José Ángel García Landa - Acción, Relato, Discurso: Estructura de la ficción narrativa
Índice
2.4. Relato

3. DISCURSO





3.1. LA ESTRUCTURA PRAGMÁTICA DE LA NARRACIÓN LITERARIA



En nuestro esquema básico del texto narrativo hemos aislado ya los elementos no exclusivamente lingüístico-textuales en dos fases: el estudio de la acción y el estudio del relato. Son éstos los elementos privativamente narrativos, los que establecen un parentesco entre la narración verbal y otras artes narrativas, como el teatro, el cine o el comic. Pero ya hemos visto que en el caso de la narracion literaria ambos niveles, relato y acción, no son sino abstracciones útiles que realizamos a partir de un nivel de manifestación superficial, que es el texto narrativo.  Pasamos ahora a un aspecto del estudio de la narratividad a nivel discursivo: el estudio del texto narrativo como discurso. Hemos hablado anteriormente de tres niveles principales de análisis del texto literario. Ahora debemos entrar en más detalles: nuestro tercer nivel, el discurso, no puede presentarse como un objeto homogéneo. Lo describiremos más bien como un complejo proceso; un proceso de representación que como tal es distinguible del proceso narrativo representado.  El discurso debe ser analizado a su vez, como ya hemos apuntado, en sub-niveles correspondientes a la comunicación narrador-narratario y a la comunicación autor-lector. Para el análisis del discurso como proceso a cada uno de estos niveles es básica la noción de texto como instrumento comunicativo, como estructura verbal que es transmitida por un emisor a un receptor. El estudio de este aspecto de la obra será, por tanto, un estudio lingüístico. Sólo atendermos, sin embargo, a aquellos aspectos del discurso más inmediatemente relacionados con la comunicación de los niveles inferiores, la acción y el relato. Es decir, pasaremos por alto la posibilidad, perfectamente justificable en otro tipo de estudio, de subdividir el estudio del discurso en niveles lingüísticos diferentes: fonético, fonológico (o bien grafémico / grafológico), morfológico, sintáctico, semántico…  Por supuesto, en cierto sentido tales niveles están implícitos en nuestro estudio en la misma medida en que están implícitos en cualquier enfoque crítico. Pero prestaremos atención al discurso como fenómeno específicamente semántico-pragmático. Antes de pasar al estudio de la narrativa de ficción propiamente dicha dedicaremos este apartado a sentar algunos presupuestos metodológicos.







3.1.1. Pragmática


Para ser eficaz, un método de análisis lingüístico de un texto literario habrá de reunir al menos dos condiciones que no son satisfechas armónicamente por las gramáticas tradicionales:
• Deberá contemplar el estudio de unidades lingüísticas superiores a la oración. La diferencia entre texto y oración ya se encuentra en Aristóteles (Peri hermeneias, V.5). Sin embargo, la gramática tradicional no considera que el nivel textual sea un objeto de estudio propio de la lingüística, y fija su límite superior en el estudio de la oración. La lingüística de los veinte últimos años ha abandonado de manera casi general la oración como unidad superior de análisis formal, para pasar a considerar el texto. 
• Deberá estudiar el uso del lenguaje, y no sólo describirlo como sistema abstracto, salvando de alguna manera la distancia entre lo que Saussure llamó la lengua y el habla. Una vía en esta dirección la proporciona la doble distinción de Frege entre proposición y juicio  por una parte (es decir, entre proposición abstracta y su emisión efectiva), y entre sentido y referencia por otra (ver “Sobre sentido y referencia”). Sin embargo, el análisis del discurso debe ir más allá de estas distinciones básicas, y combinarlas de un modo no previsto por Frege. Así lo hace notar Searle:

Necesitamos distinguir, lo que Frege no logró hacer, el sentido de una expresión referencial de la proposición comunicada por su emisión. El sentido de tal expresión viene dado por los términos generales descriptivos contenidos en, o implicados por, esa expresión; pero en muchos casos el sentido de la expresión no es suficiente por sí mismo para comunicar una proposición, sino que más bien la emisión de la expresión en un cierto contexto comunica una proposición. (Searle, Actos 100)

Una distinción semejante ya se halla en Ingarden (cf. 3.1.4.2 infra ). Es básica para el estudio de muchos fenómenos literarios. Por ejemplo, la metáfora requiere para su explicitación una distinción entre el significado y el uso, y no una mera semántica de sistema: “no hay metáforas en el diccionario”. 
    Los dos nuevos enfoques que hemos señalado, el textual y el contextual, convergen espontáneamente. En palabras de Halliday,

The basic unit of language use is not a word or a sentence but a ‘text’, and the’textual’component in language is the set of options by means of which a speaker or writer is enabled to create texts—to use language in a way that is relevant to the context. (“Language Structure” 160-161)

 Así, como cualquier otra actividad lingüística efectiva, la narración literaria es un uso de textos, no una suma de frases descontextualizadas. La literatura, más generalmente, es un tipo de discurso, un uso del lenguaje en una situación concreta:  en términos de Bühler,  una obra literaria es un producto lingüístico (Sprachwerk), y no una forma lingüística (Sprachgebilde) (Teoría 98). Un estudio de las formas oracionales es claramente insuficiente; necesitamos una lingüística textual para enfrentarnos al texto literario.
    Un texto puede concebirse como una estructura atemporal de relaciones coexistentes. Pero una aproximación más fructífera a la realidad textual será la que lo conciba en su dimensión temporal. Esta temporalidad del texto no debe ser confundida con la temporalidad propia de la acción, que es en cierto sentido ajena al texto. Nos referimos ahora a la temporalidad del texto en tanto que es lenguaje, en tanto que el código semiótico que lo constituye incluye necesariamente la sucesión de unos elementos a otros. Por tanto, un texto narrativo es dos veces temporal, en tanto que acción representada y en tanto que sucesión de signos. Esta sería una primera acepción del término discurso: el texto en tanto en cuanto es un discurrir de signos en el tiempo (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 33). Tampoco es suficiente un estudio de la forma del texto (suponiendo que sea posible disociar el estudio de la estructura formal de un texto del estudio de su función); es necesario estudiar el uso de las formas. La lingüística de la primera mitad del siglo XX suele descuidar este aspecto del lenguaje. Así sucede tanto en Saussure y sus descendientes estructuralistas como en la “lingüística funcional” del Círculo Lingüístico de Praga  o en el estructuralismo norteamericano descendiente de Bloomfield (cf. Rieser 23). Las famosas divisiones establecidas por Saussure entre lengua (langue) y habla (parole) (Curso 27 ss) y por Chomsky entre competencia (competence) y actuación (performance) asignan a la lingüística ante todo el estudio del sistema lingüístico, no del uso lingüístico. No es que Saussure malinterprete las relaciones entre langue y sintagmática en general; no relega los fenómenos sintagmáticos a la parole: “hay que atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas construídos sobre formas regulares”.  Simplemente, Saussure no tiene en cuenta la existencia de formas regulares en sintagmas superiores a la oración. Y a medida que avanzamos hacia los sintagmas jerárquicamente superiores, la diferencia entre langue y parole se hace cada vez más difícil de delimitar. De ahí que aparezca en nuestros días una lingüística de la parole que sería paradójica para un saussuriano estricto, así como es paradójica para la gramática generativa la idea de un teoría de la actuación.  El estudio del sistema se liga indisolublemente al estudio del proceso lingüístico.  La oración se contempla hoy como una estructura subordinada al texto, a un texto que es contemplado como parte de un proceso comunicativo contextualizado. Este carácter subordinado de la oración ya fue señalado por Ingarden hace varias décadas:

The sentence-forming or duplicating operation (...) is in most instances only a relatively dependent phase of a much broader subjective operation, from which arise not only individual, out-of-context sentences but, instead, entire complexes of sentences or manifolds of connected sentences. When, for example, we conduct a proof or develop a scientific theory or simply narrate an account, we are attuned, usually from the very beginning, to the whole which we are to “develop” even before we have formed the individual sentences by which it will be “developed”. (Literary Work 103; cf. 1.2.5 supra )

Hoy podríamos decir que la estructura profunda de un texto ha de ser formulada pragmáticamente, no semánticamente; es decir, ha de contemplarse al texto en su funcionamiento contextual, en su uso, y no limitarse a hacer un estudio lingüístico abstractivo del mismo. Paralelamente, el estudio de la composición y de la recepción ha tener una base a nivel textual: se tratará de lo que antes hemos denominado las macroestructuras que se activan en la actuación comunicativa.  Nuestra segunda acepción de discurso, que es la que queremos resaltar aquí, será la de texto instrumentalizado en una situación comunicativa determinada. Serán competencia de una lingüística del discurso no sólo las estructuras de signos lingüísticos, sino también las modalidades de enunciación y las situaciones discursivas (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 35).
     La división entre langue y parole hace más que descuidar la sintagmática lingüística: relega muchas reglas de uso del sistema al campo de lo individual, lo no sistematizable.  Esto equivale a ignorar lo que hoy entendemos por pragmática o a identificarlo a la semántica. Los gramáticos generativistas partidarios de lo que Gerald Gazdar llama la “hipótesis performativa” optan explícitamente por esta última solución, al pretender incluir el significado pragmático en la descripción semántica de las oraciones.  Esta teoría ha sido enérgicamente refutada.  Otra postura opuesta (y que resultaría en la imposibilidad de un estudio sistemático de la semántica) es la adoptada por los partidarios del contextualismo estricto para el estudio del significado, como Bloomfield. 
    Bühler propone una cierta integración de ambos enfoques: el análisis de la significación necesita proponer una base intersubjetiva que sin embargo puede ser modificada en el acto concreto.  La palabra usada en contexto adquiere un sentido específico que debe ser deducido por los oyentes con un “procedimiento detectivesco” —usando la inferencia y la inducción.
    Movida por un espíritu semejante, la semiótica norteamericana de Morris señala tres tipos de estudios semióticos. Los dos primeros han sido el objeto de estudio preferente de los lingüistas: son los sintácticos, referentes a la forma de los enunciados, a las relaciones de unos signos con otros, y los semánticos, que atienden a la significación de los enunciados, a las relaciones entre signos y objetos.  El tercer tipo de estudios semióticos son los pragmáticos, relativos al uso que se hace de los sistemas de signo en la comunicación, a la relación entre los signos y sus usuarios (Lyons, Semantics 114 ss).
    La pragmática no se confunde con un estudio de la actuación individual tal como es definida por Chomsky (Aspects I.1). Podemos hablar de un estudio ideal de estructuras pragmáticas y de una competencia pragmática o competencia comunicativa.  Los elementos de la comunicación lingüística que son objeto específico de los estudios pragmáticos son todos aquellos relacionados con el uso efectivo del lenguaje en una situación dada, todos aquellos necesarios para el estudio del lenguaje como texto o discurso: el enunciador, el receptor, la enunciación, los modelos de enunciado, los modelos de contexto. La pragmática debe llevar a cabo, por tanto, el estudio de los modelos de referencia efectiva del lenguaje a la realidad, una referencia que sólo se da en el uso efectivo del lenguaje en una situación comunicativa dada (Schmidt, Teoría 84).
    El estudio del discurso va necesariamente ligado al estudio de la enunciación como acto constitutivo y regulador del mismo. Ducrot define la enunciación no ya como el hecho físico de la producción lingüística, sino como “l’engagement d’une personne—que j’appelle ‘l’énonciateur’—à l’égard de la phrase employée”.  Por la enunciación, el discurso nos remite a los interlocutores, que asumen el papel de enunciador y destinatario. La enunciación y el enunciador no son sólo condiciones extrínsecas del discurso: también quedan (parcialmente) inscritos en él. En este sentido, afirma Greimas, “la enunciación podría formularse como un enunciado de un tipo especial, es decir, como un enunciado llamado enunciación porque comporta otro enunciado en calidad de actante-objeto”.  El “enunciado llamado enunciación” puede constituir una posible isotopía del discurso: en el caso de la literatura, según Greimas, el sujeto puede hablar de sí mismo, de su actividad discursiva y de la finalidad de su actividad (“Teoría” 28; cf. Ducrot, “Pragmatique” 534). Es uno de los aspectos de la reflexividad del discurso.
    Pero la enunciación no es sólo un contenido textual. Es, ante todo, la actividad que constituye al discurso. Es en este sentido en el que el estudio del contexto es imprescindible: hemos dicho que la enunciación sólo se inscribe parcialmente en el discurso (cf. Ducrot, 3.2.1.2 infra ). Para una comprensión más completa de su sentido necesitamos tanto el texto como las circunstancias concretas de su enunciación, incluyendo las convenciones particulares que puedan regir en cada género o en cada época. La lingüística textual debe en última instancia converger con los principios generales de la hermenéutica clásica, centrada alrededor del significado autorial o histórico de un texto.  La teoría de los actos de habla desarrollada por los filósofos y lingüistas (Bühler, Wittgenstein, Austin, Searle, Sadock, Bach y Harnish, etc.) intenta sistematizar los principios de la enunciación, y resultará imprescindible para una hermenéutica lingüística generalizada, un estudio lingüístico del discurso.
     El lenguaje puede ser analizado a distintos niveles de abstracción. En palabras de Austin, podríamos decir que al hablar estamos realizando varios actos simultáneos: actos locucionarios (fonéticos, fáticos, réticos ), ilocucionarios, perlocucionarios.  Siguiendo la versión de Bach y Harnish (Linguistic Communication and Speech Acts ), podríamos presentar así el esquema de los actos de habla realizados en la comunicación lingüística:
• Enunciación: el hablante enuncia una forma lingüística en un contexto determinado dirigiéndose a un oyente.
• Acto locucionario: el hablante transmite una serie de significados al oyente mediante esa forma lingüística (se trata del significado semánticamente codificado).
• Acto ilocucionario: el hablante realiza un determinado acto, una acción, en un determinado contexto mediante la transmisión de esos significados (“significado pragmático” o fuerza ilocucionaria).  Para que un acto ilocucionario se pueda realizar efectivamente, para que sea tal acto ilocucionario, deberá cumplir unas condiciones de felicidad (felicity conditions) que varían de un acto a otro y sirven para definirlos.
• Acto perlocucionario: Mediante su acto ilocucionario, el hablante influye de alguna manera sobre el oyente, provoca una reacción en él (perlocución o efecto perlocucionario). La intención perlocucionaria de provocar ese efecto no tiene por qué ser manifiesta para el oyente. Además, la intención perlocucionaria puede fracasar sin que ello afecte a la realización efectiva del acto. Las condiciones de felicidad, por el contrario, han de cumplirse.
    La linguística tradicional, o la estructural descendiente de Saussure o Bloomfield, sólo se ocupaba del estudio de los actos locucionarios, y eso cuando no era despreciada la semántica como un elemento no sistematizable. Es decir, identificaba el estudio de la langue con el estudio de los actos locucionarios, relegando los actos ilocucionarios al campo de la parole. Según Searle, “un estudio adecuado de los actos de habla es un estudio de la langue” (27), y no de la parole. Esta formulación es demasiado radical, y no permite entender bien la flexibilidad contextual y la evolución constante a que está sometido el nivel ilocucionario del lenguaje. P. F. Strawson ha observado que no todos los actos ilocucionarios son convencionales en el mismo sentido: habría que hablar más bien de una gama de posibilidades entre el polo de la convencionalización ilocucionaria y el de la convencionalización meramente locucionaria.  Por otra parte, la afirmación de Searle, como la distinción entre langue y parole, sólo tiene sentido en el marco de una gramática oracional, y es desbordada por una gramática textual. El estudio de la oración en tanto que acto locucionario sólo nos permite acceder a una parte de la significación; simplemente habremos interpretado el significado literal, el que está perfectamente codificado en la langue. La semántica se ocupa de las condiciones de verdad (intensionalmente definidas) de los enunciados, no de su significado en situaciones concretas. El producto de un acto locucionario es una proposición de algún tipo; el del acto ilocucionario tiene que ser un movimiento comunicativo, una acción por parte del hablante, un acto de habla propiamente dicho.  El acto ilocucionario es un acto socialmente codificado, aunque no necesariamente lingüísticamente codificado. La comunicación consiste en la realización de actos ilocucionarios, no en la realización de actos locucionarios. Podemos decir que un acto ilocucionario se ha realizado cuando el hablante consigue que el oyente reconozca la intención que tiene el hablante de hacerle reconocer el acto ilocucionario que está realizando; es decir, cuando hay una identificación correcta de la fuerza ilocucionaria.  Este reconocimiento se basa, según Bach y Harnish, en una premisa tácita de la comunicación: las creencias contextuales mutuas (mutual contextual beliefs ). Para una comunicación efectiva, tanto hablante como oyente han de creer que su interlocutor cree que ambos comparten estas suposiciones (una visión del mundo mínimamente coincidente, una lengua común, una interpretación semejante acerca del hecho discursivo en el que están participando, etc.). Son conocimientos factuales que se suponen comunes; a ellas habría que añadir normas de accion discursiva que también se suponen comunes, como las máximas de comportamiento conversacional de Grice (3.2.1.3 infra) o la linguistic presumption y la communicative presumption de Bach y Harnish (7, passim ).
    Hay que distinguir las reglas que permiten la existencia del los actos ilocucionarios de otro tipo de reglas que rigen la utilización social de dichos actos. Es fácil confundir unas con otras. Richard Ohmann sintetiza así las condiciones necesarias que han de suponerse para el cumplimiento de los actos ilocucionarios:

    1. Las circunstancias deben ser las apropiadas.
    2. Las personas deben ser las adecuadas.
    3. El hablante debe tener los sentimientos, pensamientos o intenciones apropiadas a su acto.
    4. Ambas partes deben comportarse a continuación de forma apropiada.

Ohmann confunde aquí la realización efectiva del acto ilocucionario con su éxito ulterior. Una promesa puede romperse o hacerse sin intención de cumplirla, pero sigue siendo una promesa que se realiza efectivamente en tanto que acto de habla: de lo contrario, difícilmente podría romperse. Las dos últimas condiciones no son condiciones de felicidad, y Ohmann ha descuidado la descripción del complejo juego de reconocimiento de intenciones requerido por la comunicación ilocucionaria.
    Hemos dicho que la cumplimentación del acto ilocucionario consiste en su reconocimiento como tal, en su identificación correcta por parte del oyente. Esta identificación no está ligada mecánicamente al significado (semántico) del acto locucionario (Bach y Harnish 10). De ahí la posibilidad de actos ilocucionarios directos o indirectos. El hablante puede basarse en conocimientos comunes con el oyente, en la capacidad de inferencia de éste, así como en los presupuestos normales de la interacción discursiva, para realizar un acto de habla utilizando (instrumental y superficialmente) la realización de otro acto de habla. Sin embargo, hay una presuposición de literalidad del acto ilocucionario siempre que las condiciones lingüísticas y contextuales así lo autoricen.  Existe una cierta relación, aunque sea flexible, entre los actos locucionarios y los ilocucionarios. “There is no one-to-one relationship between grammatical structure (...) and illocutionary force; but we cannot employ just any kind of sentence in order to perform any kind of illocutionary act” (Lyons, Semantics 733). O, mejor: no podemos utilizarla en cualquier circunstancia con la misma facilidad.
     La indirección continuada de un acto de habla puede resultar en una estandarización de la fuerza ilocucionaria desviada. Es lo que sucede según Bach y Harnish en frases como “¿Me pasas la sal?”, que se interpretan directamente como una petición y no como una pregunta (192 ss; cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 220 ss).
    A pesar del avance que supone, la teoría de los actos de habla  no es suficiente para un estudio de todos los fenómenos discursivos, al menos en sus primeras versiones. La teoría de Austin se presta a una interpretación más amplia (Lozano, Peña-Marín y Abril 173); pero Searle ya parte explícitamente de una lingüística oracional:

La unidad de la comunicación lingüística no es, como se ha supuesto generalmente, el símbolo, palabra, oración, ni tan siquiera la instancia del símbolo, palabra u oración, sigo más bien la producción o emisión del símbolo, palabra u oración al realizar el acto de habla. (Searle, Actos 26)

La oración es una abstracción útil para el análisis sintáctico o semántico, pero como hemos visto la concepción misma de una pragmática lleva a postular un nivel superior de análisis: el texto,  y el texto contextualizado: el discurso.  Parafraseando a Searle, diremos que la unidad de la comunicación lingüística no es el texto concebido como un sistema abstracto de relaciones supraoracionales, sino la producción del texto en una situación determinada, la actuación discursiva (cf. van Dijk, Text Grammars 321 ss).
    Podemos así concebir la estructuración de un intercambio discursivo como una serie de actos de habla bien codificados, puntuales; el hablante utiliza la oración como apoyo básico para su realización. Pero estos actos de habla oracionales son instrumentalizados en el nivel textual-discursivo; a nivel de discurso, no tenemos (únicamente) los actos de habla sencillos analizados y clasificados por Austin o Searle, sino actos de habla discursivos o macro-actos de habla.  Los actos de habla discursivos suelen englobar una multitud de micro-actos de habla diferentes, organizados por la macroestructura discursiva que caracteriza al acto global como tal acto. Los tipos de actos globales pueden contemplarse como especificaciones o derivaciones de los tipos de actos de habla microestructurales o primitivos. Podemos definir entre ellos distintos niveles de complejidad y hablar así de actos de discurso primitivos, como podría ser “narrar”, y derivados, como “escribir una novela”. Estas distinciones pueden ser útiles a la hora de discutir el status lingüístico de la literatura.  
    La comunicación está fuertemente condicionada por el tipo de relaciones que mantenga el hablante con el tipo de acto de habla realizado, por su relación con el oyente y por su actitud hacia el mensaje. Lanser (86) propone hablar, respectivamente, de status, contacto y actitud (status, contact, stance ). Estas circunstancias serían clasificables con un análisis modal (cf. Greimas y Courtés 273) de la comunicación. Más adelante volveremos sobre este tema en relación a los enunciadores del texto narrativo. En efecto, poco se puede hacer con estos elementos en abstracto al margen de ofrecer sus definiciones. Para ver las modalidades de su funcionamiento hay que ir más allá de la lingüística; hay que adentrarse en el estudio de una disciplina que haga uso de los textos:

The anthropologist rather than the linguist is the key figure because the ‘unit’ of linguistic performance is not the sentence but the language situation defined culturally, or communicative event, that gives sentences a function and a characteristic shape.

En abstracto sólo se pueden definir una serie de actos de habla nucleares. El resto, y tanto más cuanto más complejos y macroscópicos, están ligados a culturas determinadas y contextos culturales particulares (cf. Lyons, Semantics 737); cuanto más buscamos la especificidad, menos sentido tiene el intentar construir un sistema abstracto que los detalle a todos.
    La literatura, por supuesto, sería una de esas situaciones culturalmente definidas. “Literary works,” insiste Pratt, “like all our communicative activities, are context-dependent. Literature itself is a speech context” (86). Entendidos así, los estudios literarios serían una parte de los estudios antropológicos; se habrían determinado más claramente las relaciones entre literatura y lingüística (Pratt 88), y del conjunto de estas dos disciplinas con la antropología.
    Pensemos, por ejemplo, en un concepto introducido por Austin: el acto perlocucionario. En el contexto de los estudios literarios, es obvio que una gran parte de la crítica literaria de todos los tiempos se ha preguntado la finalidad de la literatura, ha discutido las emociones provocadas por las obras literarias, ha desarrollado teorías sobre cómo componer una obra con vistas a producir un determinado efecto sobre el público. Es decir, se ha dedicado al estudio de los efectos perlocucionarios de la literatura. Esto nos podría llevar a la reflexión más general de que la crítica literaria siempre se ha ocupado del estudio de la pragmática de la comunicación literaria. Lo que es nuevo en los estudios contemporáneos es la voluntad de hallar unos principios comunes para la sistematización de la acción discursiva, una sistematización que alcanzaría a la lengua “corriente” (en sus infinitas variedades) y a la literatura. Un estudio de este tipo descubrirá lo mucho que hay en común entre los fenómenos literarios y los no literarios.
    Pero la lingüística siempre ha tenido problemas a la hora de tratar el fenómeno literario, y la teoría de los actos de habla no es una excepción. Ya es famosa la resistencia a englobar lo “no serio” de los primeros estudios de los actos de habla realizados por Austin y Searle. La literatura es un ejemplo de esos usos “no serios” del lenguaje.  Esa resistencia es por otra parte comprensible, pues Austin y Searle estaban desarrollando una teoría a un nivel de abstracción bastante determinado: los actos ilocucionarios simples y primitivos, cuando las obras literarias son actos discursivos y derivados. Muchos estudios posteriores siguen teniendo esa dificultad para situar a la literatura en sus esquemas. A título representativo: Ballmer y Brennenstuhl  proponen una clasificación de actos de habla en siete speech-act models: (emotion, enaction, struggle, institutional, valuation, discourse, text y theme) que se distribuyen en cuatro speech activities (expression, appeal, interaction y discourse ). Podemos intentar determinar el lugar que ocuparía la narración literaria en este esquema, pero tendremos problemas. En principio, parecería que el tipo de acción discursiva a que nos referimos sería un tipo de discourse, como actividad y como modelo. Esta clasificación es muy incompleta y poco explicativa a la hora de situar la narración literaria en una teoría general de los actos de habla, y eso no sólo en tanto que literatura, sino en tanto que narración.    
    Como una primera aproximación, podemos señalar los distintas condicionamientos pragmáticos que tienen diferentes tipos de discurso:
• la literatura frente a la no literatura (cf. 3.1.6.2 infra ). Este tipo de uso del lenguaje es completamente ignorado en la clasificación de Ballmer y Brennenstuhl.
• la ficción frente a la no ficción (3.1.4 infra ). Tampoco encontramos un enfoque sistemático de este importante uso del lenguaje en Ballmer y Brennenstuhl. Sus tipos de discurso no están sistemáticamente organizados. Junto a “make rhymes”, “write poetry”, “produce (science) fiction” (!) encontramos clasificados actos de habla como “draft a speech”, “keep a diary”, “tell untruths”, “prophesy”. Es evidente que una clasificación de los actos de discurso no puede seguir en este estado, y que sería necesario un criterio relevante, que recogiera las diferencias entre estos actos de discurso tal como se entienden en la actividad humana corriente.
• La narración frente a la descripción, las instrucciones, los actos de habla institucionalizadores, etc. Ballmer y Brennenstuhl clasifican a la narración bajo el encabezamiento Utter: narrate (a story) aparece junto a manifest, mention, say, publish, remark, etc.; la construcción de una narración sería un tipo de texting. También estas categorías parecen bastante desorganizadas.
• La comunicación escrita frente a la oral. La clasificación de Ballmer y Brennenstuhl tampoco atiende de modo sistemático a esta diferencia semiótica, que sin duda es relevante para una clasificación de los actos de habla, además de intuitivamente inmediata. Otras clasificaciones más someras son las de Wittgenstein, Austin, Searle, Habermas, Schmidt o Bach y Harnish.  Al ser clasificaciones de actos de habla oracionales, microestructurales, la mayoría no se proponen dar cuenta de la infinita variedad de modelos discursivos. Wittgenstein es una excepción: aunque sólo menciona el tema de pasada, incluye la ficción literaria entre sus “juegos de lenguaje”. Austin (151 ss) ignora por completo categorías como narración, ficción, etc. La narración sería definible en términos de Austin como una compleja combinación de expositives. En Searle se trataría de representatives (cf. “Logical status” 325); en Bach y Harnish (41), constatives siempre que no fuese un relato ficticio (cf. 3.1.4.2 infra ); etc. Schmidt atiende a muchas más distinciones; de hecho no presenta una clasificación de actos de habla sino de “actividades comunicativas”. Por ejemplo, además de clasificar las fuerzas ilocucionarias distingue entre “tipo de discurso” (lenguaje usual, científico, literario…) y “tipo de texto” (narrativo, expositivo, “performativo”…). Sin embargo, no llega a integrar estas distinciones entre sí.
    Una novela no es distinta de una factura sólo en tanto en cuanto es literatura: la novela es además narrativa y ficticia. Narratividad y ficcionalidad son rasgos discursivos que no son privativos de la literatura. El estudio pragmático de la literatura no debe atender solamente a la definición del hecho literario en tanto que es un determinado uso del lenguaje socialmente codificado, o a las condiciones de producción y recepción de las obras literarias. También nos ayuda a entender la estructura textual, que engloba dentro de sí multitud de fenómenos pragmáticos de diverso orden, por ejemplo los actos de habla de narradores y personajes.  Un examen previo por separado de algunos de estos fenómenos nos ayudará a sentar las bases de un discurso tan sobredeterminado como es la narración escrita, literaria y de ficción, objeto principal de nuestro estudio.






