativo y
conversacional tal como son definidas por Grice:
“‘Informativeness’, ‘perspicuity’,
‘brevity’ and ‘clarity’ are not the criteria by
which we determine the effectiveness of a display text, though there
are limits on how much elaboration and repetition we will find worth
it” (Pratt 147). La narración impone sus propias
regulaciones convencionales sobre la interacción comunicativa.
La narración oral puede ser o no un texto de exhibición;
tanto más lo será cuanto más ritualizado o
regulado esté el acto narrativo, cuanto menos utilitario sea,
menos ligado a la mera transmisión de información. En las
distintas circunstancias de la narración oral, los oyentes
confrecuencia están posibilitados y autorizados, en grado
variable, para interrumpir al hablante. En el caso de una novela,
tenemos un caso completamente distinto: normalmente, toda la
narración ya está concluida y ofrecida al lector antes de
que éste pueda dirigirse al autor. En general, encontramos en la
creación literaria un grado máximo de independencia del
contexto y de posibilidad de elaboración:
We assume the literary utterance is expressly designed to be as fully
“detachable” as possible, since its success is in part
gauged by the breadth of its Audience and since its legitimate addresee
is ultimately anyone who can read or hear. (Pratt 148).
Esto condiciona de forma peculiar la interacción, aunque no la
suprime en absoluto: el autor recibe críticas, gana o pierde
público, explota o abandona la fórmula ya ensayada en su
producción subsiguiente, y pasa o no a ser incluído en
las historias de la literatura. Siempre hay que matizar y no olvidar
las circunstancias particulares (estéticas, económicas,
históricas, etc.) que pueden fragmentar a cada género en
una multitud de subgéneros en lo referente a su estructura
discursiva. La situación en el caso de la novela puede ser
distinta en el caso de la publicación por entregas de las
novelas, un modo de difusión muy corriente en el siglo pasado.
Dickens alteró sus planes narrativos al menos en una
ocasión (Martin Chuzzlewit) teniendo en cuenta las reacciones
del público ante los episodios ya publicados. Los culebrones
televisivos también en ocasiones se hacen sensibles a la
respuesta del público, eliminando o promocionando personajes
según su popularidad. Y aun si no nos ocupamos de investigar el
funcionamiento de estos mecanismos, hay que observar que pueden dejar
huella en el texto narrativo: el producto final siempre contiene en
cierta medida el proceso que lo ha consittuido.
Pratt señala cómo hay maniobras de
toma de turno comunicativo en varios tipos de textos de
exhibición. Tanto en la narración natural como en una
conferencia o un espectáculo se imponen restricciones
inhabituales sobre la libertad de interacción del interlocutor
(103 ss). En todos ellos ha de realizarse una petición del
terreno comunicativo, que normalmente ha de ser cedido libremente por
el público. Una novela es un acto de habla que requiere una
intervención continuada de un solo hablante, que se erige por
tanto en protagonista del intercambio comunicativo. En circunstancias
normales, este protagonismo no es impuesto, sino negociado. De hecho,
señalaríamos, el acto discursivo más relevante no
es la novela en abstracto sino la lectura de la misma, y el
protagonista del acto de habla de la lectura es el lector. Pratt (114)
señala cómo el título es el equivalente a las
maniobras de petición del escenario comunicativo que se dan
mediante otros recursos en la conversación oral. La forma de
libro establece de por sí una forma de interacción
particular. En general, “requests to perform a speech act of a
certain type presuppose that said speech act is imposing an unwanted
obligation on an equal or superior” (Pratt 103). El derecho del
lector a no perder su tiempo solo se abandona ante la garantía
suficiente de que el texto vale la pena. La petición del
escenario no se limita a un título. El título es
equívoco hasta cierto punto en una obra de literatura;
está sometido a la evolución de gustos; está
relacionado con la estructura literaria y por tanto forma parte de la
misma mercancía que pretende vender. La cubierta está
también destinada a esta función, y la suele cumplir
eficientemente. Pero el lector necesita datos más fiables de la
validez del texto, y los encuentra en el lado editorial del libro:
with the exception of vanity press publications, every book bears with
it at least the message that some professional judge, someone other
than the writer himself, thinks that within its genre and subgenre the
text is “worth it”. (Pratt 119).
El lector evalúa el libro a través de su
evaluación de la casa editorial, del “juez”, por el
tipo de discurso utilizado para atraer su atención, etc. El
editor forja la figura de un comprador implícito, con la cual el
lector ha de identificarse. Podemos añadir que en este sentido
todo el marketing editorial equivale a una enorme maniobra de
petición de terreno; una petición que nos muestra de
nuevo cómo la comunicación también es algo que se
vende; por trueque en la conversación, por dinero en la
comunicación escrita—un intercambio de objetos
garantizados. Por supuesto, tales procesos de selección se
aplican a los libros en general, y no sólo a la literatura. Lo
que sí podemos encontrarnos en literatura es el uso reflexivo de
todos estos fenómenos: por ejemplo, la figura del editor
ficticio, en novelas como Pamela de Richardson, figura
lógicamente implicada por la posibilidad de la figura del autor
ficticio (3.2.1.10 infra ). Una prueba más de que con todo se
puede hacer literatura: la literatura juega así con las propias
convenciones que marcan su status discursivo; haciendo ésto, las
problematiza y se redefine constantemente. Nuestra discusión se
ha centrado en la forma que asume la interacción comunicativa en
la literatura contemporánea, basada mayormente en la
publicación en forma de libro. En otras sociedades han
predominado otros tipos de transmisión literaria, que
condicionarán la forma narrativa de manera diversa, pues
también esas relaciones autor-público se pueden
ficcionalizar de diversa manera e integrarse en la estructura de la
obra. Por ello hay que evitar el absolutizar los análisis
estructurales: la forma tiene un anclaje contextual e histórico
que debe ser precisado en cada caso.
3.1.4. Pragmática y ficción
3.1.4.1. Historia del concepto
Desde la antigüedad griega, la reflexión sobre la
literatura (o “poesía”) va unida a una
reflexión simultánea sobre el sentido de la
ficcionalidad, y sus relaciones con otros conceptos como
imitación, realismo o verosimilitud. De hecho, podríamos
decir que más que unida va mezclada.
Así, Platón distingue en el Sofista
entre imitación icástica e imitación
fantástica, y condena a esta última por ser creadora de
falsedades. La ficción no tiene cabida exacta en estas
categorías, pero nada bueno parece augurarse para ella. En la
República Platón pronuncia su célebre condena
contra los poetas: “los poetas (...) no son más que
imitadores de fantasmas, sin llegar jamás a la realidad”
(X, 283). Está claro que para Platón la ficción es
algo muy cercano a la mentira; lo mismo declara Solón (cit. por
Aristóteles, Metafísica I. ii, 983 a). Para
Gorgias, la ficción (poesía) es una forma de
mentira en la cual el engañado es más sabio que el que no
se deja engañar.
La tradición crítica posterior,
comenzando por Aristóteles, pugnará por diferenciar los
conceptos de ficción y mentira: hay una correspondencia
subyacente entre la realidad y la ficción que no se da en el
caso de la mentira. Aristóteles opone la poesía a la
historia, pero no se trata de la oposición entre mentira y
verdad. Para Aristóteles la ficción es fiel a la verdad
en un sentido que va más allá de la mera literalidad de
la historia:
resulta claro no ser oficio del poeta el contar las cosas como
sucedieron sino cual desearíamos hubieran sucedido, y tratar lo
posible según verosimilitud o necesidad. Que, en efecto, no
está la diferencia entre poeta e historiador en que el uno
escriba con métrica y el otro sin ella (...), empero
diferéncianse en que el uno dice las cosas tal como pasaron y el
otro cual ójala hubieran pasado. Y por este motivo la
poesía es más filosófica y esforzada empresa que
la historia, ya que la poesía trata sobre todo de lo universal,
y la historia, por el contrario, de lo singular. (Poética IX,
1451 b)
Es decir, el objeto de la mimesis no tiene por que ser real:
puede ser ideal, puede incluso manifestar de una forma más
perfecta que los objetos reales la esencia y potencialidades de la
naturaleza.
En otro pasaje igualmente famoso, Aristóteles
pide a los poetas que sean lo más “miméticos”
posible, “que el poeta mismo ha de hablar lo menos posible por
cuenta propia, pues así no sería imitador”
(Poética XXIV, 1460 a). Es decir: no sería artista. Son
frecuentes en la crítica posterior las condenaciones
aristotélicas a la voz directa del autor, que se considera un
elemento necesariamente extra-artístico. Parece
difícil no ver en este pasaje aristotélico una
contradicción con la anterior definición de los modos de
la mimesis, cuando Aristóteles dice que “se puede imitar y
representar las mismas cosas con los mismos medios, sólo que
unas veces en forma narrativa—como lo hace Homero—, o
conservando el mismo sin cambiarlo” (Poética III, 1448 a).
Habrá que admitir que Aristóteles entiende por mimesis
dos cosas diferentes en uno y otro contexto. Puede llevar esto a una
molesta confusión entre ficción y literatura, que
comprensiblemente será muy frecuente en los teorizadores
más variopintos (3.1.6.1 infra ).
Durante numerosos siglos, la teoría literaria
no va mucho más allá de las teorías
platónica y aristotélica en cuanto al problema de la
ficcionalidad. San Agustín reconoce que las obras de arte tienen
verdad a su manera, precisamente por el hecho de ser una especie de
falsedad, pues es el papel del artista ser en cierto modo un fabricante
de mentiras. Boccaccio añade algunos matices interesantes.
Identifica deliberadamente los conceptos de poesía y
ficción; lo que se nos presenta “compuesto bajo un
velo”, con la verdad oculta bajo apariencia de falsedad, es
poesía y no retórica. La poesía no es en
absoluto “mentira”, debido a este significado oculto que se
interpreta a partir del aparente y superficial. El poeta ya trabaja
dentro de una convención y debe ser leído de acuerdo con
ella: “Poetic fiction has nothing in common with any variety of
falsehood, for it is not a poet’s purpose to deceive anybody with
his inventions”.
Este mismo razonamiento subyace a los
planteamientos posteriores del problema del valor de verdad de la
ficción en la teoría literaria del Renacimiento. Es
conocido el argumento de Sir Philip Sidney en defensa de la
poesía:
the poet, he nothing affirms, and therefore never lieth. For, as I take
it, to lie is to affirm that to be true which is false. (...) But the
poet (as I said before) never affirmeth. The poet never maketh any
circles about your imagination, to conjure you to believe for true what
he writes. (...) And therefore, though he recount things not true, yet
because he telleth them not for true, he lieth not (...). (Sidney 124)
Esta solución clásica tiene sus equivalentes modernos
(cf. 3.1.4.2 infra ). Sin embargo, es muy parcial e incompleta.
Sólo resuelve el problema relativo al aspecto superficial del
discurso: superficialmente, la ficción no es una
afirmación, por tanto no puede ser una mentira. Sin embargo, las
teorías renacentistas, incluída la del propio Sidney,
suponen que la ficción sí afirma algo de una manera
subyacente, puesto que mantiene con la realidad una relación de
inteligibilidad semejante a la descrita por Aristóteles. Y
Sidney distingue, inspirándose en Platón, una
poesía fantástica, que se ocupa de objetos triviales o
indignos, de una poesía icástica, “figuring forth
good things” (125).
En suma, la ficción no es en absoluto una
mentira: más bien, tiene posibilidades de ser una
afirmación verdadera sobre la realidad. Esta visión
aristotélica pervive esencialmente durante los siglos XVII y
XVIII. Para Samuel Johnson, “[t]he Muses wove, in the loom of
Pallas, a loose and changeable robe, like that in which Falsehood
captivated her admirers; with this they invested Truth, and named
herFiction.” En gran medida, es la postura que sigue
vigente hoy mismo, ya se formule en términos
lingüísticos, hermenéuticos, marxistas o
psicoanalíticos. Sólo marginalmente es contestada.
Los románticos van más allá
esta solución aristotélica. Afirman de nuevo una postura
que contiene elementos platónicos, aunque invertidos. Lo que
hace importante a la ficción no es que haya una realidad previa
a la ficción con la cual esta se corresponde secretamente, sino
precisamente una no-coincidencia fundamental: los artistas nos
presentan cosas que no son, y precisamente por ello son creadores de
ideales, de modelos. Así, por ejemplo, arguye Oscar Wilde en
“The Decay of Lying”. Todavía hoy John Fowles piensa
que el novelista tiene mucho de mentiroso en su
constitución. Pero estas observaciones se colocan a un
nivel más complejo, que desborda las convenciones
interpretativas básicas que estamos examinando.
Tanto Dryden (“A Defence of an Essay on
Dramatic Poesy” 89) como Johnson o Coleridge observan que nunca
hay una confusión por parte del receptor entre la ficción
y la realidad. De haberla, se debería a un error. La actitud que
el receptor adopta ante la ficción no consiste en creerla, sino
más bien en colaborar con la ficción, entrar en el juego,
“to transfer from our inward nature a human interest and a
semblance of truth sufficient to procure for these shadows of
imagination that willing suspension of disbelief for the moment, which
constitutes poetic faith” (Coleridge, Biographia Literaria 168).
El concepto dewilling suspension of disbelief, suspensión
deliberada de la incredulidad, sigue en la base de las teorías
contemporáneas. En él se encuentra implícito un
principio básico de la descripción pragmática de
la ficción: “fiction is defined by its pragmatic
structure, and, in turn, this structure is a necessary part of the
interpretation of fiction” (Jon-K. Adams, Pragmatics and Fiction
2). Observemos que aun en el caso de la llamada “realidad
virtual” se trata de un espacio acotado en el interior de la
realidad pública, según convenciones de uso bien
establecidas.
Ingarden (Literary Work 342) formula un principio
comparable al de Coleridge: no hemos de ser absolutamente conscientes
de la ficcionalidad, y tampoco confundir la ficción con la
realidad. Si se da cualquiera de estos dos extremos el efecto de la
ficción fracasa. Esto no impide, continúa Ingarden,
que reaccionemos emocionalmente ante la ficción como ante la
realidad. Según Bullough (757), el hecho de que un personaje de
una narración sea o no ficticio no altera nuestros sentimientos
hacia él; quizá esto sea excesivo, pero sí podemos
admitir que la posición básica del espectador ya ha sido
acotada por la forma narrativa y la escritura. Bullough quiere resaltar
el placer básicamente estético de la ficción. Las
teorías estéticas de finales del siglo pasado y
principios del presente expresan el status peculiar de la poesía
refiriéndose a su valor intrínseco o autónomo (cf.
Bradley 738), un concepto que con frecuencia se ha prestado a
exageraciones o malinterpretaciones. El psicoanálisis
explicaría lo mismo diciendo que el contenido de la
narración es siempre fantástico (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis…” 302). Tanto en la
narración literaria real como en la ficticia la
intervención del lector consiste en una proyección de
deseos propios sobre el mundo narrado. Por ello, como veremos, en
literatura no es tajante la diferencia entre ficción y no
ficción ni entre realismo y fantasía: lo importante es
que tanto la ficción “realista” como la
ficción “fantástica” siguen unas pautas de
organización semejantes. Las estructuras narrativas proporcionan
muchas de esas pautas.
Es necesario, sin embargo, distinguir
teóricamente los conceptos de narración y ficción,
así como distinguir de la ficcionalidad otros fenómenos
como la convencionalidad o la semioticidad. Teorías
desarrolladas en nuestro siglo, notablemente entre ellas el
estructuralismo, el marxismo y el psicoanálisis, han revelado la
naturaleza codificada y estructurada de fenómenos antes
considerados inanalizables o brutos, como son la estructura
psíquica del sujeto, el comportamiento consciente o
inconsciente, la ideología. Resulta de ello a veces una
tendencia a considerar todos estos fenómenos así
estructurados como “ficciones” colectivas o culturales.
Este es un sentido vago del término que hay que evitar. En
concreto, y volviendo al tema que aquí nos ocupa, el hecho de
que una narración imponga una configuración sobre la
acción narrada, o el hecho de que siga convenciones
genéricas de estilo, de clausura, descripción, etc., no
significa que sea por ello necesariamente “ficticia”; como
tampoco están reñidos en la novela la consciencia del
artificio por una parte y el realismo por otra. Entenderemos como
caso paradigmático de ficción el acto comunicativo que se
propone como ficción y que es interpretado como tal. La
proporción de ficcionalidad que haya en otros fenómenos
deberá medirse con respecto a este caso central.
3.1.4.2. Ficción y actos de habla
El estudio de la diferencia entre ficción y realidad ha sido
tradicionalmente objeto de la teoría de la literatura y de la
filosofía, más bien que de la lingüística.
Esta carecía hasta una época relativamente reciente de
categorías conceptuales que le permitieran tratar el asunto de
la ficcionalidad en sus propios términos analíticos.
Sin embargo, está claro que aun a nivel de
sistema la lingüística ya poseía un embrión
de estas categorías en la medida en que era capaz de enfrentarse
al fenómeno de la enunciación. El estudio de los
deícticos o de los tiempos del verbo se ha aplicado así
al estudio de la enunciación literaria, con mayor o menor
fortuna. Un concepto como el de modalidad verbal también
era un terreno apto para iniciar la discusión: toda modalidad
debe ser considerada en relación con el acto de palabra; es una
marca puesta por el sujeto sobre el enunciado para darle una
categoría u otra, para modalizarlo con respecto a la realidad o
a sus intenciones (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 64 ss).
Podríamos pensar, en base a ello, que un discurso de
ficción sufre algún tipo de modalización para
diferenciarlo de los discursos sobre hechos reales. Más adelante
veremos algunos desarrollos de estas categorías a nivel de
gramática textual.
Deslindaremos primero desde un punto de vista
pragmático los conceptos de ficción y mentira, para
concentrarnos seguidamente en el análisis de la ficción.
La caracterización dada por Frege al fenómeno de la
ficción (literaria) enlaza directamente con la
formulación de Sidney antes citada. La ficción no es
lógicamente igual a la mentira: es más bien un enunciado
que no se somete a la prueba de la verdad. I. A. Richards
también investiga la naturaleza del lenguaje poético, y
llega a conclusiones semejantes a las de Frege (cf. también
Ingarden, 3.1.4.2 infra). Para Richards (en Science and Poetry), la
poesía está compuesta de pseudo-aserciones
(pseudo-statements) que no se deben juzgar de acuerdo con su valor de
verdad. Richards distingue cuatro componentes en la noción de
significado, o cuatro tipos de significado posibles:
• Sense: es el significado referencial, que consiste en dirigir la
atención del oyente hacia un estado de cosas externo.
• Feeling: la actitud subjetiva hacia el estado de cosas, que también se transmite en el mensaje.
• Tone: la actitud hacia el oyente por parte del hablante, la
relación entre ambos asumida por el hablante.
• Intention: el objetivo que busca el hablante (cf. la
intención perlocucionaria, 3.1.1 supra; Richards no distingue
entre ilocución y perlocución).
En el lenguaje científico o no poético en general,
predominaría el sentido referencial, mientras que en la
literatura este valor queda según Richards convencionalmente
anulado, y son los valores afectivos lo significativo:
When this happens, the statements which appear in the poetry are there
for the sake of their effects upon feelings, and not for their own
sake. Hence to challenge their truth or to question whether they
deserve serious attention as statements claiming truth, is to mistake
their function. (Richards, Practical Criticism 186)
Las creencias e ideas de la obra no chocan al lector por su
discordancia con las suyas propias, afirma Richards: se asumen como
ficciones poéticas, y no se interpretan referencialmente.
“The absence of intellectual belief need not cripple emotional
belief, though evidently enough in some persons it may” (278).
Sin embargo, Richards comenta que esto no es precisamente una willing
suspension of disbelief, según había afimado Coleridge:
ni sentimos incredulidad ni la suspendemos voluntariamente (277).
En nuestra opinión, la teoría de
Richards es anti-intelectualista en exceso. Postula una diferencia
radical entre la ficción y la no ficción, y por lo tanto
subestima el hecho de que los conocimientos enciclopédicos que
el lector aporta a su actividad discursiva
“práctica” le sirven igualmente en la actividad
simbólica de la literatura. En la ficción no cambia
radicalmente la naturaleza de nuestra comprensión, sino la
interpretación que le damos a lo comprendido, la
clasificación que asignamos al conjunto del acto discursivo en
nuestra organización de la realidad.
Van Dijk (Text Grammars 152) propone una fase de
descripción textual que introduca operadores modales a nivel ya
sea de todo el texto o de alguna sección, operadores que
identifiquen los textos contrafactuales. En este concepto, al parecer,
se deberían incluir tanto las mentiras como los sueños o
la ficción. En un sentido puede resultar útil y
económico englobar ambos fenómenos en un signo
común para la descripción textual, pues tienen algunos
rasgos comunes, pero nunca identificarlos. Creemos que en la
utilización discursiva real de un texto la modalidad entendida
en este sentido está más especificada. En el caso de la
mentira, la contrafactualidad sólo existe (en principio) como
operador macroestructural en la representación del hablante; la
ficción, para ser tal, debe existir también en la del
oyente (cf. van Dijk, Text grammars 290). Más adelante (300) van
Dijk introduce un operador modal Fict exclusivo para los textos de
ficción, pero sin distinguirlo claramente de otros
contrafactuales (cf. 336). Son comparables a los textos contrafactuales
de van Dijk los modos “virtuales” de Bonheim: “[t]he
virtual form (...) consists of imagined speech, of report conceivable
rather than actual, or of imaginary description” (Bonheim 34).