3.1.2. Pragmática y escritura


Es fácil generalizar indebidamente sobre los condicionamientos pragmáticos característicos de la escritura si nos acercamos a ella desde un punto de vista literario; inversamente, es difícil en un análisis de la narración literaria aislar los condicionamientos que provienen específicamente de su carácter escrito. Veamos un ejemplo:

In written discourse, the conditions of action are altered in obvious ways: the audience is dispersed and uncertain; there is often nothing but internal evidence to tell us whether the writer has beliefs and feelings appropriate to his acts, and nothing at all to tell us whether he conducts himself appropriately afterwards. Nonetheless, writing is parasitic upon speech in this, as in all that matters. (Ohmann, “Speech” 248).

Es evidente que Ohmann debería decir “literatura” donde dice “discurso escrito”, pues nada de lo que dice se aplica, por ejemplo, a la correspondencia por escrito. Tampoco nos parece satisfactoria la última frase. Por supuesto, tiene que haber algún rasgo esencial de la escritura que la identifique frente a la oralidad,  o al menos una familia de rasgos que operen en contextos diferentes. Pero esta vaguedad en la definición es muy frecuente. De manera similar a Ohmann, Sanford y Garrod señalan cómo la comunicación escrita obedece a grandes rasgos a las mismas estrategias pragmáticas que la comunicación oral, a pesar de la gran divergencia de su material semiótico. Sin embargo, creemos que no llegan a definir la esencia de la escritura frente a la oralidad:

Just as the participants in a conversation must try to refer to a common situational model, and each participant expects this, so it is with writing. The major difference between the conversational and written methods of communicating is seen not as being one of modality (oral/aural versus writing / visual), but as being one of opportunities for interaction. With conversation, interruption by the hitherto silent participant is possible, if necessary, in order to clarify the common discourse model (or domain of reference). With writing, it is not. Beyond that, there is no reason to suppose any major differences in the psychological processes undelying the two. (Sanford y Garrod 208).

Sanford y Garrod proponen pues otra ecuación: oral / interactivo versus escrito / no interactivo. Diríamos, más bien, que la incapacidad de interacción inmediata es algo muy ligado a la comunicación escrita. Pero el ver en ello la esencia de la escritura es otra precipitación, y eso tanto en un sentido como en otro. No toda comunicación escrita es no interactiva, y no toda comunicación no interactiva es escrita. Tampoco hay que identificar comunicación oral con comunicación interactiva: los asistentes a un discurso solemne de un político no interactúan con el hablante como lo hacen en una conversación. En algunas variedades de comunicación escrita, como en la oral, los interlocutores pueden dirigirse personalmente uno a otro; en otras, podemos tener una comunicación unilateral que no espera respuesta del lector; es el caso de una carta frente a un libro (cf. 3.1.3 infra ). Hay, pues, toda una variedad de situaciones comunicativas que utilizan la escritura.
    A los participantes en la comunicación escrita no les está negada por definición la interacción comunicativa. Pueden incluso estar en presencia uno de otro, de manera que el intercambio comunicativo sea casi inmediato. Por supuesto, esto rara vez se da, y la distancia temporal y espacial entre interlocutores es uno de los rasgos que se suelen asociar a la mayoría de situaciones en que se usa la comunicación escrita. El texto escrito suele así ser más independiente del contexto inmediato que el texto oral (cf. Segre, Principios 41); no es accidental que (en las culturas desarrolladas) los textos de exhibición (3.1.3 infra) sean mayormente textos escritos.
    Otro condicionamiento pragmático más característico de la escritura es el hecho de que una vez escrito el discurso se ha vuelto algo fijo, conservable, permanente, se ha materializado. Ha dejado de ser un proceso, y se ha convertido en un objeto.  Para Castilla del Pino, escribir es algo intermedio entre el hablar y el actuar:

La permanencia de lo escrito, la individualidad de la grafía, convierte a la escritura en una objetivación personal, una prolongación objetiva de nuestra persona. (....)
    Lo escrito es ya permanentemente nuestro, difícilmente puede ser desdicho, es la constancia de lo que somos por lo que fuimos capaces de escribir. Por eso es difícil escribir todo lo que, no obstante, pese a la enorme resistencia, puede ser oralmente verbalizado. (“Psicoanálisis” 284)

    La materialización de nuestra palabra hace posible su que se multiplique el acto comunicativo, al poderse reproducir (manual o mecánicamente) el texto según procedimientos estandarizados; la escritura puede dirigirse a una masa enorme de individuos, y no solo a una persona o un grupo (cf. 3.1.3 infra). En este sentido, los medios audiovisuales y de comunicación de masas han venido a crear formas intermedias entre la palabra y la escritura tradicionales. Cada uno de ellos tiene sus propios condicionantes: por ejemplo, los programas de radio quedan “escritos” en cierto modo al grabarse y ser recuperables o citables literalmente; la escritura electrónica de las redes informáticas permite nuevos tipos de interacción, como el establecimiento de conexiones hipertextuales, etc.
    El discurso escrito, en cualquiera de sus formas, se vuelve además accesible a otros tipos de acción que la simplemente interpretativa. Tendremos así que distinguir entre el texto como objeto físico y el texto como objeto semiótico. El primero es la manifestación inmediata accesible a la actuación (no necesariamente comunicativa), el nivel de manifestación inmediata: unas hojas de papel, una corriente electrónica, una imagen... El texto como objeto semiótico puede pasar a considerarse a su vez doblemente: texto como significante y texto como significado, y éste podría desglosarse aún en varios niveles más (cf. 1.1 n. 4 supra; Ruthrof 12, 25) hasta llegar, en el caso de la narración literaria, a los niveles específicamente narrativos que son objeto de nuestro estudio.






3.1.3. Pragmática e interacción comunicativa



Los primeros estudios de pragmática lingüística se han centrado sobre la comunicación oral conversacional, lo cual ha supuesto un cierto obstáculo para la aplicación de un enfoque pragmalingüístico a la literatura, que es un tipo de acción discursiva bastante diferente.
    No es infrecuente oír hablar de la comunicación literaria como “fenómeno dialógico”, como “diálogo entre escritor y lector”. “El sujeto-destinador vive su diálogo con el sujeto-destinatario a través de la estructura dialógica de la novela” (Kristeva, Texto 113). Un concepto amplio de lo dialógico proviene de Bajtín: “En Bajtín, el diálogo puede ser monológico, y lo que se denomina monólogo es con frecuencia dialógico” (Kristeva 122). Es decir, bajo la forma de un monólogo puede haber una especie de diálogo entre diversas tendencias o ideologías conflictivas presentes en un mismo sujeto. Esta noción de dialogismo es útil si no se extrema hasta perder de vista sus puntos de referencia, como sucede si definimos al discurso novelesco, de entrada, como un diálogo. La narración escrita literaria no es de por sí un fenómeno dialógico. Tiene en común ciertos elementos con la comunicación dialógica, pero se trata precisamente de aquellos elementos que no son específicamente narrativos ni específicamente dialógicos. En el diálogo, emisor y receptor no son papeles asignados, sino intercambiables; podemos hablar de interlocutores, y no de locutor y receptor sin más. En el caso de la narración escrita, tenemos un fenómeno en principio no interactivo, en el sentido en que es interactivo el diálogo. La dirección del proceso comunicativo es unilateral, no recíproca; además, interviene el elemento de la distancia espacial y temporal tan ligadas a la escritura.  Conviene no confundir este uso un tanto metafórico del término “dialógico” con su sentido más propio. Así, Kristeva ha de admitir más adelante que “en el universo discursivo del libro, el propio destinatario está incluido únicamente en calidad de discurso” (Texto 119). Con lo cual no sólo revela el dudoso carácter dialógico (en el sentido literal) de la novela, sino que descuida la diferencia entre lector real y lector textual. La narración dialógica en el sentido más estricto (no meramente oral), por ejemplo la narración de experiencias personales entre amistades, adopta formas mucho más discontinuas y fragmentarias que el discurso literario,  debido precisamente a que se ve sometida a la interacción entre hablante y oyente.
    Con la separación de emisor y receptor se acentúa una tendencia inherente a la estructura comunicativa. En principio, en cualquier tipo de comunicación, el emisor parte de un estímulo contextual (en sentido amplio) y produce un texto, concebible como una reacción a ese estímulo. El texto es el estímulo para el oyente, que ha de reconstruir la intención comunicativa del oyente a partir de él. Es decir, el oyente debe naturalizar el texto en relación al contexto, invirtiendo así el proceso seguido por el hablante.  La comunicación escrita priva al oyente de muchas claves contextuales auxiliares: ha de inferirse el contexto además de su posible relevancia para el texto. La ficción escrita aún extrema más este proceso de inferencia que produce contextos para acoger el mensaje coherentemente.
    Veíamos que la comunicación escrita no conlleva de por sí la imposibilidad de interacción comunicativa; tampoco es el único caso en que se ve suspendida esta interacción. La comunicación oral tal y como se da en las emisiones públicas de radio o televisión también condiciona la interacción del oyente con el receptor. La combinación de programas de radio y televisión con la conversación telefónica de los oyentes salva parcialmente la asimetría de la retransmisión, aunque la interacción tampoco así se efectúe en igualdad de condiciones. Una breve reflexión sobre el fenómeno de la interacción en los medios de comunicación nos revelaría cómo el problema no es tanto de imposibilidades intrínsecas de reciprocidad: en cualquier caso ésta se regula institucionalmente, de acuerdo con imperativos sociales, económicos y políticos de diversa índole. Con frecuencia, la ausencia de interacción no deriva de una imposibilidad física sino de una convención institucional, de las propias convenciones de la actuación discursiva que se está realizando, y que normalmente van ligadas a diversas estructuras de organización social, poder y autoridad. En una conferencia, los oyentes deben aguardar al final de la conferencia para hacer las preguntas u observaciones que deseen, si se les invita a ello; en el ejército no se discuten en principio las órdenes recibidas, etc. Por supuesto, siempre hay interacción en un sentido comunicativo más amplio, no necesariamente lingüístico, por el hecho mismo de que tenga lugar un acto socialmente ritualizado. Así, el hablante y el oyente interactúan en la definición de sus propios papeles sociales y del tipo de intercambio que tiene lugar.  La pragmática del lenguaje debe colocarse así en el marco de una pragmática general o una antropología social.
    Haciendo abstracción de muchas otras circunstancias que rigen la interacción, una distinción relevante a la hora de definir si un acto de comunicación lingüística es interactivo o no es la medida en que el destinatario es conocido por el emisor e individualizado, o por el contrario se presupone un destinatario abstracto y anónimo: el receptor (lector) textual (cf. 3.5.3 infra ). La literatura cortesana de la Edad Media o el Renacimiento iba con frecuencia dirigida a un público poco numeroso y conocido por el autor. La literatura impresa es, por el contrario, un medio de comunicación de masas. En el tipo de lenguaje escrito que nos interesa aquí, la literatura escrita de la época moderna, el emisor es en principio desconocido para el receptor medio salvo en la medida en que se manifiesta a través de su obra. El emisor deja de ser una causa y se convierte, desde el punto de vista del receptor, en una consecuencia del texto, una emanación, una figura más o menos hipotética que se postula para la comprensión del texto: el autor textual (cf. 3.3.1 infra ). La duplicación de los roles del autor y lector que presenta nuestro modelo de estructura del texto literario se debe principalmente al hecho de que vaya dirigido al análisis de textos escritos y lanzados al mercado, no al hecho de que sea literatura.  Lo mismo sucede en las publicaciones científicas, políticas, etc. La diferencia es que ahí el autor rara vez habla como individuo: su individualidad está cedida a un rol social o a un grupo determinado, del cual es portavoz; lo que se revela, pues, es una “personalidad colectiva” que en principio ya es conocida por el lector, y que está limitada a unos pocos rasgos o actitudes relevantes. La literatura, en cambio, implica la personalidad individual de su creador de manera mucho más inclusiva (aunque rara vez de manera radical; cf. 3.2.1.2 infra ).
    De hecho, la situación de la literatura moderna en cuanto a la interacción ni siquiera es tan simple como la hemos presentado. La forma escrita y la publicación masiva demoran la interacción, u obligan a parcelarla de un modo mucho más fijo que la comunicación oral, pero no tiene por qué suprimirla. Hay comunicaciones bilaterales indirectas aun en el caso de modos discursivos aparentemente unilaterales. Los libros reciben críticas, lo que es un tipo de respuesta y de posible interacción. En el caso de una obra literaria, se la puede parodiar; en el caso de una obra científica o filosófica, se la puede refutar. Los periódicos reciben cartas al director, y los autores reciben correo del lector común o del académico. La simple aceptación de un libro para ser publicado, y el volumen de ventas subsiguiente tienen un lado comunicativo para el escritor. Sólo se comunican unilateralmente el autor muerto o el mediocre, el que no recibe respuesta alguna... aunque los silencios también son elocuentes. En el caso de la literatura del pasado, hay que tener en cuenta el papel desempeñado por la crítica. Se ha dicho que un papel que desempeña ésta es asegurar en cierto modo el “diálogo” de la actualidad con los escritores y pensadores del pasado, evitar que el mensaje de éstos caiga en la unilateralidad (cf. Frye, Anatomy 346). Una interpretación menos idealista verá en la crítica una interacción entre diversas interpretaciones de la historia y de los textos, no entre vivos y muertos.
    Ya nos hemos referido a las normas de interacción comunicativa en la conversación (3.1.1 supra; cf. 3.2.1.3 infra ). La regla básica de la interacción comunicativa es la cooperación, expuesta así por Grice en forma de máxima: “Make your conversational contribution such as is required, at the stage at which it occurs, by the accepted purpose or direction of the talk-exchange in which you are engaged” (Studies in the Way of Words 26). En el intercambio oral de información, esta regla se traduce en la exigencia de relevancia informativa, claridad y brevedad. Pero, como observa Pratt, esta máxima no sólo guía la interacción comunicativa oral, sino cualquier actividad cooperativa, siempre que se traduzca en reglas particulares apropiadas para cada contexto (131). Por ello, también es aplicable en líneas generales a la comunicación literaria. El lector supone que el autor no le está haciendo perder el tiempo deliberadamente, que está colaborando seriamente intentando hacer una obra literaria de mérito, acorde a las convenciones de su género. Es decir, la cooperación del autor también está sujeta al principio de que su intervención discursiva debe ser relevante, de que su relato debe ser digno de ser contado (tellable; Pratt 142). Vemos que en literatura hay un claro desequilibrio en la participación de cada uno de los hablantes. Para Robert Escarpit  el fenómeno estético de la literatura es posibilitado por la anonimidad del público: sería imposible si éste perdiese la sensación de seguridad que le da el anonimato. El escritor, en cambio, se compromete inevitablemente. Por supuesto, contrae compromisos ideológicos, morales, estéticos, etc. Pero nos interesa ahora insistir en el compromiso puramente comunicativo, y que es relativo al tipo de acto de habla que realiza. Este tipo de acto se caracteriza por el hecho de que uno de los hablantes ocupa todo el terreno comunicativo.
    Pratt incluye la literatura, junto con la narración oral de anécdotas en el grupo más general de los textos de exhibición (display texts). Son éstos textos que son en gran medida desgajables de su contexto inmediato; son repetibles en varios contextos por su relevancia intrínseca, y con frecuencia presentan un alto grado de elaboración. Fernando Lázaro Carreter presenta a este respecto el concepto comparable, aunque más general de lenguaje literal, el discurso que ha sido fijado para su uso en bloques compactos (“La literatura como fenómeno comunicativo” 164). Los textos de exhibición y el lenguaje literal no se someten a las reglas del lenguaje informativo y conversacional tal como son definidas por Grice: “‘Informativeness’, ‘perspicuity’, ‘brevity’ and ‘clarity’ are not the criteria by which we determine the effectiveness of a display text, though there are limits on how much elaboration and repetition we will find worth it” (Pratt 147). La narración impone sus propias regulaciones convencionales sobre la interacción comunicativa. La narración oral puede ser o no un texto de exhibición; tanto más lo será cuanto más ritualizado o regulado esté el acto narrativo, cuanto menos utilitario sea, menos ligado a la mera transmisión de información. En las distintas circunstancias de la narración oral, los oyentes confrecuencia están posibilitados y autorizados, en grado variable, para interrumpir al hablante. En el caso de una novela, tenemos un caso completamente distinto: normalmente, toda la narración ya está concluida y ofrecida al lector antes de que éste pueda dirigirse al autor. En general, encontramos en la creación literaria un grado máximo de independencia del contexto y de posibilidad de elaboración:

We assume the literary utterance is expressly designed to be as fully “detachable” as possible, since its success is in part gauged by the breadth of its Audience and since its legitimate addresee is ultimately anyone who can read or hear. (Pratt 148).

Esto condiciona de forma peculiar la interacción, aunque no la suprime en absoluto: el autor recibe críticas, gana o pierde público, explota o abandona la fórmula ya ensayada en su producción subsiguiente, y pasa o no a ser incluído en las historias de la literatura. Siempre hay que matizar y no olvidar las circunstancias particulares (estéticas, económicas, históricas, etc.) que pueden fragmentar a cada género en una multitud de subgéneros en lo referente a su estructura discursiva. La situación en el caso de la novela puede ser distinta en el caso de la publicación por entregas de las novelas, un modo de difusión muy corriente en el siglo pasado. Dickens alteró sus planes narrativos al menos en una ocasión (Martin Chuzzlewit) teniendo en cuenta las reacciones del público ante los episodios ya publicados. Los culebrones televisivos también en ocasiones se hacen sensibles a la respuesta del público, eliminando o promocionando personajes según su popularidad. Y aun si no nos ocupamos de investigar el funcionamiento de estos mecanismos, hay que observar que pueden dejar huella en el texto narrativo: el producto final siempre contiene en cierta medida el proceso que lo ha consittuido.
    Pratt señala cómo hay maniobras de toma de turno comunicativo en varios tipos de textos de exhibición. Tanto en la narración natural como en una conferencia o un espectáculo se imponen restricciones inhabituales sobre la libertad de interacción del interlocutor (103 ss). En todos ellos ha de realizarse una petición del terreno comunicativo, que normalmente ha de ser cedido libremente por el público. Una novela es un acto de habla que requiere una intervención continuada de un solo hablante, que se erige por tanto en protagonista del intercambio comunicativo. En circunstancias normales, este protagonismo no es impuesto, sino negociado. De hecho, señalaríamos, el acto discursivo más relevante no es la novela en abstracto sino la lectura de la misma, y el protagonista del acto de habla de la lectura es el lector. Pratt (114) señala cómo el título es el equivalente a las maniobras de petición del escenario comunicativo que se dan mediante otros recursos en la conversación oral. La forma de libro establece de por sí una forma de interacción particular. En general, “requests to perform a speech act of a certain type presuppose that said speech act is imposing an unwanted obligation on an equal or superior” (Pratt 103). El derecho del lector a no perder su tiempo solo se abandona ante la garantía suficiente de que el texto vale la pena. La petición del escenario no se limita a un título. El título es equívoco hasta cierto punto en una obra de literatura; está sometido a la evolución de gustos; está relacionado con la estructura literaria y por tanto forma parte de la misma mercancía que pretende vender. La cubierta está también destinada a esta función, y la suele cumplir eficientemente. Pero el lector necesita datos más fiables de la validez del texto, y los encuentra en el lado editorial del libro:

with the exception of vanity press publications, every book bears with it at least the message that some professional judge, someone other than the writer himself, thinks that within its genre and subgenre the text is “worth it”. (Pratt 119).

El lector evalúa el libro a través de su evaluación de la casa editorial, del “juez”, por el tipo de discurso utilizado para atraer su atención, etc. El editor forja la figura de un comprador implícito, con la cual el lector ha de identificarse. Podemos añadir que en este sentido todo el marketing editorial equivale a una enorme maniobra de petición de terreno; una petición que nos muestra de nuevo cómo la comunicación también es algo que se vende; por trueque en la conversación, por dinero en la comunicación escrita—un intercambio de objetos garantizados. Por supuesto, tales procesos de selección se aplican a los libros en general, y no sólo a la literatura. Lo que sí podemos encontrarnos en literatura es el uso reflexivo de todos estos fenómenos: por ejemplo, la figura del editor ficticio, en novelas como Pamela  de Richardson, figura lógicamente implicada por la posibilidad de la figura del autor ficticio (3.2.1.10 infra ). Una prueba más de que con todo se puede hacer literatura: la literatura juega así con las propias convenciones que marcan su status discursivo; haciendo ésto, las problematiza y se redefine constantemente. Nuestra discusión se ha centrado en la forma que asume la interacción comunicativa en la literatura contemporánea, basada mayormente en la publicación en forma de libro. En otras sociedades han predominado otros tipos de transmisión literaria, que condicionarán la forma narrativa de manera diversa, pues también esas relaciones autor-público se pueden ficcionalizar de diversa manera e integrarse en la estructura de la obra.  Por ello hay que evitar el absolutizar los análisis estructurales: la forma tiene un anclaje contextual e histórico que debe ser precisado en cada caso.






3.1.4. Pragmática y ficción


3.1.4.1. Historia del concepto

Desde la antigüedad griega, la reflexión sobre la literatura (o “poesía”) va unida a una reflexión simultánea sobre el sentido de la ficcionalidad, y sus relaciones con otros conceptos como imitación, realismo o verosimilitud. De hecho, podríamos decir que más que unida va mezclada.
    Así, Platón distingue en el Sofista entre imitación icástica e imitación fantástica, y condena a esta última por ser creadora de falsedades. La ficción no tiene cabida exacta en estas categorías, pero nada bueno parece augurarse para ella. En la República Platón pronuncia su célebre condena contra los poetas: “los poetas (...) no son más que imitadores de fantasmas, sin llegar jamás a la realidad” (X, 283). Está claro que para Platón la ficción es algo muy cercano a la mentira; lo mismo declara Solón (cit. por Aristóteles, Metafísica I. ii, 983 a). Para Gorgias,  la ficción (poesía) es una forma de mentira en la cual el engañado es más sabio que el que no se deja engañar.
    La tradición crítica posterior, comenzando por Aristóteles, pugnará por diferenciar los conceptos de ficción y mentira: hay una correspondencia subyacente entre la realidad y la ficción que no se da en el caso de la mentira. Aristóteles opone la poesía a la historia, pero no se trata de la oposición entre mentira y verdad. Para Aristóteles la ficción es fiel a la verdad en un sentido que va más allá de la mera literalidad de la historia:

resulta claro no ser oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron sino cual desearíamos hubieran sucedido, y tratar lo posible según verosimilitud o necesidad. Que, en efecto, no está la diferencia entre poeta e historiador en que el uno escriba con métrica y el otro sin ella (...), empero diferéncianse en que el uno dice las cosas tal como pasaron y el otro cual ójala hubieran pasado. Y por este motivo la poesía es más filosófica y esforzada empresa que la historia, ya que la poesía trata sobre todo de lo universal, y la historia, por el contrario, de lo singular. (Poética IX, 1451 b)

 Es decir, el objeto de la mimesis no tiene por que ser real: puede ser ideal, puede incluso manifestar de una forma más perfecta que los objetos reales la esencia y potencialidades de la naturaleza.
    En otro pasaje igualmente famoso, Aristóteles pide a los poetas que sean lo más “miméticos” posible, “que el poeta mismo ha de hablar lo menos posible por cuenta propia, pues así no sería imitador” (Poética XXIV, 1460 a). Es decir: no sería artista. Son frecuentes en la crítica posterior las condenaciones aristotélicas a la voz directa del autor, que se considera un elemento necesariamente extra-artístico.  Parece difícil no ver en este pasaje aristotélico una contradicción con la anterior definición de los modos de la mimesis, cuando Aristóteles dice que “se puede imitar y representar las mismas cosas con los mismos medios, sólo que unas veces en forma narrativa—como lo hace Homero—, o conservando el mismo sin cambiarlo” (Poética III, 1448 a). Habrá que admitir que Aristóteles entiende por mimesis dos cosas diferentes en uno y otro contexto. Puede llevar esto a una molesta confusión entre ficción y literatura, que comprensiblemente será muy frecuente en los teorizadores más variopintos (3.1.6.1 infra ).      
    Durante numerosos siglos, la teoría literaria no va mucho más allá de las teorías platónica y aristotélica en cuanto al problema de la ficcionalidad. San Agustín reconoce que las obras de arte tienen verdad a su manera, precisamente por el hecho de ser una especie de falsedad, pues es el papel del artista ser en cierto modo un fabricante de mentiras.  Boccaccio añade algunos matices interesantes. Identifica deliberadamente los conceptos de poesía y ficción; lo que se nos presenta “compuesto bajo un velo”, con la verdad oculta bajo apariencia de falsedad, es poesía y no retórica.  La poesía no es en absoluto “mentira”, debido a este significado oculto que se interpreta a partir del aparente y superficial. El poeta ya trabaja dentro de una convención y debe ser leído de acuerdo con ella: “Poetic fiction has nothing in common with any variety of falsehood, for it is not a poet’s purpose to deceive anybody with his inventions”.
     Este mismo razonamiento subyace a los planteamientos posteriores del problema del valor de verdad de la ficción en la teoría literaria del Renacimiento. Es conocido el argumento de Sir Philip Sidney en defensa de la poesía:

the poet, he nothing affirms, and therefore never lieth. For, as I take it, to lie is to affirm that to be true which is false. (...) But the poet (as I said before) never affirmeth. The poet never maketh any circles about your imagination, to conjure you to believe for true what he writes. (...) And therefore, though he recount things not true, yet because he telleth them not for true, he lieth not (...). (Sidney 124)

Esta solución clásica tiene sus equivalentes modernos (cf. 3.1.4.2 infra ). Sin embargo, es muy parcial e incompleta. Sólo resuelve el problema relativo al aspecto superficial del discurso: superficialmente, la ficción no es una afirmación, por tanto no puede ser una mentira. Sin embargo, las teorías renacentistas, incluída la del propio Sidney, suponen que la ficción sí afirma algo de una manera subyacente, puesto que mantiene con la realidad una relación de inteligibilidad semejante a la descrita por Aristóteles. Y Sidney distingue, inspirándose en Platón, una poesía fantástica, que se ocupa de objetos triviales o indignos, de una poesía icástica, “figuring forth good things” (125).
    En suma, la ficción no es en absoluto una mentira: más bien, tiene posibilidades de ser una afirmación verdadera sobre la realidad. Esta visión aristotélica pervive esencialmente durante los siglos XVII y XVIII. Para Samuel Johnson, “[t]he Muses wove, in the loom of Pallas, a loose and changeable robe, like that in which Falsehood captivated her admirers; with this they invested Truth, and named herFiction.”  En gran medida, es la postura que sigue vigente hoy mismo, ya se formule en términos lingüísticos, hermenéuticos, marxistas o psicoanalíticos. Sólo marginalmente es contestada.
    Los románticos van más allá esta solución aristotélica. Afirman de nuevo una postura que contiene elementos platónicos, aunque invertidos. Lo que hace importante a la ficción no es que haya una realidad previa a la ficción con la cual esta se corresponde secretamente, sino precisamente una no-coincidencia fundamental: los artistas nos presentan cosas que no son, y precisamente por ello son creadores de ideales, de modelos. Así, por ejemplo, arguye Oscar Wilde en “The Decay of Lying”. Todavía hoy John Fowles piensa que el novelista tiene mucho de mentiroso en su constitución.  Pero estas observaciones se colocan a un nivel más complejo, que desborda las convenciones interpretativas básicas que estamos examinando.
    Tanto Dryden (“A Defence of an Essay on Dramatic Poesy” 89) como Johnson o Coleridge observan que nunca hay una confusión por parte del receptor entre la ficción y la realidad. De haberla, se debería a un error. La actitud que el receptor adopta ante la ficción no consiste en creerla, sino más bien en colaborar con la ficción, entrar en el juego, “to transfer from our inward nature a human interest and a semblance of truth sufficient to procure for these shadows of imagination that willing suspension of disbelief for the moment, which constitutes poetic faith” (Coleridge, Biographia Literaria 168). El concepto dewilling suspension of disbelief, suspensión deliberada de la incredulidad, sigue en la base de las teorías contemporáneas. En él se encuentra implícito un principio básico de la descripción pragmática de la ficción: “fiction is defined by its pragmatic structure, and, in turn, this structure is a necessary part of the interpretation of fiction” (Jon-K. Adams, Pragmatics and Fiction 2). Observemos que aun en el caso de la llamada “realidad virtual” se trata de un espacio acotado en el interior de la realidad pública, según convenciones de uso bien establecidas. 
    Ingarden (Literary Work 342) formula un principio comparable al de Coleridge: no hemos de ser absolutamente conscientes de la ficcionalidad, y tampoco confundir la ficción con la realidad. Si se da cualquiera de estos dos extremos el efecto de la ficción fracasa.  Esto no impide, continúa Ingarden, que reaccionemos emocionalmente ante la ficción como ante la realidad. Según Bullough (757), el hecho de que un personaje de una narración sea o no ficticio no altera nuestros sentimientos hacia él; quizá esto sea excesivo, pero sí podemos admitir que la posición básica del espectador ya ha sido acotada por la forma narrativa y la escritura. Bullough quiere resaltar el placer básicamente estético de la ficción. Las teorías estéticas de finales del siglo pasado y principios del presente expresan el status peculiar de la poesía refiriéndose a su valor intrínseco o autónomo (cf. Bradley 738), un concepto que con frecuencia se ha prestado a exageraciones o malinterpretaciones. El psicoanálisis explicaría lo mismo diciendo que el contenido de la narración es siempre fantástico (Castilla del Pino, “Psicoanálisis…” 302). Tanto en la narración literaria real como en la ficticia la intervención del lector consiste en una proyección de deseos propios sobre el mundo narrado. Por ello, como veremos, en literatura no es tajante la diferencia entre ficción y no ficción ni entre realismo y fantasía: lo importante es que tanto la ficción “realista” como la ficción “fantástica” siguen unas pautas de organización semejantes. Las estructuras narrativas proporcionan muchas de esas pautas.
    Es necesario, sin embargo, distinguir teóricamente los conceptos de narración y ficción, así como distinguir de la ficcionalidad otros fenómenos como la convencionalidad o la semioticidad. Teorías desarrolladas en nuestro siglo, notablemente entre ellas el estructuralismo, el marxismo y el psicoanálisis, han revelado la naturaleza codificada y estructurada de fenómenos antes considerados inanalizables o brutos, como son la estructura psíquica del sujeto, el comportamiento consciente o inconsciente, la ideología. Resulta de ello a veces una tendencia a considerar todos estos fenómenos así estructurados como “ficciones” colectivas o culturales. Este es un sentido vago del término que hay que evitar. En concreto, y volviendo al tema que aquí nos ocupa, el hecho de que una narración imponga una configuración sobre la acción narrada, o el hecho de que siga convenciones genéricas de estilo, de clausura, descripción, etc., no significa que sea por ello necesariamente “ficticia”; como tampoco están reñidos en la novela la consciencia del artificio por una parte y el realismo por otra.  Entenderemos como caso paradigmático de ficción el acto comunicativo que se propone como ficción y que es interpretado como tal. La proporción de ficcionalidad que haya en otros fenómenos deberá medirse con respecto a este caso central.


3.1.4.2. Ficción y actos de habla

El estudio de la diferencia entre ficción y realidad ha sido tradicionalmente objeto de la teoría de la literatura y de la filosofía, más bien que de la lingüística. Esta carecía hasta una época relativamente reciente de categorías conceptuales que le permitieran tratar el asunto de la ficcionalidad en sus propios términos analíticos.
    Sin embargo, está claro que aun a nivel de sistema la lingüística ya poseía un embrión de estas categorías en la medida en que era capaz de enfrentarse al fenómeno de la enunciación. El estudio de los deícticos o de los tiempos del verbo se ha aplicado así al estudio de la enunciación literaria, con mayor o menor fortuna.  Un concepto como el de modalidad verbal también era un terreno apto para iniciar la discusión: toda modalidad debe ser considerada en relación con el acto de palabra; es una marca puesta por el sujeto sobre el enunciado para darle una categoría u otra, para modalizarlo con respecto a la realidad o a sus intenciones (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 64 ss). Podríamos pensar, en base a ello, que un discurso de ficción sufre algún tipo de modalización para diferenciarlo de los discursos sobre hechos reales. Más adelante veremos algunos desarrollos de estas categorías a nivel de gramática textual.
    Deslindaremos primero desde un punto de vista pragmático los conceptos de ficción y mentira, para concentrarnos seguidamente en el análisis de la ficción. La caracterización dada por Frege al fenómeno de la ficción (literaria) enlaza directamente con la formulación de Sidney antes citada. La ficción no es lógicamente igual a la mentira: es más bien un enunciado que no se somete a la prueba de la verdad.  I. A. Richards también investiga la naturaleza del lenguaje poético, y llega a conclusiones semejantes a las de Frege (cf. también Ingarden, 3.1.4.2 infra). Para Richards (en Science and Poetry), la poesía está compuesta de pseudo-aserciones (pseudo-statements) que no se deben juzgar de acuerdo con su valor de verdad. Richards distingue cuatro componentes en la noción de significado, o cuatro tipos de significado posibles:

• Sense: es el significado referencial, que consiste en dirigir la atención del oyente hacia un estado de cosas externo.
• Feeling: la actitud subjetiva hacia el estado de cosas, que también se transmite en el mensaje.
• Tone: la actitud hacia el oyente por parte del hablante, la relación    entre ambos asumida por el hablante.
• Intention: el objetivo que busca el hablante (cf. la intención perlocucionaria, 3.1.1 supra; Richards no distingue entre ilocución y perlocución).

En el lenguaje científico o no poético en general, predominaría el sentido referencial, mientras que en la literatura este valor queda según Richards convencionalmente anulado, y son los valores afectivos lo significativo:

When this happens, the statements which appear in the poetry are there for the sake of their effects upon feelings, and not for their own sake. Hence to challenge their truth or to question whether they deserve serious attention as statements claiming truth, is to mistake their function. (Richards, Practical Criticism 186)

Las creencias e ideas de la obra no chocan al lector por su discordancia con las suyas propias, afirma Richards: se asumen como ficciones poéticas, y no se interpretan referencialmente. “The absence of intellectual belief need not cripple emotional belief, though evidently enough in some persons it may” (278). Sin embargo, Richards comenta que esto no es precisamente una willing suspension of disbelief, según había afimado Coleridge: ni sentimos incredulidad ni la suspendemos voluntariamente (277).
    En nuestra opinión, la teoría de Richards es anti-intelectualista en exceso. Postula una diferencia radical entre la ficción y la no ficción, y por lo tanto subestima el hecho de que los conocimientos enciclopédicos que el lector aporta a su actividad discursiva “práctica” le sirven igualmente en la actividad simbólica de la literatura.  En la ficción no cambia radicalmente la naturaleza de nuestra comprensión, sino la interpretación que le damos a lo comprendido, la clasificación que asignamos al conjunto del acto discursivo en nuestra organización de la realidad.
    Van Dijk (Text Grammars 152) propone una fase de descripción textual que introduca operadores modales a nivel ya sea de todo el texto o de alguna sección, operadores que identifiquen los textos contrafactuales. En este concepto, al parecer, se deberían incluir tanto las mentiras como los sueños o la ficción. En un sentido puede resultar útil y económico englobar ambos fenómenos en un signo común para la descripción textual, pues tienen algunos rasgos comunes, pero nunca identificarlos. Creemos que en la utilización discursiva real de un texto la modalidad entendida en este sentido está más especificada. En el caso de la mentira, la contrafactualidad sólo existe (en principio) como operador macroestructural en la representación del hablante; la ficción, para ser tal, debe existir también en la del oyente (cf. van Dijk, Text grammars 290). Más adelante (300) van Dijk introduce un operador modal Fict exclusivo para los textos de ficción, pero sin distinguirlo claramente de otros contrafactuales (cf. 336). Son comparables a los textos contrafactuales de van Dijk los modos “virtuales” de Bonheim: “[t]he virtual form (...) consists of imagined speech, of report conceivable rather than actual, or of imaginary description” (Bonheim 34). Como observa Bonheim, la importancia de estos fenómenos en literatura va en aumento (por ejemplo, en el modernismo frente al realismo clásico).
    Podemos admitir que se engloben ficción y mentira bajo el término general de contrafactualidad, junto con algún otro tipo de fenómenos, como el lenguaje figurativo. Pero esta categoría modal es demasiado inclusiva, y requiere un análisis que dé cuenta de las diferencias reales que se perciben entre estas acciones discursivas.
    En términos de la teoría de los actos de habla de Austin, podríamos decir que la ficción tiene la categoría de un acto ilocucionario: es un pacto discursico, pues su existencia como tal ficción exige el reconocimiento por parte del oyente. Por el contrario, la mentira es el ejemplo perfecto de acto no definible en términos de ilocución, sino solamente de intención perlocucionaria. Para que la mentira se produzca, debemos tener la intención de que el interlocutor no reconozca nuestra intención de mentir: y así volvemos a recordar la defensa de Sir Philip Sidney contra los que identifican mentira y poesía. Coincide en lo esencial con esta visión la teoría del “presupuesto de ficción” de Castilla del Pino (“Psicoanálisis” 321). Como señala Castilla del Pino, el oyente debe inferir lo que el hablante presupone; la cualidad de ficcionalidad podrá así describirse como una presuposición del hablante que es inferida por el oyente.
    Que sepamos, el primer análisis filosófico detenido del concepto de ficcionalidad, delimitándolo frente a realidad, idealidad, potencialidad, etc., es el de Ingarden.  Como muchos otros estudiosos (cf. 3.1.6.1 infra) Ingarden no define con suficiente claridad su concepto de literariedad, con lo que éste queda confundido con el de ficcionalidad. Pero de su análisis queda bien claro qué parte de su estudio se refiere a la literatura en cuanto ficción. Por tanto, hablaremos de “ficción” donde Ingarden dice “literatura” mientras exponemos sus ideas.
     Para Ingarden, los objetos ficticios son “puramente intencionales”. En general, el “estrato de los significados” (meaning stratum;  cf. nuestro “mundo narrado” y “acción”, 1.1.1) de una obra de ficción tiene una existencia puramente intencional, como todo correlato de una forma lingüística. Este objeto puramente intencional

has no autonomous ideal existence but is relative, in both its origin and its existence, to entirely determinate subjective conscious operations. On the other hand, however, it should not be identified with any concretely experienced “psychic” content or with any real existence. (Literary Work 104)

El objeto puramente intencional, ya sea el significado de una sola palabra o el nivel de la acción de un discurso narrativo, puede según Ingarden corresponder (no óntica, sino significativamente) a una realidad externa, con una limitación: “Objective states of affairs can directly correspond (...) only to assertive propositions”.  Esta correspondencia, sin embargo, no tiene nada de necesaria; puede no darse:

sentences which have the form of assertive propositions can be modified in such a way that, in contrast to genuine “judgments”, they make no claim of “striking” an objective state of affairs. (131)

La naturaleza óntica de la proposición (universalidad, necesidad, factualidad, etc.) es independiente de esta correspondencia, señala Ingarden. En otros términos (diríamos hoy): la ficcionalidad no afecta a la semántica de la forma lingüística, sino solamente a su caracterización pragmática.  Rasgos semánticos que son contradictorios, mutuamente excluyentes, en las referencias a la realidad, pueden coexistir sin ningún problema en las frases que no aspiran a esa conexión pragmática: es lo que Platón llamó despectivamente la fantasía. También se hace posible la multiplicidad de sentidos, si el bloque semántico fundamental no está claramente determinado sino que es “opalescente”, es decir, si se presta a diversos tipos alternativos de asociaciones semánticas (Ingarden 143).
    Pero aún hay más. Las proposiciones de una obra de ficción no sólo coinciden con las proposiciones de la no ficción en su caracterización semántica, sino también en ciertos aspectos de su referencialidad (llamados su habitus por Ingarden). Para Ingarden, la relación entre una proposición y la realidad sería una no-relación: la proposición asertiva se contenta con tener la forma de una proposición asertiva (es decir, a tener dicha estructura semántica) sin dar el paso de constituirse en una proposición judicativa, en un juicio (es decir, sin establecer una relación de referencialidad con la realidad).  En la ficción, la proposición va sin embargo dirigida a la constitución de un nivel óntico de significados. Con ello, la esfera óntica del estado de cosas no se constituye independientemente de la proposición misma, al superponerse a la esfera óntica de un posible correlato exterior, sino que queda ligada a la proposición en cuestión.
    Ingarden opone la afirmación a la aserción. Una proposición afirmativa puede referirse a un estado de cosas en la realidad: pasa entonces a ser un juicio.  De proposición afirmativa deviene juicio asertivo. En un juicio propiamente dicho, el estado de cosas significado por la proposición se hace transparente y nos remite al estado de cosas coincidente con él que existe en la realidad objetiva. “Between the two extremes—of the pure affirmative proposition and the genuine judicative proposition—lies the kind of sentences that we find in the (modified) assertive propositions in literary works” (Literary Work 167). Las proposiciones de la ficción crean así otra realidad.
    En efecto, no son frases meramente afirmativas en abstracto: no las consideramos a nivel de lengua, sino de habla; en tanto que son usadas en un contexto, devienen asertivas. Pero no por ello se actualiza en ellas el habitus intencional de proyección hacia la realidad: “the assertive propositions in a literary work have the external habitus of judicative propositions, though they neither are nor are meant to be genuine judicative propositions” (167). Tienen una especie de intención referencial, el habitus que las actualiza como juicios, pero en cambio no poseen un valor de verdad—como si no fuesen proposiciones asertivas siquiera.  Son lo que Ingarden denomina pseudo-juicios (quasi-judgments). Algunos de los pseudo-juicios se acercan más al polo asertivo, otros al judicativo. Pero todos tienen un rasgo en común: el estado de cosas significado por la proposición es proyectado intencionalmente hacia una actualización, es desligado de la proposición, y deviene transparente con relación a estados de cosas existentes al margen de la frase. Esos estados de cosas, sin embargo, no se corresponden con estados de cosas identificables en el mundo real. No hay referencialidad al mundo real, sino a un mundo ficticio.  Somos conscientes durante la lectura de que el contenido intencional de los pseudo-juicios tiene su origen en la frase:

For this reason the corresponding purely intentional states of affairs are only regarded as really existing, without, figuratively speaking, being saturated with the character of reality. That is why, despite the transposition into reality, the intentionally projected states of affairs form their own world. (Literary Work 118)

Un mundo propio que, como reconoce Ingarden, está anclado hasta cierto punto en el mundo objetivo (3.1.4.4 infra).
    En principio, la distinción de Ingarden entre la carencia de habitus en la proposición,  elhabitus externo del (pseudo)juicio y la “saturación” del habitus en el juicio parece relacionable con la diferencia antes mencionada entre los niveles locucionario e ilocucionario, admitiendo la existencia de ilocuciones ficticias. Es decir, además de consistir en proposiciones con valor semántico, el discurso de ficción adopta la forma de un acto de habla (ilocucionario) sin por ello adquirir una referencialidad real. Por supuesto, los conceptos de Ingarden no son completamente coincidentes con los de la teoría de los actos de habla tal como la entendemos aquí, y habría que guardarse de hacer identificaciones precipitadas.  El principal inconveniente que presenta la explicación de Ingarden es que en su taxonomía la frase (de ficción) literaria se presenta como si le faltase algo que sí tienen las frases “ordinarias”, cuando es más conveniente describirla como el resultado de una codificación ulterior: la frase “ordinaria” más unas reglas de interpretación adicionales. Un discurso de ficción sí es un tipo particular de acto de habla (ilocucionario), un acto de habla particular cuya descripción presupone lógicamente la descripción de un acto de habla comparable formalmente pero que tenga referencia real. Sin embargo, los puntos de coincidencia entre ambas teorías son significativos.
    Martínez Bonati caracteriza la naturaleza lingüística básica de la obra de ficción a partir de dos rasgos fundamentales. El primero es la presencia en ella de lenguaje mimético. Se refiere Martínez Bonati a la vez a la mimesis aristotélica y a la creación de un mundo a partir del texto según acabamos de ver en la teoría de Ingarden. Para Martínez Bonati, el lenguaje mimético es transparente: no atrae la atención sobre sí mismo en tanto que lenguaje, sino que nos remite al mundo ficticio en el acto mismo de nombrarlo.

Al estrato mimético no lo vemos como estrato lingüístico. Sólo lo vemos como mundo. Su representación del mundo es una “imitación” de éste, que lo lleva a confundirse, a identificarse con él. El discurso mimético se mimetiza como mundo. Se enajena en su objeto. (Martínez Bonati 72)

El lenguaje mimético será para nosotros el discurso en tanto que transmite el relato. Ya hemos señalado anteriormente (1.2.6 supra) que esto no se debe entender en términos de párrafos concretos o fragmentos textuales: el lenguaje mimético es un aspecto presente en mayor o menor grado en el conjunto del texto. Martínez Bonati ve en la mimesis una abstracción realizada a partir del discurso del narrador (que incluye los de los personajes), una abstracción que se realiza de manera natural y espontánea, al leer u oír el texto. En cada frase se divide “el contenido mimético, que se enajena y desaparece del marco lingüístico, y el resto de forma idiomática y subjetividad expresa, que queda como expresión, como lenguaje” (75). De manera similar, Ohmann ve la mimesis como una inversión de la dirección usual de inferencia. En lugar de intentar fijar el sentido del acto de habla a partir de las circunstancias de la enunciación, se da por supuesto el sentido y se reconstruye a partir de él el contexto (ficticio) de enunciación y el mundo significado (“Habla” 47). Esto se hace en gran medida a través de la topicalización, la presuposición y la deixis en fantasma (3.2.1.2 infra; cf. Oomen 145).
    La otra característica de la ficción literaria según Martínez Bonati es que no utiliza frases auténticas, sino pseudo-frases.  La obra no se enuncia con intención de verdad: simplemente se hace presente, se cita: la enunciación del narrador es para Martínez Bonati una enunciación citada, es decir, presentada “icónicamente” (cf. 2.4.1.1 supra), no lingüísticamente. La literatura es lenguaje imaginario (Martínez Bonati 133). Nos parece que esta solución no hace sino remitir  el problema de la enunciación del texto de ficción a una enunciación ajena (que, por cierto, según la teoría habrá de ser ficticia, inexistente), sin resolverlo realmente. Además plantea problemas a la hora de relacionar al autor con su obra (3.4.1.1 infra).
    Robert Champigny  añade una puntualización interesante sobre la diferencia entre el discurso de ficción y el lenguaje figurativo. Según Champigny, la ficción no se opone lógicamente al lenguaje literal, sino al lenguaje referencial. En efecto, la ficción contiene tanto lenguaje literal como lenguaje figurativo (cf. Searle, “Logical Status” 320 ss). Partimos de su teoría para diferenciar de la siguiente manera lenguaje literal, referencial, figurativo, histórico y de ficción:

                           Literalidad       Referencialidad

    Literal             +        ∅
    Referencial        ∅        +
    Figurativo        –        ∅
    Histórico        +        +
    Ficcional        ∅        –
    Figurativo y ficcional        –         –
(Cuadro nº 8)

Es importante que no nos lleve a confusión el concepto de referencialidad que acabamos de introducir: se trata de una referencialidad extratextual, que conecte el mundo semántico del texto con el mundo real (cf. Ingarden, 3.1.4.2 supra); se trataría en realidad del concepto tradicional de referencialidad. Searle (“Logical Status” 329 ss) propone el “axioma de la existencia” para delimitar qué es referencia: sólo nos podemos referir a cosas que consideramos realmente existentes. En el caso de la ficción tendríamos una referencia fingida en tanto en cuanto participamos en la ficción. Esta posición es contestada por Ziff, quien opina que no es la existencia de un referente, sino la coherencia en la referencia lo realmente determinante. Por otra parte, Searle y Van Inwagen señalan que podemos considerar a las entidades ficticias existentes en tanto que “entidades teóricas”, y por tanto hacer referencia (literal) a ellas en tanto que tales.  Con lo cual ya tenemos dos conceptos de referencialidad distintos, o un mismo concepto aplicado en dos niveles que es preciso distinguir. Además, la ausencia de referencialidad no está necesariamente unida a la literatura, ni siquiera al lenguaje no literal, sino que se da en frecuentes construcciones del lenguaje “corriente” (según señala Ohmann, “Actos” 16).
     J.-K. Adams observa que en el tratamiento de la referencia habría que distinguir un aspecto epistemológico y un aspecto pragmático: “claims about the epistemological aspects of referring to fictional entities are incoherent when placed next to the pragmatic aspects of how those fictional entities are actually used in discourse”.  No habría de ser así en una epistemología y una pragmática adecuadas. Lo que nos interesa de la teoría de Adams es la manera en que resalta que existe una referencialidad intradiscursiva que opera en la ficción como en cualquier otro tipo de discurso:

There are two overlapping distinctions that we need to have a firm grasp of: fiction and nonfiction on one hand, and discourse and nondiscourse on the other. Fiction and nonfiction are both modes of discourse; so when we talk about either one we are talking about entities, properties, or states of affairs of discourse. The difference between them is that when we talk about fiction we assume as a matter of convention that what we are talking about has only discourse properties. And when we talk about nonfiction we assume as a matter of convention that what we are talking about has both discourse and nondiscourse properties. (J.-K. Adams 7)

Pero parece erróneo negar al discurso de ficción la posibilidad de una referencia al mundo real. Aparte de la posibilidad de una referencialidad parcial de sus elementos (3.1.4.4 infra), deberemos reconocer una cierta congruencia entre el mundo de ficción y la realidad si queremos sostener que la literatura de ficción es (o puede ser) un comentario válido sobre la realidad. Deberemos admitir que el mundo ficticio guarda una relación de analogía con la realidad.  Para Jeanne Martinet la obra de ficción es un icono de la realidad, pero que no opera por semejanza, como los demás iconos, sino analógicamente:

Le récepteur (spectateur) se laisse toucher par ce qui lui est présenté, parce que les ressemblances partielles avec ce qu’il connaît lui font accepter la possibilité d’une ressemblance avec quelque chose qui lui était jusqu’alors inconnu et qu’on lui dévoile. (Clefs pour la sémiologie 63)

    Abundan los conceptos de ficcionalidad similares a los que hemos visto en Ingarden y Martínez Bonati. Richard Ohmann propone describir la ficción basándose en el concepto de “acto de habla hipotético”:

literature can be accurately defined as discourse in which the seeming acts are hypothetical. Around them, the reader, using the elaborate knowledge of the rules for illocutionary acts, constructs the hypothetical speakers and circumstances—the fictional world—that will make sense of the given acts. This performance is what we know as mimesis.