Como observa Bonheim, la importancia de estos fenómenos en
literatura va en aumento (por ejemplo, en el modernismo frente al
realismo clásico).
Podemos admitir que se engloben ficción y
mentira bajo el término general de contrafactualidad, junto con
algún otro tipo de fenómenos, como el lenguaje
figurativo. Pero esta categoría modal es demasiado inclusiva, y
requiere un análisis que dé cuenta de las diferencias
reales que se perciben entre estas acciones discursivas.
En términos de la teoría de los actos
de habla de Austin, podríamos decir que la ficción tiene
la categoría de un acto ilocucionario: es un pacto discursico,
pues su existencia como tal ficción exige el reconocimiento por
parte del oyente. Por el contrario, la mentira es el ejemplo perfecto
de acto no definible en términos de ilocución, sino
solamente de intención perlocucionaria. Para que la mentira se
produzca, debemos tener la intención de que el interlocutor no
reconozca nuestra intención de mentir: y así volvemos a
recordar la defensa de Sir Philip Sidney contra los que identifican
mentira y poesía. Coincide en lo esencial con esta visión
la teoría del “presupuesto de ficción” de
Castilla del Pino (“Psicoanálisis” 321). Como
señala Castilla del Pino, el oyente debe inferir lo que el
hablante presupone; la cualidad de ficcionalidad podrá
así describirse como una presuposición del hablante que
es inferida por el oyente.
Que sepamos, el primer análisis
filosófico detenido del concepto de ficcionalidad,
delimitándolo frente a realidad, idealidad, potencialidad, etc.,
es el de Ingarden. Como muchos otros estudiosos (cf. 3.1.6.1
infra) Ingarden no define con suficiente claridad su concepto de
literariedad, con lo que éste queda confundido con el de
ficcionalidad. Pero de su análisis queda bien claro qué
parte de su estudio se refiere a la literatura en cuanto
ficción. Por tanto, hablaremos de “ficción”
donde Ingarden dice “literatura” mientras exponemos sus
ideas.
Para Ingarden, los objetos ficticios son
“puramente intencionales”. En general, el “estrato de
los significados” (meaning stratum; cf. nuestro
“mundo narrado” y “acción”, 1.1.1) de
una obra de ficción tiene una existencia puramente intencional,
como todo correlato de una forma lingüística. Este objeto
puramente intencional
has no autonomous ideal existence but is relative, in both its origin
and its existence, to entirely determinate subjective conscious
operations. On the other hand, however, it should not be identified
with any concretely experienced “psychic” content or with
any real existence. (Literary Work 104)
El objeto puramente intencional, ya sea el significado de una sola
palabra o el nivel de la acción de un discurso narrativo, puede
según Ingarden corresponder (no óntica, sino
significativamente) a una realidad externa, con una limitación:
“Objective states of affairs can directly correspond (...) only
to assertive propositions”. Esta correspondencia, sin
embargo, no tiene nada de necesaria; puede no darse:
sentences which have the form of assertive propositions can be modified
in such a way that, in contrast to genuine “judgments”,
they make no claim of “striking” an objective state of
affairs. (131)
La naturaleza óntica de la proposición (universalidad,
necesidad, factualidad, etc.) es independiente de esta correspondencia,
señala Ingarden. En otros términos (diríamos hoy):
la ficcionalidad no afecta a la semántica de la forma
lingüística, sino solamente a su caracterización
pragmática. Rasgos semánticos que son
contradictorios, mutuamente excluyentes, en las referencias a la
realidad, pueden coexistir sin ningún problema en las frases que
no aspiran a esa conexión pragmática: es lo que
Platón llamó despectivamente la fantasía.
También se hace posible la multiplicidad de sentidos, si el
bloque semántico fundamental no está claramente
determinado sino que es “opalescente”, es decir, si se
presta a diversos tipos alternativos de asociaciones semánticas
(Ingarden 143).
Pero aún hay más. Las proposiciones de
una obra de ficción no sólo coinciden con las
proposiciones de la no ficción en su caracterización
semántica, sino también en ciertos aspectos de su
referencialidad (llamados su habitus por Ingarden). Para Ingarden, la
relación entre una proposición y la realidad sería
una no-relación: la proposición asertiva se contenta con
tener la forma de una proposición asertiva (es decir, a tener
dicha estructura semántica) sin dar el paso de constituirse en
una proposición judicativa, en un juicio (es decir, sin
establecer una relación de referencialidad con la
realidad). En la ficción, la proposición va sin
embargo dirigida a la constitución de un nivel óntico de
significados. Con ello, la esfera óntica del estado de cosas no
se constituye independientemente de la proposición misma, al
superponerse a la esfera óntica de un posible correlato
exterior, sino que queda ligada a la proposición en
cuestión.
Ingarden opone la afirmación a la
aserción. Una proposición afirmativa puede referirse a un
estado de cosas en la realidad: pasa entonces a ser un juicio. De
proposición afirmativa deviene juicio asertivo. En un juicio
propiamente dicho, el estado de cosas significado por la
proposición se hace transparente y nos remite al estado de cosas
coincidente con él que existe en la realidad objetiva.
“Between the two extremes—of the pure affirmative
proposition and the genuine judicative proposition—lies the kind
of sentences that we find in the (modified) assertive propositions in
literary works” (Literary Work 167). Las proposiciones de la
ficción crean así otra realidad.
En efecto, no son frases meramente afirmativas en
abstracto: no las consideramos a nivel de lengua, sino de habla; en
tanto que son usadas en un contexto, devienen asertivas. Pero no por
ello se actualiza en ellas el habitus intencional de proyección
hacia la realidad: “the assertive propositions in a literary work
have the external habitus of judicative propositions, though they
neither are nor are meant to be genuine judicative propositions”
(167). Tienen una especie de intención referencial, el habitus
que las actualiza como juicios, pero en cambio no poseen un valor de
verdad—como si no fuesen proposiciones asertivas siquiera.
Son lo que Ingarden denomina pseudo-juicios (quasi-judgments). Algunos
de los pseudo-juicios se acercan más al polo asertivo, otros al
judicativo. Pero todos tienen un rasgo en común: el estado de
cosas significado por la proposición es proyectado
intencionalmente hacia una actualización, es desligado de la
proposición, y deviene transparente con relación a
estados de cosas existentes al margen de la frase. Esos estados de
cosas, sin embargo, no se corresponden con estados de cosas
identificables en el mundo real. No hay referencialidad al mundo real,
sino a un mundo ficticio. Somos conscientes durante la lectura de
que el contenido intencional de los pseudo-juicios tiene su origen en
la frase:
For this reason the corresponding purely intentional states of affairs
are only regarded as really existing, without, figuratively speaking,
being saturated with the character of reality. That is why, despite the
transposition into reality, the intentionally projected states of
affairs form their own world. (Literary Work 118)
Un mundo propio que, como reconoce Ingarden, está anclado hasta cierto punto en el mundo objetivo (3.1.4.4 infra).
En principio, la distinción de Ingarden entre
la carencia de habitus en la proposición, elhabitus
externo del (pseudo)juicio y la “saturación” del
habitus en el juicio parece relacionable con la diferencia antes
mencionada entre los niveles locucionario e ilocucionario, admitiendo
la existencia de ilocuciones ficticias. Es decir, además de
consistir en proposiciones con valor semántico, el discurso de
ficción adopta la forma de un acto de habla (ilocucionario) sin
por ello adquirir una referencialidad real. Por supuesto, los conceptos
de Ingarden no son completamente coincidentes con los de la
teoría de los actos de habla tal como la entendemos aquí,
y habría que guardarse de hacer identificaciones
precipitadas. El principal inconveniente que presenta la
explicación de Ingarden es que en su taxonomía la frase
(de ficción) literaria se presenta como si le faltase algo que
sí tienen las frases “ordinarias”, cuando es
más conveniente describirla como el resultado de una
codificación ulterior: la frase “ordinaria”
más unas reglas de interpretación adicionales. Un
discurso de ficción sí es un tipo particular de acto de
habla (ilocucionario), un acto de habla particular cuya
descripción presupone lógicamente la descripción
de un acto de habla comparable formalmente pero que tenga referencia
real. Sin embargo, los puntos de coincidencia entre ambas
teorías son significativos.
Martínez Bonati caracteriza la naturaleza
lingüística básica de la obra de ficción a
partir de dos rasgos fundamentales. El primero es la presencia en ella
de lenguaje mimético. Se refiere Martínez Bonati a la vez
a la mimesis aristotélica y a la creación de un mundo a
partir del texto según acabamos de ver en la teoría de
Ingarden. Para Martínez Bonati, el lenguaje mimético es
transparente: no atrae la atención sobre sí mismo en
tanto que lenguaje, sino que nos remite al mundo ficticio en el acto
mismo de nombrarlo.
Al estrato mimético no lo vemos como estrato
lingüístico. Sólo lo vemos como mundo. Su
representación del mundo es una “imitación”
de éste, que lo lleva a confundirse, a identificarse con
él. El discurso mimético se mimetiza como mundo. Se
enajena en su objeto. (Martínez Bonati 72)
El lenguaje mimético será para nosotros el discurso en
tanto que transmite el relato. Ya hemos señalado anteriormente
(1.2.6 supra) que esto no se debe entender en términos de
párrafos concretos o fragmentos textuales: el lenguaje
mimético es un aspecto presente en mayor o menor grado en el
conjunto del texto. Martínez Bonati ve en la mimesis una
abstracción realizada a partir del discurso del narrador (que
incluye los de los personajes), una abstracción que se realiza
de manera natural y espontánea, al leer u oír el texto.
En cada frase se divide “el contenido mimético, que se
enajena y desaparece del marco lingüístico, y el resto de
forma idiomática y subjetividad expresa, que queda como
expresión, como lenguaje” (75). De manera similar, Ohmann
ve la mimesis como una inversión de la dirección usual de
inferencia. En lugar de intentar fijar el sentido del acto de habla a
partir de las circunstancias de la enunciación, se da por
supuesto el sentido y se reconstruye a partir de él el contexto
(ficticio) de enunciación y el mundo significado
(“Habla” 47). Esto se hace en gran medida a través
de la topicalización, la presuposición y la deixis en
fantasma (3.2.1.2 infra; cf. Oomen 145).
La otra característica de la ficción
literaria según Martínez Bonati es que no utiliza frases
auténticas, sino pseudo-frases. La obra no se enuncia con
intención de verdad: simplemente se hace presente, se cita: la
enunciación del narrador es para Martínez Bonati una
enunciación citada, es decir, presentada
“icónicamente” (cf. 2.4.1.1 supra), no
lingüísticamente. La literatura es lenguaje imaginario
(Martínez Bonati 133). Nos parece que esta solución no
hace sino remitir el problema de la enunciación del texto
de ficción a una enunciación ajena (que, por cierto,
según la teoría habrá de ser ficticia,
inexistente), sin resolverlo realmente. Además plantea problemas
a la hora de relacionar al autor con su obra (3.4.1.1 infra).
Robert Champigny añade una
puntualización interesante sobre la diferencia entre el discurso
de ficción y el lenguaje figurativo. Según Champigny, la
ficción no se opone lógicamente al lenguaje literal, sino
al lenguaje referencial. En efecto, la ficción contiene tanto
lenguaje literal como lenguaje figurativo (cf. Searle, “Logical
Status” 320 ss). Partimos de su teoría para diferenciar de
la siguiente manera lenguaje literal, referencial, figurativo,
histórico y de ficción:
Literalidad Referencialidad
Literal
+ ∅
Referencial ∅ +
Figurativo – ∅
Histórico + +
Ficcional ∅ –
Figurativo y ficcional
– –
(Cuadro nº 8)
Es importante que no nos lleve a confusión el concepto de
referencialidad que acabamos de introducir: se trata de una
referencialidad extratextual, que conecte el mundo semántico del
texto con el mundo real (cf. Ingarden, 3.1.4.2 supra); se
trataría en realidad del concepto tradicional de
referencialidad. Searle (“Logical Status” 329 ss) propone
el “axioma de la existencia” para delimitar qué es
referencia: sólo nos podemos referir a cosas que consideramos
realmente existentes. En el caso de la ficción tendríamos
una referencia fingida en tanto en cuanto participamos en la
ficción. Esta posición es contestada por Ziff, quien
opina que no es la existencia de un referente, sino la coherencia en la
referencia lo realmente determinante. Por otra parte, Searle y Van
Inwagen señalan que podemos considerar a las entidades ficticias
existentes en tanto que “entidades teóricas”, y por
tanto hacer referencia (literal) a ellas en tanto que tales. Con
lo cual ya tenemos dos conceptos de referencialidad distintos, o un
mismo concepto aplicado en dos niveles que es preciso distinguir.
Además, la ausencia de referencialidad no está
necesariamente unida a la literatura, ni siquiera al lenguaje no
literal, sino que se da en frecuentes construcciones del lenguaje
“corriente” (según señala Ohmann,
“Actos” 16).
J.-K. Adams observa que en el tratamiento de
la referencia habría que distinguir un aspecto
epistemológico y un aspecto pragmático: “claims
about the epistemological aspects of referring to fictional entities
are incoherent when placed next to the pragmatic aspects of how those
fictional entities are actually used in discourse”. No
habría de ser así en una epistemología y una
pragmática adecuadas. Lo que nos interesa de la teoría de
Adams es la manera en que resalta que existe una referencialidad
intradiscursiva que opera en la ficción como en cualquier otro
tipo de discurso:
There are two overlapping distinctions that we need to have a firm
grasp of: fiction and nonfiction on one hand, and discourse and
nondiscourse on the other. Fiction and nonfiction are both modes of
discourse; so when we talk about either one we are talking about
entities, properties, or states of affairs of discourse. The difference
between them is that when we talk about fiction we assume as a matter
of convention that what we are talking about has only discourse
properties. And when we talk about nonfiction we assume as a matter of
convention that what we are talking about has both discourse and
nondiscourse properties. (J.-K. Adams 7)
Pero parece erróneo negar al discurso de ficción la
posibilidad de una referencia al mundo real. Aparte de la posibilidad
de una referencialidad parcial de sus elementos (3.1.4.4 infra),
deberemos reconocer una cierta congruencia entre el mundo de
ficción y la realidad si queremos sostener que la literatura de
ficción es (o puede ser) un comentario válido sobre la
realidad. Deberemos admitir que el mundo ficticio guarda una
relación de analogía con la realidad. Para Jeanne
Martinet la obra de ficción es un icono de la realidad, pero que
no opera por semejanza, como los demás iconos, sino
analógicamente:
Le récepteur (spectateur) se laisse toucher par ce qui lui est
présenté, parce que les ressemblances partielles avec ce
qu’il connaît lui font accepter la possibilité
d’une ressemblance avec quelque chose qui lui était
jusqu’alors inconnu et qu’on lui dévoile. (Clefs
pour la sémiologie 63)
Abundan los conceptos de ficcionalidad similares a
los que hemos visto en Ingarden y Martínez Bonati. Richard
Ohmann propone describir la ficción basándose en el
concepto de “acto de habla hipotético”:
literature can be accurately defined as discourse in which the seeming
acts are hypothetical. Around them, the reader, using the elaborate
knowledge of the rules for illocutionary acts, constructs the
hypothetical speakers and circumstances—the fictional
world—that will make sense of the given acts. This performance is
what we know as mimesis.
Searle (“Logical Status” 324 ss)
sostiene una teoría semejante a la de Ohmann: afirma que el
autor finge realizar actos de habla, amparado por las convenciones de
la ficción, que suspenden las reglas ilocucionarias que
normalmente ligarían a la realidad los actos de habla que el
autor finge realizar. El caso de la narración en primera persona
es algo diferente. Searle diría entonces que el autor finge ser
un personaje que realiza actos de habla ilocucionarios
(auténticos). Según Searle (325) no hay huellas
formales de esta ficcionalidad: sería un puro problema de
intencionalidad. ¿Cómo hace, pues, el autor, para fingir
que realiza un acto ilocucionario? Searle no responde, o más
bien propone un absurdo: la pretensión se hace realizando un
acto de habla locucionario. Pero ello no supondría ninguna
diferencia respecto de los actos de habla ilocucionarios
“auténticos”: también en la
conversación “seria” el hablante realiza un acto de
habla locucionario para realizar el acto ilocucionario no fingido. Por
otra parte, para Searle el autor no está realizando
ningún acto de habla real específico: sólo actos
ficticios, y a través de ellos actos de habla reales no
específicos del discurso literario.
Pero se hace evidente la insuficiencia del
concepto del acto de habla ficticio. Imaginemos una novela epistolar.
¿Qué acto de habla, o de discurso, es ficticio en ella?
No el del personaje que escribe la carta, porque no es ficticio en su
propio nivel; en la acción, el personaje escribe efectivamente
una carta sin la menor intención de ficcionalidad (cf. Ingarden,
Literary Work 172). En la realidad extraficcional, el autor escribe
algo en forma de cartas. Aquí está la ficcionalidad: las
cartas no son tales cartas en realidad. Ello no quiere decir, sin
embargo, que todos los actos de habla del autor sean ficticios. Porque
el autor ha escrito cartas ficticias, pero una novela auténtica;
la escritura de la novela es un acto de habla, de discurso, de la misma
manera que lo es la escritura de la carta en el nivel de la
acción. Es más, la carta está al servicio de la
novela; en los términos de los formalistas rusos, la carta es un
artificio de motivación de la novela (cf. 3.2.2.1 infra). Y esta
servidumbre siempre deja huellas formales harto evidentes, en contra de
lo que afirma Searle (cf. Eco, Lector 109). Por tanto,
concluímos que puede decirse que el autor esté realizando
actos de habla ficticios, pero solamente como medios para realizar un
acto de habla auténtico, que ha de definirse como la
creación de un discurso de ficción. Searle admite la
posibilidad de que el autor realice actos de habla auténticos
que no se encuentran en el texto, pero parece entender esos actos de
habla como tomas de postura del autor ante la realidad, y no como actos
ilocucionarios pragmáticamente definibles. Sorprendentemente, no
acepta que pueda haber actos de habla como “escribir una
novela” o “contar una historia”.
Esto es comprensible si se entiende en el sentido de
que “escribir una novela” o “contar una
historia” no son ilocuciones primitivas. Pero Searle no hace esta
distinción, y así, según su propuesta, la
ficción no es en sí ningún acto de habla definido:
sólo actos ficticios. Ya puede adivinarse cuál es nuestra
postura sobre si tales actos existen: “escribir una novela”
no es un acto de habla ilocucionario primitivo, y resultaría
absurdo colocarlo a ese nivel, como bien dice Searle (“Logical
Status” 323). Sin embargo, sí que es una actividad
literaria bien definida, y por tanto un acto de discurso (complejo y
derivado). Pero nos interesa más insistir en que Searle tampoco
acepta un nivel intermedio de análisis: los actos de discurso
primitivos, como son en distintos órdenes “contar una
historia” o “crear un discurso de ficcion”.
Aquí sí es relevante distinguir actos ilocucionarios
específicos de una manera que Searle no termina de hacer con su
insistencia exclusiva en el acto de habla fingido.
J.-K. Adams también se opone a una
teoría de la ficción basada en el concepto de acto de
habla ficticio, pero propone una solución distinta de la que
acabamos de esbozar:
as an alternative to the pretended speech act analysis, I will propose
a pragmatic description of fiction that is based on an act the writer
performs but which is not a speech act. The writer creates a fiction
when he attributes what he writes to another speaker, which means, the
writer attributes the performance of his speech acts to a speaker he
creates. From this act of creation and attribution, it follows that
every fictional text is embedded in a fictional context that includes a
fictional speaker and hearer. The real writer and reader, on the other
hand, are not part of this context and therefore do not interact with
each other on the communicative level. (J.-K. Adams 10)
Quizá esto sea mucho decir. Adams está negando que la
ficción literaria sea una forma de comunicación, lo cual
es cuanto menos discutible. También está suponiendo
una estanqueidad entre los niveles narrativos que no se da en la
práctica, como veremos al estudiar las figuras
“intrusivas” del personaje-autor y del autor-narrador
(3.2.1.10, 3.2.1.11 infra). En la narración no intrusiva, las
figuras del autor y del narrador están más claramente
separadas. Es este tipo de discurso de ficción el que suelen
estudiar los pragmatólogos. Aun así, sus definiciones no
llegan a ser satisfactorias—no vemos cómo puede un autor
crear a un narrador sin hacerlo mediante un acto de habla.