    Searle (“Logical Status” 324 ss) sostiene una teoría semejante a la de Ohmann: afirma que el autor finge realizar actos de habla, amparado por las convenciones de la ficción, que suspenden las reglas ilocucionarias que normalmente ligarían a la realidad los actos de habla que el autor finge realizar. El caso de la narración en primera persona es algo diferente. Searle diría entonces que el autor finge ser un personaje que realiza actos de habla ilocucionarios (auténticos).  Según Searle (325) no hay huellas formales de esta ficcionalidad: sería un puro problema de intencionalidad. ¿Cómo hace, pues, el autor, para fingir que realiza un acto ilocucionario? Searle no responde, o más bien propone un absurdo: la pretensión se hace realizando un acto de habla locucionario. Pero ello no supondría ninguna diferencia respecto de los actos de habla ilocucionarios “auténticos”: también en la conversación “seria” el hablante realiza un acto de habla locucionario para realizar el acto ilocucionario no fingido. Por otra parte, para Searle el autor no está realizando ningún acto de habla real específico: sólo actos ficticios, y a través de ellos actos de habla reales no específicos del discurso literario.
     Pero se hace evidente la insuficiencia del concepto del acto de habla ficticio. Imaginemos una novela epistolar. ¿Qué acto de habla, o de discurso, es ficticio en ella? No el del personaje que escribe la carta, porque no es ficticio en su propio nivel; en la acción, el personaje escribe efectivamente una carta sin la menor intención de ficcionalidad (cf. Ingarden, Literary Work 172). En la realidad extraficcional, el autor escribe algo en forma de cartas. Aquí está la ficcionalidad: las cartas no son tales cartas en realidad. Ello no quiere decir, sin embargo, que todos los actos de habla del autor sean ficticios. Porque el autor ha escrito cartas ficticias, pero una novela auténtica; la escritura de la novela es un acto de habla, de discurso, de la misma manera que lo es la escritura de la carta en el nivel de la acción. Es más, la carta está al servicio de la novela; en los términos de los formalistas rusos, la carta es un artificio de motivación de la novela (cf. 3.2.2.1 infra). Y esta servidumbre siempre deja huellas formales harto evidentes, en contra de lo que afirma Searle (cf. Eco, Lector 109). Por tanto, concluímos que puede decirse que el autor esté realizando actos de habla ficticios, pero solamente como medios para realizar un acto de habla auténtico, que ha de definirse como la creación de un discurso de ficción. Searle admite la posibilidad de que el autor realice actos de habla auténticos que no se encuentran en el texto, pero parece entender esos actos de habla como tomas de postura del autor ante la realidad, y no como actos ilocucionarios pragmáticamente definibles. Sorprendentemente, no acepta que pueda haber actos de habla como “escribir una novela” o “contar una historia”.
    Esto es comprensible si se entiende en el sentido de que “escribir una novela” o “contar una historia” no son ilocuciones primitivas. Pero Searle no hace esta distinción, y así, según su propuesta, la ficción no es en sí ningún acto de habla definido: sólo actos ficticios. Ya puede adivinarse cuál es nuestra postura sobre si tales actos existen: “escribir una novela” no es un acto de habla ilocucionario primitivo, y resultaría absurdo colocarlo a ese nivel, como bien dice Searle (“Logical Status” 323). Sin embargo, sí que es una actividad literaria bien definida, y por tanto un acto de discurso (complejo y derivado). Pero nos interesa más insistir en que Searle tampoco acepta un nivel intermedio de análisis: los actos de discurso primitivos, como son en distintos órdenes “contar una historia” o “crear un discurso de ficcion”. Aquí sí es relevante distinguir actos ilocucionarios específicos de una manera que Searle no termina de hacer con su insistencia exclusiva en el acto de habla fingido.   
    J.-K. Adams también se opone a una teoría de la ficción basada en el concepto de acto de habla ficticio, pero propone una solución distinta de la que acabamos de esbozar:

as an alternative to the pretended speech act analysis, I will propose a pragmatic description of fiction that is based on an act the writer performs but which is not a speech act. The writer creates a fiction when he attributes what he writes to another speaker, which means, the writer attributes the performance of his speech acts to a speaker he creates. From this act of creation and attribution, it follows that every fictional text is embedded in a fictional context that includes a fictional speaker and hearer. The real writer and reader, on the other hand, are not part of this context and therefore do not interact with each other on the communicative level. (J.-K. Adams 10)

Quizá esto sea mucho decir. Adams está negando que la ficción literaria sea una forma de comunicación, lo cual es cuanto menos discutible.  También está suponiendo una estanqueidad entre los niveles narrativos que no se da en la práctica, como veremos al estudiar las figuras “intrusivas” del personaje-autor y del autor-narrador (3.2.1.10, 3.2.1.11 infra). En la narración no intrusiva, las figuras del autor y del narrador están más claramente separadas. Es este tipo de discurso de ficción el que suelen estudiar los pragmatólogos. Aun así, sus definiciones no llegan a ser satisfactorias—no vemos cómo puede un autor crear a un narrador sin hacerlo mediante un acto de habla.
    Según Lanser, “fiction instructs us to disbelieve in order to believe” (291). Recordemos que Coleridge definía al revés la actitud del receptor: “a willing suspension of disbelief”. La teoría de la literatura ha de mostrar la identidad fundamental de estas afirmaciones en apariencia contradictorias: creemos que son compatibles debido a la fragmentación de las actitudes del lector y a que corresponden a fases (lógicas, no cronológicas) diferentes de la toma de contacto con la ficción:
• por una parte, se orienta el lector hacia la situación comunicativa real
• por otra, hacia los espacios que el texto le reserva en su interior.
“Readers of such literary works”, observa Pratt, “are in theory attending to at least two utterances at once—the author’s display text and the fictional speaker’s discourse, whatever it is” (173). Consideramos que los análisis pragmáticos de la ficción que hemos venido citando son incompletos porque no llegan a tener en cuenta la totalidad de los actos de habla simultáneos que se realizan en la obra de ficción, insertos unos dentro de otros jerárquicamente.  En este sentido, las teorías de Searle y de J.-K. Adams no son tan diferentes. Por ejemplo, J.-K. Adams opina que el autor no realiza actos de habla, y que no tiene “autoridad retórica” sobre el texto:

The speaker [= el narrador], by the act of speaking, has rhetorical authority over what he says, but when the writer [= el autor] writes fiction, it is this very rhetorical authority that he gives up, for in creating a fictional speaker, the writer becomes a non-speaker, and as a non-speaker he can have no rhetorical authority over a speaker. Unlike the speaker, the writer does not report what anyone says. Whatever authority the writer has over the speaker derives from writing and not from speaking; that is, it is creative authority rather than rhetorical authority. (60)

Esta visión del asunto ignora la estratificación del texto de ficción, que supone el cumplimiento de unos actos de habla internos a él como medio para el cumplimiento del propio texto como acto de habla. Van Dijk muestra que las conexiones entre actos de habla simples forman actos de habla complejos, o macro-actos de habla:

En general (...) los criterios de conexión corresponden a relaciones condicionales entre actos de habla: un acto de habla puede servir como una condición (posible, probable o necesaria), como un componente o una consecuencia de otro acto de habla. (“Pragmática” 174)

El texto de ficción es, en cierto modo, un gigantesco acto de habla indirecto (3.1.1 supra). El autor no deja en modo alguno de ser un hablante.  Podríamos argüir que el autor sólo deja de hablar según las convenciones de la retórica para hablar según las convenciones de la poética. Y espera que se le interprete según ellas: no se desentiende de su creación. ¿Acaso no es la literatura un uso del lenguaje, un tipo de discurso? La conclusión lógica del razonamiento de Adams (12) cuando niega que el autor realice acto de habla alguno, fingido o auténtico, debería ser que no, que la literatura no es un tipo de discurso, lo cual es manifiestamente absurdo. Observa, sí, que el autor de un relato de ficción atribuye a otro las palabras que escribe, y en ese sentido no es el enunciador de esas palabras: pero no ve que lo que atribuye es la narración ficticia, no la obra (cf. 3.4.1 infra). Si el nombre del autor aparece en la portada del libro, difícilmente podremos sostener que se le atribuye a otro. Quizá Great Expectations esté escrito (ficticiamente) por Pip, pero está escrito (realmente) y firmado por Dickens. Con frecuencia, las caracterizaciones pragmáticas del fenómeno literario suelen dejar de lado el nivel de análisis correspondiente a la narración para confundirlo en la totalidad de la obra; es decir, pretenden basarse únicamente en un análisis de los actos de habla efectuados por el autor. Pero la literatura es un juego continuo con la enunciación: “fictional discourse is particularly free to create structures that reflect and manipulate the images of status, contact and stance which the reader will construct in decoding the text” (Lanser 98). La ficción no es sólo un acto de habla determinado, sino una manipulación de otros tipos de actos de habla y de discurso que quedan subordinados al acto de discurso global, a la escritura. Inversamente: no es sólo una manipulación de discursos. También es un acto discursivo determinado.

 (Figura nº 6)

        Así, podemos establecer la estructura ontológico-semiótica de la narración ficticia literaria. Esquematizamos esta estructura en la figura nº 6. En los apartados siguientes volveremos detenidamente sobre aquellos niveles y figuras que todavía no hemos tratado. Señalemos, de momento, la interpretación que queremos dar a la posición de cada elemento en esta figura.  Para ello, deberemos justificar nuestro esquema frente a otros al uso.
    J.-K. Adams (12) presenta un esquema más reducido de la estructura pragmática del discurso ficticio:

            W (S ( text) H) R       
    W= writer, S= speaker, text = text, H= hearer, R= reader
    The underline [sic] marks the communication context, which is fictional.

Este esquema de Adams es comparable a otro propuesto por Lanser (118). Sobre la necesidad de incluir al autor y lector textuales y reales en el esquema, véase 3.3 infra. Ya hemos señalado que Bal los suprime precipitadamente en su formulación. En Adams encontramos una versión más moderada, pero también insuficiente. Las denominaciones speaker y hearer se refieren a las instancias que nosotros llamamos narrador y narratario. En contra de lo que parece suponer Adams, el narrador puede ser además el autor (ficticio) de la versión escrita del texto (cf. 3.2.1.10 infra). Se observará que a pesar de marcar la diferencia ontológica entre la acepción real y la acepción ficticia del texto (con los dobles paréntesis).
     Adams no tiene nombre para el objeto transmitido por el autor al lector; ello va unido al hecho de que no reconoce que exista una comunicación entre ellos; el único contexto comunicativo que reconoce es el ficticio. Pero esto es absurdo: hay una comunicación entre el autor y el lector que es la participación de ambos en la actividad literaria; el contexto comunicativo real está desdoblado en escritura, publicación y lectura, y el objeto transmitido es el libro. No hay, por tanto, un “desplazamiento” del autor y lector fuera del contexto comunicativo, para dejar sitio al narrador y narratario, como pretende Adams (14); lo que hay es una superposición lógica de los dos contextos comunicativos. La enunciación ficticia, de haberla, es solamente el paso obligado para llegar a la enunciación real. Observemos de paso que a pesar de tratarse de un elemento ficticio, no por ello deja de ser necesario para la caracterización óntica del texto (en contra de lo que afirma Martínez Bonati, 41-42): en los objetos semiológicos no tiene sentido separar a priori lo real de lo ficticio sin tener en cuenta su papel estructural.
    Los niveles que hemos señalado en el esquema anterior no deben ser confundidos con los niveles de inserción narrativa ni con los niveles puramente ontológicos de ficcionalidad (una vez hecha abstracción de la codificación semiótica). Una diferencia ontológica existente entre algunos niveles es una simple diferencia de rango semiótico: un nivel es significado por otro; o, siendo codificado por medio de signos, constituye el nivel siguiente. Es lo que sucede con las relaciones entre acción, relato y texto ficticio. Pero esta diferencia está implícita en la noción misma de significación: en un signo, el significante está presente ante nosotros, existe para nosotros, de distinta manera que el significado. Ello no significa que estos distintos niveles no puedan pertenecer a un mismo mundo posible.  Se trata aquí de una diferencia ontológica distinta. La diferencia entre el texto ficticio o el real, o entre el narrador ficticio y el autor textual, no es una simple diferencia de codificación: se trata de instancias pertenecientes a diversos mundos posibles: el mundo real y el mundo de ficción. Los niveles de ficcionalidad serían representables según el esquema de la figura 7.

 

(Figura nº 7)

    Por otra parte, hay que diferenciar estas dos figuras de una tercera (nº 8), que esquematiza la inserción narrativa del discurso directo de los personajes. Observemos que en la figura 7 eran mundos ficticios construídos por los sucesivos personajes lo que se multiplica hacia el interior. En la figura 8, cada nivel enunciativo puede referirse al mundo del nivel anterior o a un mundo diferente: es decir, no hay aquí marcas de jerarquía ontológica. Además, se refiere a un fenómeno específicamente lingüístico (cf. 3.2.2.3.2.2 infra).
    Podríamos contemplar la figura nº 6 como una derivación compleja de las figuras 7 y 8, que por lo demás se pueden combinar entre sí de formas muy variadas, como veremos más adelante. Algunos de los niveles de la figura nº 6 son, por tanto, un grupo posible de niveles (cf. 3.2.1.4 infra). Esto nos da una primera posibilidad de complicación de la estructura básica que hemos presentado. Hay dos posibilidades básicas de multiplicación:
• Mediante una primera multiplicación vertical algunas entidades de la figura nº 6 pueden multiplicarse dentro de su propio nivel: un narrador ficticio puede introducir a otro narrador ficticio, un focalizador a otro focalizador, y así sucesivamente. Esta propiedad deriva de la capacidad que tienen las figuras 7 y 8 de multiplicar sus niveles al infinito en profundidad.

 
(Figura nº 8)

• Por otra parte, también se pueden multiplicar las entidades de la figura nº 6 horizontalmente: es lo que sucede, por ejemplo, cuando tenemos una alternancia de distintos narradores ficticios en el mismo nivel. En este caso no es un narrador quien introduce al otro: es la figura jerárquicamente superior quien lo hace. El autor textual puede introducir así a varios narradores ficticios, el narrador a varios focalizadores, etc.
    Más adelante volveremos sobre otros aspectos de estos esquemas para desarrollarlos en profundidad. Por ahora, volvamos a centrarnos en la caracterización de la ficción. Se desprende de nuestro esquema que la diferencia entre el discurso de ficción del autor (la obra) y el discurso ficticio del narrador (la narración) no es reducible a una inserción narrativa de uno en otro (cf. 3.2.1.4 infra); no estamos tratando aquí el rango narrativo de los textos, sino su rango ontológico. El texto ficticio puede coincidir “físicamente” con el texto real salvo en ciertas marcas (posiblemente incluso virtuales) que señalan la primacía ontológica del último: por ejemplo, el nombre del autor, y quizá una indicación del género literario al que pertenece el libro. Estos elementos tienen un carácter metatextual, sin por ello transformar al texto ficticio en un discurso intradiegético respecto del texto real (cf. 3.2.1.5 infra). En última instancia, son prescindibles. Es decir: un mismo texto, materialmente entendido, contiene al narrador y al autor textual; ambos son los enunciadores de ese texto. Pero lo son en sentidos distintos, los que hemos señalado anteriormente; de ahí el desdoblamiento en texto real y texto ficticio. Podemos relacionar la ficcionalidad a la distinción mucho más básica entre actos de habla directos e indirectos. Como hemos señalado más arriba, un acto de habla indirecto es “an illocutionary act that is performed subordinately to another (usually literal) illocutionary act. It is indirect in the sense that success is tied to the success of the first act” (Bach y Harnish 70). En el discurso de ficción, la identificación del contexto ficticio es un paso necesario en la comprensión correcta (3.2.1.3 infra). De ahí la analogía que hemos señalado entre la ficción y los actos de habla indirectos.  Por supuesto, no sólo puede existir una duplicación o una triplicacion de contextos y fuerzas ilocucionarias: es posible toda una jerarquización múltiple, tanto en la ficción como en el discurso ordinario (Cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 242).
    Aún hay un tercer tipo de actos de habla en el discurso de ficción: los realizados por los personajes. Pero la definición general de estos en el discurso narrativo de ficción es común a la del discurso narrativo ordinario (cf. 3.1.5 infra). Como ya señaló Ingarden para el caso del drama, “words spoken by a represented person in a situation signify an act and hence constitute a part of the action, in particular in the confrontations between represented persons” (“Functions” 386). Así, estos actos de habla contribuyen al progreso de la acción como cualquier otro acto (2.4.1.1 supra). Pero además pueden desempeñar otras funciones en el nivel del discurso.
• En tanto que actos realizados por los personajes, contribuyen a su caracterización desde el punto de vista del lector e incluso pueden ser determinantes en su constitución como tales personajes.      
• Entre los posibles tipos de discurso que pueden utilizar los personajes está, por supuesto, el discurso de ficción, con lo cual se duplica o se multiplica la estructura ontológica según hemos descrito anteriormente (cf. Ingarden, Literary Work 182).
• Un acto de habla interno a la acción tiene varios sentidos superpuestos, es descifrado simultáneamente de acuerdo con distintos tipos de convenciones interpretativas: las del contexto (ficticio) interno a la acción, las del discurso de ficción y las del discurso real; es un caso particular de la perspectiva pragmática descrita por van Dijk (Texto 322). La fuerza ilocucionaria del acto de habla es distinta en cada uno de esos contextos enunciativos, a veces sorprendentemente distinta. Su mismo rango ontológico es distinto: real para el personaje, ficticio para el espectador. El espectador no está viendo lo mismo que los personajes de ficción:  de ahí la posibilidad de diversas modalidades de ironía, patetismo, suspense, etc. Esta superposición de distintas enunciaciones puede alcanzar una gran complejidad. Nos encontramos tanto con el caso de un mismo tipo de superposición que se multiplica por recursividad (la superposición de relatos intradiegéticos, 3.2.1.4 infra) como con la superposición de distintos tipos de enunciación muy distintos. Por ejemplo, si seguimos la argumentación de Bronzwaer (“Implied author” 11 ss), encontramos que en una lectura pública como las que solía dar Dickens, en la actuación del novelista podían superponerse no menos de cuatro tipos de enunciación diferentes: su enunciación real, su enunciación en tanto que encarnación del autor implícito, la enunciación del yo-narrador de la novela y la enunciación indirecta libre del yo-personaje. Y aun en el caso en que consideremos el valor del acto de habla en el nivel de la ficción, la existencia del receptor en tanto que intérprete en este nivel posibilita la explotación de una diferente fuerza ilocucionaria. Roventa observa cómo Beckett ha explotado esto en su obra dramática como fuente de absurdo y comicidad:

Pour le dialogue beckettien il est à remarquer un clivage dans l’interprétation des phrases prononcées sur la scène: tandis que les personnages perçoivent les répliques comme des actes de langage directs, le destinataire (lecteur / spectateur) les interprète comme des actes de langage indirects. (81)

     De hecho, la variedad de situaciones posibles es enorme. Este es uno más de los muchos juegos de lenguaje que nos propone la literatura, uno que con frecuencia pasa desapercibido pero que no por ello es menos activo o deja de tener sus propias normas estéticas, sus propias “reglas del juego”.  Por supuesto, la literatura se basa en las reglas del lenguaje normal, pero también añade algunas nuevas. Es un sistema que engloba al del lenguaje corriente, o lo presupone. 


3.1.4.3. Cuándo es ficticio un texto

Es conveniente distinguir la actitud que ante la ficción adoptan el narrador, el autor implícito y el autor real, así como sus interlocutores. Estas actitudes no son independientes entre sí, sino que están lógicamente subordinadas; son, además, uno de los criterios a tener en cuenta para determinar la relevancia de la separación entre estos tres pares de instancias o, inversamente, para determinar la anulación de su oposición potencial. Las actitudes interiores al texto narrativo, así como la intencionalidad atribuida al autor, son tenidas en cuenta por el lector, el último depositario de la significación, para su propia comprensión del texto. Es el lector quien decide en última instancia la relación entre ficcionalidad y no ficcionalidad que se da en una obra determinada, aunque esa decisión no es en general arbitraria ni caótica.
    Es frecuente encontrar, sin embargo, la teoría opuesta: sería el autor quien concedería el status de ficción o de realidad a su creación. Hemos visto que para Searle una obra no contiene marcas expresas, semánticas, formales, de su ficcionalidad. Es sólo la intención ilocucionaria del autor la que determina el status de la obra: “whether or not it is fiction is for the author to decide”.  Un problema no resuelto por Searle es el reconocimiento de esa intención ilocucionaria. ¿Cómo íbamos a saber que un texto es ficticio sin preguntarle al autor sobre sus intenciones? Recordemos que Searle no admite ninguna diferencia formal entre textos de ficción y de no ficción.
    También para Jon-K. Adams, el rasgo básico que caracteriza a un discurso de ficción es la no coincidencia entre autor (writer) y narrador (speaker): “the writer is always the speaker in nonfiction, but the reader may or may not be the hearer” (70). Es lo que sucede, por ejemplo, cuando leemos correspondencia ajena (3.3.3.2 infra). ¿Es, pues, en el polo de los emisores donde hemos de buscar la frontera entre el discurso ficticio y el no ficticio? La respuesta afirmativa parece pecar de precipitación: estaríamos identificando la intencionalidad del autor con la interpretación del lector. A veces pueden estar muy lejanas. Pero esto parecen sugerir algunas de estas teorías, quizá influidas por la noción de intencionalidad tan ligada a la definición de los actos ilocucionarios (3.1.1 supra). El concepto de ficción es definible, afirma Adams, en la estructura pragmática interna al texto, aunque no es esta estructura pragmática interna lo único a tener en cuenta. Adams acepta la posición básica de Searle: “fiction is defined from the writer’s point of view rather than the reader’s (...) The writer decides whether or not a text he is writing is fiction, and when he decides that it is to be fiction, he creates a disctinct pragmatic structure” (Adams 9). Pero la ficción parece tener una naturaleza más contractual de lo que sugiere esta definición. Sería más exacto decir que el género está sometido a un grado de variabilidad contextual e histórica. Un autor puede escribir un libro con la intención de hacer una crónica, un libro científico o una revelación, y sus lectores pueden en principio aceptar esta proposición del autor, leyendo el libro con la intención deseada por el autor. Los criterios de verdad asumidos por el autor (o, más ampliamente, los de su época) pueden ponerse en duda más adelante, y el texto pasa a leerse como ficción, mito o alegoría. Pensemos, por ejemplo, en las controversias entre creacionistas, alegoristas diversos y materialistas-evolucionistas sobre el relato bíblico del Génesis.
    Este ejemplo que acabamos de citar no corresponde exactamente al análisis que hemos realizado, aunque en cierto modo está emparentado con él. No corresponde, pues los autores de esos textos “históricos” reinterpretados más tarde como textos no históricos no habían invocado las convenciones del discurso ficticio. Con este ejemplo modificaríamos hasta cierto punto la proposición de Searle, que quedaría así: el autor puede decidir de entrada sobre la ficcionalidad de un texto: ahora bien, si el texto es propuesto como un texto real, el autor se expone a que el lector no acepte el valor de verdad propuesto para el texto, y su caracterización se aproximará a la de las obras de ficción a pesar de la intención contraria de su autor. De todos modos, hay que tener en cuenta los requerimientos distintos de los diferentes géneros y contextos de lectura. Nosotros leemos Moll Flanders como una novela, pero un estudio histórico requiere que consideremos la perspectiva de un lector de principios del siglo XVIII, cuando no estaban en absoluto claras las fronteras entre el género “novela” y el género “memorias”, y Defoe podía publicar la obra como unas memorias en principio auténticas, y su público leerlas como tales, sin que se pueda decir en justicia que hubiese engaño alguno. Es decir, no era esencial para los fines de la mayoría de los lectores de Defoe el identificar tajantemente esta obra como unas memorias o como una novela.
    También puede darse el caso inverso al expuesto, que es el que hace más problemática la tesis de Searle o Adams. También Defoe nos servirá de ejemplo, en este caso por lo sucedido con sus panfletos en apoyo a los Whigs:

Defoe ventured on irony, attacking the Jacobites in 1712 with his Reasons against the succession of the House of Hanover. But the literal Whigs prosecuted him for issuing a treasonable publication, and once more he was imprisoned.

En este caso vemos cómo el autor ha realizado actos de habla ficticios, y sin embargo se le hace responsable de su literalidad, pues no se ha identificado su intención o se la considera irrelevante. Vemos, por tanto, que no sólo el punto de vista del autor es el relevante: en ciertos géneros el autor deberá cuidar de marcar su texto como tal texto ficticio, de modo que se pueda reconocer o suponer la intención con la que él está escribiendo, que es la intención de invocar las convenciones del discurso de ficción.  Aunque el autor pueda invocar esas convenciones, es el lector quien las reconoce y las aplica, si procede. Los indicios de que se sirve el lector para juzgar que el autor invoca las convenciones de la ficción son de diversos tipos. En el caso de la literatura, ya hemos señalado las marcas externas de edición, aun reconociendo su carácter contingente. Más fundamentales parecen las convenciones formales inherentes a la literatura en cada época histórica: sólo en raros casos es necesario verificar por otros medios si un escrito pretende o no ser ficticio. Lo que nos interesa ahora, empero, no es lo que pueda llevar al lector a atribuir esa intención, sino el hecho mismo de que deba atribuirla.
    Desde un punto de vista cronológico, es el lector quien tiene la última palabra sobre el asunto. Por otra parte, el análisis del discurso ya prevé este problema a nivel de los actos de habla microestructurales, y así introduce conceptos como uptake en Austin o “negociación” en Fabbri y Sbisà (3.1.1 supra), para determinar el cumplimiento de los actos de habla. Las teorías modernas ya insisten en el papel decisivo del receptor:

Al dar mayor importancia a la intervención del «polo receptor» que en la teoría clásica, prevemos la definición retrospectiva de los actos y postulamos que el locutor anticipa estratégicamente las respuestas al acto que propone; correlativamente, sólo la sanción implícita en la respuesta del interlocutor autoriza a considerar que el acto se ha cumplido o no. (Lozano, Peña-Marín y Abril 206).

Como cualquier otro tipo de acto ilocucionario, el discurso de ficción requiere una ratificación por parte del oyente. Por supuesto, una vez reconocida la pretensión de ficcionalidad o de factualidad, el lector puede rechazarla. Sin embargo, ello no afecta a nuestro análisis. Si un lector no acepta como auténtica una obra con pretensiones de factualidad, no diremos por ello que la obra se transforma en una obra de ficción: el intercambio discursivo en el que ha participado es diferente, y no se confunde con el de la obra cuya pretensión es aceptada por el lector. En este sentido, cada lectura y cada escritura están históricamente marcadas.
    Debe quedar claro, además, que una obra es ficticia si así queda determinado en el nivel de la comunicación real. El nivel comunicativo ficticio puede presentarse como productor de un texto real o de un texto de ficción. Esto es una técnica de motivación que complica la descripción del texto, pero que de por sí no determina en modo alguno la interpretación última que se dé al texto narrativo. La ficcionalidad de una obra no es establecida por el texto del narrador  sino por la interpretación que el lector hace del texto del autor.


3.1.4.4. Grados de ficcionalidad

La ficción no surge a partir de la nada. Es una construcción con elementos tomados de la realidad, y siguiendo principios también tomados de la realidad. Por tanto, no hay actor, situación o ambiente puramente ficticio: todos se sitúan en algún punto de la línea que une la realidad con la ficción, sin alcanzar nunca este segundo polo, que es más una virtualidad que una posibilidad: una ficción útil.
    Lo mismo sucede con los narradores, como veremos adelante. No siempre es preciso diferenciar un hablante ficticio, el narrador, de un hablante real, el actor. Un supuesto principio de coherencia, sin embargo, se aduce a veces para separar los enunciados narrativos de ficción, aun los más “impersonales”, de los del autor: “speakers who use fictional language cannot use nonfictional language”.  Es una característica que, según Adams, une a estos narradores anónimos con sus equivalentes más locuaces. Ambos tipos de narradores mantendrían la misma relación con los personajes cuyas aventuras relatan. La no-ficción no podría estar insertada (embedded) en medio de la ficción: un personaje ficticio sólo podría pasearse por una calle ficticia, no por una calle real. 
    Este argumento no nos parece coherente (cf. 3.2.1.2 infra). El Londres de los relatos de Sherlock Holmes no es tan ficticio como el Londres de 1984, y éste es menos ficticio que la Utopía de More. Sabemos que el Londres de Sherlock Holmes es un Londres con Oxford Street, con Westminster Abbey y con Trafalgar Square. Quizá no nos atreveríamos a decir tanto del Londres de Orwell; sin embargo, sabemos que está en Inglaterra y podemos suponer razonablemente que por él pasa el Támesis. Los rasgos peculiares de Utopía, en cambio, no se construyen por proyección, sustracción y alteración de un todo ya conocido: todo ha de hacerse por adición a partir de prácticamente nada. Las calles del Londres de Conan Doyle son ficticias sólo en tanto en cuanto se pasea por ellas Sherlock Holmes; las de Utopía son casi totalmente ficticias. Pero un mundo radicalmente ficticio sería incomprensible, inanalizable e incluso imperceptible para nosotros. El material que constituye la ficción es siempre la realidad. Simplemente, la ficción hace un uso limitado de objetos o situaciones individuales y se basa sobre todo en los rasgos semánticos y conceptos básicos de la enciclopedia que el autor postula en un lector medio muy abstracto. “The author”, dice Searle, “will establish with the reader a set of understandings about how far the horizontal conventions of fiction break the vertical connections of serious speech”.
    Otra cuestión muy relacionada con ésta es si el discurso de ficción puede incluir actos de habla o de discurso que no son leídos como ficción. Es la opinión de Searle y otros muchos (“Logical Status…” 331; cf. 3.2.2.3.5 infra). Según Lanser, “the fictional text may contain a good deal of nonfictional discourse” (285). Esta característica del discurso de ficción se debe en gran medida al hecho de que en su misma esencia deriva del discurso real; su definición lo presupone. La misma noción de acto de habla ficticio responde a esta descripción. Lanser (290) propone que sus “hypothetical speech acts” se basen parcialmente en elementos de las otras categorías de actos de habla definidos por Searle: así, tomarían de los declarativos su compromiso de coherencia, etc. El mismo Searle indica el camino para derivar los actos de habla complejos de los básicos, y constituir el mundo ficticio a partir de los actos de habla representativos (“Logical Status…” 324. Cf. 3.1.4.2 supra).


3.1.4.5. La insuficiencia de la pragmática lingüística

Una pragmática lingüística está centrada en torno al fenómeno de la palabra, de la verbalización. Pero la literatura está interesada en la totalidad de la acción humana, no sólo en los actos de habla. La palabra tal como aparece en el discurso de ficción es a veces una transcripción convencionalizada de fenómenos mucho más complejos, que pueden consistir desde una vaga intencionalidad preconceptual hasta imágenes, percepciones, recuerdos, sueños, deseos. Todo es verbalizado en literatura, y todo ha de ser analizado verbalmente; pero no debemos caer en la ilusión de creer que nuestra mente está hecha de lenguaje y nada más; del mismo modo, habrá que determinar qué partes de ese lenguaje del cual está hecha la literatura han de interpretarse literalmente como tal lenguaje y en cuáles el lenguaje es meramente instrumental en su representación. La comunicación verbal tiene lugar en el marco de protocolos sociales que desbordan lo verbal, y que también son comunicación: nuestra realidad está semióticamente consituida, y la actuación verbal ha de interpretarse en el marco de una pragmática social más amplia. En el campo que nos concierne, esto ha de aplicarse tanto a lo que la narración es (el acto narrativo tiene lugar en el marco de un contexto institucional, comunicativo, etc. más ampio) como a lo que la narración representa (así, la palabra de los personajes ha de analizarse en el marco de su actuación, no como mero fenómeno “lingüístico”).
    Por otra parte, es obvio que el concepto de ficción no se limita a la literatura, y que no es estrictamente lingüístico, sino semiótico (cf. 3.2.1.4 infra). Puede haber imágenes ficticias, gestos ficticios, etc. en medios como la pintura, el teatro o el cine (cf. Ingarden, Literary Work 327). Lozano, Peña-Marín y Abril (198) señalan la posibilidad de desarrollar un análisis de la comunicación paralelo a la teoría de los actos de habla, extrapolando el análisis en la medida de lo posible. El resultado de semejante análisis para la teoría del arte no estaría demasiado alejado de los estudios estéticos de Ingarden, Iser,  u otros teorizadores formalistas o fenomenólogos. El camino para este tipo de análisis ya ha sido allanado por la estética tradicional; a este respecto podríamos remontarnos al capítulo primero de la Poética de Aristóteles.






3.1.5. Pragmática y narración


3.1.5.1. La narratología

Denominamos narración al acto comunicativo que consiste en la configuración o comunicación de un relato. La narratología es la disciplina semiótica a la que compete el estudio estructural de los relatos, su comunicación y recepción.
    La narratología no se limita a ser una parte de la teoría literaria, aunque podemos distinguir entre sus variedades una narratología literaria que estudia las características propias de las narraciones literarias. De igual modo podremos estudiar las características de las narraciones en otros tipos de discurso: histórico, conversacional, jurídico, etc.  Pero tampoco se limita la narratología a estudiar los diversos tipos de narraciones lingüísticas. También hay narratologías fílmica, teatral, narratologías del comic o pictórica, etc., y fenómenos narrativos que van más allá de lo comunicativo, como por ejemplo los que entran en la constitución de la identidad subjetiva. Cada uno de estos géneros y fenómenos tiene sus propias características y sus propios recursos, pero también es mucho lo que tienen en común con las narraciones verbales. Así, las nociones de acción, relato, discurso, perspectiva, anacronía, y muchos otros conceptos clave son utilizables en el análisis de todo tipo de relatos, sean verbales o icónicos. 
    Como ya hemos señalado anteriormente, el género narrativo viene definido por la presencia de un relato. Pero no es el relato lo directamente dado, sino el discurso narrativo. La estructura del relato era en cierta medida común a la narratología verbal y a la icónica: su superficie textual, en cambio, es totalmente diferente. Nos concentraremos en el análisis de la narración lingüística, ante todo la narración escrita, literaria y novelística, por ese orden.
    Como señala Genette (Nouveau discours 7), el análisis narratológico de una obra no pretende en absoluto ser exclusivista; hay muchos otros enfoques igualmente fecundos que se pueden aplicar al texto literario narrativo. Para nosotros, el análisis narratológico es una simple descripción de ciertas estructuras textuales; es en cierto modo instrumental, una contribución a la mejor comprensión del texto. La narratología literaria no pretende proporcionar criterios de valor: no es crítica ideológica o valorativa, sino semiótica, lingüística o teoría literaria estructural.
    En la narratología lingüística y literaria, los niveles de análisis que hemos denominado acción y relato quedan subsumidos en el estudio del discurso narrativo. Los personajes, las secuencias de acción, la perspectiva o las estructuras temporales del mundo narrado y del relato pasan a ser así elementos textuales, estructuras discursivas.  O, desde otra perspectiva, acción y relato son sucesivos grados de abstracción en el análisis del discurso narrativo. En consecuencia, el estudio narratológico del relato literario no puede limitarse al estudio de la acción o del relato, que no son sino vetas que atraviesan el discurso. Una situación parecida se da en el análisis de cualquier acto de habla. No basta el análisis semántico de la proposición transmitida, pues (en palabras de R. R. McGuire) “The propositional content roughly establishes the connections of the communication with the world of events and objects, while the illocutionary force establishes the mode of communication between speaker and hearer, as well as the pragmatic context of the propositional content.”  Locución e ilocucion, como acción o discurso, no son realidades brutas, sino abstracciones en el marco de una teoría. Acción o relato podrían concebirse como el “contenido proposicional” del acto de discurso narrativo (si bien sólo en un muy indirecto sentido filogenético). Debemos también estudiar la fuerza ilocucionaria de ese acto discursivo. Así, la narratología deberá también tener en cuenta el vehículo de transmisión del relato, el discurso narrativo. Como observaba Shklovski, la acción puede ser un mero pretexto para el despliegue de materiales verbales en los cuales radica muchas veces el auténtico interés de la narración.  Muchas veces no es lo narrado lo interesante, sino la manera de narrarlo, o incluso el hecho fático de la narración. El estudio del discurso nos remite a las figuras de su enunciador y su receptor, así como a la situación comunicativa en la que se produce la narración, una situación altamente codificada. Pero la enunciación no es un fenómeno simple, y menos en un discurso de ficción. Por tanto es necesario tener en cuenta en el análisis de la narración fenómenos que a primera vista no son específicamente narrativos, como la ironía o el desdoblamiento del enunciador en autor, autor implícito, narrador, etc. Lo que sí está claro es que el estudio de la enunciación narrativa debe incluir la enunciación efectiva, a nivel del autor real y del receptor real, y no sólo la enunciación ficticia del narrador, como viene siendo costumbre en algunas teorías narratológicas influyentes, como las de Genette o Bal, que puestas a excluir excluyen no sólo la enunciación y recepción efectivas sino también las imágenes textuales del emisor y del receptor.
    Por último, la narratología puede ir más allá de su misión descriptiva. Es potencialmente una disciplina deductiva, y nos puede llevar a postular la posibilidad de formas todavía no observadas, y quizá aún inexistentes. La teoría, observa Genette, puede así contribuir a transformar la práctica (Nouveau discours 100).


3.1.5.2. El narrar como acto de habla

En nuestra teoría de la narración literaria, denominaremos narración o discurso narrativo a un discurso que nos transmite un relato.  Es el producto lingüístico de la actividad de un narrador (Lintvelt 31).
    Nuestro interés al estudiar el discurso narrativo se debe a que es un vehículo de primer rango para la literatura. Con frecuencia los críticos señalan que la enorme variedad de géneros literarios se puede agrupar en torno a unos pocos “modos” fundamentales: “Los modos literarios son diversos tipos fundamentales de situaciones comunicativas imaginarias”.  La épica se suele considerar uno de los tres grandes “modos” literarios, junto con la lírica y el drama;  en ocasiones se liga la “esencia” de cada uno de estos géneros a una determinada función del lenguaje que es prominente en ellos.  A la épica correspondería según Bühler la dimensión representativa del lenguaje (cf. la crítica de Martínez Bonati,176 ss). En general, se suele ver en la narración la base de la épica. Este es un primer paso para una teoría lingüística de los géneros literarios en general y de la narración en particular, pero debe especificarse más. Una definición estrictamente literaria de la narración sería confusa y no concluyente. El camino para la descripción de la narración como forma literaria ha de partir de una noción más simple de narración, común a la historia, a la narración oral cotidiana y a las narraciones literarias.

La narración es una realización lingüística mediata que tiene como objeto comunicar a uno o más interlocutores una serie de acontecimientos, para hacer participar a los interlocutores de dicho conocimiento, ampliando su contexto pragmático. (Segre, Principios 298).

 Quizá la palabra clave en esta definición sea “mediata”. Lo dramático implica presencia, inmediatez; lo narrativo (en este sentido limitado del término, cf. 2.4.2.3) implica ausencia, o más bien presencia mediata. Mientras el drama simula la visión directa de una acción, la narración supone, además de una acción, la mediación de un narrador. El narrador es, pues, el intermediario entre el lector y el mundo narrado.

He symbolizes the epistemological view familiar to us since Kant that we do not apprehend the world in itself, but rather as it has passed through the medium of an observing mind. In perception, the mind separates the factual world into subject and object.

    La caracterización lingüística de la narración está fuertemente relacionada con esa ausencia fundamental de aquello de lo que se habla. Así, los deícticos con frecuencia no tienen en la narración una referencia actual, no remiten por ostensión a su referente, sino que más bien lo postulan ex nihilo, lo hacen discursivamente presente (cf. van Dijk, Text Grammars 117; 3.2.1.2 infra).
    La narración es, pues, un tipo de acto de habla, o de discurso, bien delimitado. Por tanto, su estudio puede partir de los principios generales de la teoría de los actos de habla (3.1.1 supra). Como en el caso de la ficción, las primeras clasificaciones de actos de habla no permitían situar bien a la narración. Ello se debe a que no es un acto de habla nuclear o primitivo. Ya hemos mencionado anteriormente el debate sobre si debería considerarse o no narrativa a una sola oración. Las clasificaciones de Austin o Searle, hechas desde una perspectiva oracional, sólo nos pueden proporcionar la base para desarrollar una teoría de los actos de habla de rango discursivo.  Desde la perspectiva de esas clasificaciones, sólo podemos decir de una manera muy vaga que la narración debería derivar de los actos de habla “expositivos” de Austin (161) o sus equivalentes en las otras clasificaciones: una narración podría describirse así como una sucesión de aserciones. Pero el conjunto forma una unidad característica, y no una simple acumulación: “behind the acts of stating is the all-encompassing illocutionary act of telling a story”.  En tanto que acto de discurso, la narración ha sido definida como un “illocutionary primitive” (van Dijk, Text Grammars 289). No olvidemos, sin embargo, que la definición de actos de discurso deriva lógicamente de la de actos de habla microscópicos, entre los cuales no encontraremos a la narración como forma elemental. Las formas bien definidas de pacto narrativo conservan algunos elementos de ilocucion, definibles en términos de expectativas claras despertadas en el oyente, presuposiciones activadas, responsabilidades discursivas del narrador, todos ellos rasgos que requerirían un estudio más detallado. Dentro de esta caracterización general, deberíamos mencionar dos tipos principales de narraciones: las ligadas referencialmente al contexto comunicativo y las que están relativamente desligadas. Estas últimas son un tipo particular de lo que Pratt denomina textos de exhibición (display texts). Del carácter “gratuito” o “recreativo” de muchas narraciones orales así como de la literatura se ha derivado el no reconocimiento de la narración como un tipo particular de actuación lingüística. 
    Una limitación, sin embargo, debemos imponer a este tipo de análisis. Al hacer esta aproximación ilocucionaria a la narración no debemos olvidar que hay rasgos de narratividad en muchos comportamientos discursivos y extradiscursivos, y que en estos casos no podemos hablar de lo narrativo como una ilocución discursiva, sino como un mero rasgo estructural. La frontera entre ambos tipos de caracterización es, como todas las fronteras no geográficas, bastante borrosa. El concepto mismo de ilocución deviene cada vez menos definido a medida que desciende de su limbo normativo, oracional y metalingüístico para aplicarse a acciones discursivas concretas a nivel textual. Y en el caso concreto que nos ocupa, no sería difícil demostrar que el pacto narrativo tiene menos rasgos de ilocución que el pacto que instaura la ficcionalidad, que lo narrativo es más una estructuración que un compromiso comunicativo. Felizmente, no todo el análisis del discurso descansa sobre el concepto de ilocución, y siempre podemos recurrir a descripciones más elásticas de la narración u otros actos discursivos en términos de rasgos estructurales no siempre ligados por la lógica inflexible de la ilocución. Al ser un complejo menos rígidamente definido que una ilocución, una convención genérica puede modificarse en algunos aspectos a la vez que mantiene otros intactos. Señalemos, además, que la narración literaria tiene una facilidad especial para manipular las convenciones comunicativas bajo las cuales se interpreta. Elementos como prólogos del autor o del editor, notas, en general todo el acompañamiento paratextual de la narración puede utilizarse en ese sentido.  Pero no es menos activo el propio texto narrativo y su manipulación implícita de las convenciones genéricas de otros textos del mismo género o de otros discursos sociales.
   




3.1.5.3. La narración “natural”

No es éste el único tipo de narración lingüística que podemos oponer a la narración literaria,  pero sí el más frecuente, y uno que es frecuentemente utilizado como motivación por la literatura misma. Con frecuencia los narratólogos literarios (por ej., Bal, Teoría 12) ignoran a este pariente supuestamente pobre, que sin embargo presenta muchos puntos de contacto con la narración literaria.
    Pratt señala cómo la idea de un “lenguaje poético” se desarrolló a expensas de asumir implícitamente que la literatura era el único tipo de discurso que presentaba una organización superior a la meramente gramatical, normas de uso de la lengua: “Such norms exist for extraliterary discourse and are of the same type as those making the so-called langue of literature. Indeed, the two overlap to a significant extent” (10). Así, señala Pratt, la narración oral de anécdotas posee muchas de las características que los estructuralistas creían restringidas a la literatura:

Except for the fact that they are not literature, natural narratives clearly fall within the category of self-focussed messages as described by structuralists. They are not utterances whose chief function is to transmit information. Oftentimes, the “information” content is given in the abstract, but the story goes on anyway. (69)

Tanto la literatura como este tipo de narraciones cotidianas pertenecen, según Pratt, a una categoría más amplia de actos de habla, y de ahí derivan sus rasgos comunes; se trata en ambos casos de textos de exhibición (display texts). Son textos desligados en gran medida de la situación de enunciación inmediata: contienen dentro de sí gran cantidad de elementos que en un texto normal remitirían a la situación extratextual. En muchos casos, el mundo narrado debe ser reconstruido íntegramente a partir del texto narrativo, sin que el oyente tenga sobre él más datos que los generalmente enciclopédicos. Como señala Ruthrof (4), se requiere del lector de un texto narrativo una doble interpretación del proceso de narración y del mundo narrado. Más que de una simultaneidad interpretativa se trata de una superposición. Ya hemos señalado anteriormente la superposición de contextos comunicativos en el texto de ficción. En la narracion auténtica no se superpone una enunciación ficticia a una real, pero sí pueden superponerse varias narraciones reales una a otra (cf. 3.2.1.4 infra). Los lectores disponen, por tanto, de estrategias interpretativas y repertorios enciclopédicos sobre contextos y estrategias narrativas, y no solamente sobre el mundo narrado (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 144). Este hecho no debe pasarse por alto a la hora de elaborar una teoría de la narración.
    Es evidente que la narración oral cotidiana puede ser ficticia o real, que no se puede establecer una ecuación entre narración natural = narración real y narración literaria o narración artificial = ficción. Esta confusión también se da con frecuencia.
     A pesar de la inmensa capacidad de elaboración y experimentación formal de la literatura, raro es el fenómeno de la narración literaria que no encuentra un equivalente más o menos embrionario en la narración oral cotidiana.  Según Eco, ambos tipos de narración son analizables con presupuestos semejantes: “[]]a narrativa artificial abarca simplemente una cantidad mayor de cuestiones de tipo extensional” (Lector 100). El “simplemente” es una exageración: la narración literaria desarrolla estructuras que le son peculiares. En la narración cotidiana, como en la literaria, podemos utilizar conceptos como los de modalidad narrativa, descripción, exposición, discurso directo o indirecto, etc. Pero si los elementos básicos son los mismos, no lo es su combinación y distribución, como veremos más adelante. Lo que sí parece claro es que una teoría satisfactoria de la narración literaria debería poder dar cuenta de todos los elementos básicos de la narración instrumental o anecdótica; deberemos tener en cuenta, además, que la literatura puede englobar potencialmente cualquier tipo de discurso no literario (cf. Pratt 69).
    La narración oral cotidiana no es el objeto de nuestro estudio. Para el estudio ulterior de sus formas básicas remitimos, por todo lo dicho, a los capítulos dedicados a la narración literaria (3.2.2.3 infra).


3.1.5.4. Narración y ficción (status narrativo)

Un importante objeto de estudio narratológico en la novela resultará del carácter de ficcionalidad de la obra.  La relación del narrador con su narración se cruza con otra independiente de ella, la relación de ficcionalización que se da entre el autor y la novela que es creación suya.  Entre estas dos lógicas de significación que se hallan en todo texto narrativo se establece un juego, una transposición más o menos extensa de atributos, que determinará la manera en que el narrador aparece en su narración.  Así, el narrador puede ser un narrador autorial, que no se distingue sino convencionalmente del autor real, o puede ser un personaje ficticio que escribe: el autor de un informe, como Moran en Molloy o de una novela, como Malone en Malone meurt (un "personaje-narrador-autor"), etc.  Cada novela modela de una manera la caracterización ontológica de los elementos textuales (narrador, acción, narración, narratario...) y de las relaciones entre ellos—es decir, modela de una manera diferente su status narrativo, y la identificación de esa naturaleza ontológica es un elemento orientativo de primera importancia para el lector.  
    Podríamos pensar que en la narración sólo existe una caracterización posible, un "modo", el indicativo.   Pero no todo lo narrado se narra como factual: la ficción, la hipótesis, la mentira son otras tantas construcciones de realidades alternativas que han de ser analizadas, sobre todo si penetran la estructura del relato en la medida en que lo hacen en la escritura contemporánea.  A esta categoría caracterizadora de la cualidad ontológica de la narración le daremos el nombre de status,  reservando el nombre de modo  para los fenómenos de modulación de la información que ya hemos tratado en otra sección (2.4).  Elegimos este nombre por analogía con la definición que da Jakobson del status como categoría verbal.   En el sistema verbal de las lenguas que disponen de esta categoría, el status es una categoría designadora que determina la acción con referencia únicamente al proceso del enunciado.  Está por ello estructuralmente relacionada con el aspecto verbal.  Pero si el aspecto es un cuantificador, el status es un cualificador.  Define la cualidad lógica del objeto (afirmativo, negativo o hipotético).  Como ejemplo, podemos pensar en el status hipotético del idilio de Frédéric Moreau en el penúltimo capítulo de L'Education sentimentale  de Flaubert, cuando se encuentra con su antiguo objeto de admiración tras muchos años y ambos se dedican a fantasear sobre cuánto se hubieran amado. Un autor vanguardista como Beckett va aún más lejos: la hipótesis corroe la base misma desde la cual se narra la historia.  Todos los mundos evocados son mundos posibles, y no son pensados desde ninguna certidumbre. 