Según Lanser, “fiction instructs us to
disbelieve in order to believe” (291). Recordemos que Coleridge
definía al revés la actitud del receptor: “a
willing suspension of disbelief”. La teoría de la
literatura ha de mostrar la identidad fundamental de estas afirmaciones
en apariencia contradictorias: creemos que son compatibles debido a la
fragmentación de las actitudes del lector y a que corresponden a
fases (lógicas, no cronológicas) diferentes de la toma de
contacto con la ficción:
• por una parte, se orienta el lector hacia la situación comunicativa real
• por otra, hacia los espacios que el texto le reserva en su interior.
“Readers of such literary works”, observa Pratt, “are
in theory attending to at least two utterances at once—the
author’s display text and the fictional speaker’s
discourse, whatever it is” (173). Consideramos que los
análisis pragmáticos de la ficción que hemos
venido citando son incompletos porque no llegan a tener en cuenta la
totalidad de los actos de habla simultáneos que se realizan en
la obra de ficción, insertos unos dentro de otros
jerárquicamente. En este sentido, las teorías de
Searle y de J.-K. Adams no son tan diferentes. Por ejemplo, J.-K. Adams
opina que el autor no realiza actos de habla, y que no tiene
“autoridad retórica” sobre el texto:
The speaker [= el narrador], by the act of speaking, has rhetorical
authority over what he says, but when the writer [= el autor] writes
fiction, it is this very rhetorical authority that he gives up, for in
creating a fictional speaker, the writer becomes a non-speaker, and as
a non-speaker he can have no rhetorical authority over a speaker.
Unlike the speaker, the writer does not report what anyone says.
Whatever authority the writer has over the speaker derives from writing
and not from speaking; that is, it is creative authority rather than
rhetorical authority. (60)
Esta visión del asunto ignora la estratificación del
texto de ficción, que supone el cumplimiento de unos actos de
habla internos a él como medio para el cumplimiento del propio
texto como acto de habla. Van Dijk muestra que las conexiones entre
actos de habla simples forman actos de habla complejos, o macro-actos
de habla:
En general (...) los criterios de conexión corresponden a
relaciones condicionales entre actos de habla: un acto de habla puede
servir como una condición (posible, probable o necesaria), como
un componente o una consecuencia de otro acto de habla.
(“Pragmática” 174)
El texto de ficción es, en cierto modo, un gigantesco acto de
habla indirecto (3.1.1 supra). El autor no deja en modo alguno de ser
un hablante. Podríamos argüir que el autor
sólo deja de hablar según las convenciones de la
retórica para hablar según las convenciones de la
poética. Y espera que se le interprete según ellas: no se
desentiende de su creación. ¿Acaso no es la literatura un
uso del lenguaje, un tipo de discurso? La conclusión
lógica del razonamiento de Adams (12) cuando niega que el autor
realice acto de habla alguno, fingido o auténtico,
debería ser que no, que la literatura no es un tipo de discurso,
lo cual es manifiestamente absurdo. Observa, sí, que el autor de
un relato de ficción atribuye a otro las palabras que escribe, y
en ese sentido no es el enunciador de esas palabras: pero no ve que lo
que atribuye es la narración ficticia, no la obra (cf. 3.4.1
infra). Si el nombre del autor aparece en la portada del libro,
difícilmente podremos sostener que se le atribuye a otro.
Quizá Great Expectations esté escrito (ficticiamente) por
Pip, pero está escrito (realmente) y firmado por Dickens. Con
frecuencia, las caracterizaciones pragmáticas del
fenómeno literario suelen dejar de lado el nivel de
análisis correspondiente a la narración para confundirlo
en la totalidad de la obra; es decir, pretenden basarse
únicamente en un análisis de los actos de habla
efectuados por el autor. Pero la literatura es un juego continuo con la
enunciación: “fictional discourse is particularly free to
create structures that reflect and manipulate the images of status,
contact and stance which the reader will construct in decoding the
text” (Lanser 98). La ficción no es sólo un acto de
habla determinado, sino una manipulación de otros tipos de actos
de habla y de discurso que quedan subordinados al acto de discurso
global, a la escritura. Inversamente: no es sólo una
manipulación de discursos. También es un acto discursivo
determinado.
(Figura nº 6)
Así, podemos establecer la
estructura ontológico-semiótica de la narración
ficticia literaria. Esquematizamos esta estructura en la figura nº
6. En los apartados siguientes volveremos detenidamente sobre aquellos
niveles y figuras que todavía no hemos tratado.
Señalemos, de momento, la interpretación que queremos dar
a la posición de cada elemento en esta figura. Para ello,
deberemos justificar nuestro esquema frente a otros al uso.
J.-K. Adams (12) presenta un esquema más
reducido de la estructura pragmática del discurso ficticio:
W (S ( text) H) R
W= writer, S= speaker, text = text, H= hearer, R= reader
The underline [sic] marks the communication context, which is fictional.
Este esquema de Adams es comparable a otro propuesto por Lanser (118).
Sobre la necesidad de incluir al autor y lector textuales y reales en
el esquema, véase 3.3 infra. Ya hemos señalado que Bal
los suprime precipitadamente en su formulación. En Adams
encontramos una versión más moderada, pero también
insuficiente. Las denominaciones speaker y hearer se refieren a las
instancias que nosotros llamamos narrador y narratario. En contra de lo
que parece suponer Adams, el narrador puede ser además el autor
(ficticio) de la versión escrita del texto (cf. 3.2.1.10 infra).
Se observará que a pesar de marcar la diferencia
ontológica entre la acepción real y la acepción
ficticia del texto (con los dobles paréntesis).
Adams no tiene nombre para el objeto
transmitido por el autor al lector; ello va unido al hecho de que no
reconoce que exista una comunicación entre ellos; el
único contexto comunicativo que reconoce es el ficticio. Pero
esto es absurdo: hay una comunicación entre el autor y el lector
que es la participación de ambos en la actividad literaria; el
contexto comunicativo real está desdoblado en escritura,
publicación y lectura, y el objeto transmitido es el libro. No
hay, por tanto, un “desplazamiento” del autor y lector
fuera del contexto comunicativo, para dejar sitio al narrador y
narratario, como pretende Adams (14); lo que hay es una
superposición lógica de los dos contextos comunicativos.
La enunciación ficticia, de haberla, es solamente el paso
obligado para llegar a la enunciación real. Observemos de paso
que a pesar de tratarse de un elemento ficticio, no por ello deja de
ser necesario para la caracterización óntica del texto
(en contra de lo que afirma Martínez Bonati, 41-42): en los
objetos semiológicos no tiene sentido separar a priori lo real
de lo ficticio sin tener en cuenta su papel estructural.
Los niveles que hemos señalado en el esquema
anterior no deben ser confundidos con los niveles de inserción
narrativa ni con los niveles puramente ontológicos de
ficcionalidad (una vez hecha abstracción de la
codificación semiótica). Una diferencia ontológica
existente entre algunos niveles es una simple diferencia de rango
semiótico: un nivel es significado por otro; o, siendo
codificado por medio de signos, constituye el nivel siguiente. Es lo
que sucede con las relaciones entre acción, relato y texto
ficticio. Pero esta diferencia está implícita en la
noción misma de significación: en un signo, el
significante está presente ante nosotros, existe para nosotros,
de distinta manera que el significado. Ello no significa que estos
distintos niveles no puedan pertenecer a un mismo mundo posible.
Se trata aquí de una diferencia ontológica distinta. La
diferencia entre el texto ficticio o el real, o entre el narrador
ficticio y el autor textual, no es una simple diferencia de
codificación: se trata de instancias pertenecientes a diversos
mundos posibles: el mundo real y el mundo de ficción. Los
niveles de ficcionalidad serían representables según el
esquema de la figura 7.
(Figura nº 7)
Por otra parte, hay que diferenciar estas dos
figuras de una tercera (nº 8), que esquematiza la inserción
narrativa del discurso directo de los personajes. Observemos que en la
figura 7 eran mundos ficticios construídos por los sucesivos
personajes lo que se multiplica hacia el interior. En la figura 8, cada
nivel enunciativo puede referirse al mundo del nivel anterior o a un
mundo diferente: es decir, no hay aquí marcas de
jerarquía ontológica. Además, se refiere a un
fenómeno específicamente lingüístico (cf.
3.2.2.3.2.2 infra).
Podríamos contemplar la figura nº 6 como
una derivación compleja de las figuras 7 y 8, que por lo
demás se pueden combinar entre sí de formas muy variadas,
como veremos más adelante. Algunos de los niveles de la figura
nº 6 son, por tanto, un grupo posible de niveles (cf. 3.2.1.4
infra). Esto nos da una primera posibilidad de complicación de
la estructura básica que hemos presentado. Hay dos posibilidades
básicas de multiplicación:
• Mediante una primera multiplicación vertical algunas
entidades de la figura nº 6 pueden multiplicarse dentro de su
propio nivel: un narrador ficticio puede introducir a otro narrador
ficticio, un focalizador a otro focalizador, y así
sucesivamente. Esta propiedad deriva de la capacidad que tienen las
figuras 7 y 8 de multiplicar sus niveles al infinito en profundidad.
(Figura nº 8)
• Por otra parte, también se pueden multiplicar las
entidades de la figura nº 6 horizontalmente: es lo que sucede, por
ejemplo, cuando tenemos una alternancia de distintos narradores
ficticios en el mismo nivel. En este caso no es un narrador quien
introduce al otro: es la figura jerárquicamente superior quien
lo hace. El autor textual puede introducir así a varios
narradores ficticios, el narrador a varios focalizadores, etc.
Más adelante volveremos sobre otros aspectos
de estos esquemas para desarrollarlos en profundidad. Por ahora,
volvamos a centrarnos en la caracterización de la
ficción. Se desprende de nuestro esquema que la diferencia entre
el discurso de ficción del autor (la obra) y el discurso
ficticio del narrador (la narración) no es reducible a una
inserción narrativa de uno en otro (cf. 3.2.1.4 infra); no
estamos tratando aquí el rango narrativo de los textos, sino su
rango ontológico. El texto ficticio puede coincidir
“físicamente” con el texto real salvo en ciertas
marcas (posiblemente incluso virtuales) que señalan la
primacía ontológica del último: por ejemplo, el
nombre del autor, y quizá una indicación del
género literario al que pertenece el libro. Estos elementos
tienen un carácter metatextual, sin por ello transformar al
texto ficticio en un discurso intradiegético respecto del texto
real (cf. 3.2.1.5 infra). En última instancia, son
prescindibles. Es decir: un mismo texto, materialmente entendido,
contiene al narrador y al autor textual; ambos son los enunciadores de
ese texto. Pero lo son en sentidos distintos, los que hemos
señalado anteriormente; de ahí el desdoblamiento en texto
real y texto ficticio. Podemos relacionar la ficcionalidad a la
distinción mucho más básica entre actos de habla
directos e indirectos. Como hemos señalado más arriba, un
acto de habla indirecto es “an illocutionary act that is
performed subordinately to another (usually literal) illocutionary act.
It is indirect in the sense that success is tied to the success of the
first act” (Bach y Harnish 70). En el discurso de ficción,
la identificación del contexto ficticio es un paso necesario en
la comprensión correcta (3.2.1.3 infra). De ahí la
analogía que hemos señalado entre la ficción y los
actos de habla indirectos. Por supuesto, no sólo puede
existir una duplicación o una triplicacion de contextos y
fuerzas ilocucionarias: es posible toda una jerarquización
múltiple, tanto en la ficción como en el discurso
ordinario (Cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 242).
Aún hay un tercer tipo de actos de habla en
el discurso de ficción: los realizados por los personajes. Pero
la definición general de estos en el discurso narrativo de
ficción es común a la del discurso narrativo ordinario
(cf. 3.1.5 infra). Como ya señaló Ingarden para el caso
del drama, “words spoken by a represented person in a situation
signify an act and hence constitute a part of the action, in particular
in the confrontations between represented persons”
(“Functions” 386). Así, estos actos de habla
contribuyen al progreso de la acción como cualquier otro acto
(2.4.1.1 supra). Pero además pueden desempeñar otras
funciones en el nivel del discurso.
• En tanto que actos realizados por los personajes, contribuyen a
su caracterización desde el punto de vista del lector e incluso
pueden ser determinantes en su constitución como tales
personajes.
• Entre los posibles tipos de discurso que pueden utilizar los
personajes está, por supuesto, el discurso de ficción,
con lo cual se duplica o se multiplica la estructura ontológica
según hemos descrito anteriormente (cf. Ingarden, Literary Work
182).
• Un acto de habla interno a la acción tiene varios
sentidos superpuestos, es descifrado simultáneamente de acuerdo
con distintos tipos de convenciones interpretativas: las del contexto
(ficticio) interno a la acción, las del discurso de
ficción y las del discurso real; es un caso particular de la
perspectiva pragmática descrita por van Dijk (Texto 322). La
fuerza ilocucionaria del acto de habla es distinta en cada uno de esos
contextos enunciativos, a veces sorprendentemente distinta. Su mismo
rango ontológico es distinto: real para el personaje, ficticio
para el espectador. El espectador no está viendo lo mismo que
los personajes de ficción: de ahí la posibilidad de
diversas modalidades de ironía, patetismo, suspense, etc. Esta
superposición de distintas enunciaciones puede alcanzar una gran
complejidad. Nos encontramos tanto con el caso de un mismo tipo de
superposición que se multiplica por recursividad (la
superposición de relatos intradiegéticos, 3.2.1.4 infra)
como con la superposición de distintos tipos de
enunciación muy distintos. Por ejemplo, si seguimos la
argumentación de Bronzwaer (“Implied author” 11 ss),
encontramos que en una lectura pública como las que solía
dar Dickens, en la actuación del novelista podían
superponerse no menos de cuatro tipos de enunciación diferentes:
su enunciación real, su enunciación en tanto que
encarnación del autor implícito, la enunciación
del yo-narrador de la novela y la enunciación indirecta libre
del yo-personaje. Y aun en el caso en que consideremos el valor del
acto de habla en el nivel de la ficción, la existencia del
receptor en tanto que intérprete en este nivel posibilita la
explotación de una diferente fuerza ilocucionaria. Roventa
observa cómo Beckett ha explotado esto en su obra
dramática como fuente de absurdo y comicidad:
Pour le dialogue beckettien il est à remarquer un clivage dans
l’interprétation des phrases prononcées sur la
scène: tandis que les personnages perçoivent les
répliques comme des actes de langage directs, le destinataire
(lecteur / spectateur) les interprète comme des actes de langage
indirects. (81)
De hecho, la variedad de situaciones posibles
es enorme. Este es uno más de los muchos juegos de lenguaje que
nos propone la literatura, uno que con frecuencia pasa desapercibido
pero que no por ello es menos activo o deja de tener sus propias normas
estéticas, sus propias “reglas del juego”. Por
supuesto, la literatura se basa en las reglas del lenguaje normal, pero
también añade algunas nuevas. Es un sistema que engloba
al del lenguaje corriente, o lo presupone.
3.1.4.3. Cuándo es ficticio un texto
Es conveniente distinguir la actitud que ante la ficción adoptan
el narrador, el autor implícito y el autor real, así como
sus interlocutores. Estas actitudes no son independientes entre
sí, sino que están lógicamente subordinadas; son,
además, uno de los criterios a tener en cuenta para determinar
la relevancia de la separación entre estos tres pares de
instancias o, inversamente, para determinar la anulación de su
oposición potencial. Las actitudes interiores al texto
narrativo, así como la intencionalidad atribuida al autor, son
tenidas en cuenta por el lector, el último depositario de la
significación, para su propia comprensión del texto. Es
el lector quien decide en última instancia la relación
entre ficcionalidad y no ficcionalidad que se da en una obra
determinada, aunque esa decisión no es en general arbitraria ni
caótica.
Es frecuente encontrar, sin embargo, la
teoría opuesta: sería el autor quien concedería el
status de ficción o de realidad a su creación. Hemos
visto que para Searle una obra no contiene marcas expresas,
semánticas, formales, de su ficcionalidad. Es sólo la
intención ilocucionaria del autor la que determina el status de
la obra: “whether or not it is fiction is for the author to
decide”. Un problema no resuelto por Searle es el
reconocimiento de esa intención ilocucionaria.
¿Cómo íbamos a saber que un texto es ficticio sin
preguntarle al autor sobre sus intenciones? Recordemos que Searle no
admite ninguna diferencia formal entre textos de ficción y de no
ficción.
También para Jon-K. Adams, el rasgo
básico que caracteriza a un discurso de ficción es la no
coincidencia entre autor (writer) y narrador (speaker): “the
writer is always the speaker in nonfiction, but the reader may or may
not be the hearer” (70). Es lo que sucede, por ejemplo, cuando
leemos correspondencia ajena (3.3.3.2 infra). ¿Es, pues, en el
polo de los emisores donde hemos de buscar la frontera entre el
discurso ficticio y el no ficticio? La respuesta afirmativa parece
pecar de precipitación: estaríamos identificando la
intencionalidad del autor con la interpretación del lector. A
veces pueden estar muy lejanas. Pero esto parecen sugerir algunas de
estas teorías, quizá influidas por la noción de
intencionalidad tan ligada a la definición de los actos
ilocucionarios (3.1.1 supra). El concepto de ficción es
definible, afirma Adams, en la estructura pragmática interna al
texto, aunque no es esta estructura pragmática interna lo
único a tener en cuenta. Adams acepta la posición
básica de Searle: “fiction is defined from the
writer’s point of view rather than the reader’s (...) The
writer decides whether or not a text he is writing is fiction, and when
he decides that it is to be fiction, he creates a disctinct pragmatic
structure” (Adams 9). Pero la ficción parece tener una
naturaleza más contractual de lo que sugiere esta
definición. Sería más exacto decir que el
género está sometido a un grado de variabilidad
contextual e histórica. Un autor puede escribir un libro con la
intención de hacer una crónica, un libro
científico o una revelación, y sus lectores pueden en
principio aceptar esta proposición del autor, leyendo el libro
con la intención deseada por el autor. Los criterios de verdad
asumidos por el autor (o, más ampliamente, los de su
época) pueden ponerse en duda más adelante, y el texto
pasa a leerse como ficción, mito o alegoría. Pensemos,
por ejemplo, en las controversias entre creacionistas, alegoristas
diversos y materialistas-evolucionistas sobre el relato bíblico
del Génesis.
Este ejemplo que acabamos de citar no corresponde
exactamente al análisis que hemos realizado, aunque en cierto
modo está emparentado con él. No corresponde, pues los
autores de esos textos “históricos” reinterpretados
más tarde como textos no históricos no habían
invocado las convenciones del discurso ficticio. Con este ejemplo
modificaríamos hasta cierto punto la proposición de
Searle, que quedaría así: el autor puede decidir de
entrada sobre la ficcionalidad de un texto: ahora bien, si el texto es
propuesto como un texto real, el autor se expone a que el lector no
acepte el valor de verdad propuesto para el texto, y su
caracterización se aproximará a la de las obras de
ficción a pesar de la intención contraria de su autor. De
todos modos, hay que tener en cuenta los requerimientos distintos de
los diferentes géneros y contextos de lectura. Nosotros leemos
Moll Flanders como una novela, pero un estudio histórico
requiere que consideremos la perspectiva de un lector de principios del
siglo XVIII, cuando no estaban en absoluto claras las fronteras entre
el género “novela” y el género
“memorias”, y Defoe podía publicar la obra como unas
memorias en principio auténticas, y su público leerlas
como tales, sin que se pueda decir en justicia que hubiese
engaño alguno. Es decir, no era esencial para los fines de la
mayoría de los lectores de Defoe el identificar tajantemente
esta obra como unas memorias o como una novela.
También puede darse el caso inverso al
expuesto, que es el que hace más problemática la tesis de
Searle o Adams. También Defoe nos servirá de ejemplo, en
este caso por lo sucedido con sus panfletos en apoyo a los Whigs:
Defoe ventured on irony, attacking the Jacobites in 1712 with his
Reasons against the succession of the House of Hanover. But the literal
Whigs prosecuted him for issuing a treasonable publication, and once
more he was imprisoned.
En este caso vemos cómo el autor ha realizado actos de habla
ficticios, y sin embargo se le hace responsable de su literalidad, pues
no se ha identificado su intención o se la considera
irrelevante. Vemos, por tanto, que no sólo el punto de vista del
autor es el relevante: en ciertos géneros el autor deberá
cuidar de marcar su texto como tal texto ficticio, de modo que se pueda
reconocer o suponer la intención con la que él
está escribiendo, que es la intención de invocar las
convenciones del discurso de ficción. Aunque el autor
pueda invocar esas convenciones, es el lector quien las reconoce y las
aplica, si procede. Los indicios de que se sirve el lector para juzgar
que el autor invoca las convenciones de la ficción son de
diversos tipos. En el caso de la literatura, ya hemos señalado
las marcas externas de edición, aun reconociendo su
carácter contingente. Más fundamentales parecen las
convenciones formales inherentes a la literatura en cada época
histórica: sólo en raros casos es necesario verificar por
otros medios si un escrito pretende o no ser ficticio. Lo que nos
interesa ahora, empero, no es lo que pueda llevar al lector a atribuir
esa intención, sino el hecho mismo de que deba atribuirla.