3.1.6. Pragmática y literatura


3.1.6.1. Literatura y ficción

Hemos visto que estos dos conceptos se confunden con frecuencia; a veces se da por hecho que toda la literatura es ficción y viceversa, o, al menos, no se presta al problema la atención necesaria.  Como observa Pratt, “the relation between a work’s fictivity and its literariness is indirect” (92). Es decir, la ficción es un discurso especialmente apto para la comunicación literaria, pero no toda la ficción es literatura. Tampoco toda la literatura es ficción.  Si definimos provisionalmente la literatura como el tipo de discurso no utilitario, que no es consumido como medio de información o como acto socialmente impuesto, veremos que sólo parcialmente coincide con el concepto de ficción. “As a glance at today’s best-seller lists can show, non-fictional narratives—memoirs, survival stories, travel tales, and the like—are as much a part of the public’s literary preference as fiction” (Pratt 96). Cuantitativamente hablando, pues, no toda la literatura es ficción.
    Cualitativamente hablando, los límites entre ficción y no ficción no siempre son claros. Por una parte está el componente de realidad que entra en la constitución de las entidades ficticias (3.1.4.4 supra). Por otro, la misma actitud estética adoptada frente a la literatura. Por el mismo hecho de presentarse como literatura, una narración auténtica adquiere muchos de los rasgos que normalmente asociamos con las narraciones ficticias (cf. Pratt 93 ss). Algunas teorías estéticas hablan de desinterés,  de satisfacción intrínseca,  distancia estética, distancia psíquica  o debilitación de la respuesta práctica para referirse a esta cualidad del objeto estético que tiende a anular la diferencia práctica entre ficción y no ficción. Según Bullough, la distancia psíquica con que se contemplan las obras literarias no está determinada por su carácter de ficción o realidad. El proceso es más bien inverso: “distance, by changing our relation to the characters, renders them seemingly fictitious” (757). La apreciación del valor estético de una obra requiere una capacidad de juicio por parte del lector, capacidad que desaparece si su interés práctico y personal en el tema de la obra es demasiado grande. Ello no quiere decir que el interés personal del lector no exista en la obra de arte; quiere decir que ha debido ser depurado, filtrado: “It has been cleared of the practical, concrete nature of its appeal, without, however, thereby losing its original constitution” (Bullough 757). Es decir, el objeto literario puede tener un valor de verdad, pero no es esa la cualidad que nos interesa en la experiencia estética; se vuelve en cierto modo irrelevante salvo en la medida en que contribuya al efecto estético. Ohmann recoge estas nociones cuando habla de detachment para definir la relación entre el lector y el texto. Pratt se opone a esta idea insistiendo en el compromiso continuo del lector: “our role in literary works presupposes aesthetic commitment, not detachment” (99). Creemos que no hay una contradicción auténtica si adoptamos la formulación original de Bullough, que veía la “distancia psíquica” como algo que ha de aparecer entre el lector y sus propios intereses prácticos. Así, el lector se compromete con el texto en tanto en cuanto acepta el papel de lector implícito que éste le indica. Haciendo esto, se desliga de sus intereses prácticos inmediatos. Puede, por el contrario, no aceptar ese papel y desligarse del texto, afirmándose como individuo frente a la individualidad del autor.
    Así pues, podemos concluir que aunque no existe una relación rígida entre literatura y ficción, la ficción es en cierta manera la manifestación más espontánea del fenómeno literario: “la literatura, en sentido estricto, encuentra en la ficción su posibilidad”.  Otros fenómenos y tipos de texto pueden presentarse o leerse como literatura, pero esto se debe a que no se leen en un vacío: se trata en este caso de un fenómeno secundario y derivado del caso más central, el de la creación poética plena que se da en la ficción. Un fenómeno de derivación semejante nos podría llevar a la reflexión más general de que en la comunicación literaria no se da en modo alguno una suspensión o debilitamiento de las convenciones del lenguaje (en contra de las teorías de algunos pragmatólogos como Austin o Searle) sino un fenómeno de sobredeterminación semiótica. Las convenciones lingüísticas ordinarias operan plenamente, pero se ven subsumidas en una estructuración pragmática más compleja.



3.1.6.1. El concepto de literatura

El texto literario pertenece a una categoría de actos de habla más amplia, los textos de exhibición.  Ya hemos observado que no había lugar en las clasificaciones más difundidas de los actos de habla para la literatura. Este es un problema general de la categoría de los textos de exhibición. La teoría de los actos de habla nació ligada al estudio de los actos de habla, es decir, interesada por el aspecto más inmediatamente pragmático y utilitario del lenguaje (Lanser 286 ss); se interesó, ante todo, por el estudio de los performativos, la conversación, el lenguaje “corriente”, etc. (cf. Austin 1; Lozano, Peña-Marín y Abril 174). Un texto de exhibición (un libro sería la forma más típica) está desligado de su enunciador, correspondiendo por tanto al receptor un papel al menos igulamente activo en el uso comunicativo del texto: por ejemplo, escoger leer una narracion en un determinado contexto práctico (como entretenimiento, como objeto de análisis, etc.). De ahí que sea tan relevante en las definiciones de literatura el acto de discurso realizado por el receptor, y no sólo por el autor.
    Según Lanser, “the illocutionary activity signalled by the production of a display text requires a posture of contemplation rather than direct action” (286). Esto es muy relativo. Hay pasividad en el sentido de que (idealmente) el receptor presta atención al texto completo sin proceder a ocupar el terreno comunicativo para interactuar con el emisor. Pero la aparente pasividad del receptor puede ocultar una intensa actividad intelectual. “La comprensión del texto “, afirma Umberto Eco, “se basa en una dialéctica de aceptación y rechazo de los códigos del emisor y de propuesta y control de los códigos del destinatario”.  La proliferación de sentido característica del texto literario depende pues no sólo del autor, sino también en gran medida del receptor, que se transforma a veces en una especie de autor invitado, o en un espontáneo que interrumpe la celebración.

Por tanto, la definición semiótica del texto estético proporciona el modelo estructural de un proceso no estructurado de interacción comunicativa (...). El texto estético se convierte así en la fuente de un acto comunicativo imprevisible cuyo autor real permanece indeterminado, pues unas veces es el emisor, y otras el destinatario, quien colabora en su expansión semiósica.    

Esto nos conduce al problema de la literariedad, y de una manera problemática, pues el énfasis en la creatividad del lector desafía la solución clásica de este problema.
    El criterio tradicional más corriente afirma que la literariedad de un texto es definida por el texto mismo; se trataría de una cuestión formal. Se ha discutido con frecuencia la cuestión del “lenguaje poético”. Para Roman Jakobson, “la poesía no consiste en añadir al discurso adornos retóricos, es una revaluación total de él y de todos sus componentes sean los que fueren” (Lingüística y poética 74). Esta afirmación se vuelve más problemática en la prosa. En cualquier caso, la autosuficiencia que al texto exige su carácter de literatura suele llevarle a elaborar estructuras lingüísticas peculiares, que lo separan de géneros de discurso comparables que no sean literarios.  Habría en el texto un “uso poético del lenguaje” que reclama para la obra la condición de obra literaria. El lenguaje de la obra forma un todo autosuficiente, vuelto sobre sí mismo. El único contexto relevante sería el dictado por el propio texto. 
    Para la posición radicalmente opuesta, el concepto de literatura no es definible a partir de la estructura pragmática interna al texto.  Sí es, en cambio, un concepto relativo a la estructura pragmática real de la comunicación entre autor y lector. El concepto de literatura pertenece a lo que llamaremos el uso de la obra, la relación pragmática entre el autor y el lector (empíricos) por medio de la obra:

With a context-dependent linguistics, the essence of literariness or poeticality can be said to reside not in the message, but in a particular disposition of speaker and audience with regard to the message, one that is characteristic of the literary speech situation. (Pratt 87)

    La lectura de una obra literaria no es la ausencia de contexto, sino la presencia de un contexto específico, el de la situación comunicativa literaria. O más bien las situaciones, porque frente a una obra dada no es la misma la posición del crítico, la del historiador de la literatura y la del lector que lee por diversión. Cada posición institucional conlleva una serie de convenciones distintas, y supone una actividad discursiva diferente.

Far from being autonomous, self-contained, self-motivating, context-free objets which exist independently from the “pragmatic” concerns of “everyday” discourse, literary works take place in a context, and like any other utterance they cannot be described apart from that context. (...) Far from suspending, transforming, or opposing the laws of nonliterary discourse, literature, in this aspect at least, obeys them. (Pratt 115).

Pratt critica las definiciones intrínsecas del hecho literario. Tales definiciones están ignorando que los textos ya llegan a nuestras manos usados, valorados. No hay obras de por sí literarias, sino obras a las que se ha permitido entrar en la literatura: “[t]he “honorific” sense of literature is a legitimate one if it is understood to refer to a set of literary works that have passed a filtering process carried out by a group of people” (l22). Se trata de obras comunicativamente efectivas o artísticamente valiosas, según el juicio emitido por una serie de lectores cualificados, que pueden ir desde un solo editor hasta el consenso histórico de la tradición en el caso de los grandes clásicos. Todas las anomalías formales que en las obras se encuentren son analizadas por el lector a la luz de ese conocimiento, y de acuerdo con el presupuesto de que toda desviación está dirigida a obtener un efecto comunicativo especial (170 ss). Una construcción anómala se naturaliza si la leemos como recurso literario: podríamos decir con Lotman que en este proceso interpretativo “[l]as unidades yuxtapuestas incompatibles en un sistema obligan al lector a construir una estructura complementaria en la cual esta imposibilidad desaparece” (340). Observemos que nuestra atención ha pasado de la intencionalidad autorial, por el camino de la aceptación social, a la acción individual del lector. Como veremos, todos estos elementos son relevantes a la hora de discutir el status literario de una obra: éste se define por la tensión entre unos y otros criterios (cf. Lotman 347). Pero no parece haber un acuerdo en torno a esta cuestión.
    J.-K. Adams (9) parece privilegiar el punto de vista del lector cuando señala que el concepto de literariedad se refiere a una manera de leer el libro, y no a una manera de escribir el libro. Este argumento no se encuentra tan alejado como parecería de la propuesta de Todorov (“The notion of literature” 8) de sustituir la diferencia entre literatura y no literatura por una clasificación formal de las tipologías de discursos. De sus argumentos sobre la función transitoria de la poética (Poética 124 ss) puede concluirse que, sorprendentemente, Todorov ha invertido los presupuestos formalistas de los que partía. No puede existir la poética como un estudio de lo específicamente literario porque no existe lo específicamente literario: la literatura no es un concepto bien definido, sino lo que Wittgenstein llamaría “a family-resemblance notion” (Searle, “Logical Status” 320). Para Segre, “las diferencias entre los textos literarios y los demás no son de naturaleza, sino de cualidad y de función” (Principios 179). Es evidente que la noción de literatura no es fija: lo que ayer no era literatura hoy puede considerarse literatura; lo que uno considera literatura otro puede considerarlo basura (cf. Searle, “Logical Status” 321). La versión extrema de esta postura llevaría a no reconocer una forma específica del texto literario y a ignorar la intencionalidad del autor a la hora de escribir el texto en lo referente a su literariedad. Cualquier texto podría, pues, ser leído como un texto literario, y no habría criterios interpersonales para llegar a una definición de literatura. “Roughly speaking, whether or not a work is literature is for the readers to decide”, nos dice Searle. 
    David Lodge critica este planteamiento, señalando la necesidad de justificar el canon literario tradicional, así como de mantener ciertos criterios formales:

There are a great many texts which are and have always been literary because there is nothing else for them to be, that is, no other recognisable category of discourse of which they could be instances... The Faerie Queene, Tom Jones and «Among School Children» are examples of such texts; but so are countless, bad, meretricious, ill-written and ephemeral poems and stories. These, too, must be classed as literature because there is nothing else for them to be: the question of value is secondary... But works of history or theology or science only «become» literature if enough readers like them for «literary» reasons—and they can retain this status as literature after losing their original status as history, theology or science.

Dicho de otra manera: los textos no sólo pueden leerse como textos literarios: también pueden escribirse con la intención de que sean leídos como textos literarios.  Una voluntad de que se reconozca su peculiar intencionalidad comunicativa es lo que caracteriza a los actos ilocucionarios, de los cuales la literatura es un tipo particular: según la teoría de Lodge, “although the literary text may be formally identical to any other sort of text, it is, of its nature, deviant as discourse, that is, in its communicative function”.  Creemos que hay que incluir el acto de escritura en una consideración de la literariedad: no es indiferente a este fenómeno, por ejemplo, el que un libro sea escrito con una intención literaria o no, el que apunte a un determinado público o mercado, etc. Y esto independientemente de que se trate o no de un texto de ficción, de un texto narrativo o no.
    Los New Critics americanos solían definir la obra literaria como un todo orgánico, una estructura cerrada en el que cada detalle significaba de modo coherente. Los análisis prácticos, sin embargo, siempre se enfrentaban a problemas insuperables a la hora de demostrar este presupuesto. Y es que se trata precisamente de un presupuesto: la unidad inflexible de la obra literaria es algo que se da por hecho desde le momento en que sabemos que se trata de una obra literaria. Es una cuestión referente no a la estructura de la obra definida aisladamente, sino más bien a las expectativas del lector:

“Every poem must necessarily be a perfect unity”, says Blake: this, as the wording implies, is not a statement of fact about all existing poems, but a statement of the hypothesis which every reader adopts at first trying to comprehend even the most chaotic poem ever written.

Es decir: la literatura es un uso particular que se da a un determinado texto, un tipo particular de acción por medio de los textos, y no un tipo determinado de textos. Es una práctica discursiva. En este sentido, las características formales del texto literario, su peculiar estructura tal como era definida por Jakobson y los formalistas, no consiste en una serie de rasgos presentes sin más en el texto. Por una parte, algunos rasgos sirven de identificadores del acto ilocucionario que se realiza: son “marcas de literariedad” que hacen que el oyente adopte hacia el texto la actitud adecuada. Gran parte del resto de los rasgos no son activos a priori, sino sólo en cuanto reconocemos en el texto un texto literario: nuestras expectativas se abren para sistematizar todos los elementos del texto y reducirlo a esa perfecta unidad.  No nos limitamos a reconocer que un texto es literario porque tiene una determinada estructura o unos efectos particulares, sino que esta direccion interpretativa interactúa con otra en sentido contrario: postulamos una estructura y prevemos un tipo determinado de efectos partiendo del hecho de que se trata de un texto literario. La producción literaria es a veces, pues, un tipo particular de acto ilocucionario a nivel discursivo y responde en general al mismo tipo de requisitos de convencionalización.   Pero también podemos repetir la limitación introducida a propósito de la ilocución narrativa, y decir que no siempre son los aspectos ilocucionarios y comunicativos lo más relevante. Volvemos a experimentar aquí la difuminación de las convenciones ilocucionarias a nivel discursivo, pero sobre todo la posibilidad de su virtualización. La literatura también puede definirse como el resultado de la voluntad interpretativa del lector, normalmente en base a ciertos rasgos estructurales de la obra. El pacto literario puede ser bilateral o unilateral, y en este último caso podría describirse, si así se desea, como un pacto imaginativo establecido con un emisor o receptor virtual. Esta ilocución virtual se instrumentaliza en una actuación discursiva del lector consigo mismo o con otros lectores.


3.1.6.3. La comunicación autor-lector

Algunos autores niegan que se de en la literatura (de ficción) una comunicación lingüística. Ya nos hemos referido a la teoría de Martínez Bonati, según la cual la obra literaria está hecha no de frases, sino de pseudo-frases: las frases que vemos no son frases que el autor nos dirige, sino iconos que reproducen frases imaginariamente producidas por el narrador (cf. 3.1.4.2 supra). La virtud de la pseudo-frase es hacer presente una frase auténtica (auténtica e imaginaria en el caso de la literatura) de otra circunstancia comunicativa. En definitiva,

lo que el autor nos comunica no es una determinada situación (situación comunicada) a través de signos lingüísticos reales, sino signos lingüísticos imaginarios a través de signos no lingüísticos. Es decir, que el autor no se comunica con nosotros por medio del lenguaje, sino que nos comunica lenguaje. (131)

De la misma manera, sostiene Martínez Bonati que no nos comunicamos lingüísticamente si hablamos en broma, irónicamente, etc. (153). Pero parece demasiado riguroso privar al lenguaje de estos recursos, y la base de su teoría no es sostenible. En primer lugar, el témino “icono” no es apto para describir fenómenos de recreación de un fenómeno semiológico utilizando el mismo código: según la terminología de Peirce, la frase del autor y la frase del personaje son dos especímenes (tokens) de la misma forma lingüística. La idea de que este fenómeno es ajeno al lenguaje responde a una concepción del lenguaje en cuanto sistema; en cambio, para una teoría de la comunicación lingüística, o para una pragmática de cualquier tipo, es indispensable incorporar estos fenómenos. Para una teoría del uso del lenguaje como la que hemos esbozado anteriormente (3.1.1 supra) no supone ningún problema ver en fenómenos como la cita o la narración ficticia un comportamiento lingüístico perfectamente integrable con los demás. Mediante un razonamiento comparable, J.-K. Adams niega que en la literatura de ficción se dé comunicación lingüística de algún tipo entre autor y lector. Ya hemos visto que niega que el autor realice acto de habla alguno. El autor de una novela abandonaría el contexto comunicativo, dejándolo en manos del narrador (speaker):

What the writer gives up in abandoning the communicative context to the speaker, he attempts to win back through the reader’s recognition of the text as fiction. (...) The writer’s use of language is creative rather than communicative, but in fiction these two uses become mirror images of each other: the writer gives up the communicative use of language so that he can create that same communicative use in a fictional speaker. (72)

Esta explicación nos parece insostenible (cf. 3.1.4.2 supra). El autor realiza un acto de lenguaje al cual llamamos escribir una novela. Y ese acto de habla se produce en una situación comunicativa real: la escritura de la obra, su publicación y su lectura. En realidad, habría que distinguir varias acepciones del término “comunicación” antes de considerar en qué medida es comunicativa la literatura.  La objeción de Adams no va dirigida tanto a la literatura en sí como a la literatura en tanto que usa de la ficción. La noción de comunicación en semiótica suele ligarse estrechamente a la de intencionalidad. “Buyssens, Prieto, Mounin s’accordent pour reconnaître dans l’‘intention de communiquer’ le critère fondamental du comportement sémiologique”.  Ya hemos visto que a este concepto añade la teoría de los actos de habla el de reconocimiento de la intencionalidad. Adams basa su teoría en el hecho de que el lector reconoce que el discurso del narrador es ficticio. Pero es ese reconocimiento precisamente lo que señala el cumplimiento de un acto ilocucionario, como ha señalado el mismo Adams (63) siguiendo a Austin y a Searle (cf. 3.1.1 supra). La comunicación no consiste en ser convencido ( perlocución) sino en la identificación de intenciones comunicativas ( ilocución). “A communicative illocutionary act”, observan Bach y Harnish, “can succeed even if the speaker is insincere and even if the hearer believes he is insincere” (57); de manera semejante podríamos describir el hecho comunicativo en la ficción.  Si interpretamos el discurso del narrador como un discurso ficticio, no es el acto ilocucionario del narrador el que hemos reconocido, sino el del autor.
    Aún más: es únicamente la relación autor / lector la que es forzosamente una relación comunicativa. No podemos decir lo mismo de la relación narrador / narratario (speaker / hearer para Adams), como nos lo demuestra la existencia del monólogo interior, fenómeno no comunicativo, en este nivel (3.2.2.3.3.2 infra). Por supuesto, el estudio de los contextos comunicativos (incluido el propio contexto comunicativo literario) es de gran ayuda para el estudio de este nivel, y cubre una amplia mayoría de los casos efectivos. Pero siempre habremos de tener presente que este nivel de análisis trata con seres ficticios y por tanto tiene un funcionamiento mucho más elástico que el nivel autor / lector.
    Mediante su actividad creadora el autor se erige, pues, en hablante privilegiado frente a su comunidad; aspira a una “participación deslumbrante”  en el intercambio comunicativo. En este sentido la literatura también tiene un aspecto intencional perlocucionario; el estilo del autor es el conjunto de rasgos que determinan la estructura textual “como resultado de la adecuación del instrumento lingüístico a las finalidades específicas del acto en que fue producido”.  Es el aspecto deliberado, planeado, consciente, de la literatura. En este sentido, favorecido por la crítica neoclásica, la literatura sería una forma de retórica, un discurso persuasivo.  Algunos autores (Lanser 63) proponen suprimir la distinción entre poética y retórica, ya heredada por Aristóteles. Esto no parece factible, pues llevaría a ignorar muchos aspectos del fenómeno literario. Y la teoría de los actos de habla, basada en la intencionalidad, no es la panacea de la teoría de la literatura. “The conventional links between speech act and perlocutionary effect”, sostiene Lanser, “(…) bridge the traditional gap between poetics and rhetoric” (71). Pero esto no es así, ni mucho menos. En absoluto hay una relación convencional entre un acto de habla y su efecto perlocucionario.  Hay una relación calculable hasta cierto punto, sobre un determinado oyente, en un determinado contexto, etc. La relación “automática” que define la teoría de los actos de habla no es entre el acto ilocucionario y el efecto perlocucionario, sino entre el acto ilocucionario y su reconocimiento por parte del oyente. 
    De todos modos, la definición de comunicación que hemos presentado, utilizada en la teoría de los actos de habla, es insuficiente para explicar la actividad semiótica que tiene lugar en la lectura de un texto. Como observa Janet Dean Fodor (Semantics 23), la teoría semántica tal como es definida por Grice sería una teoría del significado para el emisor; la fuerza ilocucionaria es una mínima parte del significado de una expresión. Incluso hemos visto que este elemento comunicativo puede obviarse o virtualizarse (aunque sospechamos que los casos en que un texto no literario es leído como un texto literario derivan del caso central definible en términos comunicativos [macro-]ilocucionarios). Pero la caracterización ilocucionaria reorienta la interpretación de toda la semántica textual, determina la operatividad de unos u otros códigos semánticos en el procesamiento del texto: así, en el texto literario la semántica se activa, el signo se vuelve polifuncional e icónico.  Por todo ello, es crucial reconocer el carácter peculiar de la literatura como una forma de comunicación.
    Ahora bien, la comunicación que se da en la literatura no es la comunicación lingüística corriente; hemos visto (3.1.6.1 supra) que en gran medida literatura y ficción son conceptos coextensivos. El gran problema de la crítica literaria siempre ha sido el definir en qué sentido el arte es comunicativo, y de qué manera se le puede encontrar un valor de verdad, una relación de homología con la realidad. No todo en la literatura es comunicación. El escritor también explora y descubre; no transmite significados ya hechos, sino que construye esos significados a la vez que el vehículo que los transmite.  Construye su mensaje, pero también deja que su cultura, su lenguaje, hablen a través de toda su personalidad. Ni siquiera en su uso estándar el lenguaje es un instrumento de comunicación sin más: “[p]arler d’instrument, c’est mettre en opposition l’homme et la nature (…). Le langage est dans la nature de l’homme, qui ne l’a pas fabriqué” (Benveniste, “Subjectivité” 259). En este sentido, la creación literaria sería la quintaesencia del uso del lenguaje.
    Además de estos aspectos referenciales, intencionales o no, de la literatura, no hay que olvidar la presencia invariable del sujeto productor en la obra:

es preciso decir (al otro) de uno mismo al decir de cualquier cosa; decir de nuestra intención que pueda ser manifiesta; decir excluyendo intenciones que se interesa ocultar. En suma, la función comunicativa ha de ser cumplida sólo hasta el límite de lo que se propone al interlocutor y se propone el comunicante. (Castilla del Pino, “Aspectos epistemológicos” 298)

Con frecuencia se ha llegado a identificar a la literatura con la función emotiva o expresiva del lenguaje, por reacción a la interpretación estrictamente referencialista.  Pero hay una expresión voluntaria, que entra a formar parte de la estructura ilocucionaria de la obra, y otra involuntaria que es la condición misma del uso del lenguaje. Como observaba Bühler (69 ss), el lenguaje no sólo cumple una función referencial o apelativa, sino una función expresiva: es un indicio del emisor. La función expresiva, aun si no organiza la fuerza ilocucionaria, siempre existirá en tanto que perlocución (cf. Fowler, Understanding Language 246) para el lector que sea sensible a tales indicios.