Desde un punto de vista cronológico, es el
lector quien tiene la última palabra sobre el asunto. Por otra
parte, el análisis del discurso ya prevé este problema a
nivel de los actos de habla microestructurales, y así introduce
conceptos como uptake en Austin o “negociación” en
Fabbri y Sbisà (3.1.1 supra), para determinar el cumplimiento de
los actos de habla. Las teorías modernas ya insisten en el papel
decisivo del receptor:
Al dar mayor importancia a la intervención del «polo
receptor» que en la teoría clásica, prevemos la
definición retrospectiva de los actos y postulamos que el
locutor anticipa estratégicamente las respuestas al acto que
propone; correlativamente, sólo la sanción
implícita en la respuesta del interlocutor autoriza a considerar
que el acto se ha cumplido o no. (Lozano, Peña-Marín y
Abril 206).
Como cualquier otro tipo de acto ilocucionario, el discurso de
ficción requiere una ratificación por parte del oyente.
Por supuesto, una vez reconocida la pretensión de ficcionalidad
o de factualidad, el lector puede rechazarla. Sin embargo, ello no
afecta a nuestro análisis. Si un lector no acepta como
auténtica una obra con pretensiones de factualidad, no diremos
por ello que la obra se transforma en una obra de ficción: el
intercambio discursivo en el que ha participado es diferente, y no se
confunde con el de la obra cuya pretensión es aceptada por el
lector. En este sentido, cada lectura y cada escritura están
históricamente marcadas.
Debe quedar claro, además, que una obra es
ficticia si así queda determinado en el nivel de la
comunicación real. El nivel comunicativo ficticio puede
presentarse como productor de un texto real o de un texto de
ficción. Esto es una técnica de motivación que
complica la descripción del texto, pero que de por sí no
determina en modo alguno la interpretación última que se
dé al texto narrativo. La ficcionalidad de una obra no es
establecida por el texto del narrador sino por la
interpretación que el lector hace del texto del autor.
3.1.4.4. Grados de ficcionalidad
La ficción no surge a partir de la nada. Es una
construcción con elementos tomados de la realidad, y siguiendo
principios también tomados de la realidad. Por tanto, no hay
actor, situación o ambiente puramente ficticio: todos se
sitúan en algún punto de la línea que une la
realidad con la ficción, sin alcanzar nunca este segundo polo,
que es más una virtualidad que una posibilidad: una
ficción útil.
Lo mismo sucede con los narradores, como veremos
adelante. No siempre es preciso diferenciar un hablante ficticio, el
narrador, de un hablante real, el actor. Un supuesto principio de
coherencia, sin embargo, se aduce a veces para separar los enunciados
narrativos de ficción, aun los más
“impersonales”, de los del autor: “speakers who use
fictional language cannot use nonfictional language”. Es
una característica que, según Adams, une a estos
narradores anónimos con sus equivalentes más locuaces.
Ambos tipos de narradores mantendrían la misma relación
con los personajes cuyas aventuras relatan. La no-ficción no
podría estar insertada (embedded) en medio de la ficción:
un personaje ficticio sólo podría pasearse por una calle
ficticia, no por una calle real.
Este argumento no nos parece coherente (cf. 3.2.1.2
infra). El Londres de los relatos de Sherlock Holmes no es tan ficticio
como el Londres de 1984, y éste es menos ficticio que la
Utopía de More. Sabemos que el Londres de Sherlock Holmes es un
Londres con Oxford Street, con Westminster Abbey y con Trafalgar
Square. Quizá no nos atreveríamos a decir tanto del
Londres de Orwell; sin embargo, sabemos que está en Inglaterra y
podemos suponer razonablemente que por él pasa el
Támesis. Los rasgos peculiares de Utopía, en cambio, no
se construyen por proyección, sustracción y
alteración de un todo ya conocido: todo ha de hacerse por
adición a partir de prácticamente nada. Las calles del
Londres de Conan Doyle son ficticias sólo en tanto en cuanto se
pasea por ellas Sherlock Holmes; las de Utopía son casi
totalmente ficticias. Pero un mundo radicalmente ficticio sería
incomprensible, inanalizable e incluso imperceptible para nosotros. El
material que constituye la ficción es siempre la realidad.
Simplemente, la ficción hace un uso limitado de objetos o
situaciones individuales y se basa sobre todo en los rasgos
semánticos y conceptos básicos de la enciclopedia que el
autor postula en un lector medio muy abstracto. “The
author”, dice Searle, “will establish with the reader a set
of understandings about how far the horizontal conventions of fiction
break the vertical connections of serious speech”.
Otra cuestión muy relacionada con ésta
es si el discurso de ficción puede incluir actos de habla o de
discurso que no son leídos como ficción. Es la
opinión de Searle y otros muchos (“Logical
Status…” 331; cf. 3.2.2.3.5 infra). Según Lanser,
“the fictional text may contain a good deal of nonfictional
discourse” (285). Esta característica del discurso de
ficción se debe en gran medida al hecho de que en su misma
esencia deriva del discurso real; su definición lo presupone. La
misma noción de acto de habla ficticio responde a esta
descripción. Lanser (290) propone que sus “hypothetical
speech acts” se basen parcialmente en elementos de las otras
categorías de actos de habla definidos por Searle: así,
tomarían de los declarativos su compromiso de coherencia, etc.
El mismo Searle indica el camino para derivar los actos de habla
complejos de los básicos, y constituir el mundo ficticio a
partir de los actos de habla representativos (“Logical
Status…” 324. Cf. 3.1.4.2 supra).
3.1.4.5. La insuficiencia de la pragmática lingüística
Una pragmática lingüística está centrada en
torno al fenómeno de la palabra, de la verbalización.
Pero la literatura está interesada en la totalidad de la
acción humana, no sólo en los actos de habla. La palabra
tal como aparece en el discurso de ficción es a veces una
transcripción convencionalizada de fenómenos mucho
más complejos, que pueden consistir desde una vaga
intencionalidad preconceptual hasta imágenes, percepciones,
recuerdos, sueños, deseos. Todo es verbalizado en literatura, y
todo ha de ser analizado verbalmente; pero no debemos caer en la
ilusión de creer que nuestra mente está hecha de lenguaje
y nada más; del mismo modo, habrá que determinar
qué partes de ese lenguaje del cual está hecha la
literatura han de interpretarse literalmente como tal lenguaje y en
cuáles el lenguaje es meramente instrumental en su
representación. La comunicación verbal tiene lugar en el
marco de protocolos sociales que desbordan lo verbal, y que
también son comunicación: nuestra realidad está
semióticamente consituida, y la actuación verbal ha de
interpretarse en el marco de una pragmática social más
amplia. En el campo que nos concierne, esto ha de aplicarse tanto a lo
que la narración es (el acto narrativo tiene lugar en el marco
de un contexto institucional, comunicativo, etc. más ampio) como
a lo que la narración representa (así, la palabra de los
personajes ha de analizarse en el marco de su actuación, no como
mero fenómeno “lingüístico”).
Por otra parte, es obvio que el concepto de
ficción no se limita a la literatura, y que no es estrictamente
lingüístico, sino semiótico (cf. 3.2.1.4 infra).
Puede haber imágenes ficticias, gestos ficticios, etc. en medios
como la pintura, el teatro o el cine (cf. Ingarden, Literary Work 327).
Lozano, Peña-Marín y Abril (198) señalan la
posibilidad de desarrollar un análisis de la comunicación
paralelo a la teoría de los actos de habla, extrapolando el
análisis en la medida de lo posible. El resultado de semejante
análisis para la teoría del arte no estaría
demasiado alejado de los estudios estéticos de Ingarden,
Iser, u otros teorizadores formalistas o fenomenólogos. El
camino para este tipo de análisis ya ha sido allanado por la
estética tradicional; a este respecto podríamos
remontarnos al capítulo primero de la Poética de
Aristóteles.
3.1.5. Pragmática y narración
3.1.5.1. La narratología
Denominamos narración al acto comunicativo que consiste en la
configuración o comunicación de un relato. La
narratología es la disciplina semiótica a la que compete
el estudio estructural de los relatos, su comunicación y
recepción.
La narratología no se limita a ser una parte
de la teoría literaria, aunque podemos distinguir entre sus
variedades una narratología literaria que estudia las
características propias de las narraciones literarias. De igual
modo podremos estudiar las características de las narraciones en
otros tipos de discurso: histórico, conversacional,
jurídico, etc. Pero tampoco se limita la
narratología a estudiar los diversos tipos de narraciones
lingüísticas. También hay narratologías
fílmica, teatral, narratologías del comic o
pictórica, etc., y fenómenos narrativos que van
más allá de lo comunicativo, como por ejemplo los que
entran en la constitución de la identidad subjetiva. Cada uno de
estos géneros y fenómenos tiene sus propias
características y sus propios recursos, pero también es
mucho lo que tienen en común con las narraciones verbales.
Así, las nociones de acción, relato, discurso,
perspectiva, anacronía, y muchos otros conceptos clave son
utilizables en el análisis de todo tipo de relatos, sean
verbales o icónicos.
Como ya hemos señalado anteriormente, el
género narrativo viene definido por la presencia de un relato.
Pero no es el relato lo directamente dado, sino el discurso narrativo.
La estructura del relato era en cierta medida común a la
narratología verbal y a la icónica: su superficie
textual, en cambio, es totalmente diferente. Nos concentraremos en el
análisis de la narración lingüística, ante
todo la narración escrita, literaria y novelística, por
ese orden.
Como señala Genette (Nouveau discours 7), el
análisis narratológico de una obra no pretende en
absoluto ser exclusivista; hay muchos otros enfoques igualmente
fecundos que se pueden aplicar al texto literario narrativo. Para
nosotros, el análisis narratológico es una simple
descripción de ciertas estructuras textuales; es en cierto modo
instrumental, una contribución a la mejor comprensión del
texto. La narratología literaria no pretende proporcionar
criterios de valor: no es crítica ideológica o
valorativa, sino semiótica, lingüística o
teoría literaria estructural.
En la narratología lingüística y
literaria, los niveles de análisis que hemos denominado
acción y relato quedan subsumidos en el estudio del discurso
narrativo. Los personajes, las secuencias de acción, la
perspectiva o las estructuras temporales del mundo narrado y del relato
pasan a ser así elementos textuales, estructuras
discursivas. O, desde otra perspectiva, acción y relato
son sucesivos grados de abstracción en el análisis del
discurso narrativo. En consecuencia, el estudio narratológico
del relato literario no puede limitarse al estudio de la acción
o del relato, que no son sino vetas que atraviesan el discurso. Una
situación parecida se da en el análisis de cualquier acto
de habla. No basta el análisis semántico de la
proposición transmitida, pues (en palabras de R. R. McGuire)
“The propositional content roughly establishes the connections of
the communication with the world of events and objects, while the
illocutionary force establishes the mode of communication between
speaker and hearer, as well as the pragmatic context of the
propositional content.” Locución e ilocucion, como
acción o discurso, no son realidades brutas, sino abstracciones
en el marco de una teoría. Acción o relato podrían
concebirse como el “contenido proposicional” del acto de
discurso narrativo (si bien sólo en un muy indirecto sentido
filogenético). Debemos también estudiar la fuerza
ilocucionaria de ese acto discursivo. Así, la
narratología deberá también tener en cuenta el
vehículo de transmisión del relato, el discurso
narrativo. Como observaba Shklovski, la acción puede ser un mero
pretexto para el despliegue de materiales verbales en los cuales radica
muchas veces el auténtico interés de la
narración. Muchas veces no es lo narrado lo interesante,
sino la manera de narrarlo, o incluso el hecho fático de la
narración. El estudio del discurso nos remite a las figuras de
su enunciador y su receptor, así como a la situación
comunicativa en la que se produce la narración, una
situación altamente codificada. Pero la enunciación no es
un fenómeno simple, y menos en un discurso de ficción.
Por tanto es necesario tener en cuenta en el análisis de la
narración fenómenos que a primera vista no son
específicamente narrativos, como la ironía o el
desdoblamiento del enunciador en autor, autor implícito,
narrador, etc. Lo que sí está claro es que el estudio de
la enunciación narrativa debe incluir la enunciación
efectiva, a nivel del autor real y del receptor real, y no sólo
la enunciación ficticia del narrador, como viene siendo
costumbre en algunas teorías narratológicas influyentes,
como las de Genette o Bal, que puestas a excluir excluyen no
sólo la enunciación y recepción efectivas sino
también las imágenes textuales del emisor y del receptor.
Por último, la narratología puede ir
más allá de su misión descriptiva. Es
potencialmente una disciplina deductiva, y nos puede llevar a postular
la posibilidad de formas todavía no observadas, y quizá
aún inexistentes. La teoría, observa Genette, puede
así contribuir a transformar la práctica (Nouveau
discours 100).
3.1.5.2. El narrar como acto de habla
En nuestra teoría de la narración literaria,
denominaremos narración o discurso narrativo a un discurso que
nos transmite un relato. Es el producto lingüístico
de la actividad de un narrador (Lintvelt 31).
Nuestro interés al estudiar el discurso
narrativo se debe a que es un vehículo de primer rango para la
literatura. Con frecuencia los críticos señalan que la
enorme variedad de géneros literarios se puede agrupar en torno
a unos pocos “modos” fundamentales: “Los modos
literarios son diversos tipos fundamentales de situaciones
comunicativas imaginarias”. La épica se suele
considerar uno de los tres grandes “modos” literarios,
junto con la lírica y el drama; en ocasiones se liga la
“esencia” de cada uno de estos géneros a una
determinada función del lenguaje que es prominente en
ellos. A la épica correspondería según
Bühler la dimensión representativa del lenguaje (cf. la
crítica de Martínez Bonati,176 ss). En general, se suele
ver en la narración la base de la épica. Este es un
primer paso para una teoría lingüística de los
géneros literarios en general y de la narración en
particular, pero debe especificarse más. Una definición
estrictamente literaria de la narración sería confusa y
no concluyente. El camino para la descripción de la
narración como forma literaria ha de partir de una noción
más simple de narración, común a la historia, a la
narración oral cotidiana y a las narraciones literarias.
La narración es una realización lingüística
mediata que tiene como objeto comunicar a uno o más
interlocutores una serie de acontecimientos, para hacer participar a
los interlocutores de dicho conocimiento, ampliando su contexto
pragmático. (Segre, Principios 298).
Quizá la palabra clave en esta definición sea
“mediata”. Lo dramático implica presencia,
inmediatez; lo narrativo (en este sentido limitado del término,
cf. 2.4.2.3) implica ausencia, o más bien presencia mediata.
Mientras el drama simula la visión directa de una acción,
la narración supone, además de una acción, la
mediación de un narrador. El narrador es, pues, el intermediario
entre el lector y el mundo narrado.
He symbolizes the epistemological view familiar to us since Kant that
we do not apprehend the world in itself, but rather as it has passed
through the medium of an observing mind. In perception, the mind
separates the factual world into subject and object.
La caracterización lingüística de
la narración está fuertemente relacionada con esa
ausencia fundamental de aquello de lo que se habla. Así, los
deícticos con frecuencia no tienen en la narración una
referencia actual, no remiten por ostensión a su referente, sino
que más bien lo postulan ex nihilo, lo hacen discursivamente
presente (cf. van Dijk, Text Grammars 117; 3.2.1.2 infra).
La narración es, pues, un tipo de acto de
habla, o de discurso, bien delimitado. Por tanto, su estudio puede
partir de los principios generales de la teoría de los actos de
habla (3.1.1 supra). Como en el caso de la ficción, las primeras
clasificaciones de actos de habla no permitían situar bien a la
narración. Ello se debe a que no es un acto de habla nuclear o
primitivo. Ya hemos mencionado anteriormente el debate sobre si
debería considerarse o no narrativa a una sola oración.
Las clasificaciones de Austin o Searle, hechas desde una perspectiva
oracional, sólo nos pueden proporcionar la base para desarrollar
una teoría de los actos de habla de rango discursivo.
Desde la perspectiva de esas clasificaciones, sólo podemos decir
de una manera muy vaga que la narración debería derivar
de los actos de habla “expositivos” de Austin (161) o sus
equivalentes en las otras clasificaciones: una narración
podría describirse así como una sucesión de
aserciones. Pero el conjunto forma una unidad característica, y
no una simple acumulación: “behind the acts of stating is
the all-encompassing illocutionary act of telling a story”.
En tanto que acto de discurso, la narración ha sido definida
como un “illocutionary primitive” (van Dijk, Text Grammars
289). No olvidemos, sin embargo, que la definición de actos de
discurso deriva lógicamente de la de actos de habla
microscópicos, entre los cuales no encontraremos a la
narración como forma elemental. Las formas bien definidas de
pacto narrativo conservan algunos elementos de ilocucion, definibles en
términos de expectativas claras despertadas en el oyente,
presuposiciones activadas, responsabilidades discursivas del narrador,
todos ellos rasgos que requerirían un estudio más
detallado. Dentro de esta caracterización general,
deberíamos mencionar dos tipos principales de narraciones: las
ligadas referencialmente al contexto comunicativo y las que
están relativamente desligadas. Estas últimas son un tipo
particular de lo que Pratt denomina textos de exhibición
(display texts). Del carácter “gratuito” o
“recreativo” de muchas narraciones orales así como
de la literatura se ha derivado el no reconocimiento de la
narración como un tipo particular de actuación
lingüística.
Una limitación, sin embargo, debemos imponer
a este tipo de análisis. Al hacer esta aproximación
ilocucionaria a la narración no debemos olvidar que hay rasgos
de narratividad en muchos comportamientos discursivos y
extradiscursivos, y que en estos casos no podemos hablar de lo
narrativo como una ilocución discursiva, sino como un mero rasgo
estructural. La frontera entre ambos tipos de caracterización
es, como todas las fronteras no geográficas, bastante borrosa.
El concepto mismo de ilocución deviene cada vez menos definido a
medida que desciende de su limbo normativo, oracional y
metalingüístico para aplicarse a acciones discursivas
concretas a nivel textual. Y en el caso concreto que nos ocupa, no
sería difícil demostrar que el pacto narrativo tiene
menos rasgos de ilocución que el pacto que instaura la
ficcionalidad, que lo narrativo es más una estructuración
que un compromiso comunicativo. Felizmente, no todo el análisis
del discurso descansa sobre el concepto de ilocución, y siempre
podemos recurrir a descripciones más elásticas de la
narración u otros actos discursivos en términos de rasgos
estructurales no siempre ligados por la lógica inflexible de la
ilocución. Al ser un complejo menos rígidamente definido
que una ilocución, una convención genérica puede
modificarse en algunos aspectos a la vez que mantiene otros intactos.
Señalemos, además, que la narración literaria
tiene una facilidad especial para manipular las convenciones
comunicativas bajo las cuales se interpreta. Elementos como
prólogos del autor o del editor, notas, en general todo el
acompañamiento paratextual de la narración puede
utilizarse en ese sentido. Pero no es menos activo el propio
texto narrativo y su manipulación implícita de las
convenciones genéricas de otros textos del mismo género o
de otros discursos sociales.
3.1.5.3. La narración “natural”
No es éste el único tipo de narración
lingüística que podemos oponer a la narración
literaria, pero sí el más frecuente, y uno que es
frecuentemente utilizado como motivación por la literatura
misma. Con frecuencia los narratólogos literarios (por ej., Bal,
Teoría 12) ignoran a este pariente supuestamente pobre, que sin
embargo presenta muchos puntos de contacto con la narración
literaria.
Pratt señala cómo la idea de un
“lenguaje poético” se desarrolló a expensas
de asumir implícitamente que la literatura era el único
tipo de discurso que presentaba una organización superior a la
meramente gramatical, normas de uso de la lengua: “Such norms
exist for extraliterary discourse and are of the same type as those
making the so-called langue of literature. Indeed, the two overlap to a
significant extent” (10). Así, señala Pratt, la
narración oral de anécdotas posee muchas de las
características que los estructuralistas creían
restringidas a la literatura:
Except for the fact that they are not literature, natural narratives
clearly fall within the category of self-focussed messages as described
by structuralists. They are not utterances whose chief function is to
transmit information. Oftentimes, the “information” content
is given in the abstract, but the story goes on anyway. (69)
Tanto la literatura como este tipo de narraciones cotidianas
pertenecen, según Pratt, a una categoría más
amplia de actos de habla, y de ahí derivan sus rasgos comunes;
se trata en ambos casos de textos de exhibición (display texts).
Son textos desligados en gran medida de la situación de
enunciación inmediata: contienen dentro de sí gran
cantidad de elementos que en un texto normal remitirían a la
situación extratextual. En muchos casos, el mundo narrado debe
ser reconstruido íntegramente a partir del texto narrativo, sin
que el oyente tenga sobre él más datos que los
generalmente enciclopédicos. Como señala Ruthrof (4), se
requiere del lector de un texto narrativo una doble
interpretación del proceso de narración y del mundo
narrado. Más que de una simultaneidad interpretativa se trata de
una superposición. Ya hemos señalado anteriormente la
superposición de contextos comunicativos en el texto de
ficción. En la narracion auténtica no se superpone una
enunciación ficticia a una real, pero sí pueden
superponerse varias narraciones reales una a otra (cf. 3.2.1.4 infra).
Los lectores disponen, por tanto, de estrategias interpretativas y
repertorios enciclopédicos sobre contextos y estrategias
narrativas, y no solamente sobre el mundo narrado (cf. Lozano,
Peña-Marín y Abril 144). Este hecho no debe pasarse por
alto a la hora de elaborar una teoría de la narración.
Es evidente que la narración oral cotidiana
puede ser ficticia o real, que no se puede establecer una
ecuación entre narración natural = narración real
y narración literaria o narración artificial =
ficción. Esta confusión también se da con
frecuencia.
A pesar de la inmensa capacidad de
elaboración y experimentación formal de la literatura,
raro es el fenómeno de la narración literaria que no
encuentra un equivalente más o menos embrionario en la
narración oral cotidiana. Según Eco, ambos tipos de
narración son analizables con presupuestos semejantes:
“[]]a narrativa artificial abarca simplemente una cantidad mayor
de cuestiones de tipo extensional” (Lector 100). El
“simplemente” es una exageración: la
narración literaria desarrolla estructuras que le son
peculiares. En la narración cotidiana, como en la literaria,
podemos utilizar conceptos como los de modalidad narrativa,
descripción, exposición, discurso directo o indirecto,
etc. Pero si los elementos básicos son los mismos, no lo es su
combinación y distribución, como veremos más
adelante. Lo que sí parece claro es que una teoría
satisfactoria de la narración literaria debería poder dar
cuenta de todos los elementos básicos de la narración
instrumental o anecdótica; deberemos tener en cuenta,
además, que la literatura puede englobar potencialmente
cualquier tipo de discurso no literario (cf. Pratt 69).
La narración oral cotidiana no es el objeto
de nuestro estudio. Para el estudio ulterior de sus formas
básicas remitimos, por todo lo dicho, a los capítulos
dedicados a la narración literaria (3.2.2.3 infra).
3.1.5.4. Narración y ficción (status narrativo)
Un importante objeto de estudio narratológico en la novela
resultará del carácter de ficcionalidad de la obra.
La relación del narrador con su narración se cruza con
otra independiente de ella, la relación de
ficcionalización que se da entre el autor y la novela que es
creación suya. Entre estas dos lógicas de
significación que se hallan en todo texto narrativo se establece
un juego, una transposición más o menos extensa de
atributos, que determinará la manera en que el narrador aparece
en su narración. Así, el narrador puede ser un
narrador autorial, que no se distingue sino convencionalmente del autor
real, o puede ser un personaje ficticio que escribe: el autor de un
informe, como Moran en Molloy o de una novela, como Malone en Malone
meurt (un "personaje-narrador-autor"), etc. Cada novela modela de
una manera la caracterización ontológica de los elementos
textuales (narrador, acción, narración, narratario...) y
de las relaciones entre ellos—es decir, modela de una manera
diferente su status narrativo, y la identificación de esa
naturaleza ontológica es un elemento orientativo de primera
importancia para el lector.
Podríamos pensar que en la narración
sólo existe una caracterización posible, un "modo", el
indicativo. Pero no todo lo narrado se narra como factual:
la ficción, la hipótesis, la mentira son otras tantas
construcciones de realidades alternativas que han de ser analizadas,
sobre todo si penetran la estructura del relato en la medida en que lo
hacen en la escritura contemporánea. A esta
categoría caracterizadora de la cualidad ontológica de la
narración le daremos el nombre de status, reservando el
nombre de modo para los fenómenos de modulación de
la información que ya hemos tratado en otra sección
(2.4). Elegimos este nombre por analogía con la
definición que da Jakobson del status como categoría
verbal. En el sistema verbal de las lenguas que disponen de
esta categoría, el status es una categoría designadora
que determina la acción con referencia únicamente al
proceso del enunciado. Está por ello estructuralmente
relacionada con el aspecto verbal. Pero si el aspecto es un
cuantificador, el status es un cualificador. Define la cualidad
lógica del objeto (afirmativo, negativo o
hipotético). Como ejemplo, podemos pensar en el status
hipotético del idilio de Frédéric Moreau en el
penúltimo capítulo de L'Education sentimentale de
Flaubert, cuando se encuentra con su antiguo objeto de
admiración tras muchos años y ambos se dedican a
fantasear sobre cuánto se hubieran amado. Un autor vanguardista
como Beckett va aún más lejos: la hipótesis corroe
la base misma desde la cual se narra la historia. Todos los
mundos evocados son mundos posibles, y no son pensados desde ninguna
certidumbre.
3.1.6. Pragmática y literatura
3.1.6.1. Literatura y ficción
Hemos visto que estos dos conceptos se confunden con frecuencia; a
veces se da por hecho que toda la literatura es ficción y
viceversa, o, al menos, no se presta al problema la atención
necesaria. Como observa Pratt, “the relation between a
work’s fictivity and its literariness is indirect” (92). Es
decir, la ficción es un discurso especialmente apto para la
comunicación literaria, pero no toda la ficción es
literatura. Tampoco toda la literatura es ficción. Si
definimos provisionalmente la literatura como el tipo de discurso no
utilitario, que no es consumido como medio de información o como
acto socialmente impuesto, veremos que sólo parcialmente
coincide con el concepto de ficción. “As a glance at
today’s best-seller lists can show, non-fictional
narratives—memoirs, survival stories, travel tales, and the
like—are as much a part of the public’s literary preference
as fiction” (Pratt 96). Cuantitativamente hablando, pues, no toda
la literatura es ficción.
Cualitativamente hablando, los límites entre
ficción y no ficción no siempre son claros. Por una parte
está el componente de realidad que entra en la
constitución de las entidades ficticias (3.1.4.4 supra). Por
otro, la misma actitud estética adoptada frente a la literatura.
Por el mismo hecho de presentarse como literatura, una narración
auténtica adquiere muchos de los rasgos que normalmente
asociamos con las narraciones ficticias (cf. Pratt 93 ss). Algunas
teorías estéticas hablan de desinterés, de
satisfacción intrínseca, distancia estética,
distancia psíquica o debilitación de la respuesta
práctica para referirse a esta cualidad del objeto
estético que tiende a anular la diferencia práctica entre
ficción y no ficción. Según Bullough, la distancia
psíquica con que se contemplan las obras literarias no
está determinada por su carácter de ficción o
realidad. El proceso es más bien inverso: “distance, by
changing our relation to the characters, renders them seemingly
fictitious” (757). La apreciación del valor
estético de una obra requiere una capacidad de juicio por parte
del lector, capacidad que desaparece si su interés
práctico y personal en el tema de la obra es demasiado grande.
Ello no quiere decir que el interés personal del lector no
exista en la obra de arte; quiere decir que ha debido ser depurado,
filtrado: “It has been cleared of the practical, concrete nature
of its appeal, without, however, thereby losing its original
constitution” (Bullough 757). Es decir, el objeto literario puede
tener un valor de verdad, pero no es esa la cualidad que nos interesa
en la experiencia estética; se vuelve en cierto modo irrelevante
salvo en la medida en que contribuya al efecto estético. Ohmann
recoge estas nociones cuando habla de detachment para definir la
relación entre el lector y el texto. Pratt se opone a esta idea
insistiendo en el compromiso continuo del lector: “our role in
literary works presupposes aesthetic commitment, not detachment”
(99). Creemos que no hay una contradicción auténtica si
adoptamos la formulación original de Bullough, que veía
la “distancia psíquica” como algo que ha de aparecer
entre el lector y sus propios intereses prácticos. Así,
el lector se compromete con el texto en tanto en cuanto acepta el papel
de lector implícito que éste le indica. Haciendo esto, se
desliga de sus intereses prácticos inmediatos. Puede, por el
contrario, no aceptar ese papel y desligarse del texto,
afirmándose como individuo frente a la individualidad del autor.
Así pues, podemos concluir que aunque no
existe una relación rígida entre literatura y
ficción, la ficción es en cierta manera la
manifestación más espontánea del fenómeno
literario: “la literatura, en sentido estricto, encuentra en la
ficción su posibilidad”. Otros fenómenos y
tipos de texto pueden presentarse o leerse como literatura, pero esto
se debe a que no se leen en un vacío: se trata en este caso de
un fenómeno secundario y derivado del caso más central,
el de la creación poética plena que se da en la
ficción. Un fenómeno de derivación semejante nos
podría llevar a la reflexión más general de que en
la comunicación literaria no se da en modo alguno una
suspensión o debilitamiento de las convenciones del lenguaje (en
contra de las teorías de algunos pragmatólogos como
Austin o Searle) sino un fenómeno de sobredeterminación
semiótica. Las convenciones lingüísticas ordinarias
operan plenamente, pero se ven subsumidas en una estructuración
pragmática más compleja.
3.1.6.1. El concepto de literatura
El texto literario pertenece a una categoría de actos de habla
más amplia, los textos de exhibición. Ya hemos
observado que no había lugar en las clasificaciones más
difundidas de los actos de habla para la literatura. Este es un
problema general de la categoría de los textos de
exhibición. La teoría de los actos de habla nació
ligada al estudio de los actos de habla, es decir, interesada por el
aspecto más inmediatamente pragmático y utilitario del
lenguaje (Lanser 286 ss); se interesó, ante todo, por el estudio
de los performativos, la conversación, el lenguaje
“corriente”, etc. (cf. Austin 1; Lozano,
Peña-Marín y Abril 174). Un texto de exhibición
(un libro sería la forma más típica) está
desligado de su enunciador, correspondiendo por tanto al receptor un
papel al menos igulamente activo en el uso comunicativo del texto: por
ejemplo, escoger leer una narracion en un determinado contexto
práctico (como entretenimiento, como objeto de análisis,
etc.). De ahí que sea tan relevante en las definiciones de
literatura el acto de discurso realizado por el receptor, y no
sólo por el autor.
Según Lanser, “the illocutionary
activity signalled by the production of a display text requires a
posture of contemplation rather than direct action” (286). Esto
es muy relativo. Hay pasividad en el sentido de que (idealmente) el
receptor presta atención al texto completo sin proceder a ocupar
el terreno comunicativo para interactuar con el emisor. Pero la
aparente pasividad del receptor puede ocultar una intensa actividad
intelectual. “La comprensión del texto “, afirma
Umberto Eco, “se basa en una dialéctica de
aceptación y rechazo de los códigos del emisor y de
propuesta y control de los códigos del
destinatario”. La proliferación de sentido
característica del texto literario depende pues no sólo
del autor, sino también en gran medida del receptor, que se
transforma a veces en una especie de autor invitado, o en un
espontáneo que interrumpe la celebración.
Por tanto, la definición semiótica del texto
estético proporciona el modelo estructural de un proceso no
estructurado de interacción comunicativa (...). El texto
estético se convierte así en la fuente de un acto
comunicativo imprevisible cuyo autor real permanece indeterminado, pues
unas veces es el emisor, y otras el destinatario, quien colabora en su
expansión semiósica.
Esto nos conduce al problema de la literariedad, y de una manera
problemática, pues el énfasis en la creatividad del
lector desafía la solución clásica de este
problema.
El criterio tradicional más corriente afirma
que la literariedad de un texto es definida por el texto mismo; se
trataría de una cuestión formal. Se ha discutido con
frecuencia la cuestión del “lenguaje
poético”. Para Roman Jakobson, “la poesía no
consiste en añadir al discurso adornos retóricos, es una
revaluación total de él y de todos sus componentes sean
los que fueren” (Lingüística y poética 74).
Esta afirmación se vuelve más problemática en la
prosa. En cualquier caso, la autosuficiencia que al texto exige su
carácter de literatura suele llevarle a elaborar estructuras
lingüísticas peculiares, que lo separan de géneros
de discurso comparables que no sean literarios. Habría en
el texto un “uso poético del lenguaje” que reclama
para la obra la condición de obra literaria. El lenguaje de la
obra forma un todo autosuficiente, vuelto sobre sí mismo. El
único contexto relevante sería el dictado por el propio
texto.
Para la posición radicalmente opuesta, el
concepto de literatura no es definible a partir de la estructura
pragmática interna al texto. Sí es, en cambio, un
concepto relativo a la estructura pragmática real de la
comunicación entre autor y lector. El concepto de literatura
pertenece a lo que llamaremos el uso de la obra, la relación
pragmática entre el autor y el lector (empíricos) por
medio de la obra:
With a context-dependent linguistics, the essence of literariness or
poeticality can be said to reside not in the message, but in a
particular disposition of speaker and audience with regard to the
message, one that is characteristic of the literary speech situation.
(Pratt 87)
La lectura de una obra literaria no es la ausencia
de contexto, sino la presencia de un contexto específico, el de
la situación comunicativa literaria. O más bien las
situaciones, porque frente a una obra dada no es la misma la
posición del crítico, la del historiador de la literatura
y la del lector que lee por diversión. Cada posición
institucional conlleva una serie de convenciones distintas, y supone
una actividad discursiva diferente.
Far from being autonomous, self-contained, self-motivating,
context-free objets which exist independently from the
“pragmatic” concerns of “everyday” discourse,
literary works take place in a context, and like any other utterance
they cannot be described apart from that context. (...) Far from
suspending, transforming, or opposing the laws of nonliterary
discourse, literature, in this aspect at least, obeys them. (Pratt 115).
Pratt critica las definiciones intrínsecas del hecho literario.
Tales definiciones están ignorando que los textos ya llegan a
nuestras manos usados, valorados. No hay obras de por sí
literarias, sino obras a las que se ha permitido entrar en la
literatura: “[t]he “honorific” sense of literature is
a legitimate one if it is understood to refer to a set of literary
works that have passed a filtering process carried out by a group of
people” (l22). Se trata de obras comunicativamente efectivas o
artísticamente valiosas, según el juicio emitido por una
serie de lectores cualificados, que pueden ir desde un solo editor
hasta el consenso histórico de la tradición en el caso de
los grandes clásicos. Todas las anomalías formales que en
las obras se encuentren son analizadas por el lector a la luz de ese
conocimiento, y de acuerdo con el presupuesto de que toda
desviación está dirigida a obtener un efecto comunicativo
especial (170 ss). Una construcción anómala se naturaliza
si la leemos como recurso literario: podríamos decir con Lotman
que en este proceso interpretativo “[l]as unidades yuxtapuestas
incompatibles en un sistema obligan al lector a construir una
estructura complementaria en la cual esta imposibilidad
desaparece” (340). Observemos que nuestra atención ha
pasado de la intencionalidad autorial, por el camino de la
aceptación social, a la acción individual del lector.
Como veremos, todos estos elementos son relevantes a la hora de
discutir el status literario de una obra: éste se define por la
tensión entre unos y otros criterios (cf. Lotman 347). Pero no
parece haber un acuerdo en torno a esta cuestión.
J.-K. Adams (9) parece privilegiar el punto de vista
del lector cuando señala que el concepto de literariedad se
refiere a una manera de leer el libro, y no a una manera de escribir el
libro. Este argumento no se encuentra tan alejado como parecería
de la propuesta de Todorov (“The notion of literature” 8)
de sustituir la diferencia entre literatura y no literatura por una
clasificación formal de las tipologías de discursos. De
sus argumentos sobre la función transitoria de la poética
(Poética 124 ss) puede concluirse que, sorprendentemente,
Todorov ha invertido los presupuestos formalistas de los que
partía. No puede existir la poética como un estudio de lo
específicamente literario porque no existe lo
específicamente literario: la literatura no es un concepto bien
definido, sino lo que Wittgenstein llamaría “a
family-resemblance notion” (Searle, “Logical Status”
320). Para Segre, “las diferencias entre los textos literarios y
los demás no son de naturaleza, sino de cualidad y de
función” (Principios 179). Es evidente que la
noción de literatura no es fija: lo que ayer no era literatura
hoy puede considerarse literatura; lo que uno considera literatura otro
puede considerarlo basura (cf. Searle, “Logical Status”
321). La versión extrema de esta postura llevaría a no
reconocer una forma específica del texto literario y a ignorar
la intencionalidad del autor a la hora de escribir el texto en lo
referente a su literariedad. Cualquier texto podría, pues, ser
leído como un texto literario, y no habría criterios
interpersonales para llegar a una definición de literatura.
“Roughly speaking, whether or not a work is literature is for the
readers to decide”, nos dice Searle.
David Lodge critica este planteamiento,
señalando la necesidad de justificar el canon literario
tradicional, así como de mantener ciertos criterios formales:
There are a great many texts which are and have always been literary
because there is nothing else for them to be, that is, no other
recognisable category of discourse of which they could be instances...
The Faerie Queene, Tom Jones and «Among School Children»
are examples of such texts; but so are countless, bad, meretricious,
ill-written and ephemeral poems and stories. These, too, must be
classed as literature because there is nothing else for them to be: the
question of value is secondary... But works of history or theology or
science only «become» literature if enough readers like
them for «literary» reasons—and they can retain this
status as literature after losing their original status as history,
theology or science.
Dicho de otra manera: los textos no sólo pueden leerse como
textos literarios: también pueden escribirse con la
intención de que sean leídos como textos
literarios. Una voluntad de que se reconozca su peculiar
intencionalidad comunicativa es lo que caracteriza a los actos
ilocucionarios, de los cuales la literatura es un tipo particular:
según la teoría de Lodge, “although the literary
text may be formally identical to any other sort of text, it is, of its
nature, deviant as discourse, that is, in its communicative
function”. Creemos que hay que incluir el acto de escritura
en una consideración de la literariedad: no es indiferente a
este fenómeno, por ejemplo, el que un libro sea escrito con una
intención literaria o no, el que apunte a un determinado
público o mercado, etc. Y esto independientemente de que se
trate o no de un texto de ficción, de un texto narrativo o no.
Los New Critics americanos solían definir la
obra literaria como un todo orgánico, una estructura cerrada en
el que cada detalle significaba de modo coherente. Los análisis
prácticos, sin embargo, siempre se enfrentaban a problemas
insuperables a la hora de demostrar este presupuesto. Y es que se trata
precisamente de un presupuesto: la unidad inflexible de la obra
literaria es algo que se da por hecho desde le momento en que sabemos
que se trata de una obra literaria. Es una cuestión referente no
a la estructura de la obra definida aisladamente, sino más bien
a las expectativas del lector:
“Every poem must necessarily be a perfect unity”, says
Blake: this, as the wording implies, is not a statement of fact about
all existing poems, but a statement of the hypothesis which every
reader adopts at first trying to comprehend even the most chaotic poem
ever written.
Es decir: la literatura es un uso particular que se da a un determinado
texto, un tipo particular de acción por medio de los textos, y
no un tipo determinado de textos. Es una práctica discursiva. En
este sentido, las características formales del texto literario,
su peculiar estructura tal como era definida por Jakobson y los
formalistas, no consiste en una serie de rasgos presentes sin
más en el texto. Por una parte, algunos rasgos sirven de
identificadores del acto ilocucionario que se realiza: son
“marcas de literariedad” que hacen que el oyente adopte
hacia el texto la actitud adecuada. Gran parte del resto de los rasgos
no son activos a priori, sino sólo en cuanto reconocemos en el
texto un texto literario: nuestras expectativas se abren para
sistematizar todos los elementos del texto y reducirlo a esa perfecta
unidad. No nos limitamos a reconocer que un texto es literario
porque tiene una determinada estructura o unos efectos particulares,
sino que esta direccion interpretativa interactúa con otra en
sentido contrario: postulamos una estructura y prevemos un tipo
determinado de efectos partiendo del hecho de que se trata de un texto
literario. La producción literaria es a veces, pues, un tipo
particular de acto ilocucionario a nivel discursivo y responde en
general al mismo tipo de requisitos de
convencionalización. Pero también podemos
repetir la limitación introducida a propósito de la
ilocución narrativa, y decir que no siempre son los aspectos
ilocucionarios y comunicativos lo más relevante. Volvemos a
experimentar aquí la difuminación de las convenciones
ilocucionarias a nivel discursivo, pero sobre todo la posibilidad de su
virtualización. La literatura también puede definirse
como el resultado de la voluntad interpretativa del lector, normalmente
en base a ciertos rasgos estructurales de la obra. El pacto literario
puede ser bilateral o unilateral, y en este último caso
podría describirse, si así se desea, como un pacto
imaginativo establecido con un emisor o receptor virtual. Esta
ilocución virtual se instrumentaliza en una actuación
discursiva del lector consigo mismo o con otros lectores.
3.1.6.3. La comunicación autor-lector
Algunos autores niegan que se de en la literatura (de ficción)
una comunicación lingüística. Ya nos hemos referido
a la teoría de Martínez Bonati, según la cual la
obra literaria está hecha no de frases, sino de pseudo-frases:
las frases que vemos no son frases que el autor nos dirige, sino iconos
que reproducen frases imaginariamente producidas por el narrador (cf.