3.1.6.3. Las “cualidades metafísicas” de la obra literaria

El hecho de que un texto se considere literario supone en principio que su lectura es de por sí una lectura valiosa en el sentido más amplio de la palabra, y el pacto ilocucionario literario puede basarse en rasgos de este género. El texto literario puede tener por finalidad el puro juego con nuestros códigos significativos, la “gimnasia semiótica” que señala Eco (Tratado 434). La ficción, el distanciamiento estético, el juego continuo con la enunciación que se da en la literatura puede ser un medio esencial de ampliación de las posibilidades semióticas de la lengua. Esta postura parece reforzada por las investigaciones gramaticales de pragmatistas como Ducrot, que señalan la presencia de la enunciación en la estructura del mensaje. “Les termes au moyen desquels nous parlons de la réalité”, concluye Ducrot, “avec le sentiment de désigner des propriétés des choses, peuvent n’être que la cristallisation d’énonciations antérieures” (“Pragmatique” 554). Esta idea es una democratización de la vieja noción de que los poetas crean el mundo hablando de él.
     La literatura también puede proporcionarnos una catarsis moral, una experiencia especialmente rica o única (Richards, Principles 136 ss). La definición de estos fenómenos plantea problemas a una teoria narratológica. Según Searle,  las obras literarias transmiten mensajes que no se encuentran en el texto. Centrándonos en el marco de la narratología, aceptamos que los mensajes no se encuentren en la narración en el sentido en que aquí entendemos esa palabra; sin embargo, sostenemos que deben encontrarse en la obra (3.3.2 infra) siempre que ésta es correctamente leída. En palabras de Eco, siempre que la obra (“texto”) encuentre su lector modelo: “El lector modelo es un conjunto de condiciones de felicidad, establecidas textualmente, que deben satisfacerse para que el contenido potencial de un texto quede plenamente actualizado” (Lector 89). Van Dijk describe el “mensaje no dicho” como un enunciado implicado (ei) por lo dicho. Propone así cuatro reglas que describirían las condiciones de felicidad del enunciado literario como acto de habla:

    (i)     El hablante no desea, necesariamente, que el oyente crea que p [la estructura proposicional compleja del enunciado] es verdadera (...)
    (i’)    El hablante desea que el oyente crea que p implica q y que q es verdadera. (...)
    (ii)    El hablante desea que al lector le guste ei [el enunciado implicado, el texto literario]. (...)
    (ii’) El hablante cree y desea que el oyente crea que (la indicación) ei es buena para el oyente.

    La obra literaria es una obra de ficción o es leída como si lo fuese, con un distanciamiento estético. Según Ingarden (Literary Work 293 ss) es la misma limitación ontológica, el “no pertenecer al mismo mundo” de la obra literaria lo que la hace susceptible de manifestar al lector determinadas cualidades metafísicas. La base será el nivel de la acción (correspondiente al object stratum de Ingarden), pero se requiere la colaboracion de todos los niveles de la obra para llevarla a efecto (Ingarden 297): todos los niveles deben colaborar en una polifonía de formas y sentidos de la cual resulta la experiencia artística (369). La “verdad” de una obra, o su “idea” han de entenderse así no como un juicio conceptual disimulado en la obra, sino como la consistencia estética de la obra, su coherencia, y la manifestación de las cualidades metafísicas a que alude Ingarden (303). Los términos “estético” y “metafísico” no son muy afortunados hoy en día, en especial por los partidarios de una crítica ideológica y política. Quizá pueda servir de puente entre estas dos concepciones una interpretación semiótica de esos valores estéticos o metafísicos. Las interpretaremos como la expansión del sentido recibido de palabras, acciones y situaciones resultante de la interacción entre los distintos niveles y códigos de la obra. Esta expansión es a la vez la manifestación de la ontología peculiar de la obra y la posibilidad de intervención en la semiótica cultural mediante la producción o interpretación literaria.
    Parafraseando a Ingarden, diríamos que la expansión semiótica no se logra mediante un “lenguaje poético”, sino mediante un “uso poético del lenguaje”, que incluye una actitud especial del intérprete. En la lectura del texto literario es relevante el uso de códigos interpretativos simbólicos, arquetípicos, el uso del punto de vista, etc., según leyes propias de la literatura y de cada género en particular, históricamente entendido. Este “lenguaje” no es específicamente verbal aunque se transmita verbalmente: la retórica de la acción, de personajes y situaciones es tan importante como las estructuras lingüísticas del discurso. Así, por ejemplo, en un personaje puede encarnar un autor una serie de valores que son afirmados o refutados por la sintaxis de la acción:  no se trataría de un juicio explícito del autor, pero sí de un juicio. Lo mismo podríamos decir del significado creado a nivel del discurso mediante la elaboración y el desarrollo orgánicos de una estructura de imágenes.    
    La lingüística contemporánea ha puesto el acento sobre los aspectos no proposicionales del lenguaje que ayudan a determinar el sentido en el proceso de uso (cf. Fowler, Linguistics and the Novel 46 ss). El lenguaje conversacional oral se ayuda así, además de las leyes de la gramática y del intercambio dialógico, de recursos como el tono, la gestualidad, etc., que modulan el contenido lingüístico comunicado. El uso literario del lenguaje es un contexto particular con sus propias leyes de modulación suprasegmental, sólo parcialmente análogas a las de otros contextos. El contenido proposicional de un texto narrativo (ya sea al nivel de la acción, ya al de las manifestaciones ideológicas explícitas de la obra) es sólo uno de los elementos que entran a formar parte del significado literario del texto en cuestión.

Cumulatively, consistent structural options, agreeing in cutting the presented world to one pattern or another, give rise to an impression of a world-view, (…) a mind-style. In the novel, there may be a network of voices at different levels, each presenting a distinct mode of consciousness: the I-figure narrating, the characters, the implied author who controls both narrator and characters, and who often takes a line on them. (Fowler, Linguistics and the Novel 76)

Y, añadiríamos, la voz del lector o intérprete que no es ajena a lo más intrínseco de la fenomenología literaria. En esta interacción dialógica de los diversos discursos de la obra y del discurso de su lectura hay que buscar a la vez las cualidades “metafísicas” y la ideología de la obra: ambas son algo que no existe en el texto a priori, sino que es sólo definible relacionalmente, mediante un acto interpretativo que no es algo sobreaañadido al fenómeno literario, sino el marco de actuación discursiva en el que éste tiene lugar, en el que se reactiva continuamente la semiosis de la obra. La interpretación literaria, como la actividad cognoscitiva en general, no capta meramente un sentido previamente existente y contenido en la obra, sino que reconfigura y saca a la luz sentidos que se han ido formando en la actividad discursiva global que rodea al fenómeno interpretado.


3.1.6.4. Los géneros literarios

La moderna lingüística textual subraya la unión esencial entre un texto y su contexto. Como se ha señalado frecuentemente, el contexto de un texto literario no es solamente la situación comunicativa inmediata en la que se recibe, sino también la tradición literaria, el resto de la literatura. 
    Es interesante preguntarse en qué medida podría contribuir la pragmática discursiva a una mejor comprensión de la noción de género literario. Para Richard Ohmann (“Speech” 253) los distintos tipos de actos de habla realizados podrían ser rasgos que identifican unos géneros literarios frente a otros. Pero parece haber relaciones más orgánicas entre la noción de género y la de acto de habla.
    Según Pratt (86), la visión de la literatura en general como un contexto comunicativo permitiría tratar la definición de los distintos géneros literarios en términos de condiciones de felicidad. Cada género es, por tanto, un cierto modelo de discurso que requiere ciertas convenciones para ser reconocido como tal. Jauss ha aplicado a la literatura en este sentido la interesante noción de Popper relativa al “horizonte de expectativas” del receptor. Este horizonte estaría constituído por el conocimiento que el receptor tiene de las posibles convenciones y variedades literarias, entre las que se encontrarían las tipologías de géneros.  Para Popper, “el horizonte de expectativas desempeña el papel de pauta de referencia sin la cual las experiencias, observaciones, etc., no tendrían sentido”.  Los géneros no son, pues, normas a las que hay que ajustarse para gustar al lector. Son más bien convenciones en las que se apoyan tanto autor como lector para participar en la construcción del sentido. No sólo apreciamos las obras porque siguen unas normas de género, sino que también conseguimos entenderlas por ello.  Los géneros literarios son, pues, ulteriores elaboraciones discursivas de carácter ilocucionario (cf. Bruss 17) y a su vez actúan como rasgos estructurales para posibilitar la caracterización ilocucionaria de la obra en tanto que literatura.
    Pero no habría que intentar necesariamente reducir una obra a uno sólo de estos actos ilocucionarios. Debemos tener en cuenta que nos hallamos aquí muy lejos del nivel de los actos ilocucionarios primitivos y proposicionales. Las “condiciones de felicidad” requeridas para la correcta ejecución de una obra perteneciente a un género dado no han de considerarse, pues, al mismo nivel que las condiciones necesarias para la promesa, por ejemplo, tal como son descritas por Searle en Speech Acts. Son mucho más flexibles, laxas y negociables. Como observa Pratt, al escribir Tristram Shandy Sterne está rompiendo las convenciones, las “condiciones de felicidad” de una autobiografía. El principio de cooperación queda salvado, sin embargo, a este nivel, pues lo que Sterne escribe no es una autobiografía sino una novela. En este sentido tenemos un simple artificio de motivación (cf. 3.2.2.1 infra). “But certainly”, añade Pratt, “Sterne is flouting the rules for novels as well as the rules for autobiographies”. En efecto: Sterne no está escribiendo una novela normal, sino una novela paradójica, sorprendente, “desautomatizada”. Y sin embargo se la reconoce como tal novela: cae a la vez dentro y fuera del género tal como éste se presentaba dentro del horizonte de expectativas de los lectores. Así contribuye a ensanchar el género novelístico ensanchando ese horizonte y redefiniendo la naturaleza y límites del pacto narrativo y el pacto literario. La obra de genio es un discurso anómalo, pero de una anomalía comprensible, recuperable para la comunicación social, pues crea una nueva inteligibilidad a partir de las convenciones anteriores. Al explicar esta nueva inteligibilidad es crucial apelar a las nociones bakhtinianas de “polifonía” o “multivocalidad”.  Una obra de interés normalemente acude no a una convención genérica, sino a una diversidad de ellas, convirtiéndose en un discurso que apela a convenciones anteriores a la vez que escapa de ellas. Una teoría de los géneros adecuada debe tener en cuenta tanto el lado “reglamentado” de los géneros, la existencia de convenciones identificables, como el hecho de que muchas veces estas convenciones pertenecen no tanto a la obra misma que las usa como a su trasfondo intertextual. Una obra innovadora apela así a una diversidad de géneros, e interviene sobre ellos a la vez que invoca las convenciones genéricas.







3.2. Discurso



Notas

         Cf. Segre, Estructuras 14; Bal, Narratologie 4 ss; Volek 149; 1.1.1 supra.
         Cf. Ruthrof (viii). Eïjenbaum (“Comment est fait Le manteau de Gogol” 212) señala que el interés de una obra puede depender por entero de su presentación, del discurso, y no de la acción. Este desplazamiento se ha observado con frecuencia en relación a narraciones vanguardistas, ya sea en novela o en cine.
         Algunas de estas divisiones son recogidas por otros estudios no específicamente narratológicos, como los de W. Conrad (“Der ästhetische Gegenstand”, cit. en Ingarden 32) o el propio Ingarden (30 passim ).
         Van Dijk, Text Grammars 8, passim; Texto 32; Siegfried J. Schmidt, Teoría del texto 25. Para una introducción, ver Robert de Beaugrande y W. Dressler, Introduction to Text Linguistics, Enrique Bernárdez, Introducción a la lingüística del texto, o G. Brown y G. Yule, Discourse Analysis.
         “Il n’y a pas de métaphores dans le dictionnaire” (Paul Ricœur, La métaphore vive, cit. en Schofer y Rice 135).
         Para Benveniste, es discurso “toute énonciation supposant un locuteur et un auditeur, et chez le premier l’intention d’influencer l’autre en quelque manière” (“Relations” 242). Sobre el elemento intencional, cf. 3.1.1 infra. Sobre la noción saussureana de discours como el aspecto sintagmático del lenguaje, cf. Segre (Principios 188 ss), Hendricks (77 ss).
         Cf. Barthes,”Introduction” 22, Hendricks 12. Según Ingarden (Literary Work 145) este hecho ya es enfatizado por T. A. Meyer (Das Stilgesetz der Poesie 18).
         Pratt 7. Cf. sin embargo la noción de “lengua literaria” del Círculo Lingüístico de Praga como una especie de transición entre la langue y la parole (Karl D. Uitti, Teoría literaria y lingüística 126).
         Curso 152. Cf. sin embargo Segre, Principios 190.
         Cf.: “lo que nosotros necesitamos no es una teoría adicional de la actuación sino una teoría adecuada de la competencia” (J. W. Oller, “Transformational Theory and Pragmatics”; cit. por Schmidt, Teoría 35).
         Cf. Maurice van Overbeke (“Pragmatique linguistique: I - Analyse de l’énonciation en linguistique moderne et contemporaine” 396 ss), Lozano, Peña-Marín y Abril (34 ss). Un paralelo histórico a la reacción de los analistas del discurso contra la lingüística estructuralista (en la que incluímos la generativa-transformacional) podría verse en el siglo XVIII, en la reacción de Condillac contra la tradición gramatical cartesiana de Port-Royal (cf. Uitti, Teoría 74 ss).
         Cf. van Dijk (Texto 37, 325 ss), Janos S. Petöfi y Antonio García Berrio (Lingüística del texto y crítica literaria 95 ss), Lozano, Peña-Marín y Abril (200). Ingarden también anticipa este concepto: “what lies at the basis and is the determining factor is not the already formed whole itself but only its “conception”, the more or less precise outline of what is to be formed (...). The author must have a certain perspective on something that transcends the individual sentences that are formed at any given point in the work” (Literary Work 146-147; cf. 153, 205).
         Pratt 18; van Overbeke 464.
         Cf. por ej. J. Ross, “On Declarative Sentences”; Jerrold M. Sadock, “Whimperatives”; van Overbeke (450 ss); 3.1 infra.
         Cf. Gerald Gazdar, Pragmatics: Implicature, presupposition and logical form 15 ss; Lyons, Semantics 778.
         Leonard Bloomfield, Language 139. Cf. Horst Geckeler, Semántica estructural y teoría del campo léxico 52.
         Cf. las observaciones sobre la conexión entre la significacion y la referencia objetiva en Husserl, (Investigaciones lógicas 1 § 13, 1.250-51) o la noción de “juego lingüístico” de Wittgenstein, que ve en el uso del lenguaje una actividad a la vez regulada y cradora de normas (Philosophical Investigations §§ 23, 117ss, 198ss). Cf. también Bach y Harnish (105); Lotman (71); Ducrot (“Pragmatique” 550 ss); o la negociación de la intención comunicativa descrita por M. Sbisà y P. Fabbri (“Models (?) for a Pragmatic Analysis”), que sin embargo quizá desprecia en exceso el reconocimiento de la intencionalidad del hablante.
         Bühler (115-123). Cf. también 530 ss, para una distinción de los enfoques semántico y pragmático de la significación. La importancia de la obra de Bühler en el desarrollo de una teoría global del lenguaje no se puede sobreestimar (cf. van Overbeke 416).
         Mejor diríamos: entre significantes y significados y entre signos y conceptos. Las relaciones con los objetos son más bien un problema de referencia, y por tanto pragmático.
         D. Wunderlich, “Die Rolle der Pragmatik in der Linguistik”, cit. en Schmidt, Teoría 43 ss; van Dijk, Text Grammars 3 ss. Wunderlich y van Dijk distinguen aún una teoría de la actuación (theory of performance) cuyo objeto de estudio es el uso efectivo que se hace de esos tres componentes de la competencia lingüística (cf. van Dijk 313 ss).
         “Pragmatique” (518). Nos atendremos a esta definición, que es más amplia que la propuesta en última instancia por Ducrot, y utilizaremos el término enunciador donde muchas veces Ducrot diría locutor. Veamos un momento esta diferenciación: “X cite ce qui a été dit par Y. Bien que X soit le locuteur de l’énoncé au moyen duquel il rapporte les paroles de Y, on doit admettre, pour comprendre son discours, qu’il n’est pas l’énonciateur de cet énoncé, car il ne se donne pas comme engagé pour lui” (“Pragmatique” 518). Pero X sí está comprometido con el acto de habla consistente en citar las palabras de Y: deberá responder, por ejemplo, de la exactitud de la cita o de su interpretación de las palabras. Por eso, mantendremos que en este sentido X es un enunciador cuya enunciación engloba (presupone, remite a) la enunciación de Y. En tanto que simple portavoz será un locutor, pero su compromiso a la hora de citar va mucho más allá: citar es también hablar.
         “Teoría” 28; cf. Todorov, Poética 76; Ducrot, “Pragmatique” 520.
         Para una buena exposición de estos principios, véanse los estudios de E. D. Hirsch contenidos en Validity in Interpretation y The Aims of Interpretation. La sistematización clásica de la hermenéutica es la efectuada por Schleiermacher.
         Por supuesto, estos estudios no son radicalmente nuevos. Ya Protágoras distinguía entre lo que él denominaba “fundamentos de los discursos” (pythmenas logon) cuatro tipos: la pregunta, la súplica, la respuesta y la orden. Otras clasificaciones se encuentran en Alcidamante y Anaxímenes (Antonio López Eire, Orígenes de la poética 17 ss). El mismo Aristóteles presenta una lista comparable (mandato, ruego, explicación, amenaza, pregunta, respuesta, etc.), añadiendo además que este tipo de estudio no es propio de la poética: “Por el conocimiento o ignorancia de estas cosas no se puede hacer al arte del poeta reproche alguno digno de especial atención. Porque, ¿cómo suponer falta alguna en lo que achaca Protágoras a Homero, quien, al decir “canta, oh diosa, la ira...”, pensó rogar y lo que hizo fué ordenar, puesto que, según palabras de Protágoras, decir en imperativo que se haga o no algo es una orden? Dejemos pues, de lado tales consideraciones que son propias de otras artes, no de la poética” (Poética 1456 b). Rudimentos pragmáticos de este tipo se encuentran durante siglos en las Lógicas, Retóricas y Gramáticas de toda especie, hasta su sistematización gradual en nuestro siglo (cf. van Dijk 24; van Overbeke 412). Antes de los “actos de habla” vinieron las “funciones del lenguaje” o “usos del lenguaje” (hay versiones en Malinowski, Brugmann, Sonnenschein, Steinthal, Bally, Richards, Bühler, Jakobson, Martínez Bonati, Halliday, Castilla del Pino, etc.), una noción que no debe considerarse desbancada por este nuevo enfoque, pues sólo está recubierta parcialmente por él.
         How to Do Things with Words (95 ss). Cf. Searle (Actos 32); van Dijk (Text Grammars 318 ss, Texto 278 ss), Schmidt (Teoría 59 ss); Pratt (80); Lyons (Semantics 730); Lozano, Peña-Marín, Abril (188). Una interesante prefiguración de la diferenciación de Austin aparece en la teoría de Ingarden (Literary Work 107 ss).
         La noción del lenguaje como una forma de actuar es evidentemente anterior a Austin. Cf. por ejemplo Roman Ingarden (“The Functions of Language in the Theater” 382); Benveniste (“Subjectivité” 265).
         Searle 47, 65 ss; Pratt 81; Lyons, Semantics 733; van Overbeke 458 ss; Ducrot, “Pragmatique” 519.
         “Intention and Convention in Speech Acts” 456-457. Cf. Hirsch, Aims 67-71.
         Para A. V. Cicourel, la comunicación deja de ser una simple transacción de significados y deviene un intercambio de actos de habla (“Three Models of Discourse Analysis: The Role of Social Structure”, cit. en Lozano, Peña-Marín y Abril 41).
         “So the performance of an illocutionary act involves the securing of uptake” (Austin 117). Cf. Strawson, Searle (Actos 52); Lyons (Semantics 733); Lozano, Peña-Marín y Abril (194 ss). Subrayemos que es la fuerza ilocucionaria lo que ha de reconocerse, y no la intención perlocucionaria no convencionalizada, como sostenía Grice (cf. la refutación de esta postura en Searle, Actos 51 ss). Van Dijk (Texto 282 ss) también descuida esta distinción, lo cual imposibilitaría, por ejemplo, una diferenciación teórica entre ficción y mentira (3.1.4.2 infra ). Sin embargo van Dijk no confunde estos dos actos (cf. “La pragmática de la comunicación literaria” 180).
         “El habla, la literatura y el espacio que media entre ambas” 40.
          Bach y Harnish (10). Cf. Searle: “El acto o actos de habla realizados al emitir una oración son, en general, una función del significado de la oración” (Actos 27). Bach y Harnish también demuestran que aun en los casos en que la fuerza ilocucionaria se haga explícita en el significado locucionario no por ello desaparece el nivel propiamente ilocucionario: el oyente deberá reconocer que la atribución de fuerza ilocucionaria declarada es exacta y debe interpretarse literalmente. Además, la semántica de la frase sólo nos diría qué tipo de acto locucionario se realiza: no nos dice que se haya realizado efectivamente (204 ss).
         Cf. Zelig S. Harris, “Discourse Analysis”; DoleΩel, “Structural Theory” 95; Halliday, “Linguistic Function” 334; Petöfi y García Berrio 245.
         Cf. Karl D. Uitti (“Philology: Factualness and History” 112), Richard Ohmann (“Speech, Action, and Style”, 245), D. Sperber (“Rudiments de rhétorique cognitive”), van Dijk (Text Grammars 3, Texto 32), Schmidt (Teoría 51 ss), Lanser (71), Segre (Principios 377). Hjelmsev ya trataba ciertos fenómenos semánticos, como la connotación, a nivel de discurso (Martinet 177).
         Van Dijk, Texto 325 ss; cf. Pratt 85. Para Ohmann, en una novela, “behind the acts of stating is the all-encompassing illocutionary act of telling a story” (“Speech” 247). Ohmann señala, con cierta razón, que también la estilística clásica ignoraba el nivel ilocucionario del discurso.
         Ver 3.1.6.2 infra. Desarrollo algunos aspectos de la literatura desde la teoría de los actos de habla en los artículos “Speech Act Theory and the Concept of Intention in Literary Criticism” y “Speech Acts, Literary Tradition, and Intertextual Pragmatics.” Otros desarrollos pueden verse en Sandy Petrey, Speech Acts and Literary Theory.
         Roger Fowler, “The Structure of Criticism and the Languages of Poetry: An Approach through Language” 185.
         Searle, Actos 65. Jacques Derrida (Limited Inc) ha criticado esta actitud como “logocéntrica”. Con respecto a la crítica deconstructivista al estructuralismo en general, sólo podemos apuntar aquí brevemente que a nuestro juicio gran parte de las objeciones quedan invalidadas si se hace una interpretación situacional y constructivista de la actividad estructuralista: las estructuras no son arquetipos platónicos, sino modelos provisionales contruidos para un acto interpretativo específico en un contexto discursivo dado.
         T. Ballmer y W. Brennenstuhl, Speech Act Classification: A Study in the Lexical Analysis of English Speech Activity Verbs 26.
         Cf. Lanser (280, 289). Por supuesto, algunos autores ya han trabajado en esta dirección hace tiempo. En la (muy incompleta) clasificación de actuaciones verbales presentada por Brugmann, que incluye ocho categorías sí se recoge como un tipo individual el “statement about imagined reality” (Verschiedenheiten der Satzgestaltung nach Massgabe der seelischen Grundfunktionen; cit. por Jespersen, 301). El análisis de Ingarden (3.1.4.2 infra) es ya bastante detallado.
         Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen § 23; Habermas, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, cit. en Schmidt, Teoría 124 ss; Schmidt, Teoría 128 ss.
         Algunas definiciones de la pragmática literaria no contemplan el análisis pragmático de los contextos comunicativos interiores al texto (por ej. van Dijk, “Pragmática” 191; Tomás Albadalejo Mayordomo, “La crítica lingüística” 191).
         La crítica de J. Derrida en “Signature événement contexte”, que supuestamente niega la diferencia esencial entre palabra y escritura, sólo parece aplicable al contraste descontextualizado entre estos dos medios. En los rasgos “esenciales” queremos incluir también las condiciones discursivas usuales de estos medios.
          Por supuesto, el proceso es (idealmente) recuperable a partir del objeto. Lo mismo sucede con cualquier tipo de “escritura” no gráfica, como la grabación magnética. Y, de todos modos, la distinción entre proceso y objeto es relativa, como deja claro el estudio de Derrida sobre la materialidad de la escritura.
         En Hypertext y Hyper/Text/Theory, libros escrito y editado respectivamente por George Landow, se exploran algunas implicaciones de la hipertextualidad para la teoría interpretativa, la estructura narrativa o la interacción entre escritor y lector, que llegan a fusionarse en un “wreader” (“escrilector”, quizá).
         Cf. 3.1.2 supra; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 290; Segre, Principios 21.
         Ver Jenny Shepherd, “Pragmatic Constraints on Conversational Storytelling.”
         Cf. Saussure 24 ss; Bloomfield 139 ss; Sanford y Garrod, cap. VIII; Segre, Principios 141. Nos centramos aquí en el aspecto de comprensión presente en el uso del lenguaje, sin negar por ello que el oyente haga algo más que comprender (por ejemplo, adaptar , interpretar, manipular, etc. el mensaje)
         Ver por ej. Interaction Ritual de Goffman.
         Cf. Paul Ricoeur, “The Model of the Text: Meaningful Action Considered as a Text” 97. Cit. en Lanser 117.
         Sociología de la literatura, cap. I. i.
         Ver los interesantísimos análisis de Maurice Couturier en La Figure de l’auteur.   
         En Sofistas: Testimonios y fragmentos (Gorgias).    
         Ingarden, Literary Work 173 n. 157; Lubbock 123; Mark Schorer, “Technique as Discovery”; Friedman, “Point of View”, etc. Cf. 3.2.1.1, 3.2.2.3.5 infra.
         Soliloquia II, x; cit. en Wimsatt y Brooks 125.
         Genealogy of the Gentile Gods (XIV. ix, 428). Es decir, la ficción consiste en la “creación”, mediante la palabra, de una realidad al margen de la referencia objetiva. Cf. las ideas de Scaliger (Poetics 139) o Sidney (An Apology for Poetry 100). Para algunos, la ficcionalidad sería necesaria para distinguir la literatura de la historia (Castelvetro, Aristotle’s Poetics I, 145; Dryden, “An Account of the Ensuing Poem [Annus Mirabilis] in a Letter to the Honourable Sir Robert Howard” 8). Antes se discutía en este sentido la Farsalia de Lucano; hoy se discute el status literario de In Cold Blood. Cf. 3.1.4.4 infra.
         Genealogy XIV. xiii, 131. Argumentos parecidos aparecen ya, según G. Shepherd (199), en la Rhetorica ad Herennium y en las Etimologías de San Isidoro. Para una definición de este argumento en el marco de la teoría de los actos de habla, cf. 3.1.4.2 infra.
          Johnson, Rambler 96. Cf. también Hegel, Introducción a la Estética II, 49; John Stuart Mill, “What is poetry?” 538; Paul de Man, Blindness and Insight 18.
         Susana Onega, “Fowles on Fowles” 76.
         Cf. también Edward Bullough, “‘Psychical Distance’ as a Factor in Art and an Aesthetic Principle” 760; Richards, Practical Criticism 277.
         Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 3, 13.