3.1.4.2 supra). La virtud de la pseudo-frase es hacer presente una
frase auténtica (auténtica e imaginaria en el caso de la
literatura) de otra circunstancia comunicativa. En definitiva,
lo que el autor nos comunica no es una determinada situación
(situación comunicada) a través de signos
lingüísticos reales, sino signos lingüísticos
imaginarios a través de signos no lingüísticos. Es
decir, que el autor no se comunica con nosotros por medio del lenguaje,
sino que nos comunica lenguaje. (131)
De la misma manera, sostiene Martínez Bonati que no nos
comunicamos lingüísticamente si hablamos en broma,
irónicamente, etc. (153). Pero parece demasiado riguroso privar
al lenguaje de estos recursos, y la base de su teoría no es
sostenible. En primer lugar, el témino “icono” no es
apto para describir fenómenos de recreación de un
fenómeno semiológico utilizando el mismo código:
según la terminología de Peirce, la frase del autor y la
frase del personaje son dos especímenes (tokens) de la misma
forma lingüística. La idea de que este fenómeno es
ajeno al lenguaje responde a una concepción del lenguaje en
cuanto sistema; en cambio, para una teoría de la
comunicación lingüística, o para una
pragmática de cualquier tipo, es indispensable incorporar estos
fenómenos. Para una teoría del uso del lenguaje como la
que hemos esbozado anteriormente (3.1.1 supra) no supone ningún
problema ver en fenómenos como la cita o la narración
ficticia un comportamiento lingüístico perfectamente
integrable con los demás. Mediante un razonamiento comparable,
J.-K. Adams niega que en la literatura de ficción se dé
comunicación lingüística de algún tipo entre
autor y lector. Ya hemos visto que niega que el autor realice acto de
habla alguno. El autor de una novela abandonaría el contexto
comunicativo, dejándolo en manos del narrador (speaker):
What the writer gives up in abandoning the communicative context to the
speaker, he attempts to win back through the reader’s recognition
of the text as fiction. (...) The writer’s use of language is
creative rather than communicative, but in fiction these two uses
become mirror images of each other: the writer gives up the
communicative use of language so that he can create that same
communicative use in a fictional speaker. (72)
Esta explicación nos parece insostenible (cf. 3.1.4.2 supra). El
autor realiza un acto de lenguaje al cual llamamos escribir una novela.
Y ese acto de habla se produce en una situación comunicativa
real: la escritura de la obra, su publicación y su lectura. En
realidad, habría que distinguir varias acepciones del
término “comunicación” antes de considerar en
qué medida es comunicativa la literatura. La
objeción de Adams no va dirigida tanto a la literatura en
sí como a la literatura en tanto que usa de la ficción.
La noción de comunicación en semiótica suele
ligarse estrechamente a la de intencionalidad. “Buyssens, Prieto,
Mounin s’accordent pour reconnaître dans
l’‘intention de communiquer’ le critère
fondamental du comportement sémiologique”. Ya hemos
visto que a este concepto añade la teoría de los actos de
habla el de reconocimiento de la intencionalidad. Adams basa su
teoría en el hecho de que el lector reconoce que el discurso del
narrador es ficticio. Pero es ese reconocimiento precisamente lo que
señala el cumplimiento de un acto ilocucionario, como ha
señalado el mismo Adams (63) siguiendo a Austin y a Searle (cf.
3.1.1 supra). La comunicación no consiste en ser convencido (
perlocución) sino en la identificación de intenciones
comunicativas ( ilocución). “A communicative illocutionary
act”, observan Bach y Harnish, “can succeed even if the
speaker is insincere and even if the hearer believes he is
insincere” (57); de manera semejante podríamos describir
el hecho comunicativo en la ficción. Si interpretamos el
discurso del narrador como un discurso ficticio, no es el acto
ilocucionario del narrador el que hemos reconocido, sino el del autor.
Aún más: es únicamente la
relación autor / lector la que es forzosamente una
relación comunicativa. No podemos decir lo mismo de la
relación narrador / narratario (speaker / hearer para Adams),
como nos lo demuestra la existencia del monólogo interior,
fenómeno no comunicativo, en este nivel (3.2.2.3.3.2 infra). Por
supuesto, el estudio de los contextos comunicativos (incluido el propio
contexto comunicativo literario) es de gran ayuda para el estudio de
este nivel, y cubre una amplia mayoría de los casos efectivos.
Pero siempre habremos de tener presente que este nivel de
análisis trata con seres ficticios y por tanto tiene un
funcionamiento mucho más elástico que el nivel autor /
lector.
Mediante su actividad creadora el autor se erige,
pues, en hablante privilegiado frente a su comunidad; aspira a una
“participación deslumbrante” en el intercambio
comunicativo. En este sentido la literatura también tiene un
aspecto intencional perlocucionario; el estilo del autor es el conjunto
de rasgos que determinan la estructura textual “como resultado de
la adecuación del instrumento lingüístico a las
finalidades específicas del acto en que fue
producido”. Es el aspecto deliberado, planeado, consciente,
de la literatura. En este sentido, favorecido por la crítica
neoclásica, la literatura sería una forma de
retórica, un discurso persuasivo. Algunos autores (Lanser
63) proponen suprimir la distinción entre poética y
retórica, ya heredada por Aristóteles. Esto no parece
factible, pues llevaría a ignorar muchos aspectos del
fenómeno literario. Y la teoría de los actos de habla,
basada en la intencionalidad, no es la panacea de la teoría de
la literatura. “The conventional links between speech act and
perlocutionary effect”, sostiene Lanser, “(…) bridge
the traditional gap between poetics and rhetoric” (71). Pero esto
no es así, ni mucho menos. En absoluto hay una relación
convencional entre un acto de habla y su efecto perlocucionario.
Hay una relación calculable hasta cierto punto, sobre un
determinado oyente, en un determinado contexto, etc. La relación
“automática” que define la teoría de los
actos de habla no es entre el acto ilocucionario y el efecto
perlocucionario, sino entre el acto ilocucionario y su reconocimiento
por parte del oyente.
De todos modos, la definición de
comunicación que hemos presentado, utilizada en la teoría
de los actos de habla, es insuficiente para explicar la actividad
semiótica que tiene lugar en la lectura de un texto. Como
observa Janet Dean Fodor (Semantics 23), la teoría
semántica tal como es definida por Grice sería una
teoría del significado para el emisor; la fuerza ilocucionaria
es una mínima parte del significado de una expresión.
Incluso hemos visto que este elemento comunicativo puede obviarse o
virtualizarse (aunque sospechamos que los casos en que un texto no
literario es leído como un texto literario derivan del caso
central definible en términos comunicativos
[macro-]ilocucionarios). Pero la caracterización ilocucionaria
reorienta la interpretación de toda la semántica textual,
determina la operatividad de unos u otros códigos
semánticos en el procesamiento del texto: así, en el
texto literario la semántica se activa, el signo se vuelve
polifuncional e icónico. Por todo ello, es crucial
reconocer el carácter peculiar de la literatura como una forma
de comunicación.
Ahora bien, la comunicación que se da en la
literatura no es la comunicación lingüística
corriente; hemos visto (3.1.6.1 supra) que en gran medida literatura y
ficción son conceptos coextensivos. El gran problema de la
crítica literaria siempre ha sido el definir en qué
sentido el arte es comunicativo, y de qué manera se le puede
encontrar un valor de verdad, una relación de homología
con la realidad. No todo en la literatura es comunicación. El
escritor también explora y descubre; no transmite significados
ya hechos, sino que construye esos significados a la vez que el
vehículo que los transmite. Construye su mensaje, pero
también deja que su cultura, su lenguaje, hablen a través
de toda su personalidad. Ni siquiera en su uso estándar el
lenguaje es un instrumento de comunicación sin más:
“[p]arler d’instrument, c’est mettre en opposition
l’homme et la nature (…). Le langage est dans la nature de
l’homme, qui ne l’a pas fabriqué” (Benveniste,
“Subjectivité” 259). En este sentido, la
creación literaria sería la quintaesencia del uso del
lenguaje.
Además de estos aspectos referenciales,
intencionales o no, de la literatura, no hay que olvidar la presencia
invariable del sujeto productor en la obra:
es preciso decir (al otro) de uno mismo al decir de cualquier cosa;
decir de nuestra intención que pueda ser manifiesta; decir
excluyendo intenciones que se interesa ocultar. En suma, la
función comunicativa ha de ser cumplida sólo hasta el
límite de lo que se propone al interlocutor y se propone el
comunicante. (Castilla del Pino, “Aspectos
epistemológicos” 298)
Con frecuencia se ha llegado a identificar a la literatura con la
función emotiva o expresiva del lenguaje, por reacción a
la interpretación estrictamente referencialista. Pero hay
una expresión voluntaria, que entra a formar parte de la
estructura ilocucionaria de la obra, y otra involuntaria que es la
condición misma del uso del lenguaje. Como observaba Bühler
(69 ss), el lenguaje no sólo cumple una función
referencial o apelativa, sino una función expresiva: es un
indicio del emisor. La función expresiva, aun si no organiza la
fuerza ilocucionaria, siempre existirá en tanto que
perlocución (cf. Fowler, Understanding Language 246) para el
lector que sea sensible a tales indicios.
3.1.6.3. Las “cualidades metafísicas” de la obra literaria
El hecho de que un texto se considere literario supone en principio que
su lectura es de por sí una lectura valiosa en el sentido
más amplio de la palabra, y el pacto ilocucionario literario
puede basarse en rasgos de este género. El texto literario puede
tener por finalidad el puro juego con nuestros códigos
significativos, la “gimnasia semiótica” que
señala Eco (Tratado 434). La ficción, el distanciamiento
estético, el juego continuo con la enunciación que se da
en la literatura puede ser un medio esencial de ampliación de
las posibilidades semióticas de la lengua. Esta postura parece
reforzada por las investigaciones gramaticales de pragmatistas como
Ducrot, que señalan la presencia de la enunciación en la
estructura del mensaje. “Les termes au moyen desquels nous
parlons de la réalité”, concluye Ducrot,
“avec le sentiment de désigner des
propriétés des choses, peuvent n’être que la
cristallisation d’énonciations antérieures”
(“Pragmatique” 554). Esta idea es una
democratización de la vieja noción de que los poetas
crean el mundo hablando de él.
La literatura también puede
proporcionarnos una catarsis moral, una experiencia especialmente rica
o única (Richards, Principles 136 ss). La definición de
estos fenómenos plantea problemas a una teoria
narratológica. Según Searle, las obras literarias
transmiten mensajes que no se encuentran en el texto.
Centrándonos en el marco de la narratología, aceptamos
que los mensajes no se encuentren en la narración en el sentido
en que aquí entendemos esa palabra; sin embargo, sostenemos que
deben encontrarse en la obra (3.3.2 infra) siempre que ésta es
correctamente leída. En palabras de Eco, siempre que la obra
(“texto”) encuentre su lector modelo: “El lector
modelo es un conjunto de condiciones de felicidad, establecidas
textualmente, que deben satisfacerse para que el contenido potencial de
un texto quede plenamente actualizado” (Lector 89). Van Dijk
describe el “mensaje no dicho” como un enunciado implicado
(ei) por lo dicho. Propone así cuatro reglas que
describirían las condiciones de felicidad del enunciado
literario como acto de habla:
(i) El hablante no desea,
necesariamente, que el oyente crea que p [la estructura proposicional
compleja del enunciado] es verdadera (...)
(i’) El hablante desea que el oyente crea que p implica q y que q es verdadera. (...)
(ii) El hablante desea que al
lector le guste ei [el enunciado implicado, el texto literario]. (...)
(ii’) El hablante cree y desea que el oyente
crea que (la indicación) ei es buena para el oyente.
La obra literaria es una obra de ficción o es
leída como si lo fuese, con un distanciamiento estético.
Según Ingarden (Literary Work 293 ss) es la misma
limitación ontológica, el “no pertenecer al mismo
mundo” de la obra literaria lo que la hace susceptible de
manifestar al lector determinadas cualidades metafísicas. La
base será el nivel de la acción (correspondiente al
object stratum de Ingarden), pero se requiere la colaboracion de todos
los niveles de la obra para llevarla a efecto (Ingarden 297): todos los
niveles deben colaborar en una polifonía de formas y sentidos de
la cual resulta la experiencia artística (369). La
“verdad” de una obra, o su “idea” han de
entenderse así no como un juicio conceptual disimulado en la
obra, sino como la consistencia estética de la obra, su
coherencia, y la manifestación de las cualidades
metafísicas a que alude Ingarden (303). Los términos
“estético” y “metafísico” no son
muy afortunados hoy en día, en especial por los partidarios de
una crítica ideológica y política. Quizá
pueda servir de puente entre estas dos concepciones una
interpretación semiótica de esos valores estéticos
o metafísicos. Las interpretaremos como la expansión del
sentido recibido de palabras, acciones y situaciones resultante de la
interacción entre los distintos niveles y códigos de la
obra. Esta expansión es a la vez la manifestación de la
ontología peculiar de la obra y la posibilidad de
intervención en la semiótica cultural mediante la
producción o interpretación literaria.
Parafraseando a Ingarden, diríamos que la
expansión semiótica no se logra mediante un
“lenguaje poético”, sino mediante un “uso
poético del lenguaje”, que incluye una actitud especial
del intérprete. En la lectura del texto literario es relevante
el uso de códigos interpretativos simbólicos,
arquetípicos, el uso del punto de vista, etc., según
leyes propias de la literatura y de cada género en particular,
históricamente entendido. Este “lenguaje” no es
específicamente verbal aunque se transmita verbalmente: la
retórica de la acción, de personajes y situaciones es tan
importante como las estructuras lingüísticas del discurso.
Así, por ejemplo, en un personaje puede encarnar un autor una
serie de valores que son afirmados o refutados por la sintaxis de la
acción: no se trataría de un juicio
explícito del autor, pero sí de un juicio. Lo mismo
podríamos decir del significado creado a nivel del discurso
mediante la elaboración y el desarrollo orgánicos de una
estructura de imágenes.
La lingüística contemporánea ha
puesto el acento sobre los aspectos no proposicionales del lenguaje que
ayudan a determinar el sentido en el proceso de uso (cf. Fowler,
Linguistics and the Novel 46 ss). El lenguaje conversacional oral se
ayuda así, además de las leyes de la gramática y
del intercambio dialógico, de recursos como el tono, la
gestualidad, etc., que modulan el contenido lingüístico
comunicado. El uso literario del lenguaje es un contexto particular con
sus propias leyes de modulación suprasegmental, sólo
parcialmente análogas a las de otros contextos. El contenido
proposicional de un texto narrativo (ya sea al nivel de la
acción, ya al de las manifestaciones ideológicas
explícitas de la obra) es sólo uno de los elementos que
entran a formar parte del significado literario del texto en
cuestión.
Cumulatively, consistent structural options, agreeing in cutting the
presented world to one pattern or another, give rise to an impression
of a world-view, (…) a mind-style. In the novel, there may be a
network of voices at different levels, each presenting a distinct mode
of consciousness: the I-figure narrating, the characters, the implied
author who controls both narrator and characters, and who often takes a
line on them. (Fowler, Linguistics and the Novel 76)
Y, añadiríamos, la voz del lector o intérprete que
no es ajena a lo más intrínseco de la
fenomenología literaria. En esta interacción
dialógica de los diversos discursos de la obra y del discurso de
su lectura hay que buscar a la vez las cualidades
“metafísicas” y la ideología de la obra:
ambas son algo que no existe en el texto a priori, sino que es
sólo definible relacionalmente, mediante un acto interpretativo
que no es algo sobreaañadido al fenómeno literario, sino
el marco de actuación discursiva en el que éste tiene
lugar, en el que se reactiva continuamente la semiosis de la obra. La
interpretación literaria, como la actividad cognoscitiva en
general, no capta meramente un sentido previamente existente y
contenido en la obra, sino que reconfigura y saca a la luz sentidos que
se han ido formando en la actividad discursiva global que rodea al
fenómeno interpretado.
3.1.6.4. Los géneros literarios
La moderna lingüística textual subraya la unión
esencial entre un texto y su contexto. Como se ha señalado
frecuentemente, el contexto de un texto literario no es solamente la
situación comunicativa inmediata en la que se recibe, sino
también la tradición literaria, el resto de la
literatura.
Es interesante preguntarse en qué medida
podría contribuir la pragmática discursiva a una mejor
comprensión de la noción de género literario. Para
Richard Ohmann (“Speech” 253) los distintos tipos de actos
de habla realizados podrían ser rasgos que identifican unos
géneros literarios frente a otros. Pero parece haber relaciones
más orgánicas entre la noción de género y
la de acto de habla.
Según Pratt (86), la visión de la
literatura en general como un contexto comunicativo permitiría
tratar la definición de los distintos géneros literarios
en términos de condiciones de felicidad. Cada género es,
por tanto, un cierto modelo de discurso que requiere ciertas
convenciones para ser reconocido como tal. Jauss ha aplicado a la
literatura en este sentido la interesante noción de Popper
relativa al “horizonte de expectativas” del receptor. Este
horizonte estaría constituído por el conocimiento que el
receptor tiene de las posibles convenciones y variedades literarias,
entre las que se encontrarían las tipologías de
géneros. Para Popper, “el horizonte de expectativas
desempeña el papel de pauta de referencia sin la cual las
experiencias, observaciones, etc., no tendrían
sentido”. Los géneros no son, pues, normas a las que
hay que ajustarse para gustar al lector. Son más bien
convenciones en las que se apoyan tanto autor como lector para
participar en la construcción del sentido. No sólo
apreciamos las obras porque siguen unas normas de género, sino
que también conseguimos entenderlas por ello. Los
géneros literarios son, pues, ulteriores elaboraciones
discursivas de carácter ilocucionario (cf. Bruss 17) y a su vez
actúan como rasgos estructurales para posibilitar la
caracterización ilocucionaria de la obra en tanto que literatura.
Pero no habría que intentar necesariamente
reducir una obra a uno sólo de estos actos ilocucionarios.
Debemos tener en cuenta que nos hallamos aquí muy lejos del
nivel de los actos ilocucionarios primitivos y proposicionales. Las
“condiciones de felicidad” requeridas para la correcta
ejecución de una obra perteneciente a un género dado no
han de considerarse, pues, al mismo nivel que las condiciones
necesarias para la promesa, por ejemplo, tal como son descritas por
Searle en Speech Acts. Son mucho más flexibles, laxas y
negociables. Como observa Pratt, al escribir Tristram Shandy Sterne
está rompiendo las convenciones, las “condiciones de
felicidad” de una autobiografía. El principio de
cooperación queda salvado, sin embargo, a este nivel, pues lo
que Sterne escribe no es una autobiografía sino una novela. En
este sentido tenemos un simple artificio de motivación (cf.
3.2.2.1 infra). “But certainly”, añade Pratt,
“Sterne is flouting the rules for novels as well as the rules for
autobiographies”. En efecto: Sterne no está escribiendo
una novela normal, sino una novela paradójica, sorprendente,
“desautomatizada”. Y sin embargo se la reconoce como tal
novela: cae a la vez dentro y fuera del género tal como
éste se presentaba dentro del horizonte de expectativas de los
lectores. Así contribuye a ensanchar el género
novelístico ensanchando ese horizonte y redefiniendo la
naturaleza y límites del pacto narrativo y el pacto literario.
La obra de genio es un discurso anómalo, pero de una
anomalía comprensible, recuperable para la comunicación
social, pues crea una nueva inteligibilidad a partir de las
convenciones anteriores. Al explicar esta nueva inteligibilidad es
crucial apelar a las nociones bakhtinianas de
“polifonía” o “multivocalidad”.
Una obra de interés normalemente acude no a una
convención genérica, sino a una diversidad de ellas,
convirtiéndose en un discurso que apela a convenciones
anteriores a la vez que escapa de ellas. Una teoría de los
géneros adecuada debe tener en cuenta tanto el lado
“reglamentado” de los géneros, la existencia de
convenciones identificables, como el hecho de que muchas veces estas
convenciones pertenecen no tanto a la obra misma que las usa como a su
trasfondo intertextual. Una obra innovadora apela así a una
diversidad de géneros, e interviene sobre ellos a la vez que
invoca las convenciones genéricas.
Notas
Cf. Segre, Estructuras 14; Bal, Narratologie 4 ss; Volek 149; 1.1.1 supra.
Cf. Ruthrof (viii).
Eïjenbaum (“Comment est fait Le manteau de Gogol” 212)
señala que el interés de una obra puede depender por
entero de su presentación, del discurso, y no de la
acción. Este desplazamiento se ha observado con frecuencia en
relación a narraciones vanguardistas, ya sea en novela o en cine.
Algunas de estas divisiones
son recogidas por otros estudios no específicamente
narratológicos, como los de W. Conrad (“Der
ästhetische Gegenstand”, cit. en Ingarden 32) o el propio
Ingarden (30 passim ).
Van Dijk, Text Grammars 8,
passim; Texto 32; Siegfried J. Schmidt, Teoría del texto 25.
Para una introducción, ver Robert de Beaugrande y W. Dressler,
Introduction to Text Linguistics, Enrique Bernárdez,
Introducción a la lingüística del texto, o G. Brown
y G. Yule, Discourse Analysis.
“Il n’y a pas
de métaphores dans le dictionnaire” (Paul Ricœur, La
métaphore vive, cit. en Schofer y Rice 135).
Para Benveniste, es
discurso “toute énonciation supposant un locuteur et un
auditeur, et chez le premier l’intention d’influencer
l’autre en quelque manière” (“Relations”
242). Sobre el elemento intencional, cf. 3.1.1 infra. Sobre la
noción saussureana de discours como el aspecto
sintagmático del lenguaje, cf. Segre (Principios 188 ss),
Hendricks (77 ss).
Cf.
Barthes,”Introduction” 22, Hendricks 12. Según
Ingarden (Literary Work 145) este hecho ya es enfatizado por T. A.
Meyer (Das Stilgesetz der Poesie 18).
Pratt 7. Cf. sin embargo la
noción de “lengua literaria” del Círculo
Lingüístico de Praga como una especie de transición
entre la langue y la parole (Karl D. Uitti, Teoría literaria y
lingüística 126).
Curso 152. Cf. sin embargo Segre, Principios 190.
Cf.: “lo que nosotros
necesitamos no es una teoría adicional de la actuación
sino una teoría adecuada de la competencia” (J. W. Oller,
“Transformational Theory and Pragmatics”; cit. por Schmidt,
Teoría 35).
Cf. Maurice van Overbeke
(“Pragmatique linguistique: I - Analyse de
l’énonciation en linguistique moderne et
contemporaine” 396 ss), Lozano, Peña-Marín y Abril
(34 ss). Un paralelo histórico a la reacción de los
analistas del discurso contra la lingüística
estructuralista (en la que incluímos la
generativa-transformacional) podría verse en el siglo XVIII, en
la reacción de Condillac contra la tradición gramatical
cartesiana de Port-Royal (cf. Uitti, Teoría 74 ss).
Cf. van Dijk (Texto 37, 325
ss), Janos S. Petöfi y Antonio García Berrio
(Lingüística del texto y crítica literaria 95 ss),
Lozano, Peña-Marín y Abril (200). Ingarden también
anticipa este concepto: “what lies at the basis and is the
determining factor is not the already formed whole itself but only its
“conception”, the more or less precise outline of what is
to be formed (...). The author must have a certain perspective on
something that transcends the individual sentences that are formed at
any given point in the work” (Literary Work 146-147; cf. 153,
205).
Pratt 18; van Overbeke 464.
Cf. por ej. J. Ross,
“On Declarative Sentences”; Jerrold M. Sadock,
“Whimperatives”; van Overbeke (450 ss); 3.1 infra.
Cf. Gerald Gazdar,
Pragmatics: Implicature, presupposition and logical form 15 ss; Lyons,
Semantics 778.
Leonard Bloomfield,
Language 139. Cf. Horst Geckeler, Semántica estructural y
teoría del campo léxico 52.
Cf. las observaciones sobre
la conexión entre la significacion y la referencia objetiva en
Husserl, (Investigaciones lógicas 1 § 13, 1.250-51) o la
noción de “juego lingüístico” de
Wittgenstein, que ve en el uso del lenguaje una actividad a la vez
regulada y cradora de normas (Philosophical Investigations §§
23, 117ss, 198ss). Cf. también Bach y Harnish (105); Lotman
(71); Ducrot (“Pragmatique” 550 ss); o la
negociación de la intención comunicativa descrita por M.
Sbisà y P. Fabbri (“Models (?) for a Pragmatic
Analysis”), que sin embargo quizá desprecia en exceso el
reconocimiento de la intencionalidad del hablante.
Bühler (115-123). Cf.
también 530 ss, para una distinción de los enfoques
semántico y pragmático de la significación. La
importancia de la obra de Bühler en el desarrollo de una
teoría global del lenguaje no se puede sobreestimar (cf. van
Overbeke 416).
Mejor diríamos:
entre significantes y significados y entre signos y conceptos. Las
relaciones con los objetos son más bien un problema de
referencia, y por tanto pragmático.
D. Wunderlich, “Die
Rolle der Pragmatik in der Linguistik”, cit. en Schmidt,
Teoría 43 ss; van Dijk, Text Grammars 3 ss. Wunderlich y van
Dijk distinguen aún una teoría de la actuación
(theory of performance) cuyo objeto de estudio es el uso efectivo que
se hace de esos tres componentes de la competencia
lingüística (cf. van Dijk 313 ss).
“Pragmatique”
(518). Nos atendremos a esta definición, que es más
amplia que la propuesta en última instancia por Ducrot, y
utilizaremos el término enunciador donde muchas veces Ducrot
diría locutor. Veamos un momento esta diferenciación:
“X cite ce qui a été dit par Y. Bien que X soit le
locuteur de l’énoncé au moyen duquel il rapporte
les paroles de Y, on doit admettre, pour comprendre son discours,
qu’il n’est pas l’énonciateur de cet
énoncé, car il ne se donne pas comme engagé pour
lui” (“Pragmatique” 518). Pero X sí
está comprometido con el acto de habla consistente en citar las
palabras de Y: deberá responder, por ejemplo, de la exactitud de
la cita o de su interpretación de las palabras. Por eso,
mantendremos que en este sentido X es un enunciador cuya
enunciación engloba (presupone, remite a) la enunciación
de Y. En tanto que simple portavoz será un locutor, pero su
compromiso a la hora de citar va mucho más allá: citar es
también hablar.
“Teoría”
28; cf. Todorov, Poética 76; Ducrot, “Pragmatique”
520.
Para una buena
exposición de estos principios, véanse los estudios de E.
D. Hirsch contenidos en Validity in Interpretation y The Aims of
Interpretation. La sistematización clásica de la
hermenéutica es la efectuada por Schleiermacher.
Por supuesto, estos
estudios no son radicalmente nuevos. Ya Protágoras
distinguía entre lo que él denominaba “fundamentos
de los discursos” (pythmenas logon) cuatro tipos: la pregunta, la
súplica, la respuesta y la orden. Otras clasificaciones se
encuentran en Alcidamante y Anaxímenes (Antonio López
Eire, Orígenes de la poética 17 ss). El mismo
Aristóteles presenta una lista comparable (mandato, ruego,
explicación, amenaza, pregunta, respuesta, etc.),
añadiendo además que este tipo de estudio no es propio de
la poética: “Por el conocimiento o ignorancia de estas
cosas no se puede hacer al arte del poeta reproche alguno digno de
especial atención. Porque, ¿cómo suponer falta
alguna en lo que achaca Protágoras a Homero, quien, al decir
“canta, oh diosa, la ira...”, pensó rogar y lo que
hizo fué ordenar, puesto que, según palabras de
Protágoras, decir en imperativo que se haga o no algo es una
orden? Dejemos pues, de lado tales consideraciones que son propias de
otras artes, no de la poética” (Poética 1456 b).
Rudimentos pragmáticos de este tipo se encuentran durante siglos
en las Lógicas, Retóricas y Gramáticas de toda
especie, hasta su sistematización gradual en nuestro siglo (cf.
van Dijk 24; van Overbeke 412). Antes de los “actos de
habla” vinieron las “funciones del lenguaje” o
“usos del lenguaje” (hay versiones en Malinowski, Brugmann,
Sonnenschein, Steinthal, Bally, Richards, Bühler, Jakobson,
Martínez Bonati, Halliday, Castilla del Pino, etc.), una
noción que no debe considerarse desbancada por este nuevo
enfoque, pues sólo está recubierta parcialmente por
él.
How to Do Things with Words
(95 ss). Cf. Searle (Actos 32); van Dijk (Text Grammars 318 ss, Texto
278 ss), Schmidt (Teoría 59 ss); Pratt (80); Lyons (Semantics
730); Lozano, Peña-Marín, Abril (188). Una interesante
prefiguración de la diferenciación de Austin aparece en
la teoría de Ingarden (Literary Work 107 ss).
La noción del
lenguaje como una forma de actuar es evidentemente anterior a Austin.
Cf. por ejemplo Roman Ingarden (“The Functions of Language in the
Theater” 382); Benveniste (“Subjectivité” 265).
Searle 47, 65 ss; Pratt 81;
Lyons, Semantics 733; van Overbeke 458 ss; Ducrot,
“Pragmatique” 519.
“Intention and
Convention in Speech Acts” 456-457. Cf. Hirsch, Aims 67-71.
Para A. V. Cicourel, la
comunicación deja de ser una simple transacción de
significados y deviene un intercambio de actos de habla (“Three
Models of Discourse Analysis: The Role of Social Structure”, cit.
en Lozano, Peña-Marín y Abril 41).
“So the performance
of an illocutionary act involves the securing of uptake” (Austin
117). Cf. Strawson, Searle (Actos 52); Lyons (Semantics 733); Lozano,
Peña-Marín y Abril (194 ss). Subrayemos que es la fuerza
ilocucionaria lo que ha de reconocerse, y no la intención
perlocucionaria no convencionalizada, como sostenía Grice (cf.
la refutación de esta postura en Searle, Actos 51 ss). Van Dijk
(Texto 282 ss) también descuida esta distinción, lo cual
imposibilitaría, por ejemplo, una diferenciación
teórica entre ficción y mentira (3.1.4.2 infra ). Sin
embargo van Dijk no confunde estos dos actos (cf. “La
pragmática de la comunicación literaria” 180).
“El habla, la literatura y el espacio que media entre ambas” 40.
Bach y Harnish (10).
Cf. Searle: “El acto o actos de habla realizados al emitir una
oración son, en general, una función del significado de
la oración” (Actos 27). Bach y Harnish también
demuestran que aun en los casos en que la fuerza ilocucionaria se haga
explícita en el significado locucionario no por ello desaparece
el nivel propiamente ilocucionario: el oyente deberá reconocer
que la atribución de fuerza ilocucionaria declarada es exacta y
debe interpretarse literalmente. Además, la semántica de
la frase sólo nos diría qué tipo de acto
locucionario se realiza: no nos dice que se haya realizado
efectivamente (204 ss).
Cf. Zelig S. Harris,
“Discourse Analysis”; DoleΩel, “Structural
Theory” 95; Halliday, “Linguistic Function” 334;
Petöfi y García Berrio 245.
Cf. Karl D. Uitti
(“Philology: Factualness and History” 112), Richard Ohmann
(“Speech, Action, and Style”, 245), D. Sperber
(“Rudiments de rhétorique cognitive”), van Dijk
(Text Grammars 3, Texto 32), Schmidt (Teoría 51 ss), Lanser
(71), Segre (Principios 377). Hjelmsev ya trataba ciertos
fenómenos semánticos, como la connotación, a nivel
de discurso (Martinet 177).
Van Dijk, Texto 325 ss; cf.
Pratt 85. Para Ohmann, en una novela, “behind the acts of stating
is the all-encompassing illocutionary act of telling a story”
(“Speech” 247). Ohmann señala, con cierta
razón, que también la estilística clásica
ignoraba el nivel ilocucionario del discurso.
Ver 3.1.6.2 infra.
Desarrollo algunos aspectos de la literatura desde la teoría de
los actos de habla en los artículos “Speech Act Theory and
the Concept of Intention in Literary Criticism” y “Speech
Acts, Literary Tradition, and Intertextual Pragmatics.” Otros
desarrollos pueden verse en Sandy Petrey, Speech Acts and Literary
Theory.
Roger Fowler, “The
Structure of Criticism and the Languages of Poetry: An Approach through
Language” 185.
Searle, Actos 65. Jacques
Derrida (Limited Inc) ha criticado esta actitud como
“logocéntrica”. Con respecto a la crítica
deconstructivista al estructuralismo en general, sólo podemos
apuntar aquí brevemente que a nuestro juicio gran parte de las
objeciones quedan invalidadas si se hace una interpretación
situacional y constructivista de la actividad estructuralista: las
estructuras no son arquetipos platónicos, sino modelos
provisionales contruidos para un acto interpretativo específico
en un contexto discursivo dado.
T. Ballmer y W.
Brennenstuhl, Speech Act Classification: A Study in the Lexical
Analysis of English Speech Activity Verbs 26.
Cf. Lanser (280, 289). Por
supuesto, algunos autores ya han trabajado en esta dirección
hace tiempo. En la (muy incompleta) clasificación de actuaciones
verbales presentada por Brugmann, que incluye ocho categorías
sí se recoge como un tipo individual el “statement about
imagined reality” (Verschiedenheiten der Satzgestaltung nach
Massgabe der seelischen Grundfunktionen; cit. por Jespersen, 301). El
análisis de Ingarden (3.1.4.2 infra) es ya bastante detallado.
Ludwig Wittgenstein,
Philosophische Untersuchungen § 23; Habermas, Theorie der
Gesellschaft oder Sozialtechnologie, cit. en Schmidt, Teoría 124
ss; Schmidt, Teoría 128 ss.
Algunas definiciones de la
pragmática literaria no contemplan el análisis
pragmático de los contextos comunicativos interiores al texto
(por ej. van Dijk, “Pragmática” 191; Tomás
Albadalejo Mayordomo, “La crítica
lingüística” 191).
La crítica de J.
Derrida en “Signature événement contexte”,
que supuestamente niega la diferencia esencial entre palabra y
escritura, sólo parece aplicable al contraste descontextualizado
entre estos dos medios. En los rasgos “esenciales” queremos
incluir también las condiciones discursivas usuales de estos
medios.
Por supuesto, el proceso
es (idealmente) recuperable a partir del objeto. Lo mismo sucede con
cualquier tipo de “escritura” no gráfica, como la
grabación magnética. Y, de todos modos, la
distinción entre proceso y objeto es relativa, como deja claro
el estudio de Derrida sobre la materialidad de la escritura.
En Hypertext y
Hyper/Text/Theory, libros escrito y editado respectivamente por George
Landow, se exploran algunas implicaciones de la hipertextualidad para
la teoría interpretativa, la estructura narrativa o la
interacción entre escritor y lector, que llegan a fusionarse en
un “wreader” (“escrilector”, quizá).
Cf. 3.1.2 supra; Castilla
del Pino, “Psicoanálisis” 290; Segre, Principios 21.
Ver Jenny Shepherd,
“Pragmatic Constraints on Conversational Storytelling.”
Cf. Saussure 24 ss;
Bloomfield 139 ss; Sanford y Garrod, cap. VIII; Segre, Principios 141.
Nos centramos aquí en el aspecto de comprensión presente
en el uso del lenguaje, sin negar por ello que el oyente haga algo
más que comprender (por ejemplo, adaptar , interpretar,
manipular, etc. el mensaje)
Ver por ej. Interaction Ritual de Goffman.
Cf. Paul Ricoeur,
“The Model of the Text: Meaningful Action Considered as a
Text” 97. Cit. en Lanser 117.
Sociología de la literatura, cap. I. i.
Ver los
interesantísimos análisis de Maurice Couturier en La
Figure de l’auteur.
En Sofistas: Testimonios y fragmentos (Gorgias).
Ingarden, Literary Work 173
n. 157; Lubbock 123; Mark Schorer, “Technique as
Discovery”; Friedman, “Point of View”, etc. Cf.
3.2.1.1, 3.2.2.3.5 infra.
Soliloquia II, x; cit. en Wimsatt y Brooks 125.
Genealogy of the Gentile
Gods (XIV. ix, 428). Es decir, la ficción consiste en la
“creación”, mediante la palabra, de una realidad al
margen de la referencia objetiva. Cf. las ideas de Scaliger (Poetics
139) o Sidney (An Apology for Poetry 100). Para algunos, la
ficcionalidad sería necesaria para distinguir la literatura de
la historia (Castelvetro, Aristotle’s Poetics I, 145; Dryden,
“An Account of the Ensuing Poem [Annus Mirabilis] in a Letter to
the Honourable Sir Robert Howard” 8). Antes se discutía en
este sentido la Farsalia de Lucano; hoy se discute el status literario
de In Cold Blood. Cf. 3.1.4.4 infra.
Genealogy XIV. xiii, 131.
Argumentos parecidos aparecen ya, según G. Shepherd (199), en la
Rhetorica ad Herennium y en las Etimologías de San Isidoro. Para
una definición de este argumento en el marco de la teoría
de los actos de habla, cf. 3.1.4.2 infra.
Johnson, Rambler 96.
Cf. también Hegel, Introducción a la Estética II,
49; John Stuart Mill, “What is poetry?” 538; Paul de Man,
Blindness and Insight 18.
Susana Onega, “Fowles on Fowles” 76.
Cf. también Edward
Bullough, “‘Psychical Distance’ as a Factor in Art
and an Aesthetic Principle” 760; Richards, Practical Criticism
277.
Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 3, 13.
Cf. 3.2.1.2; 3.2.2.4.1 infra.
Frege, "Sentido" 59; cf. Todorov, Poética 41; Searle, "Logical Status" 324.
Cf. la crítica que
en este sentido hace a Richards Stanley Fish ("Literature in the
Reader" 89-92).
Literary Work 60, 103 ss, 129 ss, 221.
Literary Work 129. Desde
nuestra perspectiva, consideraremos que este asunto sólo puede
tratarse a nivel de discurso: es decir, no hablaremos de los states of
affairs de una oración asertiva sin tener en cuenta el mundo
(ficticio o real) al que el texto en su conjunto nos remite, mundo en
el cual tiene lugar la acción.
También basan su
definición de la ficción en una contraposición a
la frase asertiva Martínez Bonati (55 ss) y Searle. Este
último muestra cómo la regla fundamental a la que obedece
la aserción, el compromiso del hablante con la factualidad de lo
que afirma, no se da en el lenguaje ficticio, y cómo todas las
demás reglas constitutivas del acto ilocucionario se desprenden
lógicamente de este primer paso ("Logical Status" 322 ss).
Criticaremos más adelante algunos aspectos de la
concepción de Searle.
Según Frege, "por
juicio entendemos el paso de un pensamiento a su valor veritativo"
("Sentido" 83).
Hay una complicación
posterior del concepto de proposición. Según Lyons: "a
proposition is what is expressed by a declarative sentence when that
sentence is uttered to make a statement” (Semantics 141-142).
Searle diría que la realización efectiva de un acto de
habla asertivo (juicio) sólo se puede determinar a partir de las
intenciones ilocucionarias del hablante ("Logical Status" 325; cf.
Actos 38). Como vemos, a la descripción de Frege se superpone en
Searle y Lyons el problema de la diferenciación entre actos
locucionarios e ilocucionarios (primitivos); a ello habrá que
superponer, además, la posibilidad de que esos actos
ilocucionarios sean imitados por otros actos (derivados) distintos a
ellos en naturaleza. De la proposición deriva el juicio
según Frege; del juicio derivará de modo parecido el acto
ilocucionario efectivamente realizado.
Cf. la diferencia
establecida por R. M. Hare (Practical Inferences) entre el elemento
trópico y el néustico de un acto de habla
(ilocucionario). Esta analogía nos podría llevar a
precisar más lo que hay de común entre un discurso de
ficción y una cita (de una enunciación imaginaria): "when
we embed a declarative sentence as the object of a verb of saying in
indirect discourse, we associate the it-is-so [tropic] component, but
not the I-say-so [neustic] component, with the proposition that is
expressed by the embedded sentence" (Lyons 750).
Searle, en cambio, propone
hablar de referencia ficticia o fingida, y no de referencia a un mundo
ficticio ("Logical status" 330). El sentido es, sin embargo,
equivalente: Ingarden entiende aquí "referencia a un mundo
ficticio como si se tratase de un mundo real"; Searle distingue este
caso de la referencia a un mundo ficticio como tal mundo ficticio.
Por ejemplo, no queda claro
en la teoría de Ingarden qué son las frases de una obra
de ficción si no son juicios—es decir, cuál es la
categoría común que engloba a juicios y pseudo-juicios.
Para Ingarden estos últimos no son propiamente hablando ni
proposiciones ni juicios. Su teoría requiere una
categoría intermedia, que sólo es definida vagamente, en
lugar de suponer una progresiva instrumentalización e
hipercodificación lingüística, según
proponemos nosotros. Además, a pesar de su mérito
histórico, la noción de textualidad de Ingarden
está insuficientemente desarrollada, y es infrautilizada en su
discusión de la ficcionalidad. La peculiaridad óntica del
discurso de ficción no debería describirse en base al
"quasi-judgemental character of its assertive propositions" (Literary
Work 172) sino en base a una peculiaridad pragmática del texto
entero como acto de habla global. En la edición de 1965 de Das
Literarische Kunstwerk, Ingarden hace extensivo su análisis al
resto de las frases de la obra: así, habrá
pseudo-preguntas, pseudo-evaluaciones, etc. (182 ss) pero no modifica
radicalmente su análisis. El punto más débil del
mismo es hacer descansar la ontología de la obra en exceso sobre
la frase y no sobre la obra en su conjunto o en las convenciones
genéricas, elementos que sin embargo tiene en cuenta someramente
Ingarden (secc. 23).