         Cf. 3.2.1.2; 3.2.2.4.1 infra.
         Frege, "Sentido" 59; cf. Todorov, Poética 41; Searle, "Logical Status" 324.
         Cf. la crítica que en este sentido hace a Richards Stanley Fish ("Literature in the Reader" 89-92).
         Literary Work 60, 103 ss, 129 ss, 221.
         Literary Work 129. Desde nuestra perspectiva, consideraremos que este asunto sólo puede tratarse a nivel de discurso: es decir, no hablaremos de los states of affairs de una oración asertiva sin tener en cuenta el mundo (ficticio o real) al que el texto en su conjunto nos remite, mundo en el cual tiene lugar la acción.
         También basan su definición de la ficción en una contraposición a la frase asertiva Martínez Bonati (55 ss) y Searle. Este último muestra cómo la regla fundamental a la que obedece la aserción, el compromiso del hablante con la factualidad de lo que afirma, no se da en el lenguaje ficticio, y cómo todas las demás reglas constitutivas del acto ilocucionario se desprenden lógicamente de este primer paso ("Logical Status" 322 ss). Criticaremos más adelante algunos aspectos de la concepción de Searle.
         Según Frege, "por juicio entendemos el paso de un pensamiento a su valor veritativo" ("Sentido" 83).
         Hay una complicación posterior del concepto de proposición. Según Lyons: "a proposition is what is expressed by a declarative sentence when that sentence is uttered to make a statement” (Semantics 141-142). Searle diría que la realización efectiva de un acto de habla asertivo (juicio) sólo se puede determinar a partir de las intenciones ilocucionarias del hablante ("Logical Status" 325; cf. Actos 38). Como vemos, a la descripción de Frege se superpone en Searle y Lyons el problema de la diferenciación entre actos locucionarios e ilocucionarios (primitivos); a ello habrá que superponer, además, la posibilidad de que esos actos ilocucionarios sean imitados por otros actos (derivados) distintos a ellos en naturaleza. De la proposición deriva el juicio según Frege; del juicio derivará de modo parecido el acto ilocucionario efectivamente realizado.
         Cf. la diferencia establecida por R. M. Hare (Practical Inferences) entre el elemento trópico y el néustico de un acto de habla (ilocucionario). Esta analogía nos podría llevar a precisar más lo que hay de común entre un discurso de ficción y una cita (de una enunciación imaginaria): "when we embed a declarative sentence as the object of a verb of saying in indirect discourse, we associate the it-is-so [tropic] component, but not the I-say-so [neustic] component, with the proposition that is expressed by the embedded sentence" (Lyons 750).
         Searle, en cambio, propone hablar de referencia ficticia o fingida, y no de referencia a un mundo ficticio ("Logical status" 330). El sentido es, sin embargo, equivalente: Ingarden entiende aquí "referencia a un mundo ficticio como si se tratase de un mundo real"; Searle distingue este caso de la referencia a un mundo ficticio como tal mundo ficticio.
         Por ejemplo, no queda claro en la teoría de Ingarden qué son las frases de una obra de ficción si no son juicios—es decir, cuál es la categoría común que engloba a juicios y pseudo-juicios. Para Ingarden estos últimos no son propiamente hablando ni proposiciones ni juicios. Su teoría requiere una categoría intermedia, que sólo es definida vagamente, en lugar de suponer una progresiva instrumentalización e hipercodificación lingüística, según proponemos nosotros. Además, a pesar de su mérito histórico, la noción de textualidad de Ingarden está insuficientemente desarrollada, y es infrautilizada en su discusión de la ficcionalidad. La peculiaridad óntica del discurso de ficción no debería describirse en base al "quasi-judgemental character of its assertive propositions" (Literary Work 172) sino en base a una peculiaridad pragmática del texto entero como acto de habla global. En la edición de 1965 de Das Literarische Kunstwerk, Ingarden hace extensivo su análisis al resto de las frases de la obra: así, habrá pseudo-preguntas, pseudo-evaluaciones, etc. (182 ss) pero no modifica radicalmente su análisis. El punto más débil del mismo es hacer descansar la ontología de la obra en exceso sobre la frase y no sobre la obra en su conjunto o en las convenciones genéricas, elementos que sin embargo tiene en cuenta someramente Ingarden (secc. 23).
         En un sentido algo distinto al de Richards, pero que según creemos coincide fundamentalmente con el de Ingarden. "Las frases literarias", aclara Martínez Bonati, "son juicios auténticos, pero imaginarios, no cuasi-juicios reales, como sostiene Ingarden" (216). De la descripción de Ingarden se desprende que las diferencias son sólo terminológicas.
         Ontology of the Narrative (The Hague: Mouton, 1972); cit. en Lanser 285.
         Actos 86; "Logical Status" 330. Cf. también Castilla del Pino, "Psicoanálisis" 319 ss.
         Pragmatics and Fiction. 2. J.-K. Adams (5) pretende que algunos de los ejemplos de Searle o Quine están viciados por no tener en cuenta este doble sentido de la referencialidad: ignoran que sus ejemplos también están sometidos a condicionantes discursivos, a saber, los del propio discurso filosófico que los introduce. Cf. por ejemplo la afirmación de Searle sobre la carencia absoluta de referencialidad, incluso ficticia, de la expresión "la señora de Sherlock Holmes" (Actos 86; "Logical Status" 329). Pero creemos que Searle está haciendo abstracción de su propio discurso, está utilizando metalenguaje, y que sus conclusiones son perfectamente aceptables en este punto.
         "El conocimiento según la analogía (...) no significa, como se entiende generalmente la palabra, una semejanza incompleta de dos cosas, sino una semejanza completa de dos relaciones entre cosas completamente desemejantes" (Kant, Prolegómenos § 58, p.180).
         "Speech" 254. Cf. Frye, Anatomy 79, 84-85; Pratt 173; Ruthrof 53. Es obvio que estos autores se están refiriendo a la literatura en cuanto ficción (cf. 3.1.6.1 infra). Lanser propone definir la ficción como un conglomerado de actos de habla hipotéticos, "‘hypothetical’ illocutionary acts, acts of pretending" (280). Sobre la idea de Ohmann de que el contexto va incluido en cierto modo en el texto, cf. Greimas "Teoría" 28 ss; Ducrot, "Pragmatique" 534). Es una idea ampliamente difundida: cf. Gullón 83 ss; Lanser 118, 243; Lázaro Carreter, “La literatura” 160.
         "Logical Status" 326. Según Lanser (284) tanto Searle como Ohmann e Iser comparten el concepto del texto literario como conjunto de actos de habla "fingidos", "imitados", "hipotéticos". La postura original Ohmann no está a veces nada clara: tan pronto niega que los actos literarios tengan fuerza ilocucionaria como afirma que se realiza el acto de "fingir" (cf. "Actos" 27-29); una vacilación semejante vemos en Oomen (139, 147). Posteriormente Ohmann reconoce una fuerza ilocucionaria específica de la ficción (o más bien de la "literatura", lo cual no es tampoco satisfactorio; "Habla…" 47 passim).
         Cf. también José Domínguez Caparrós, "Literatura y actos de lenguaje" 115.
         Un discurso de ficción puede ser comunicativo en dos sentidos (cf. 3.4.3 infra), en el sentido de que nos es comunicado y en el sentido de que se nos comunica algo a través de él. La idea de que la ficción literaria puede ser una forma de comunicación no es en absoluto novedosa o infrecuente. Cf. por ej. Booth, Rhetoric 397; Roland Posner, "Poetic Communication vs. Literary Language, or: The Linguistic Fallacy in Poetics" 125 ss; Oomen 139; Pratt 86; Chatman, Story and Discourse 31; Lanser 4; Lázaro Carreter, “La literatura” 169; van Dijk, "Pragmática…" 175.
         La teoría de los actos de habla de Récanati (La transparence et l’énonciation; "Qu’est-ce qu’un acte locutionnaire?") es más flexible que la de Searle a la hora de explicar los escalonamientos, instrumentalizaciones y desdoblamientos de los actos de habla. Tzvetan Todorov ("La notion de littérature", en Les genres du discours) y Oomen (148) también presuponen una descripción semejante de la superposición de enunciaciones.
         La postura de J.-K. Adams recuerda la distinción establecida por Ducrot entre enunciador y locutor ("Pragmatique" 518). Según Ducrot, en el caso de ironía, el locutor es meramente el productor del enunciado, y no su enunciador. Pero, como señalan Lozano, Peña-Marín y Abril (115) el locutor sí es responsable de la ironía en tanto que ironía, y debemos suponer un desdoblamiento de su actividad.
         Cf. Bal, Narratologie 33; Chatman, Story and Discourse 151; Lintvelt 16, 32. El modelo más semejante al que proponemos es el de Lanser (144).
         El concepto de mundo posible deriva de Leibniz (Monadologie § 53). Para aplicaciones a la teoría de la ficción literaria, ver Eco, Lector 172 ss, y Ruth Ronen, Possible Worlds in Literary Theory.
         Cf. por ejemplo el análisis del sobreentendido presentado por Lozano, Peña-Marín y Abril (224 ss).
         Cf. Ingarden, Literary Work 60, 183 ss; Friedman, "Point of View" 123; Fowler, Linguistics and the Novel 37; Lanser 80; Richard Ohmann, "Literature as Act" 99.
         Cf. Ingarden, "Functions" 383, 393. Ingarden señala que este estudio ya fue iniciado por Waldemar Conrad a principios de siglo.
          Cf. por ejemplo la opinión de T. S. Eliot sobre la retórica teatral: "A speech in a play should never appear to be intended to move us as it might conceivably move other characters in the play, for it is essential that we should perceive our position of spectators, and observe always from the outside though with complete understanding" ("‘Rhetoric’ and poetic drama", 40). Por supuesto, nosotros vemos esta afirmación no como una ley universal, sino como una ley de un lenguaje dramático concreto que está definiendo Eliot; otros estilos dramáticos pueden recrearse en el involucramiento y la ignorancia del espectador. Situaciones comparables se producen en la narración. Así, por ejemplo, se puede motivar la exposición de un acontecimiento al lector por medio de una conversación entre los personajes (Bardavío, La versatilidad del signo 181; Sternberg, 250. Cf. 3.2.2.1 infra).
         Ohmann afirma que no existe sistema literario distinto del sistema del lenguaje corriente, sino sólo un uso distinto: "the writer is using the system of language and language acts describable by the ordinary rules, but using it in a special way” (257). Pero en el análisis del discurso un uso distinto, si obedece a regularidades, es un sistema distinto. De hecho, por “lenguaje corriente” solemos entender una descripción general de niveles de funcionamiento básico del lenguaje (también la conversación cotidiana desbordaría al “lenguaje corriente” en este sentido).
         Cf. J.-K. Adams: "It should be emphasized that the pragmatic structure is not a device for determining whether or not a text is fictional. That is ultimately the responsibility of the writer, who can use external conventions, such as having "a novel" printed on the title page, or internal conventions, such as writing in a language that is overtly marked as fictional. The pragmatic structure is a description of what is generally implied once the conventions of fiction are invoked" (23). Esto no parece suficiente para cubrir todos los casos. El que los libros de Carlos Castaneda sean considerados "reportajes" o novelas no depende sólo de las indicaciones de Castaneda, sino de las creencias de su lector y la manera en que interprete la actitud de Castaneda hacia su obra, así como de diversos protocolos editoriales.
         George Sampson (The Concise Cambridge History of English Literature 379). Defoe no escarmentaba: ya diez años antes había sido encarcelado por otro panfleto (The Shortest Way to Deal with the Dissenters) cuya ironía no se captó en un principio.
         Cf. Ohmann, "Actos" 28.
         Así lo sostiene S.-Y. Kuroda en "Reflections on the Foundations of Narrative Theory."
         J.-K. Adams 19. Cf. van Dijk, Text Grammars 300.
         J.-K. Adams (21); cf. Ingarden (Literary Work 224). Sobre la posición de Ingarden, cf. sin embargo Literary Work 170 ss.
         "Logical Status…" 331. Cf. también Ruthrof 81; Toolan 97.
         Para Kristeva (Texto 71), la narración (el "relato") es un fenómeno lingüístico (podríamos decir "primario") mientras que la literariedad es un hecho de discurso social, un nivel superior. A pesar de entrecruzarse, estos hechos no están al mismo nivel.
         Genette propone una definición de narratología mucho más restringida. Se limitaría ésta al estudio del relato transmitido lingüísticamente, “puisque la seule spécificité du narratif réside dans son mode, et non dans son contenu, qui peut aussi bien s’accommoder d’une ‘réprésentation’ dramatique, graphique ou autre" (Nouveau discours 12). Pero habrá de reconocer que hay elementos específicos de todos estos fenómenos "representables", frente a otros fenómenos menos representables narrativamente y que no son competencia de una ciencia de los relatos (por ejemplo, la guía telefónica). Que se llame narratología a la ciencia genérica o sólo a la específica ya es una cuestión de terminología. Al igual que hay acepciones más y menos amplias de narración, las habrá de narratología.
         Cf. José María Pozuelo Yvancos, Teoría del Lenguaje Literario 245.
         R. R. McGuire, "Speech Acts, Communicative Competence and the Paradox of Authority" 36. Cit. en Lanser 79.
         O teoriï prozy 204; cit. en Erlich 243.
         Muchas definiciones descuidan este punto. Cf. por ej. Bal (Teoría 126). Al tratar obras de ficción, y por conveniencia terminológica, utilizaremos "narración" para referirnos a la actividad del narrador, y “obra narrativa” para la del autor.
         Martínez Bonati 180. Cf. Frye, Anatomy 244 ss.
         Véase una entretenida historia de esta tríada en la Introduction à l’architexte de Genette. Hernadi  )Teoría de los géneros) recoge muchas variantes de la tríada.
         Cf. Goethe, "Naturformen der Dichtung" (cit. en Genette, Introduction à l’architexte 67); Husserl, Logische Untersuchungen y J. Petersen, Die Wissenschaft der Dichtung (cits. en Staiger 23, 237); Staiger 21; Bühler 75; Stanzel, Typische Erzählsituationen 166; Wolfgang Kayser, Interpretación y análisis de la obra literaria 442; Ruthrof 78; Lintvelt 82. Hernadi (Teoría 117), añade el ensayo como cuarto gran género.
         Stanzel, Theory 4; cf. Typische Erzählsituationen 4; Friedman, "Point of View"; Scholes y Kellogg 4.
         Esto ha llevado a que Ruthrof (viii, 37) negase la relevancia de la teoría de los actos de habla para el análisis de la narración. Su planteamiento es, sin embargo, insostenible ante una teoría como la de Pratt. De hecho, la misma teoría de Ruthrof propone un equivalente de los macro-actos de habla (58) así como una jerarquización ontológica de los actos de habla de personajes, narrador y autor (196).
         Ohmann, "Speech" 247; cf. Chatman, Story and Discourse 165 ss; Ricœur, Time and Narrative 2, 30.
         Así, Martínez Bonati opone la actuación verbal de los personajes en el teatro a la del narrador en la novela: "Estos hablantes dramáticos son personas cuyo discurso es esencialmente una ación pragmática y nunca simplemente ‘informativo’, como el del narrador épico, o simplemente ‘expresivo’, como el del hablante lírico" (182). Deberemos entender que éste es el caso no marcado de la narración literaria no motivada (3.2.2.2 infra).
         La “paratextualidad” o textualidad marginal es definida por Genette en Palimpsestes.  Para casos prácticos de su uso en la modelación de convenciones genéricas, ver Couturier, La Figure de l’auteur.
         Está por ejemplo la narración oficial, institucional (el informe): "Wahrend dem ERZÄHLEN ein universelles wahrheitsbegriff zugrunde liege, der die Darstellung fiktiver Ereignise und Vorgänge ermöglicht, gelte für das BERICHTEN der Wahrheitsbegriff der zweiwertigen Logik, derzufolge jeder Aussage das eindeutige Merkmal ‘wahr’ oder ‘falsch’ (bzw. ‘wirklich’ oder ‘unwirklich’) zugeordnet wird" (Klaus-Peter Klein, "Handlungstheoretische Aspekte des ‘Erzählens’ und ‘Berichtens’" 230).
         Es lo que reprocha Culler al Barthes de S/Z, que no incluye códigos relativos a la narración entre los múltiples códigos interpretativos que describen la actividad del lector (Structuralist Poetics 203)
         A veces en Teun A. van Dijk: "Artificial narrative does not respect the pragmatic conditions of natural narrative" ("Philosophy of Action and Theory of Narratives" 323); "One of the characteristic pragmatic (or, perhaps, pragmatico-semantic) properties of artificial narration is that the narrator is not obliged to tell the truth" ("Action, Action Description and Narrative"). Cits. en Ruthrof 22 ss.
         Cf. Shklovski, “La  construction de la nouvelle et du roman”; Fowler, Linguistics and the Novel 114.
         Pueden consultarse más específicamente los trabajos de Labov y J. Shepherd citados; y además Richard Bauman, Story, Performance, and Event;  Livia Polanyi, “Literary Complexities in Everyday Storytelling”; Uta M. Quasthoff, Erzählen in Gesprächen; y Deborah Tannen, “Oral and Literate Strategies in Spoken and Written Narratives”.
         Así opina Genette, "Discours" 183.
         Jakobson, "Embrayeurs" 182. 
         Pratt (94 ss) reprocha este defecto al análisis de la literariedad hecho por Ohmann, al cual nos hemos referido anteriormente. Criterios poco claros se encuentran asimismo en Todorov (Poética 41). Aguiar e Silva también funde en una las nociones de ficcionalidad y literariedad; la "función poética" actúa en la obra de modo que ésta "crea un universo de ficción que no se identifica con la realidad empírica, de suerte que la frase literaria significa de modo inmanente su propia situación comunicativa, sin estar determinada inmediatamente por referentes reales—por un contexto de situación externa" (Teoría 16). Un universo de ficción es el que no admite la posibilidad de referentes reales; es distinto el caso de una obra histórica a la cual leemos como literatura "cortando" una referencia que sí existe en principio. Esta distinción es ignorada con frecuencia (cf. 3.1.4.1 supra; Ohmann, infra). Para Lanser, "a careful distinction must be made between fiction and literature" (283); una distinción que según ella es ignorada por Searle, Ohmann o Iser.
         Cf. van Dijk, Text Grammars 336; Searle, "Logical Status" 319-320; Pratt 199.
         Kant, Crítica del Juicio, § 5, 109.
         George Santayana, "The Nature of Beauty" 706.
         Psychical distance (Bullough).
         Martínez Bonati 71; cf. Schmidt, "Comunicación" 211.
         Display texts en Pratt 173. Cf. Tomashevski, Teoría 14.
         Ver mi artículo “Speech Acts, Literary Tradition, and Intertextual Pragmatics,” esp. 41-43.
         Tratado 435. Cf. 3.3.3.3; 3.4.2.3 infra.
         Tratado 436. Este énfasis en la indeterminación esencial de la comunicación literaria es frecuente en las teorías actuales de la interpretación. Cf. Ruthrof (195), Segre (372).
         Según Ohmann ("Habla" 42), esto equivaldría a una definición del aspecto meramente locucionario de la literatura.
         Cf. Tomashevski, Teoría 21; Ingarden, Szkice z filozofii literatury; cit. en Grabowicz lvii; Aguiar e Silva, Teoría 16; Lázaro Carreter, “La literatura” 160.
         Searle, "Logical Status" 320, 325; J.-K. Adams 9
         "Logical Status" 320. Cf. Schmidt, "Comunicación" 202; Lázaro Carreter, “La literatura” 153.
         The Modes of Modern Writing 7.
         Una idea semejante subyace a la distinción de Ingarden (Literary Work 369) entre obra literaria y obra de arte literaria. Cf. también Aguiar e Silva, Teoría 29.
         Susana Onega, "An Approach to the Fictional Text" 94. Cf. van Dijk, Text Grammars 336; Castilla del Pino, "Aspectos epistemológicos de la crítica psicoanalítica" 295.
         Frye, Anatomy 77. Cf. Lotman 196.
         Cf. Lotman 197-198; Ohmann, "Actos" 20, Posner 130-132; van Dijk, "Pragmática" 193.
         Cf. Pratt 173; E. W. Bruss, "L’autobiographie considerée comme acte littéraire".
         La literatura se suele considerar una forma de comunicación. Cf. por ejemplo Richards, Principles 20 ss; Roland Harweg, "Präsuppositionen und Rekonstruktion" (cit. en Stanzel, Theory 180); Castilla del Pino, "Psicoanálisis" 280. Martínez Bonati (130 ss) y J.-K. Adams consideran que la literatura es comunicación, pero no comunicación lingüística.
         Martinet 49. Cf. también Husserl, Logische Untersuchungen (cit. en Martínez Bonati 108), J. Lyons 32, Searle, Actos 26; Castilla del Pino, "Psicoanálisis…" 271.
         Bach y Harnish (97 ss) no comparten, sin embargo, este análisis. Para ellos no hay comunicación en dos tipos de situaciones: 1) Cuando la intención perlocucionaria se puede realizar sólo si no es reconocida: son los casos de engaño, manipulación, ambigüedad deliberada, etc. 2) Cuando se renuncia abiertamente a la intención comunicativa, aun explotando la presunción de comunicación; sería el caso del hablar en broma, la narración de ficción, el recitado. Para nosotros se trata de fenómenos ilocucionarios discursivos: si bien complejos, perfectamente definibles.
         Antonio García Berrio, "Más allá de los "ismos": sobre la indispensable globalidad crítica" 379.
         José G. Herculano de Carvalho, Teoria da linguagem (Coimbra: Atlântida, 1967) 303; cit. en Aguiar e Silva, Teoría 457. Cf. Segre, Principios 236.
         Scaliger 137; Booth, Rhetoric 394; Ruthrof 194.
         Otras confusiones entre efectos ilocucionarios y perlocucionarios en literatura se dan en Samuel R. Levin ("Consideraciones sobre qué tipo de acto de habla es un poema" 72) y van Dijk ("Pragmática" 188).
         Austin 121 ss; Searle, Actos 55; Bach y Harnish 15.
         Con respecto a la semántica peculiar de la obra literaria, véanse el libro de Lotman y las páginas 76-85 de la Teoría del lenguaje literario de José María Pozuelo.
         García Berrio, "Ismos" 380. Cf. la distinción romántica entre alegoría y símbolo.
         Es la clásica postura romántica (3.4.1.3 infra).
         "Serious (i.e. nonfictional) speech acts can be conveyed by fictional texts, even though the conveyed speech act is not represented in the text" ("Logical Status" 332). Esta idea aparece de diversas formas en otras teorías literarias desde tiempos remotos: la lectura alegórica sería su primera manifestación. Para nociones contemporáneas de un "discurso dentro del discurso" o "a través del discurso", cf. Jakobson, Lingüística y poética 62; Eco, Lector 71; Castilla del Pino, "Psicoanálisis" 271; Segre, Principios 355.
         "Pragmática" 186 ss. Todas estas reglas deberían reformularse, añadiendo esto al principio de cada una: "El oyente cree que".
         Idea que subyace cualquier análisis de la acción, desde Aristóteles a Kristeva (Texto 163) o Culler ("Fabula and Sjuzhet").
         Cf. F. R. Leavis, "The Novel as Dramatic Poem: Hard Times "; Steven Marcus, "The Novel Again"; William Handy, "Toward a Formalist Criticism of Fiction".
         Freeman 79-80; ver también mi artículo “Understanding Misreading”.
         Cf. T. S. Eliot, "Tradition and the Individual Talent"; Petöfi y García Berrio 263; Ricœur (Time and Narrative 2, 31) critica la narratología semiótica por hacer abstracción de la tradición histórica de las formas. Se requiere, pues, una semiótica cultural y una narratología consciente de la historia literaria.
         Segre, Principios 293; Karl Robert Mandelkow distingue entre expectativas relativas a la época, a la obra y al autor ("Probleme der Wirkungsgeschichte", cit. en Fokkema e Ibsch 178).
         Karl Popper, "Naturgesetze und theoretische Systeme", cit. en Fokkema e Ibsch 180.
         Cf. W. K. Wimsatt, Jr., "Battering the Object: The Ontological Approach".
         Mijail Bajtín, The Dialogic Imaginaton. Sobre Bajtín, ver Michael Holquist, Dialogism.
         Sobre este acercamiento “flexibilizado” a la teoría de los géneros, ver Jean-Marie Schaeffer, “Literary Genres and Textual Genericity”; Jonathan Culler, “Towards a Theory of Non-Genre Literature”; Alistair Fowler, "The Future of Genre Theory: Functions and Constructional Types."


3.2. Discurso