En un sentido algo distinto
al de Richards, pero que según creemos coincide fundamentalmente
con el de Ingarden. "Las frases literarias", aclara Martínez
Bonati, "son juicios auténticos, pero imaginarios, no
cuasi-juicios reales, como sostiene Ingarden" (216). De la
descripción de Ingarden se desprende que las diferencias son
sólo terminológicas.
Ontology of the Narrative (The Hague: Mouton, 1972); cit. en Lanser 285.
Actos 86; "Logical Status"
330. Cf. también Castilla del Pino, "Psicoanálisis" 319
ss.
Pragmatics and Fiction. 2.
J.-K. Adams (5) pretende que algunos de los ejemplos de Searle o Quine
están viciados por no tener en cuenta este doble sentido de la
referencialidad: ignoran que sus ejemplos también están
sometidos a condicionantes discursivos, a saber, los del propio
discurso filosófico que los introduce. Cf. por ejemplo la
afirmación de Searle sobre la carencia absoluta de
referencialidad, incluso ficticia, de la expresión "la
señora de Sherlock Holmes" (Actos 86; "Logical Status" 329).
Pero creemos que Searle está haciendo abstracción de su
propio discurso, está utilizando metalenguaje, y que sus
conclusiones son perfectamente aceptables en este punto.
"El conocimiento
según la analogía (...) no significa, como se entiende
generalmente la palabra, una semejanza incompleta de dos cosas, sino
una semejanza completa de dos relaciones entre cosas completamente
desemejantes" (Kant, Prolegómenos § 58, p.180).
"Speech" 254. Cf. Frye,
Anatomy 79, 84-85; Pratt 173; Ruthrof 53. Es obvio que estos autores se
están refiriendo a la literatura en cuanto ficción (cf.
3.1.6.1 infra). Lanser propone definir la ficción como un
conglomerado de actos de habla hipotéticos,
"‘hypothetical’ illocutionary acts, acts of pretending"
(280). Sobre la idea de Ohmann de que el contexto va incluido en cierto
modo en el texto, cf. Greimas "Teoría" 28 ss; Ducrot,
"Pragmatique" 534). Es una idea ampliamente difundida: cf.
Gullón 83 ss; Lanser 118, 243; Lázaro Carreter, “La
literatura” 160.
"Logical Status" 326.
Según Lanser (284) tanto Searle como Ohmann e Iser comparten el
concepto del texto literario como conjunto de actos de habla
"fingidos", "imitados", "hipotéticos". La postura original
Ohmann no está a veces nada clara: tan pronto niega que los
actos literarios tengan fuerza ilocucionaria como afirma que se realiza
el acto de "fingir" (cf. "Actos" 27-29); una vacilación
semejante vemos en Oomen (139, 147). Posteriormente Ohmann reconoce una
fuerza ilocucionaria específica de la ficción (o
más bien de la "literatura", lo cual no es tampoco
satisfactorio; "Habla…" 47 passim).
Cf. también
José Domínguez Caparrós, "Literatura y actos de
lenguaje" 115.
Un discurso de
ficción puede ser comunicativo en dos sentidos (cf. 3.4.3
infra), en el sentido de que nos es comunicado y en el sentido de que
se nos comunica algo a través de él. La idea de que la
ficción literaria puede ser una forma de comunicación no
es en absoluto novedosa o infrecuente. Cf. por ej. Booth, Rhetoric 397;
Roland Posner, "Poetic Communication vs. Literary Language, or: The
Linguistic Fallacy in Poetics" 125 ss; Oomen 139; Pratt 86; Chatman,
Story and Discourse 31; Lanser 4; Lázaro Carreter, “La
literatura” 169; van Dijk, "Pragmática…" 175.
La teoría de los
actos de habla de Récanati (La transparence et
l’énonciation; "Qu’est-ce qu’un acte
locutionnaire?") es más flexible que la de Searle a la hora de
explicar los escalonamientos, instrumentalizaciones y desdoblamientos
de los actos de habla. Tzvetan Todorov ("La notion de
littérature", en Les genres du discours) y Oomen (148)
también presuponen una descripción semejante de la
superposición de enunciaciones.
La postura de J.-K. Adams
recuerda la distinción establecida por Ducrot entre enunciador y
locutor ("Pragmatique" 518). Según Ducrot, en el caso de
ironía, el locutor es meramente el productor del enunciado, y no
su enunciador. Pero, como señalan Lozano,
Peña-Marín y Abril (115) el locutor sí es
responsable de la ironía en tanto que ironía, y debemos
suponer un desdoblamiento de su actividad.
Cf. Bal, Narratologie 33;
Chatman, Story and Discourse 151; Lintvelt 16, 32. El modelo más
semejante al que proponemos es el de Lanser (144).
El concepto de mundo
posible deriva de Leibniz (Monadologie § 53). Para aplicaciones a
la teoría de la ficción literaria, ver Eco, Lector 172
ss, y Ruth Ronen, Possible Worlds in Literary Theory.
Cf. por ejemplo el
análisis del sobreentendido presentado por Lozano,
Peña-Marín y Abril (224 ss).
Cf. Ingarden, Literary Work
60, 183 ss; Friedman, "Point of View" 123; Fowler, Linguistics and the
Novel 37; Lanser 80; Richard Ohmann, "Literature as Act" 99.
Cf. Ingarden, "Functions"
383, 393. Ingarden señala que este estudio ya fue iniciado por
Waldemar Conrad a principios de siglo.
Cf. por ejemplo la
opinión de T. S. Eliot sobre la retórica teatral: "A
speech in a play should never appear to be intended to move us as it
might conceivably move other characters in the play, for it is
essential that we should perceive our position of spectators, and
observe always from the outside though with complete understanding"
("‘Rhetoric’ and poetic drama", 40). Por supuesto, nosotros
vemos esta afirmación no como una ley universal, sino como una
ley de un lenguaje dramático concreto que está definiendo
Eliot; otros estilos dramáticos pueden recrearse en el
involucramiento y la ignorancia del espectador. Situaciones comparables
se producen en la narración. Así, por ejemplo, se puede
motivar la exposición de un acontecimiento al lector por medio
de una conversación entre los personajes (Bardavío, La
versatilidad del signo 181; Sternberg, 250. Cf. 3.2.2.1 infra).
Ohmann afirma que no existe
sistema literario distinto del sistema del lenguaje corriente, sino
sólo un uso distinto: "the writer is using the system of
language and language acts describable by the ordinary rules, but using
it in a special way” (257). Pero en el análisis del
discurso un uso distinto, si obedece a regularidades, es un sistema
distinto. De hecho, por “lenguaje corriente” solemos
entender una descripción general de niveles de funcionamiento
básico del lenguaje (también la conversación
cotidiana desbordaría al “lenguaje corriente” en
este sentido).
Cf. J.-K. Adams: "It should
be emphasized that the pragmatic structure is not a device for
determining whether or not a text is fictional. That is ultimately the
responsibility of the writer, who can use external conventions, such as
having "a novel" printed on the title page, or internal conventions,
such as writing in a language that is overtly marked as fictional. The
pragmatic structure is a description of what is generally implied once
the conventions of fiction are invoked" (23). Esto no parece suficiente
para cubrir todos los casos. El que los libros de Carlos Castaneda sean
considerados "reportajes" o novelas no depende sólo de las
indicaciones de Castaneda, sino de las creencias de su lector y la
manera en que interprete la actitud de Castaneda hacia su obra,
así como de diversos protocolos editoriales.
George Sampson (The Concise
Cambridge History of English Literature 379). Defoe no escarmentaba: ya
diez años antes había sido encarcelado por otro panfleto
(The Shortest Way to Deal with the Dissenters) cuya ironía no se
captó en un principio.
Cf. Ohmann, "Actos" 28.
Así lo sostiene
S.-Y. Kuroda en "Reflections on the Foundations of Narrative Theory."
J.-K. Adams 19. Cf. van Dijk, Text Grammars 300.
J.-K. Adams (21); cf.
Ingarden (Literary Work 224). Sobre la posición de Ingarden, cf.
sin embargo Literary Work 170 ss.
"Logical Status…" 331. Cf. también Ruthrof 81; Toolan 97.
Para Kristeva (Texto 71),
la narración (el "relato") es un fenómeno
lingüístico (podríamos decir "primario") mientras
que la literariedad es un hecho de discurso social, un nivel superior.
A pesar de entrecruzarse, estos hechos no están al mismo nivel.
Genette propone una
definición de narratología mucho más restringida.
Se limitaría ésta al estudio del relato transmitido
lingüísticamente, “puisque la seule
spécificité du narratif réside dans son mode, et
non dans son contenu, qui peut aussi bien s’accommoder
d’une ‘réprésentation’ dramatique,
graphique ou autre" (Nouveau discours 12). Pero habrá de
reconocer que hay elementos específicos de todos estos
fenómenos "representables", frente a otros fenómenos
menos representables narrativamente y que no son competencia de una
ciencia de los relatos (por ejemplo, la guía telefónica).
Que se llame narratología a la ciencia genérica o
sólo a la específica ya es una cuestión de
terminología. Al igual que hay acepciones más y menos
amplias de narración, las habrá de narratología.
Cf. José
María Pozuelo Yvancos, Teoría del Lenguaje Literario 245.
R. R. McGuire, "Speech
Acts, Communicative Competence and the Paradox of Authority" 36. Cit.
en Lanser 79.
O teoriï prozy 204; cit. en Erlich 243.
Muchas definiciones
descuidan este punto. Cf. por ej. Bal (Teoría 126). Al tratar
obras de ficción, y por conveniencia terminológica,
utilizaremos "narración" para referirnos a la actividad del
narrador, y “obra narrativa” para la del autor.
Martínez Bonati 180. Cf. Frye, Anatomy 244 ss.
Véase una
entretenida historia de esta tríada en la Introduction à
l’architexte de Genette. Hernadi )Teoría de los
géneros) recoge muchas variantes de la tríada.
Cf. Goethe, "Naturformen
der Dichtung" (cit. en Genette, Introduction à
l’architexte 67); Husserl, Logische Untersuchungen y J. Petersen,
Die Wissenschaft der Dichtung (cits. en Staiger 23, 237); Staiger 21;
Bühler 75; Stanzel, Typische Erzählsituationen 166; Wolfgang
Kayser, Interpretación y análisis de la obra literaria
442; Ruthrof 78; Lintvelt 82. Hernadi (Teoría 117), añade
el ensayo como cuarto gran género.
Stanzel, Theory 4; cf.
Typische Erzählsituationen 4; Friedman, "Point of View"; Scholes y
Kellogg 4.
Esto ha llevado a que
Ruthrof (viii, 37) negase la relevancia de la teoría de los
actos de habla para el análisis de la narración. Su
planteamiento es, sin embargo, insostenible ante una teoría como
la de Pratt. De hecho, la misma teoría de Ruthrof propone un
equivalente de los macro-actos de habla (58) así como una
jerarquización ontológica de los actos de habla de
personajes, narrador y autor (196).
Ohmann, "Speech" 247; cf.
Chatman, Story and Discourse 165 ss; Ricœur, Time and Narrative
2, 30.
Así, Martínez
Bonati opone la actuación verbal de los personajes en el teatro
a la del narrador en la novela: "Estos hablantes dramáticos son
personas cuyo discurso es esencialmente una ación
pragmática y nunca simplemente ‘informativo’, como
el del narrador épico, o simplemente ‘expresivo’,
como el del hablante lírico" (182). Deberemos entender que
éste es el caso no marcado de la narración literaria no
motivada (3.2.2.2 infra).
La
“paratextualidad” o textualidad marginal es definida por
Genette en Palimpsestes. Para casos prácticos de su uso en
la modelación de convenciones genéricas, ver Couturier,
La Figure de l’auteur.
Está por ejemplo la
narración oficial, institucional (el informe): "Wahrend dem
ERZÄHLEN ein universelles wahrheitsbegriff zugrunde liege, der die
Darstellung fiktiver Ereignise und Vorgänge ermöglicht, gelte
für das BERICHTEN der Wahrheitsbegriff der zweiwertigen Logik,
derzufolge jeder Aussage das eindeutige Merkmal ‘wahr’ oder
‘falsch’ (bzw. ‘wirklich’ oder
‘unwirklich’) zugeordnet wird" (Klaus-Peter Klein,
"Handlungstheoretische Aspekte des ‘Erzählens’ und
‘Berichtens’" 230).
Es lo que reprocha Culler
al Barthes de S/Z, que no incluye códigos relativos a la
narración entre los múltiples códigos
interpretativos que describen la actividad del lector (Structuralist
Poetics 203)
A veces en Teun A. van
Dijk: "Artificial narrative does not respect the pragmatic conditions
of natural narrative" ("Philosophy of Action and Theory of Narratives"
323); "One of the characteristic pragmatic (or, perhaps,
pragmatico-semantic) properties of artificial narration is that the
narrator is not obliged to tell the truth" ("Action, Action Description
and Narrative"). Cits. en Ruthrof 22 ss.
Cf. Shklovski,
“La construction de la nouvelle et du roman”; Fowler,
Linguistics and the Novel 114.
Pueden consultarse
más específicamente los trabajos de Labov y J. Shepherd
citados; y además Richard Bauman, Story, Performance, and
Event; Livia Polanyi, “Literary Complexities in Everyday
Storytelling”; Uta M. Quasthoff, Erzählen in
Gesprächen; y Deborah Tannen, “Oral and Literate Strategies
in Spoken and Written Narratives”.
Así opina Genette, "Discours" 183.
Jakobson, "Embrayeurs" 182.
Pratt (94 ss) reprocha este
defecto al análisis de la literariedad hecho por Ohmann, al cual
nos hemos referido anteriormente. Criterios poco claros se encuentran
asimismo en Todorov (Poética 41). Aguiar e Silva también
funde en una las nociones de ficcionalidad y literariedad; la
"función poética" actúa en la obra de modo que
ésta "crea un universo de ficción que no se identifica
con la realidad empírica, de suerte que la frase literaria
significa de modo inmanente su propia situación comunicativa,
sin estar determinada inmediatamente por referentes reales—por un
contexto de situación externa" (Teoría 16). Un universo
de ficción es el que no admite la posibilidad de referentes
reales; es distinto el caso de una obra histórica a la cual
leemos como literatura "cortando" una referencia que sí existe
en principio. Esta distinción es ignorada con frecuencia (cf.
3.1.4.1 supra; Ohmann, infra). Para Lanser, "a careful distinction must
be made between fiction and literature" (283); una distinción
que según ella es ignorada por Searle, Ohmann o Iser.
Cf. van Dijk, Text Grammars 336; Searle, "Logical Status" 319-320; Pratt 199.
Kant, Crítica del Juicio, § 5, 109.
George Santayana, "The Nature of Beauty" 706.
Psychical distance (Bullough).
Martínez Bonati 71; cf. Schmidt, "Comunicación" 211.
Display texts en Pratt 173. Cf. Tomashevski, Teoría 14.
Ver mi artículo
“Speech Acts, Literary Tradition, and Intertextual
Pragmatics,” esp. 41-43.
Tratado 435. Cf. 3.3.3.3; 3.4.2.3 infra.
Tratado 436. Este
énfasis en la indeterminación esencial de la
comunicación literaria es frecuente en las teorías
actuales de la interpretación. Cf. Ruthrof (195), Segre (372).
Según Ohmann
("Habla" 42), esto equivaldría a una definición del
aspecto meramente locucionario de la literatura.
Cf. Tomashevski,
Teoría 21; Ingarden, Szkice z filozofii literatury; cit. en
Grabowicz lvii; Aguiar e Silva, Teoría 16; Lázaro
Carreter, “La literatura” 160.
Searle, "Logical Status" 320, 325; J.-K. Adams 9
"Logical Status" 320. Cf.
Schmidt, "Comunicación" 202; Lázaro Carreter, “La
literatura” 153.
The Modes of Modern Writing 7.
Una idea semejante subyace
a la distinción de Ingarden (Literary Work 369) entre obra
literaria y obra de arte literaria. Cf. también Aguiar e Silva,
Teoría 29.
Susana Onega, "An Approach
to the Fictional Text" 94. Cf. van Dijk, Text Grammars 336; Castilla
del Pino, "Aspectos epistemológicos de la crítica
psicoanalítica" 295.
Frye, Anatomy 77. Cf. Lotman 196.
Cf. Lotman 197-198; Ohmann,
"Actos" 20, Posner 130-132; van Dijk, "Pragmática" 193.
Cf. Pratt 173; E. W. Bruss,
"L’autobiographie considerée comme acte
littéraire".
La literatura se suele
considerar una forma de comunicación. Cf. por ejemplo Richards,
Principles 20 ss; Roland Harweg, "Präsuppositionen und
Rekonstruktion" (cit. en Stanzel, Theory 180); Castilla del Pino,
"Psicoanálisis" 280. Martínez Bonati (130 ss) y J.-K.
Adams consideran que la literatura es comunicación, pero no
comunicación lingüística.
Martinet 49. Cf.
también Husserl, Logische Untersuchungen (cit. en
Martínez Bonati 108), J. Lyons 32, Searle, Actos 26; Castilla
del Pino, "Psicoanálisis…" 271.
Bach y Harnish (97 ss) no
comparten, sin embargo, este análisis. Para ellos no hay
comunicación en dos tipos de situaciones: 1) Cuando la
intención perlocucionaria se puede realizar sólo si no es
reconocida: son los casos de engaño, manipulación,
ambigüedad deliberada, etc. 2) Cuando se renuncia abiertamente a
la intención comunicativa, aun explotando la presunción
de comunicación; sería el caso del hablar en broma, la
narración de ficción, el recitado. Para nosotros se trata
de fenómenos ilocucionarios discursivos: si bien complejos,
perfectamente definibles.
Antonio García
Berrio, "Más allá de los "ismos": sobre la indispensable
globalidad crítica" 379.
José G. Herculano de
Carvalho, Teoria da linguagem (Coimbra: Atlântida, 1967) 303;
cit. en Aguiar e Silva, Teoría 457. Cf. Segre, Principios 236.
Scaliger 137; Booth, Rhetoric 394; Ruthrof 194.
Otras confusiones entre
efectos ilocucionarios y perlocucionarios en literatura se dan en
Samuel R. Levin ("Consideraciones sobre qué tipo de acto de
habla es un poema" 72) y van Dijk ("Pragmática" 188).
Austin 121 ss; Searle, Actos 55; Bach y Harnish 15.
Con respecto a la
semántica peculiar de la obra literaria, véanse el libro
de Lotman y las páginas 76-85 de la Teoría del lenguaje
literario de José María Pozuelo.
García Berrio,
"Ismos" 380. Cf. la distinción romántica entre
alegoría y símbolo.
Es la clásica postura romántica (3.4.1.3 infra).
"Serious (i.e.
nonfictional) speech acts can be conveyed by fictional texts, even
though the conveyed speech act is not represented in the text"
("Logical Status" 332). Esta idea aparece de diversas formas en otras
teorías literarias desde tiempos remotos: la lectura
alegórica sería su primera manifestación. Para
nociones contemporáneas de un "discurso dentro del discurso" o
"a través del discurso", cf. Jakobson, Lingüística y
poética 62; Eco, Lector 71; Castilla del Pino,
"Psicoanálisis" 271; Segre, Principios 355.
"Pragmática" 186 ss.
Todas estas reglas deberían reformularse, añadiendo esto
al principio de cada una: "El oyente cree que".
Idea que subyace cualquier
análisis de la acción, desde Aristóteles a
Kristeva (Texto 163) o Culler ("Fabula and Sjuzhet").
Cf. F. R. Leavis, "The
Novel as Dramatic Poem: Hard Times "; Steven Marcus, "The Novel Again";
William Handy, "Toward a Formalist Criticism of Fiction".
Freeman 79-80; ver
también mi artículo “Understanding
Misreading”.
Cf. T. S. Eliot, "Tradition
and the Individual Talent"; Petöfi y García Berrio 263;
Ricœur (Time and Narrative 2, 31) critica la narratología
semiótica por hacer abstracción de la tradición
histórica de las formas. Se requiere, pues, una semiótica
cultural y una narratología consciente de la historia literaria.
Segre, Principios 293; Karl
Robert Mandelkow distingue entre expectativas relativas a la
época, a la obra y al autor ("Probleme der Wirkungsgeschichte",
cit. en Fokkema e Ibsch 178).
Karl Popper, "Naturgesetze und theoretische Systeme", cit. en Fokkema e Ibsch 180.
Cf. W. K. Wimsatt, Jr., "Battering the Object: The Ontological Approach".
Mijail Bajtín, The
Dialogic Imaginaton. Sobre Bajtín, ver Michael Holquist,
Dialogism.
Sobre este acercamiento
“flexibilizado” a la teoría de los géneros,
ver Jean-Marie Schaeffer, “Literary Genres and Textual
Genericity”; Jonathan Culler, “Towards a Theory of
Non-Genre Literature”; Alistair Fowler, "The Future of Genre
Theory: Functions and Constructional Types."